Las armas químicas y biológicas, capaces de diseminar gases tóxicos o gérmenes de enfermedades, son armas de destrucción en masa según la clasificación hecha por la Comisión de Armamentos de Tipo Corriente de las Naciones Unidas en 1948. Por eso es que desde la Declaración de Bruselas de 1874, de las convenciones de La Haya de 1899 y 1907, del Protocolo de Ginebra del 17 de junio de 1925 auspiciado por la Sociedad de las Naciones, de la resolución de 1966 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de la convención de 1972 auspiciada por la Organización Mundial, de las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas contra Irak en 1991 y de la convención internacional de 1993 se han prohibido el desarrollo, la producción, el almacenamiento y el empleo de este tipo de armas.
Según fuentes de inteligencia de Estados Unidos, son numerosos los países que producen armas químicas y biológicas o que están en capacidad de producirlas: China, República Popular Democrática de Corea —Corea del Norte—, República de Corea —Corea del Sur—, Egipto, Etiopía, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Japón, India, Irán, Irak, Israel, Libia, Myanmar, Rusia, Siria, Taiwán, Vietnam. Lo cual representa un alto riesgo de terrorismo químico y bacteriológico puesto que nada difícil es que estas armas caigan en manos de grupos fundamentalistas o fanáticos que hagan un uso criminal de ellas.
El terrorismo químico y biológico es relativamente fácil de ejecutar no sólo porque la fabricación de gases tóxicos o la concentración de microorganismos patógenos no son operaciones costosas ni entrañan mayor sofisticación tecnológica, sino también porque aquellos son elementos impalpables, inodoros, silenciosos y fáciles de transportar y de manejar. El costo de asolar con ántrax un kilómetro cuadrado de territorio es aproximadamente de un dólar. Por eso a las armas biológicas se les ha llamado la “bomba atómica” de los países pobres.
Eso ha permitido a ciertos grupos terroristas tener acceso a ellas. En 1995 el grupo japonés Aum Shinrikyo (verdad suprema) —responsable del ataque al metro de Tokio con el gas neurotóxico sarín— desarrolló varias clases de armamento biológico, que intentó usarlo al menos en ocho ocasiones. Se sabe, por las investigaciones policiales, que su líder Shoko Asahara y otros 40 miembros del grupo viajaron a Zaire en octubre de 1992 con el pretexto de asistir a las víctimas del ébola pero con el propósito real de obtener muestras del virus.
Existen varios gases urticantes, vesicantes, sofocantes, tóxicos y neurotóxicos, como el sarín, el tabun, el soman, el GF y el VX, que tienen efectos graves y hasta mortales sobre el ser humano, y diversas armas biológicas fabricadas con las bacterias del ántrax o del botulismo o con el virus del ébola o de la viruela, que tienen consecuencias letales.
El VX es un gas licuado, diez veces más mortífero que el gas sarín, que provoca la muerte por parálisis y que se mantiene activo por mucho tiempo. Unos pocos gramos de este gas bastan para matar a millones de personas.
El ántrax, como arma biológica, puede ser devastador. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la liberación de 50 kilos de esporas de ántrax en un frente de 2 kilómetros sobre una ciudad de 500 000 habitantes, produciría la muerte de no menos de 95.000 personas pocos días después. En un estadio de fútbol la liberación de una ampolleta con un concentrado de esporas de ántrax bastaría para matar a mucha gente.
En el manual de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) se mencionan 31 microorganismos que pueden ser usados como armas biológicas y bacterianas. La lista incluye los de la viruela, el ántrax, la peste, el botulismo, la tularemia, el tifus, la fiebre Q, las encefalitis víricas, el ébola y la influenza. De estos 31 microorganismos, los de la viruela y el ántrax son los que más fácilmente se pueden convertir en armas biológicas de alta eficiencia. Pero también hay otros agentes biológicos potencialmente útiles para el terrorismo: brucella suis, coxiella burnetii, toxina estafilocócica, rickettsía pronazekii, salmonella typhimunum, yersinia enterocolítica, yersinia pestis, vibrio choferae y otros agentes patógenos.
En la prevención e investigación de esta clase de terrorismo se suele usar la sustancia química denominada aldehído aromático para registrar los movimientos y la actividad de personas sometidas a investigación. El aldehído es un polvo amarillo que, colocado sobre objetos que normalmente se tocan —el volante de un automóvil, la cerradura de una puerta, el pasamanos de la escalera—, se adhiere a la mano y es transferido luego a los objetos que el individuo toca. De esta manera se pueden seguir los rastros de la persona investigada.
Un episodio de terrorismo químico y biológico especialmente preocupante se produjo durante el conflicto armado del golfo Pérsico en 1991 —que se desencadenó por la invasión militar de Irak contra Kuwait a mediados de 1990 y que enfrentó a Estados Unidos y sus aliados contra Irak— en el que el gobierno de Bagdad dispuso la utilización de armas químicas y bacterianas contra los soldados enemigos. Lo cual, al término de la guerra, llevó al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a someter a este país a un proceso de inspección por la Comisión Especial de la ONU para el desarme iraquí (UNSCOM) con el propósito de encontrar los escondites de las armas bacterianas y químicas fabricadas por Irak —especialmente del ántrax y del gas VX destinado a atacar el sistema nervioso— y los depósitos de toxinas para las cabezas de los misiles.
Un hecho que contribuyó a incrementar la preocupación por el terrorismo químico y biológico —bioterrorismo— fue la investigación que la policía nipona hizo a la secta neobudista japonesa denominada Aum Shinrikyo (Verdad Suprema), acusada de haber perpetrado el atentado con gas sarín en el metro de Tokio el 20 de marzo de 1995, que causó la muerte por intoxicación de muchas personas. La policía encontró que este grupo fanático, bajo la conducción de su líder espiritual Shoko Asahara, poseía un sofisticado laboratorio químico en el pueblo de Ksmikuishiki, cuyos equipos, al decir de los investigadores, “no tendrían nada que envidiar a los laboratorios más avanzados de una buena universidad japonesa”.
En 1997 se investigaron cerca de 100 amenazas terroristas con agentes biológicos en Estados Unidos. Y con ocasión de los sangrientos atentados contra las torres gemelas en Nueva York y contra el Pentágono en Washington el 11 de septiembre del 2001, los organismos de seguridad alertaron al gobierno norteamericano acerca de la posibilidad de que se produjeran acciones de terrorismo químico y bacteriológico —e, incluso, terrorismo nuclear— contra las ciudades de Estados Unidos por parte de los fundamentalistas islámicos. Por eso se prohibieron los vuelos de avionetas de fumigación y se redobló la vigilancia de las instalaciones de agua potable, en medio de una aguda psicosis colectiva de temor a este tipo de atentados. El apoyo incondicional que ofreció el gobierno inglés a la operación internacional antiterrorista de Estados Unidos —la denominada operación Libertad Perdurable— llevó la crisis nerviosa también a las calles de Londres, donde desaparecieron los turistas y se vendieron a la gente grandes cantidades de máscaras antigas y antibióticos. Por esos días la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió a los gobiernos occidentales del peligro de las armas químicas y bacterianas. Ante la avalancha de demandas, la fábrica Bioport con sus instalaciones en Lansing, Michigan —que era la única fábrica en el mundo que producía la vacuna contra el ántrax—, anunció públicamente que todas sus dosis de vacuna estaban reservadas para las fuerzas armadas norteamericanas. Esta vacuna bloquea en el organismo la producción de la toxina que lleva a la muerte por congestión pulmonar causada por el bacillus anthracis.
En los días siguientes a los sucesos de Nueva York y de Washington se produjo el envío por correo de sobres con esporas de ántrax, que enfermaron a mucha gente en Estados Unidos. Esos sobres, salvo algún caso de excepción, contenían ántrax cutáneo, que es menos grave que el respiratorio. De todas maneras murieron 5 o 6 personas por aquellos días. Sobres contaminados llegaron al Congreso Federal, al Tribunal Supremo de Justicia, a las oficinas de algunos parlamentarios, al edificio de la Food and Drug Administration, a empresas de televisión y a otras entidades públicas y privadas que se vieron obligadas a desalojar a su personal de los edificios y a clausurar sus operaciones por unos días.