En el argot político norteamericano se llama “doctrina” a un planteamiento o conjunto de planteamientos, más o menos coherentes, que formula un presidente o un alto funcionario de la administración pública sobre un tema.
Así han transcurrido por la historia estadounidense numerosas doctrinas, aunque, por cierto, ellas no siempre tuvieron la profundidad y la consistencia necesarias para merecer este nombre, que responde más bien a un convencionalismo de la política norteamericana.
La prensa empezó a hablar de la “doctrina Bush” a partir de las reacciones del presidente George W. Bush ante el atentado terrorista islámico del 11 septiembre de 2001 contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y el Pentágono en Washington. Ella está contenida en la serie de declaraciones y discursos del gobernante norteamericano en diversos escenarios y momentos.
La respuesta del gobierno ante los sucesos de Nueva York y de Washington fue inmediata. El presidente George W. Bush prometió “cazar” y sancionar a los terroristas dondequiera que estuvieren y cualquiera que fuere el costo humano, económico y militar de la operación. Dispuso que, bajo su orden o la del Pentágono, pudiesen ser derribadas por aviones militares las naves aéreas comerciales que se apartaren de su rumbo y siguieren una dirección sospechosa. Puso a las fuerzas armadas estadounidenses en máxima alerta. Llamó a filas a 35.000 reservistas. Consiguió del Congreso federal una partida de 40.000 millones de dólares y la autorización para emplear “toda la fuerza necesaria y apropiada” contra los terroristas. Bajo el nombre de “operación justicia infinita” en código militar —que pocos días después se cambió por el de “operación libertad perdurable”, para no herir las susceptibilidades religiosas de los pueblos orientales—, movilizó un primer contingente de 40.000 soldados y parte de su flota marítima hacia el Mediterráneo, el Golfo Pérsico y el Océano Índico. En octubre de ese año comenzaron los bombardeos contra los edificios de gobierno, centros de decisión militar, cuarteles, depósitos de armas, instalaciones castrenses, emplazamientos de misiles tierra-aire y, en general, los lugares de concentración de los soldados talibanes en Afganistán.
En la madrugada del 20 de marzo de 2003, formaciones de infantería y vehículos blindados norteamericanos cruzaron la frontera iraquí procedentes de Kuwait. Minutos después Bush informaba al pueblo norteamericano que había comenzado la invasión a Irak. Cuarenta misiles tomahawk destruyeron objetivos de la capital iraquí. Caza-bombarderos atacaron las ciudades de Mosul, Bagdad y Basora. La resistencia militar fue casi nula por las deplorables condiciones militares, económicas y morales de las fuerzas armadas iraquíes. Pocos días después el aeropuerto de Bagdad cayó en poder de los soldados norteamericanos, los tanques Bradley tomaron la ciudad y el gobierno de Hussein se derrumbó. Empezó entonces la ocupación militar de Irak, que se extendió por nueve años, en medio de una sangrienta guerra de guerrillas urbana.
El presidente Bush junior, en varias de sus declaraciones públicas, diseñó progresivamente su “doctrina” en torno al combate contra el terrorismo en el mundo. Calificó a Corea del Norte, Irak e Irán como integrantes del eje del mal por favorecer a los terroristas, tildó de “grupos terroristas” a todos aquellos que se habían levantado en armas en diversos lugares del planeta, proclamó que las fuerzas de seguridad norteamericanas tenían el derecho de apresar y hasta matar a los terroristas donde se los encontrare y declaró la guerra total contra el terrorismo.
De esta manera, la parte focal de la denominada doctrina Bush es el combate sin fronteras contra un enemigo invisible y ubicuo: el >terrorismo.
El 29 de enero de 2002, en su discurso sobre el estado de la Unión ante el Congreso federal, Bush mencionó dos objetivos de la política internacional norteamericana: a) cerrar los campos terroristas, interrumpir sus planes y enjuiciar a sus miembros; y b) prevenir la amenaza mundial del uso de armas químicas, biológicas y nucleares tanto por terroristas como por regímenes políticos.
Dijo que mientras ciertos Estados alberguen a terroristas y les permitan operar campos de entrenamiento “la libertad está en riesgo y nuestros aliados no deben y no pueden permitirlo”. Con esta proclama quedó claro que se abrió una lucha en varios frentes contra un enemigo elusivo, asistido de importantes y modernos recursos tecnológicos, y que los Estados Unidos no harían distinción entre los agentes terroristas y quienes les prestaren ayuda o les facilitaren refugio.
El presidente norteamericano explicó que esta lucha era diferente de otras luchas en la historia. No era una lucha contra un régimen político, ideología o religión sino contra los líderes, comandos, fuerzas, comunicaciones, arsenales, materiales de apoyo y finanzas de los grupos terroristas ubicados alrededor del mundo, para desarticular sus proyectos de agresión. Los enemigos, en el pasado, necesitaron de grandes ejércitos, gigantescas flotas y enormes industrias bélicas para amenazar a Estados Unidos, mientras que hoy oscuras redes que actúan en la penumbra y que operan con modernas tecnologías pueden causar graves daños a la sociedad norteamericana y a otras sociedades abiertas a costos más bajos que un tanque de guerra.
Así fue perfilándose la doctrina Bush.
Con una clara conciencia de que los Estados Unidos gozaban de una posición de fuerza militar sin paralelo y de un poder económico sin precedentes, el presidente Bush advirtió que las respuestas a las naciones que apoyaren al terrorismo serían “devastadoras”. En un discurso pronunciado el 10 de diciembre de 2001 en Charleston, Carolina del Sur, ante cadetes de una escuela militar, afirmó que “nuestros soldados tienen una misión nueva y esencial. Para los países que apoyan al terrorismo, las consecuencias serán no solamente costosas sino devastadoras”. Y además enfatizó que los atentados del 11 de septiembre y la amenaza del terrorismo han definido las prioridades durables de Estados Unidos en materia de defensa, comenzando por “la aceleración de la transformación de las fuerzas armadas”. Luego agregó: “Los dos últimos meses han mostrado que una doctrina innovadora y armas de alta tecnología pueden modelar y dominar una guerra no convencional” en el siglo XXI. Calificó a Rusia de “socio crucial” en el combate contra la proliferación de armas de destrucción masiva y afirmó que Moscú y Washington aumentarán su cooperación para negar a todo “país delincuente” la capacidad de desarrollar, adquirir y utilizar armas químicas, biológicas o nucleares.
El presidente declaró que “cada país, cada región, ahora debe tomar una decisión: o están con nosotros o están con los terroristas. De hoy en adelante todo país que continúe hospedando o apoyando al terrorismo será considerado por Estados Unidos como un régimen hostil”. Su asesora en asuntos de seguridad nacional, Condoleezza Rice, nombrada posteriormente Secretaria de Estado, explicó que “los terroristas precisan de un lugar para conspirar, entrenar y organizarse. Los tiranos aliados de los terroristas aumentan en mucho el alcance de sus daños mortales. Los terroristas aliados de los tiranos pueden comprar nuevas tecnologías que les posibiliten asesinar en una escala mucho mayor. Cada amenaza aumenta el peligro de la próxima. El único camino para la seguridad es confrontar efectivamente a los terroristas y a los tiranos”.
“En el curso de la guerra fría —dijo Bush en el mensaje que leyó en la academia militar de West Point el 1 de junio de 2002— las armas de destrucción en masa eran vistas como armas de última instancia, en cambio hoy los grupos terroristas las consideran como opciones preferentes e inmediatas. Debemos crear defensas eficaces contra los misiles balísticos que ellos poseen. Y por sentido común y legítima defensa los Estados Unidos deben actuar contra esos peligros antes de que se pongan en marcha. La historia juzgará duramente a aquellos que vieron venir los peligros y se cruzaron de brazos. Estamos convencidos de que en un mundo de tantas acechanzas el único camino hacia la paz y seguridad es el camino de la acción. Lo ocurrido en septiembre 11 nos enseñó que Estados débiles, como Afganistán, pueden sin embargo ser muy peligrosos para nuestra integridad y para la integridad de otros Estados grandes”.
El documento que leyó en West Point partió de la premisa de que las grandes potencias y los principios por los que se rigen son muy importantes en la historia puesto que tienen la capacidad de influir sobre las vidas de millones de personas; y de que en ese momento —terminada ya la guerra fría, sustituido el comunismo por el terrorismo como objetivo y vencidas y desacreditadas las utopías de clase, raza y nación que sólo trajeron a los pueblos atraso y miseria— Estados Unidos poseían un poder y una influencia sin precedentes sobre el mundo, que traían aparejadas responsabilidades y obligaciones sin paralelo.
La doctrina Bush se concretó y sistematizó finalmente en el documento titulado “The National Security Strategy of the United States of America”, expedido en la Casa Blanca el 17 de septiembre de 2002, que resumió los objetivos y las prioridades de la seguridad norteamericana para el nuevo siglo.
En su prólogo se afirma que las grandes batallas del siglo XX entre la libertad y el totalitarismo terminaron con la decisiva victoria de las fuerzas de la libertad y con el surgimiento de un solo modelo sustentable de éxito nacional: el fundado en la libertad, la democracia, los mercados abiertos y la libre empresa. En el siglo XXI solamente los Estados que se comprometan con la defensa de los derechos humanos básicos y que garanticen las libertades políticas y económicas estarán en capacidad de asegurar para sus pueblos un futuro de prosperidad, dice el documento. Por consiguiente, los Estados Unidos se juntarán con todos aquellos países y regiones que estén resueltos a vertebrar un mundo de libre comercio y mercados abiertos para conquistar en beneficio de sus pueblos el crecimiento económico y la prosperidad. A ellos les será entregada asistencia para el desarrollo a través de la New Millennium Challenge Account.
Esta es una de las partes centrales de la doctrina.
Las conceptos claves de ella son el unilateralismo y la anticipación. Estados Unidos no se sienten obligados a consultar ni a lograr acuerdos previos con otros Estados ni con la Organización de las Naciones Unidas para tomar iniciativa en acciones militares preventivas contra cualquier enemigo que juzguen capaz de atacarlos. Las doctrinas Truman y Eisenhower, que operaron durante la guerra fría, se fundaron en los conceptos “contención” y “disuasión” mientras que la doctrina Bush basa su política de defensa en la “prevención” de acciones terroristas y en la neutralización temprana de potenciales agresores. Según ella, no pueden esperar a ser atacados, no pueden esperar que se coloque una bomba atómica de construcción casera en algún lugar de su territorio, sino que tienen que adelantarse a los ataques mediante acciones militares preventivas.
Es cierto que la prevención ha sido siempre una táctica militar eficiente —desde Isabel I de Inglaterra contra la armada española de Felipe II hasta Israel en la Guerra de los Seis Días contra sus enemigos árabes— pero la tradición militar de los Estados Unidos fue diferente: atacó solamente después de que él o sus aliados fueron agredidos. Eso ocurrió en Pearl Harbor en 1941, en el golfo de Tonkin en 1964 o en Kuwait en 1991. Talvez la única excepción haya sido la guerra de Corea en 1950. Hoy, sin embargo, bajo el trauma del 11 de septiembre —trauma compartido con muchos otros países porque hay que recordar que casi un tercio de la población de Nueva York nació fuera de los Estados Unidos— las cosas han cambiado: el multilateralismo ha pasado a desempeñar un papel subalterno en la política de seguridad norteamericana y ha sido suplantado por el unilateralismo.
Para justificar este cambio, Condoleezza Rice expresó que las Naciones Unidas, por desgracia, están repletas de Estados dictatoriales que carecen, por lo mismo, de una credencial democrática para que sus decisiones en el seno de la Asamblea General puedan tener un valor moral; y aseguró, de otro lado, que defenderse con anticipación no es un concepto nuevo en el Derecho Internacional y que nunca hubo una exigencia moral o legal de que un Estado debiese esperar ser atacado antes de actuar en defensa propia, aunque obviamente debe agotarse la vía diplomática y debe estar muy claro en cada caso que los riesgos de la inacción o de la espera serían mayores que los de la acción.
No hay duda de que la doctrina se inspiró en la conciencia de la vulnerabilidad de Estados Unidos y de sus aliados a los ataques terroristas, como tampoco hay duda de que existió un sesgo “pentagonista” en ella por la gran influencia que tuvieron en su formulación los >halcones del gobierno de Bush. Recordemos que Dick Cheney, su Vicepresidente, fue Secretario de Defensa en 1992 y antes encabezó una comisión que analizó la vulnerabilidad de Norteamérica a los ataques con misiles y recomendó un programa de defensa; que el principal asesor de éste, Eric Eldelman, se desempeñó antes como Subsecretario de Defensa; que el Secretario de Estado Colin Powel fue jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas; que el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld volvió al puesto que ocupó una vez; que el Secretario Adjunto de defensa Paul Wolfowitz ejerció anteriormente la subsecretaría de defensa; que la asesora de seguridad nacional y después Secretaria de Estado, Condoleezza Rice, sirvió en el Consejo de Seguridad Nacional (NSC), donde se ocupó de cuestiones europeas durante la última parte de la guerra fría; que los segundos a bordo en los departamentos de Estado y de Defensa y en el NSC (Richard Armitage, Paul Wolfowitz y Stephen Hadley) también trajeron consigo una larga experiencia en política exterior y de defensa. De modo que el sector militar tuvo marcada injerencia en el diseño de la política exterior norteamericana de aquellos años.
No se puede dejar de considerar que esta doctrina se enmarca también en el documento "Global Trends 2015: a dialogue about the future with nongovernment experts", elaborado en diciembre del 2000 por el National Intelligence Council y por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), que esboza desde la perspectiva de la seguridad norteamericana una prognosis de la situación del mundo, en sus diferentes regiones y países, hacia el año 2015. Dos de los temas allí tratados, entre muchos otros de naturaleza política, económica y social, son precisamente el de las redes de organizaciones criminales y el terrorismo transnacional.
Bush sostuvo que “la guerra contra el terrorismo global es diferente de cualquier otra guerra de nuestra historia” porque sus actores no utilizan métodos convencionales sino acciones de terror, que podrían ser ejecutadas eventualmente con armas de destrucción masiva.
La doctrina sostiene que Estados Unidos, para hacer frente a los “nuevos enemigos” y amenazas nuevas, deben acudir a todas las herramientas disponibles: poder militar, labores de inteligencia, defensas territoriales eficaces, fortalecimiento de la legislación y desmantelamiento del financiamiento terrorista. La lucha contra el terrorismo es una empresa global de indeterminada duración. Y en esta lucha debe buscarse la unión de todos los Estados que comparten los mismos intereses y que están comprometidos contra la violencia y el terror que amenazan a la civilización. Los terroristas, combinando su fanatismo con la tecnología moderna, poseen armas de destrucción masiva que pueden ser fácilmente ocultadas, transportadas clandestinamente y usadas sin previo aviso.
Obviamente que toda esta ideación tan sofisticada, que creó una nueva doctrina de la seguridad nacional destinada a remplazar a la que rigió durante la guerra fría, no fue elaborada por el presidente —que no brilló precisamente por su inteligencia ni por su cultura— sino por un equipo de asesores y expertos del más alto nivel.
Algunos observadores piensan que la doctrina Bush se inspiró en buena medida en la teoría de “golpear y aterrorizar” sostenida por el estratego norteamericano Harlan H. Ullman en su libro "Shock and Awe" (1996), dada la admiración que por él profesaba el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Ullman —piloto de combate norteamericano en la guerra de Vietnam— escribió que el uso del poder aéreo puede “golpear y aterrorizar en forma apabullante al adversario, de modo que se paralice su voluntad de resistir”. Según él, con armas modernas de precisión, que apunten a objetivos militares y no civiles, se puede alcanzar el “efecto Hiroshima” por medios no nucleares. La idea es ganar una guerra en forma decisiva y rápida, es decir, ganarla con la menor cantidad de efectivos en acción, en el menor tiempo posible y con el menor número de bajas. Para eso hay que hacer las cosas de modo que el enemigo se sienta tan intimidado y vulnerable que tenga por inútil toda resistencia.
Como sustentación de la doctrina Bush, Henry Kissinger, que ejerció las funciones de Secretario de Estado de 1973 a 1977, durante el gobierno de Richard Nixon, en una entrevista de prensa del 10 de mayo de 2003, refutando a Jürgen Habermas, afirmó que “el criticismo del filósofo alemán no toma en cuenta el gran cambio que ha ocurrido entre el orden internacional creado en el Tratado de Westfalia en 1648 y los nuevos procesos en actual gestación. Los principios de Westfalia basaron su orden en la soberanía de los Estados y definieron la agresión como el traspaso de las fronteras por unidades militares organizadas. Pero septiembre 11 introdujo un nuevo elemento caracterizado por la “privatización” de la política exterior en las manos de “grupos no gubernamentales”, tácita o expresamente apoyados por algunos Estados tradicionales, y por la proliferación de armas de destrucción masiva que genera la amenaza de una devastación global”. En esas condiciones, agregó el ex Secretario de Estado norteamericano, no se puede esperar cruzado de brazos que la agresión con armas de destrucción masiva se produzca para después responder. Lo cual, según él, justifica las acciones preventivas de los Estados amenazados, aunque ellas no pueden ser una norma general.
Son la “privatización” de armas de destrucción en masa por grupos no estatales y la fijación de la población civil como su objetivo los nuevos elementos de esta confrontación que, apartados de las normas tradicionales de la guerra, han resultado más preocupantes para los autores e inspiradores de la doctrina Bush.
En concordancia con ella, el gobierno norteamericano introdujo reformas en su legislación para autorizar detenciones indagatorias más largas y ampliar las competencias de sus servicios de seguridad, a los que autorizó para interferir las telecomunicaciones cuando lo estimaren necesario. En enero de 2003 creó un nuevo ministerio —el décimo quinto en el gabinete presidencial—, denominado Departamento de Seguridad Interna, encargado de “mejorar la protección de los ciudadanos estadounidenses ante un nuevo tipo de amenaza en el siglo XXI”, según explicó el portavoz de la Casa Blanca Ari Fleischer. Esta fue la más importante reorganización de la estructura del gobierno desde la creación del Consejo Nacional de Seguridad y del Ministerio de Defensa por el presidente Harry S. Truman hace más de medio siglo.
Se creó una nueva unidad secreta de espionaje para misiones específicas de inteligencia en el exterior, denominada Departamento de Apoyo Estratégico, bajo la jurisdicción del Pentágono.
Luego vino la cuestión económica y presupuestaria. Fueron incrementados los gastos en la defensa y las asignaciones de los servicios de inteligencia con el fin de resguardar las fronteras, asegurar el transporte aéreo y financiar el uso de tecnología sofisticada para vigilar las llegadas y salidas de turistas a suelo estadounidense.
El “unilateralismo” de potencia hegemónica, triunfadora de la guerra fría, fue uno de los principales elementos de esta doctrina, que llevó a Bush a afirmar con referencia al conflicto de Irak que su país actuaría con las Naciones Unidas, sin las Naciones Unidas o contra las Naciones Unidas. En esta línea, la doctrina Bush defendió los llamados ataques preventivos contra países acusados de pertrecharse de armas químicas, biológicas o nucleares.
La doctrina postuló que la mejor defensa es el ataque: “our best defense is a good offense”. Y, en concordancia con este principio, George W. Bush afirmó en un discurso al país por TV desde la Casa Blanca el 7 de septiembre de 2003 que “la manera más eficaz de evitar ataques a nuestro pueblo es enfrentar al enemigo allí donde vive y hace planes”. Y agregó: “combatimos al enemigo en Irak y Afganistán hoy para no enfrentarlo otra vez en nuestras propias calles, en nuestras propias ciudades”.
Las invasiones armadas sobre Afganistán a partir de 2001 y sobre Irak en el 2003 fueron las primeras consecuencias de la aplicación de la doctrina Bush. En Afganistán —donde Ossama Bin Laden, protegido por el gobierno fundamentalista talibán de Mohammed Omar, planificó, financió y dirigió las sangrientas acciones terroristas contra los símbolos del poder financiero y militar de Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001— las tropas norteamericanas entraron a sangre y fuego para capturar “vivo o muerto” al jefe de la banda al Qaeda y para derrocar el gobierno talibán que durante varios años le había prestado protección. Y en el caso de Irak, después de la llamada guerra del golfo en 1991, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se vio obligado a tomar acciones de injerencia humanitaria y a establecer una zona de exclusión de actividades militares iraquíes para proteger a la población kurda de la política de exterminio promovida por Saddam Hussein. El tirano de Bagdad, con el empleo de armas químicas, emprendió en ese año una nueva limpieza étnica contra la población kurda asentada en el norte de su territorio. Hubo cerca de 5.000 muertos y más de un millón de desplazados. Y fue tanta la brutalidad que la Organización Mundial envió un equipo de inspectores para detectar y destruir las armas químicas y bacterianas en poder del gobernante iraquí. Pero éste opuso toda clase de obstáculos a la tarea de los inspectores y terminó por expulsarlos del país en 1998. En aquella época Hussein poseía, como armas biológicas, anthrax, botulinum toxin, aflatoxin, gas grangrene; y, como armas químicas, VX nerve gas, sarin, mustard gas. Con tal antecedente, el presidente George W. Bush insistió en que el gobierno de Bagdad mantenía arsenales ocultos de armas de destrucción masiva y que además sostenía relaciones estrechas con la banda terrorista al Qaeda, que fue la que planificó y ejecutó el atentado del 11 de septiembre. La primera de estas afirmaciones, sin embargo, resultó falsa. La búsqueda de tales armas no dio resultados y la Casa Blanca reconoció en enero de 2005 que no se habían encontrado arsenales prohibidos. En las postrimerías de su gobierno, cuando le faltaban pocos días para entregar el poder a su sucesor Barack Obama, Bush reconoció públicamente durante una entrevista con el canal ABC de televisión que su mayor error fue invadir Irak a partir de un informe de inteligencia equivocado.
La trama geopolítica y geomilitar fue muy complicada por esos años. Francia, Alemania y Rusia, dos de ellas miembros permanentes con poder de veto en el Consejo de Seguridad, discreparon o tuvieron reticencias en torno al proyecto de ataque militar de Estados Unidos contra Bagdad para derrocar al gobernante iraquí. Fue evidente que, en el marco de su >razón de Estado y para el logro de sus objetivos estratégicos, el gobierno norteamericano, apoyado principalmente por el primer ministro inglés Tony Blair y por el presidente del gobierno español José María Aznar, desconoció las leyes internacionales y situó por encima de todo la seguridad de su país.
La doctrina Bush y los acontecimientos de Irak en 2003 condujeron a la Unión Europea a elaborar su propia doctrina de defensa, concebida en términos de autonomía respecto de Estados Unidos. Javier Solana, el alto personero comunitario, fue el encargado de formular el documento de trabajo para presentarlo en la cumbre de Salónica celebrada en junio del ese año. El propósito era crear una estrategia de seguridad europea semejante a la norteamericana, que incluyese una fuerza de reacción rápida, el uso del recurso militar, el combate al terrorismo, el control de las armas de destrucción masiva, la vigilancia sobre los llamados “Estados irresponsables” que las poseen o que están en posibilidad de poseerlas, el fortalecimiento de los organismos multinacionales y las relaciones con Estados Unidos.
Poco tiempo antes los ministros de defensa de los países de la Unión Europea, reunidos en Bruselas, habían anunciado que la fuerza de acción rápida estaba lista y que había 60.000 efectivos disponibles para operaciones de defensa de la paz en cualquier lugar del mundo.
Pero el problema de la seguridad norteamericana y europea era muy complicado por esos días porque la “disuasión creíble” de la guerra fría, que era la disuasión nuclear dirigida hacia el este, o sea hacia la URSS y los países de su bloque, tenía poca o ninguna eficacia ante los fundamentalismos islámicos y otras fuerzas contestatarias del sur. Los mecanismos disuasorios que se utilizaron en el curso de la guerra fría no tenían efecto alguno sobre los fanatismos político-religiosos en boga. ¿Le importaba la amenaza de una bomba atómica a un integrista fanático del mundo islámico, seguro de que su muerte en el combate contra los “infieles” le garantizaba la bienaventuranza eterna? ¿Podía detener esta amenaza a un apasionado musulmán convencido de que actuaba en nombre de Alá?
Simplemente los factores de disuasión que fueron eficaces contra el este carecían de validez contra el sur en la postguerra fría. Ni siquiera el sistema nuclear global, que comprendía a Estados Unidos, Europa, la ex Unión Soviética e incluso China, era eficaz para las nuevas circunstancias.
El gobierno ruso, presidido por Vladimir Putin, se adhirió tácitamente a la doctrina Bush con ocasión del trágico secuestro por terroristas islámicos chechenos de una escuela llena de estudiantes en Beslan, Osetia del Norte, que tuvo el desenlace trágico de trescientos muertos. La declaración fue hecha por el general Yuri Baluevsky, jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas rusas, el 7 de septiembre del 2004. Dijo que, “en cuanto a lanzar ataques preventivos contra bases terroristas, llevaremos a cabo todas las medidas para liquidarlas en cualquier parte del mundo”.
Esta declaración abrió inmediatamente una encendida polémica en Europa. Jack Straw, a la sazón canciller británico, respaldó la iniciativa y expresó que es “entendible” la posición rusa y que ella “está comprendida en la legislación internacional”. El ministro de asuntos exteriores de Francia, en cambio, salió por los fueros del multilateralismo y afirmó que la lucha contra el terrorismo “debe ser debatida en el marco europeo, en el G-8 y, naturalmente, en las Naciones Unidas”. El canciller alemán Gerhard Schröder expresó su respaldo al presidente ruso Vladimir Putin y proclamó que el terrorismo debe ser combatido “independientemente de dónde tenga lugar”.
La invasión militar de Irak fue una aplicación de la teoría de la guerra preventiva postulada por la doctrina Bush, al margen de los principios consagrados por el Derecho Internacional. Sin embargo, Rusia hizo suya esta visión y proclamó su derecho de efectuar ataques preventivos contra bases terroristas en cualquier lugar del mundo. Lo cual marcó una teoría que en ese momento se abrió paso en la política internacional de los grandes Estados, aunque en el caso ruso tuvo directa relación con los separatistas de Chechenia que pugnaban por su independencia nacional y que, para conseguirla, habían emprendido el camino de la violencia y el terrorismo más brutales.
Después de cuatro décadas de fricción ideológica, política, económica y eventualmente militar de la guerra fría, en el inicio de la nueva correlación internacional de fuerzas los Estados Unidos enfrentaron una diversidad de retos a su seguridad y a su liderazgo global. Estos retos de la postguerra fría —que sustituyeron al reto comunista anterior— fueron objeto de intenso debate en los años 90 dentro de los medios políticos y académicos norteamericanos. Los diversos enfoques —neoaislacionistas, internacionalistas liberales de corte wilsoniano, neorrealistas, unilateralistas, multilateralistas y otros— pugnaban por prevalecer y buscaban todos una redefinición de lo que debía ser el “interés nacional” y la fijación de las líneas maestras de la política exterior y de defensa en la nueva etapa histórica, con todas las dificultades que entrañaba hacerlo en un país tan diversificado. Lógicamente, la ausencia de un reto emblemático y único que permitiese articular consensos complicaba el asunto. El debate, que enfrentó a los dos partidos grandes, fue arduo. Los republicanos atacaron con dureza la política de seguridad del gobierno de Bill Clinton por haber gastado poco en defensa, conducido a la indefensión de Estados Unidos ante un ataque de cohetes nucleares, tolerado que tropas norteamericanas hayan sido sometidas al comando del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en operaciones de paz y haber descuidado la seguridad de Europa.
En el debate quedó claro que, desde la perspectiva norteamericana, habían surgido nuevas amenazas contra la seguridad de los Estados Unidos, que son el contrabando y la posesión de materiales nucleares estratégicos, la proliferación de armas de destrucción masiva, la degradación ambiental, el tráfico de drogas, los gigantescos y descontrolados flujos internacionales de capital, los movimientos migratorios ilegales, las nuevas epidemias, la reacción violenta del fundamentalismo islámico humillado por la penetración cultural de Occidente, el terrorismo sin fronteras impulsado por los fundamentalismos, el comportamiento de las denominadas “zonas de inestabilidad potencial”, que incluyen los Balcanes, Irak, Turquía, el Mediterráneo meridional, el golfo Pérsico y partes de Europa oriental, y otras amenazas generadas dentro de las costas norteamericanas y fuera de ellas.