Hay diversos socialismos y diversas etapas en el desarrollo de cada uno de ellos. Solamente los dogmáticos de extrema derecha o de extrema izquierda suelen sostener lo contrario. La fecundidad de la idea socialista produjo, a través del tiempo, diferentes tipos de socialismo y, entre ellos, uno llamado democrático porque cree en el poder fecundante de la libertad, en el establecimiento de gobiernos legitimados por la voluntad popular, en el sistema de economía mixta y en la independencia nacional respecto de centros ideológicos o políticos externos.
A este socialismo no le interesa implantar un régimen autocrático que excluya oposición y discrepancia. Prefiere el diálogo democrático antes que el monólogo totalitario.
a) La cosmovisión socialista. Como todas las grandes ideologías políticas de la historia, el socialismo democrático es una concepción integral del mundo, que por lo mismo implica para el hombre que lo profesa una toma de posición ante la vida. El socialismo democrático entraña una interpretación global del cosmos —una cosmovisión— que envuelve a la persona en todas sus facetas y que le imprime una manera de ser, un estilo de vida —y de muerte—, que le distinguen de las demás.
Heredero del pensamiento dialéctico, el socialismo democrático concibe al mundo en permanente movimiento, en un ser y dejar de ser, en un transcurrir interminable. Todos los órdenes de la realidad están inexorablemente sometidos a las leyes dialécticas: la naturaleza, la sociedad, el hombre y la cultura. Nada es eterno, todo es perecible, todo es incompleto, todo es perfectible, todo es relativo. También las ideologías políticas, como parte de la sociedad y de la cultura, son seres vivos en continua mutación. El reposo de las ideas no existe. La vida del hombre es la incesante búsqueda de la verdad. La verdad de ayer puede ser la mentira de hoy, porque “la verdad es hija del tiempo”, como dijo hace casi veinte siglos el filósofo y escritor latino Aulo Gelio.
Así avanza la sociedad.
La realidad está compuesta por una complicada trama de causas y efectos. Nada en ella es casual: todo es causal. Unas cosas actúan sobre otras. Nada permanece aislado y nada hay inconexo en el mundo natural, humano, social y cultural.
En cuanto a la teoría del conocimiento, el socialismo democrático afirma que la razón humana es la autoridad suprema para la búsqueda de la verdad. Reivindica la confianza en el poderío de la ciencia, del saber y de la inteligencia humana para descubrir los secretos del hombre, de la naturaleza y de la sociedad. No hay cosas misteriosas, arcanas ni esotéricas, sino simplemente no descubiertas todavía por la ciencia.
b) La doctrina política socialista. El socialismo democrático acoge, perfecciona y profundiza toda la estructura de libertades de la revolución burguesa de fines del siglo XVIII —<derechos humanos, <división de poderes, limitaciones jurídicas a la autoridad pública, soberanía popular, etc.— y también las preocupaciones por la equidad inherentes a las doctrinas socialistas, que las completa dialécticamente con sus propias aportaciones ideológicas de carácter democrático —organización popular, <partidos políticos de masas, sindicalismo, <pluralismo ideológico, elecciones universales, <constitucionalismo social, los nuevos derechos humanos, las responsabilidades social y ecológica de la propiedad, la equidad económica y otras— a fin de alcanzar una fórmula política moderna y dinámica lo suficientemente flexible para que se adecue a las distintas circunstancias de lugar y de tiempo.
El gran esfuerzo del socialismo democrático es conciliar —y en algunos lugares reconciliar— la libertad política con la seguridad económica y, en las sociedades rezagadas, la libertad política con el cambio social. Las experiencias capitalistas y marxistas nos acostumbraron a ver como incompatibles la <libertad y la justicia social. Una de ellas se implantó generalmente a costa de la otra. Difícilmente se dieron las dos al mismo tiempo. Esa fue la experiencia histórica. El socialismo democrático —y, por su lado, la <socialdemocracia europea— bregaron por incorporar los dos elementos a la organización política, como valores complementarios para el alcance del bienestar humano.
Deja de ser apetecible la equidad económica conseguida al precio de la renuncia a la libertad. No es deseable una organización social montada sobre el desprecio y la humillación del ser humano como tampoco lo es otra que, postulando derechos inasibles que se agotan en la gramática de las leyes, condena al hambre y a la pobreza a la mayor parte de sus integrantes. Ni la equidad económica entre cadenas ni la libertad de morirse de hambre. El socialismo democrático plantea la concurrencia de ambos valores para formar una sociedad en que los hombres actúen libremente y vivan con dignidad. Tales valores no son intercambiables: la falta de libertad no puede compensarse con ingresos monetarios ni la pobreza puede suplirse con la libertad. Son valores complementarios. Los unos no tienen sentido si no van acompañados de los otros.
El socialismo democrático considera que la libertad es una de las grandes conquistas de la historia del hombre. Suprimirla es retroceder. La libertad —en su dimensión civil, política y económica— tiene un efecto fecundante sobre la sociedad. El poder creativo de la libertad conduce a la invención, al descubrimiento y al progreso científico y tecnológico. Por eso las sociedades que la han recortado han perdido dinamismo, como lo demuestró el colapso de la Unión Soviética y de los países de Europa oriental.
No hay socialismo sin libertad, ni libertad sin democracia, ni democracia sin socialismo. Los tres son conceptos que se implican mutuamente. El socialismo democrático, según la más certera de sus definiciones, es la extensión de la democracia a todos los resquicios de la vida social.
La toma del poder, para el socialismo democrático, debe hacerse por medio de la participación electoral de las masas y su método para la transformación social en los países de estructuras retardadas es, por tanto, el <reformismo. El cambio debe ejecutarse con los instrumentos del mando político. El socialismo democrático opta por los medios pacíficos para lograr sus ideales de transformación social, salvas situaciones extremas en que no sea posible lograr sus objetivos de esta manera.
De ello se desprende que, además de sus convicciones éticas, el socialismo tiene también un interés estratégico en la democracia, porque aspira a que el poder del Estado, manejado por una mayoría socialista, implante sistemas justos de organización social. Y esto sólo puede darse en la democracia, bajo cuyo amparo las determinaciones de la mayoría tienen expresión y alcanzan influencia política.
Dentro del más puro concepto dialéctico, la <democracia socialista no es lo contrario de la “democracia burguesa” sino la superación de ella, en el sentido dialéctico de la palabra, para completarla con los elementos económicos y sociales que le hacen falta.
Por tanto, cuando se enfrentan la “democracia burguesa” actual —un elemento de la contienda dialéctica— contra la democracia socialista futura —el otro elemento— no es que la democracia socialista va a aniquilar la totalidad de la democracia tradicional, sino que las dos se interpenetrarán para producir dialécticamente la síntesis, que será un tercer producto que compendie lo válido y viable de las tesis en conflicto. Sin duda, lo válido de la primera son sus libertades y lo válido de la segunda su igualdad económica. La síntesis recogerá, entre otros, estos elementos para formar dialécticamente el nuevo tipo de democracia, que es la <democracia tridimensional anhelada por el socialismo democrático.
Dado que la división de la sociedad en <clases o en <capas sociales obedece fundamentalmente a razones económicas —puesto que ellas se diferencian de acuerdo con el lugar que ocupan en el proceso de la producción— hay que eliminar o al menos atenuar las disparidades materiales y los motivos de discriminación social para alcanzar el objetivo socialista de una sociedad sin clases. Esto no se ha logrado todavía en parte alguna del planeta pero no por eso deja de ser un ideal socialista. Las clases y las estratificaciones sociales no son más que el reflejo de las desigualdades económicas y de las discriminaciones de diversa naturaleza —social, étnica, religiosa, cultural, etc.— prevalecientes en una sociedad. En la medida en que estas diferencias desaparezcan o amainen se obtendrá como resultado la eliminación o la atenuación de la segmentación social.
c) La teoría económica socialista. Aunque no tiene un modelo unívoco de desarrollo ni una receta de validez universal, puesto que la propia flexibilidad de sus planteamientos ideológicos los excluye, el socialismo democrático promueve una política económica basada en la planificación descentralizada, la regulación gubernativa del proceso económico para alentar o desalentar determinadas actividades productivas y para corregir los desequilibrios sociales, el control estatal de los grandes precios de la economía —los precios del trabajo, del dinero, de las divisas y de los bienes y servicios de consumo masivo—, la utilización del sistema tributario como mecanismo de redistribución del ingreso y de la riqueza, la tesis de que el trabajo físico y el intelectual son la sustancia principal del valor, las políticas de pleno empleo, la socialización de la economía a partir de la renta y no necesariamente del instrumento de producción, la gestión directa del Estado sobre las áreas estratégicas o claves de la economía, la defensa de los recursos naturales y la protección del medio ambiente, la <integración económica multinacional, el control de la inversión extranjera, el impulso a las exportaciones, la transferencia científica y tecnológica y el desarrollo de un sistema de <economía mixta que combine la planificación estatal con espacios para la libre decisión de productores y consumidores y que señale áreas de propiedad pública, mixta y privada, sea ésta individual, comunitaria, cooperativa o familiar.
La teoría económica del socialismo democrático sostiene que el sistema de libre empresa ni el de estatificación de los bienes de producción han demostrado ser eficientes. El uno falló por el flanco de la justicia social y el otro por el de la eficacia económica. No hay que olvidar que la crisis mundial de 1929 fue el resultado de la gestión económica de la teoría del laissez faire y que la reciente crisis de los países marxistas obedeció, entre otras razones, a la estatificación de los instrumentos de producción. Por tanto, hay que buscar la verdad económica en la rica gama de las posibilidades intermedias. El viejo dilema entre la planificación y el mercado es hoy un anacronismo. El socialismo democrático cree en la posibilidad teórica y práctica de combinar las técnicas de la planificación estatal con ciertos mecanismos del mercado.
Este ha sido el gran cambio del pensamiento socialista actual: conciliar algunas virtudes del mercado con las del Estado, la iniciativa privada con la capacidad reguladora de la autoridad pública, la propiedad particular con la propiedad estatal y llevar al Estado a compartir responsabilidades con el sector privado en las tareas del desarrollo. El socialismo democrático no se ha mantenido estático sino que ha evolucionado. Del menosprecio total del mercado ha ido a la aceptación de algunas de sus virtudes bajo la regulación estatal.
Consecuentemente, el socialismo reserva al Estado la facultad de interferir el mercado, por medio de su política social, tributaria, fiscal, monetaria, cambiaria y crediticia, para corregir sus deformaciones, irracionalidades e injusticias.
No puede el Estado renunciar a su función de asignar recursos para el desarrollo equilibrado ni a su responsabilidad de dirimir en la constante disputa entre intereses encontrados en el seno de la sociedad. Si lo hace y se cruza de brazos, como postulan los neoliberales, no hay que sorprenderse de que se produzca un agudo proceso de concentración de la renta y el avasallamiento de los grupos de exiguos ingresos.
La propuesta del socialismo democrático para las sociedades atrasadas, en las que se da el conocido <dualismo de dominación social de pocos y la miseria de muchos, lleva implícita la idea de que la transformación social no es incompatible con la libertad.
El socialismo democrático intenta ser un socialismo de la etapa postindustrial del siglo XXI e insertarse en la era electrónica, informática, biogenética, ecológica y espacial, con arreglo al desarrollo científico y tecnológico de nuestros días.
Es muy importante, dentro del planteamiento económico socialista democrático, la teoría del valor. Para ésta, valor y precio son conceptualmente diferentes. El valor es la utilidad de las cosas mientras que el precio es lo que se paga por ellas en el mercado. El precio es, por tanto, una fórmula convencional y variable, que resulta de la relación de unas cosas con otras en el mercado, mientras que el valor es una condición intrínseca de ellas. El precio de un bien o de un servicio sólo existe desde el momento en que está de venta en el mercado, mientras que su valor es un atributo independiente de esa circunstancia.
El precio no existió siempre. En las economías primitivas de trueque las cosas no tenían precio sino paridad con otras con las que se canjeaban. Un saco de trigo equivalía a determinada cantidad de tejidos. Una pierna de cerdo se cambiaba por tantas unidades de tubérculos. Este era el trueque. El precio vino después, cuando se inventó el <dinero como medida del valor e instrumento de cambio, y desde entonces está ligado inseparablemente a la economía monetaria.
El socialismo democrático sostiene que los cuatro grandes precios de la economía: el precio del trabajo, que es el salario; el precio del dinero, que es el interés; el precio de la moneda extranjera, que es el tipo de cambio; y el precio de los bienes y servicios de consumo masivo, deben ser fijados y regulados por el Estado, mientras que las ideologías que beben en el abrevadero liberal y neoliberal someten esos precios a las leyes del mercado.
El socialismo democrático, con su sistema de <economía mixta, asigna al Estado la capacidad de interferir el mercado cada vez que sea necesario o conveniente para corregir las deformaciones causadas por la falta de elasticidad de la oferta o la demanda, contrarrestar la manipulación monopolista u oligopólica, evitar los abusos, acaparamientos y especulaciones de los agentes económicos y precautelar de esta manera los intereses de la masa de consumidores.
En su afán de determinar el valor objetivo de las cosas, el socialismo democrático, en lo que es un rasgo común de todos los socialismos, privilegia el trabajo como fuente del valor. Sostiene que los bienes y servicios valen en función del trabajo coagulado que contienen. Pero, por supuesto, ese factor debe estar acompañado de la utilidad de ellos porque, de otra manera, por más trabajo humano que encierren, si no son útiles para fines humanos actuales, carecen de valor. Por cierto que la utilidad es una cuestión subjetiva que varía en el tiempo y en el espacio. Cada <capa social tiene su propio concepto de la utilidad de las cosas. Y una cosa, además, puede tener distinta significación para la misma persona según las circunstancias. Lo cual demuestra lo relativo que es el concepto de utilidad como fundamento del valor y contribuye a complicar la “paradoja del valor”, que llaman los economistas.
En la >sociedad del conocimiento ha surgido un nuevo componente del valor, que es el saber científico y tecnológico, o sea el conocimiento. De modo que los bienes y los servicios valen también en función del volumen y calidad de los conocimientos empleados en su elaboración. Este es el valor-conocimiento —knowledge-value— que se suma a los otros factores del valor: trabajo, materias primas, diseño, manufacturación, distribución, etc., que son otras tantas expresiones del trabajo humano. El conocimiento —que, en último término, es también trabajo: trabajo acumulado— tiende a convertirse en la sustancia principal del valor dentro de la sociedad digital y comprende el saber científico y los procedimientos tecnológicos —el know how— necesarios para la producción de un bien o la prestación de un servicio en términos de utilidad, eficiencia y costes.
La teoría del valor del socialismo democrático choca contra las realidades impuestas por la economía capitalista, en la cual la disponibilidad de los bienes y servicios y las relaciones entre compradores y vendedores determinan el orden de cosas del mercado. Si los bienes o los servicios no son escasos, tendrán poco precio. La apetencia y la escasez, hábilmente manipuladas por la publicidad comercial, son los fundamentos del precio en las economías de mercado.
De la teoría socialista del valor se desprende su fórmula distributiva ideal, de raigambre marxista: a cada quien según sus necesidades, de cada quien según sus capacidades. Lo cual significa que cada persona ha de rendir a la sociedad en la medida de sus aptitudes y ha de recibir de ella de acuerdo con sus requerimientos individuales y familiares. Los agentes económicos deben trabajar tanto como puedan y recibir tanto como necesiten. De modo que, aunque el trabajo es la esencia del valor, no hay una forzosa correspondencia entre el volumen de trabajo y la remuneración sino entre ésta y las necesidades de los trabajadores intelectuales o manuales.
La aplicación de este principio establecería una justa distribución del ingreso. Pero aquel es demasiado generoso y altruista para que pudiera ser admitido por el egoísmo y la voracidad del <homo aeconomicus, principal y privilegiado destinatario de la repartición de los rendimientos de la producción en los regímenes capitalistas.
Cada ideología política, dentro de la teoría económica que sustenta, tiene una diversa concepción del valor. Para el <capitalismo el valor está dado por la confrontación entre la oferta y la demanda. Por tanto, el valor coincide siempre con el precio, que es la expresión en dinero del valor de uso y del valor de cambio de las mercancías. Pero en el capitalismo, antes que la utilidad de las mercancías para satisfacer necesidades humanas, prevalece su aptitud para intercambiarse con otras mercancías disponibles en el mercado. Dentro de la economía capitalista el coste de producción es sólo una referencia para la fijación del precio, porque las vicisitudes del mercado dicen la última palabra. Para el socialismo marxista, en cambio, el valor está dado por la cantidad de trabajo humano que se ha invertido en producir una cosa. El trabajo es, por tanto, la sustancia del valor. El precio es sólo su expresión monetaria.
El socialismo democrático ha desenmascarado las falacias de la economía capitalista, entre ellas la de que el mercado es el indicador de lo que ha de producirse, según afirmaban los economistas de la escuela clásica y repiten hoy los neoclásicos. Recordemos que los economistas liberales sostenían que en el régimen capitalista el mercado, a través de sus propias leyes —la ley de la oferta y la demanda, la libre competencia, el apetito de lucro—, señalaba los precios e indicaba a los productores lo que debían producir para cubrir la demanda. Pero los hechos son diferentes. La realidad fáctica ha contradicho a la teoría. Son los productores quienes determinan lo que ha de consumirse. Lo hacen por medio de la hipnosis publicitaria, que orienta el consumo y estimula la codicia, la frivolidad, los caprichos, los prejuicios, la vanidad, el narcisismo, el rastacuerismo, la lujuria, la emulación y el esnobismo de los adocenados consumidores, a quienes impele a comprar todo lo que ven en la pantalla de los televisores. Los productores, en alianza con los comerciantes, se valen de la publicidad para crear nuevas necesidades o nuevas maneras de satisfacer viejas necesidades. Manipulan la moda y despliegan el formidable poder de envejecimiento prematuro que ella tiene. Acuden a mil patrañas. Y, al final, no son las demandas de los consumidores las que determinan la producción sino que son los imperativos del productor los que determinan el consumo.
En la interminable discusión sobre el papel del mercado en el proceso económico, el socialismo democrático toma partido por la tesis de que no se puede entregar al mercado la facultad de conducir la economía. Discrepa radicalmente de los economistas liberales y neoliberales, que desde los tiempos de Adam Smith (1725-1790) tienen fe ciega en las virtudes del mercado para regular la economía y creen que es un sistema que organiza la producción y el intercambio de manera automática y eficiente porque, según ellos, el interés personal desata las iniciativas de la producción, el libre juego de las decisiones individuales opera como factor de regulación de la vida económica, la ley de la oferta y la demanda mantiene los equilibrios entre productores y consumidores, la libre competencia señala los precios y los volúmenes de producción necesarios, los cuales, a su vez, determinan el desplazamiento de la mano de obra redundante hacia otras actividades económicas.
El socialismo democrático no cree en esto. Sostiene que no hay tales equilibrios, ni eficiencias ni automatismos en la organización de la producción y el intercambio, como postulan los liberales. Afirma que las del mercado son fuerzas ciegas e insensibles para las demandas sociales y carecen de la menor preocupación por la justicia económica, el desarrollo humano, la cultura, la salud, la defensa de los recursos naturales, la protección del medio ambiente y la promoción de una serie de valores muy apreciables de la convivencia social. Postula, entonces, la necesidad de la intervención estatal para suplir las insuficiencias del mercado. Esa intervención no busca la estatificación de los instrumentos de la producción —que ha resultado tan deficiente en términos de producción, productividad y desarrollo científico y tecnológico— sino la corrección de las desviaciones del mercado y la elusión de los monopolios, oligopolios, monopsonios, oligopsonios, trusts y carteles que se adueñan de él y lo convierten en instrumento de su insaciable voracidad.
En este orden de ideas, el socialismo democrático sostiene que en los últimos cien años han fracasado dos grandes escuelas económicas: la estatista de corte marxista y la privatista de estilo liberal o neoliberal. La primera se hundió por el flanco de la ineficacia productiva, puesto que bajó la cantidad y la calidad de la producción, como quedó demostrado con el colapso de los países comunistas, y la segunda, por el flanco de la injusticia social, puesto que ha contribuido a concentrar la riqueza. Por eso, el socialismo democrático propone un sistema de economía mixta que, bajo el control estatal, abra espacios a los sectores público y privado en la común tarea del desarrollo social, económico y humano.
El proceso de concentración del ingreso es uno de los fenómenos característicos de la <globalización. La revista “Time” —marzo de 1996— sostenía en pleno proceso globalizante que un gerente general medio de una gran empresa transnacional percibía como salario una suma 187 veces mayor que un trabajador común. Algunos “ejecutivos” empresariales ganaban cifras verdaderamente “obscenas”: el máximo ejecutivo de la Walt Disney Co. se llevó entre sueldos y beneficios en 1995 más de 200 millones de dólares. Y este proceso de concentración de los ingresos de los administradores de las grandes empresas norteamericanas se agudizó aun más en los años siguientes. El Instituto para Estudio de Políticas, con sede en Estados Unidos, reveló que en el año 2004 los presidentes y directores ejecutivos de esas corporaciones —la Chevron, la ExxonMobil, la Pfizer, la Home Depot, la UnitedHealth y varias otras— ganaron 431 veces más que el ingreso promedio de un trabajador común.
El profesor inglés Anthony Giddens, en su libro “La Tercera Vía” (2000), afirma que bajo el neoliberalismo y la globalización “la acumulación de privilegios en la cúspide es imparable” y que “la brecha entre los trabajadores mejor pagados y peor pagados es mayor de lo que ha sido durante al menos cincuenta años”.
Esta enorme disparidad es parte de la esquizofrenia de las sociedades contemporáneas. Y lo peor es que las diferencias en el ingreso tienden a agrandarse en la sociedad del conocimiento. El socialismo democrático postula, como respuesta a este orden de cosas, la presencia enérgica del Estado y la toma de arbitrios eficaces para impedir la ampliación de la pobreza y la profundización de las diferencias económicas en la sociedad digital.
d) Sus diferencias con el marxismo. Con cierto grado de simplificación puedo enunciar algunas de las diferencias —las más importantes— que separan al socialismo democrático del marxismo-leninismo.
Comienzo por señalar que la ideología no es, para el primero, un dogma inmutable sino, al contrario, un sistema de ideas esencialmente revisables y perfectibles, como lo son todas las proposiciones científicas.
A diferencia del marxismo-leninismo —a lo menos en las aplicaciones históricas que de él hemos conocido durante los últimos ochenta años del siglo XX— el socialismo democrático sostiene que sin libertad no hay socialismo y de esto desprende la tesis del <pluralismo ideológico en la sociedad. Rechaza, por consiguiente, la dictadura del proletariado como forma de gobierno, no solamente por sus aristas autoritarias y su centralismo burocrático sino además porque ella termina por ser el gobierno de unos pocos y encumbrados dirigentes de partido que, pretendiendo identificarse con la clase obrera, la suplantan y toman decisiones en nombre de ella pero sin su presencia.
Estas dos versiones socialistas se diferencian también en cuanto al sistema de <partidos políticos que opera en el Estado. El socialismo democrático se inclina por el multipartidismo, de modo que pueda haber tantos partidos como corrientes importantes de opinión popular quieran expresarse y movilizarse, mientras que el marxismo-leninismo impone la ortopedia deformante del <partido único como instrumento de su acción política.
De otro lado, la propia composición de los partidos socialistas democráticos y de los comunistas es distinta. Los partidos socialistas, en la medida en que pretenden la toma del poder por el método electoral, son partidos de masas que buscan regimentar grandes multitudes y ampliar cada vez más su base social, y para ello abren sus puertas a todos los trabajadores intelectuales y manuales que, laborando por cuenta propia o sometidos a relación de dependencia, comparten sus anhelos de libertad, justicia social y solidaridad. En cambio, los partidos comunistas, que han escogido otra vía para la conquista del poder, son vanguardias revolucionarias y, por tanto, partidos de <elite. La masa no entra en ellos. Lo cual determina, a la vez, su estructura autoritaria y la eliminación de la democracia interna.
El socialismo democrático busca la vía reformista hacia el socialismo mientras que el marxismo señala la vía revolucionaria, en cualquiera de sus diversas formas operativas.
El socialismo democrático considera que la estatificación de los instrumentos de producción no significa, por sí misma, socialismo. Este fue el gran error de Stalin: confundir lo “estatal” con lo “socialista” y suponer que había advenido el socialismo tan sólo y tan pronto como el Estado controló todas las ramas de la economía, sin detenerse a pensar que subsistía la explotación de la fuerza de trabajo y que además la estatificación devenía en el interés de clase de la alta burocracia, que progresivamente se consolidaba como la nueva clase dominante.
La estatificación, de otro lado, como lo prueba la experiencia histórica, no sólo que se convierte en un interés de clase de la alta burocracia —transformada en la nueva clase dominante— sino que además deviene en un sistema productivo deficiente que afecta la calidad y la cantidad de la producción y que coloca a los países que optan por ella en situación de desventaja en el mercado internacional.
Por eso, el socialismo democrático es partidario de un sistema de <economía mixta. En lugar de estatificar prefiere socializar la economía a partir de la imposición de gravámenes progresivos sobre la renta que rinden los instrumentos de producción en manos privadas.
Otra diferencia importante es que el marxismo-leninismo tiene una economía centralmente planificada en tanto que el socialismo democrático plantea la planificación económica descentralizada.
Estas son algunas de las distinciones entre las dos ideologías socialistas, pero hay también ciertas afinidades.
Lo propio ocurre con relación a la <socialdemocracia. Es evidente que existen similitudes muy grandes —el afán de conciliar la equidad económica con la libertad política, el sistema de economía mixta, su tendencia reformista, el reconocimiento de los derechos humanos de la tercera generación— pero hay también importantes divergencias teóricas y de estrategia que proceden del diferente tiempo histórico y emplazamiento social y geográfico en que se aplican. La socialdemocracia es el socialismo de los países altamente desarrollados del norte de Europa mientras que el socialismo democrático pertenece a países de menor grado de desarrollo y a países subdesarrollados. Ellos representan, en definitiva, dos procesos históricos y dos escenarios geográficos distintos.
En los últimos tiempos la <globalización ha producido brechas entre el socialismo democrático latinoamericano y algunos sectores de la socialdemocracia europea. La diferente y hasta contraria perspectiva con que miran el fenómeno les ha separado. Los intereses vitales de los países del tercer mundo se han visto afectados por la globalización, que es una estrategia de los Estados industriales para captar los mercados del planeta y colocar en ellos sus excedentes de producción. Y ejercer por este medio una profunda dominación política y económica. Eso ha suscitado una muy neta divergencia de intereses.
La globalización neoliberal, cabalgando sobre la triple alianza de la informártica, las telecomunicaciones y los transportes, tiene sus ganadores y sus perdedores. Para los países del norte es un instrumento de desarrollo, avance científico y tecnológico, apertura de mercados, expansión de su producción y altos niveles de bienestar; pero para el sur las cosas son diferentes: tiende a perpetuar la clásica <división internacional del trabajo, agudiza la dependencia externa, condena a los pueblos subdesarrollados a ser sempiternamente abastecedores de materias primas para las usinas de los países desarrollados, desmantela sus aparatos productivos y destruye los puestos de trabajo. Las empresas que pueden competir en la economía globalizada lo hacen con base en reajustes por el flanco más débil, que es el laboral. Ya que no pueden bajar los costes financieros ni el valor de los bienes de capital, de la tecnología y de las materias primas, sólo les queda comprimir los salarios y disminuir las conquistas laborales. Lo cual, por supuesto, tiene un altísimo costo social. Esto ha provocado un profundo malestar en los líderes socialistas democráticos del tercer mundo, cuyas opiniones han chocado contra las de los líderes socialdemócratas europeos que defienden la globalización con todas sus asimetrías, perversiones e injusticias. Por supuesto que hay algunas honrosas excepciones, como las del economista canadiense John Galbraith, de los líderes socialdemócratas alemanes Helmut Schmitt y Oskar Lafontaine, del exprimer ministro socialista de Francia Lionel Jospin y otras más.