Esta palabra (del griego eu = bueno, ou = no y topos = lugar) significa, etimológicamente, “el buen lugar que no existe” o “lo que está en ningún lugar”. El uso de ella se debió al escritor y humanista inglés Tomás Moro (1478-1535), autor del libro “Utopía” publicado en 1516, que designó con este nombre a un país imaginario situado donde estuvo la antigua Atlántida, en el que no existía la propiedad privada, las autoridades eran electivas —incluido el rey— y la base social era la familia dentro de una comunidad patriarcal, autoritaria y jerárquizada que se desenvolvía en un escenario de total igualdad económica entre los habitantes. Se rendía homenaje y se reconocía la autoridad de los patriarcas, se honraba a los maridos y a los hermanos. Todos trabajaban en beneficio común. Era una sociedad sin ejército y había tolerancia absoluta de cultos. Todo era común menos las mujeres. Se viajaba sin gastos. Todos debían saber un arte, excepto quienes mostraban especiales disposiciones para las ciencias. Las personas dedicaban seis horas diarias al trabajo y durante las horas de recreo se daban lecciones públicas. En las noches de verano cultivaban jardines y en las de invierno se entretenían con un juego parecido al ajedrez. Despreciaban el oro y con este metal confeccionaban cadenas para los delincuentes. Comían en común exquisitos manjares entre músicas y cantos. En la sociedad utópica reinaba el placer sin excesos, el trabajo sin fatiga, la comodidad sin lujo y el recreo sin ocio.
Moro, con su inagotable fantasía, pintó un orden social imaginario desprovisto de violencia, opresión y propiedad privada. Con él nació el utopismocomo teoría o tendencia política, aunque las ideas utópicas fueron conocidas muchos siglos antes. Ya Platón en su “República“ y antes Aristófanes en “Las Aves” imaginaron sociedades tan ilusorias como felices. Y muchos otros preclaros pensadores, sea por espíritu crítico contra el orden social imperante, sea por idealismo ingenuo, plantearon proyectos para modelar sociedades tan halagüeñas como inalcanzables.
En sus “Diálogos” Platón habló de la Atlántida: el grande, rico y mítico continente situado, según el filósofo griego, al otro lado de las Columnas de Hércules —el estrecho de Gibraltar—, habitado por los atlantes, descendientes de Atlas, cuyos hombres de ciencias transmitían conocimientos a los demás pueblos de su tiempo, que se hundió con sus palacios y templos a causa del castigo impuesto por los dioses cuando su pueblo se tornó sacrílego, arrogante y corrupto.
A lo largo de los siglos se han formulado muchas utopías desde la “República” de Platón hasta nuestros días, pero las más célebres fueron la mencionada “Utopía” de Tomás Moro y la “Ciudad del Sol” del filósofo y poeta italiano Tomasso Campanella (1568-1639). Francisco Bacon escribió la “Nueva Atlántida”, Samuel Butler el “Erewhom”, Etienne Cabet “Viaje a Icaria”, William Morris las “Noticias de ninguna parte” y el “Paraíso Terrestre” y Herbert G. Wells “Una utopía moderna”. Todas estas obras literarias describen, aunque con diversos enfoques, sociedades perfectas que “no están en ninguna parte”. Son visiones quiméricas de lo que debe ser la realidad humana y social. Sus autores estuvieron generalmente movidos por su posición crítica respecto de los órdenes existentes y por el ardiente deseo de cambiarlos. Por eso diseñaron utopías de carácter innovador y hasta revolucionario.
A partir de entonces, el término utopía ha sido utilizado por muchos pensadores políticos para significar un orden de cosas ideal que no existe y que difícilmente puede existir en la realidad, o para sugerir formas de organización social deseables aunque inalcanzables o para contrastar la realidad existente con metas futuras ilusoriamente dibujadas.
Hay ciertas características comunes en todas o casi todas las utopías y en ellas hay temas recurrentes. Siempre significaron una forma de crítica o de protesta contra la miseria y las injusticias sociales. La imaginación de sociedades ideales era al mismo tiempo la condena de un determinado orden político y social cuyas carencias concretas se sublimaban en los sueños de la utopía. Por lo general se proponía alguna forma de propiedad socializada en contraste con las durezas de la propiedad privada, en el marco de una sociedad igualitaria y bajo un gobierno autoritario —recordemos al gran gobernador Utopus que había promulgado sus leyes hace 900 años y aún preservaban la paz y el bienestar de los habitantes de la sociedad ideal de Tomás Moro— pero con un autoritarismo benevolente. En otros casos se planteaba la autoridad ejercida por una elite ilustrada de filósofos y científicos o simplemente se proponía la ausencia de gobierno para felicidad de los ciudadanos, como en las utopías anarquistas.
En la historia de las ideas políticas se inscriben también en esta línea los llamados “socialistas utópicos”, que soñaron con mundos de justicia, de fraternidad y de paz, aunque no señalaron los caminos para llegar a ellos. Los principales exponentes del utopismo socialista fueron Robert Owen (1771-1858), Henri de Saint-Simon (1760-1825), Charles Fourier (1772-1837), Louis Blanc (1811-1882). Se les denominó así después de que la palabra utopía entró a formar parte del léxico político gracias al título que dio Tomás Moro (1478-1535) a su novela publicada en 1516.
La expresión “socialismo utópico” fue acuñada con desdén por los marxistas para hacer distancias con el “socialismo científico” que ellos propugnaban, y luego para significar que aquel tipo de socialismo no tenía sustentación en los movimientos de masas ni contaba tampoco con los cuadros y los medios necesarios para poner en práctica sus ideas, muchas de las cuales eran irrealizables y algunas francamente absurdas.
Si bien la palabra utopía designa en la vida política un mundo social idílico de justicia y libertad que difícilmente puede darse en la realidad, hay que reconocer que muchas de las grandes conquistas de la historia empezaron por ser utopías. La libertad de pensamiento, el voto universal, los avances del <feminismo,la superación del <fascismo, los logros de la <ecología, los prodigios de la <cibernética, la conquista espacial, la ingeniería biogenética, la terminación de la <guerra fría y muchísimos otros logros de la historia y de las ciencias fueron, en su momento, acariciadas utopías y hoy son halagüeñas realidades. Pero, por supuesto, fueron utopías referidas a mundos posibles. Porque las utopías tienen grados: hay utopías que sueñan en el mejor de los mundos pensables y otras en el mejor de los mundos posibles. Es decir, hay utopías irrealizables y utopías que tienen visos de posibilidad. Desde esta perspectiva, muchas de las conquistas en el campo científico y tecnológico comenzaron como fantasías de ciencia-ficción, esto es, como utopías científicas, y terminaron por ser realidades tangibles. La ciencia-ficción es parte de la utopía que algunos pensadores denominan “realizable”.
Se llama utopismo, por extensión, la tendencia de los políticos a perder contacto con la realidad a la hora de elaborar sus planes de gobierno o de gobernar. La política es, por definición, la ciencia de la realidad y de lo posible, sin descartar que también sea el arte de tornar posible lo deseable. Pero, en todo caso, el político no puede perder de vista las realidades en que se desenvuelve si no quiere fracasar irremisiblemente. Esta es normalmente la diferencia entre el político y el intelectual. Y ahí reside la fuente de sus viejas incomprensiones recíprocas. El político actúa sobre realidades concretas, que están allí aunque no las quiera. Que son como son y no como quisiera que fueran. En la política hay muy poca cabida para el subjetivismo. Esto lo digo por experiencia. El intelectual, en cambio, tiende a ver el mundo como quisiera que fuese y no como realmente es. Este diferente enfoque ha distanciado, a lo largo del tiempo, a políticos e intelectuales. La dilatada lista de querellas mutuas lo demuestra. El filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955), con su fina percepción de las cosas, señalaba que el político y el intelectual obedecen a dos tipos humanos no sólo distintos sino contrapuestos. Al primero llamaba “ocupado”, porque en él lo primario es la acción, y al segundo “preocupado” porque se ocupa antes de ocuparse, es decir, se “pre-ocupa”.
Eso hace del político un ser impulsivo (de quien Ortega y Gasset dice que a lo sumo hay que pedirle que se arrepienta de las acciones consumadas) y, del intelectual, un ser que cavila mucho antes de actuar y que con frecuencia cae en lo que el filósofo español denominaba “apraxia”, es decir, la dificultad o acaso la imposibilidad de la acción. La utopía, por tanto, es más una característica del intelectual que del político. O, para decirlo mejor, la utopía engrandece la imaginación del pensador o del poeta pero pierde al político.
No obstante, la utopía ha sido siempre uno de los elementos de la política. A lo largo del tiempo los hombres soñaron en formas ideales de organización social en las que no sería necesaria la autoridad, imperaría la armonía y la paz, la libertad humana no sufriría limitaciones y los bienes serían de quienes los necesitaran. El <anarquismo fue una poética utopía. En algunos de sus planteamientos lo han sido también los <socialismos. La utopía ha acompañado al hombre a lo largo de los siglos. Y aunque sus ilusiones no pudieron cumplirse o se cumplieron parcialmente, al menos sirvieron para señalarle el camino del progreso.