La palabra soberanía viene de supremus, en latín vulgar, que significa lo más elevado, lo supremo, lo inapelable. De modo que la noción de soberanía, referida al Estado, es la potestad que éste tiene para conducir sus pasos sin más condicionamiento que su propia voluntad.
Sin embargo, como otros temas de la Ciencia Política, la soberanía ofrece también dificultades conceptuales. Los autores han propuesto a lo largo del tiempo las más disímiles definiciones, según los elementos que, en cada caso, consideraron como esenciales de la soberanía. Como todos los conceptos claves en el orden político, ella ha estado inevitablemente sometida a la visión ideológica. Lo cual explica, por ejemplo, la diferente noción que de ella tuvieron los adeptos de la monarquía absoluta o los devotos del nazifascismo en comparación con los partidarios de los regímenes democráticos.
Lo que es común a tales definiciones permite decir que la soberanía es la facultad del Estado para auto-obligarse y auto-determinarse, esto es, conducirse sin obedecer a poderes ni autoridades ajenos a los suyos. En este sentido, el Estado está provisto de una potestad sustantiva, suprema, inapelable, irresistible y exclusiva que actúa y decide sobre su ser y modo de ordenación. Esta potestad no tiene su fuente en el exterior sino que es una potestad inmanente, que nace y se desenvuelve en el interior del Estado.
La soberanía es, por tanto, una energía endógena.
En la medida en que el Estado es necesariamente soberano —puesto que la soberanía es uno de sus elementos esenciales— el orden jurídico suyo no deriva su validez de una norma superior de Derecho positivo.
De lo dicho se infiere que la soberanía tiene dos elementos constitutivos: la supremacía y la independencia.
1. La supremacía. Consiste en que la voluntad del Estado no admite contrarresto en el orden interno, dado que está respaldada por un poder supremo, irresistible, no condicionado. Desde este punto de vista, el poder del Estado, en relación con otros poderes que existen en su territorio, es un poder superior: está por encima de todos los demás.
De esta suerte, la soberanía estatal se expresa en el interior como supremacía, o sea como el poder de mando más elevado que existe dentro de su territorio. Lo cual significa que en el Estado hay otros entes colectivos que pueden obligar y constreñir pero que están obligados por el Estado y sujetos a su autoridad. Sólo el Estado obliga y constriñe sin estar, a su vez, obligado ni constreñido por otro poder.
El Estado es soberano en cuanto tiene un imperium sobre su >territorio. Todas las personas y las corporaciones insertas en él, cualesquiera sean sus condiciones, están obligadas a obedecer sus leyes. Existe un deber jurídico general de subordinación.
2. La independencia. Es el elemento de la soberanía que se manifiesta hacia el exterior del Estado y en virtud del cual puede éste actuar y conducirse en el ámbito internacional en pie de igualdad con los otros Estados no obstantes las diferencias de orden territorial, demográfico, económico y militar que existan. Desde la perspectiva internacional la soberanía es sinónimo de independencia. Afirmar que los Estados son soberanos en sus relaciones recíprocas equivale a decir que son iguales los unos con los otros, sin que pueda alguno reclamar superioridad ni autoridad sobre los demás.
Una de las manifestaciones de la independencia, quizás la más importante, es la facultad de cada Estado de escoger su forma de gobierno, establecer su ordenamiento jurídico y elegir sus autoridades sin sufrir presiones ni injerencias exteriores que coarten la <libre determinación de su pueblo.
Claro está que el elemento exterior de la soberanía, que llamamos independencia, debe ser considerado en términos muy relativos, no solamente porque la creciente <interdependencia de los Estados en el mundo contemporáneo así lo determina sino también porque aquél es un valor teórico en la mayoría de los casos, ya que en la práctica la imposición imperialista y hegemonista de los Estados económica y militarmente fuertes somete a los demás a diversas formas de obediencia política. La <dependencia económica disminuye realmente la facultad soberana de los Estados y coarta su libre determinación en cuanto implica sometimiento político. De modo que no puede haber ejercicio pleno de soberanía —más allá de lo que muestren los textos legales— mientras las economías estatales sean dependientes, ya que la libertad de los Estados, como la <libertad de las personas, sólo puede construirse sobre una sólida y segura base económica.
De otro lado, en el mundo de la globalización y de la sociedad del conocimiento han emergido gigantescas corporaciones transnacionales que han cubierto el planeta con su poder económico, han sometido a los Estados, han desterritorializado la política y la economía mundiales y han impuesto su poder por encima de las fronteras nacionales. Ellas han diseñado un mundo en el cual las “plazas financieras” no coinciden, como antes, con la diagramación territorial de los Estados. Montadas sobre la triple alianza de la informática, las comunicaciones satelitales y los transportes, tales corporaciones han suplantado lo “nacional” por lo "global” y, en consecuencia, los Estados cuentan cada vez menos como factores de la actividad política y económica.
El enorme poder del capital financiero no tiene precedentes. Las facultades cercenadas al Estado le han sido transferidas, de modo que en plenitud de poder busca alcanzar los mayores rendimientos en el menor plazo.
Los magnates del capital financiero han convertido al planeta en un solo y gran mercado abastecido por empresas cada vez más grandes, cuyas cifras de ventas anuales sobrepasan las del producto interno bruto de muchos países.
3. Evolución del concepto de soberanía. La noción de la soberanía se empezó a elaborar a partir del Renacimiento, con la estructuración del Estado como unidad de poder continua y reciamente organizada sobre un territorio determinado. Las formas de organización política de la Antigüedad y de la Edad Media, aunque por motivos diferentes, no conocieron la idea de soberanía.
a) Antigüedad. Es evidente que los antiguos ignoraron la noción de soberanía no obstante haber tenido una clara idea del poder político, considerado como la autoridad dominante fundada en el principio de que “la voluntad del príncipe tiene fuerza de ley”: quod principi placuit legis habet vigorem.
Por la incipiencia de las formas de asociación humana, la mentalidad antigua se limitó a contemplar la relación real entre gobernantes y gobernados y a justificar de una u otra manera el hecho de que unos hombres mandasen y otros obedeciesen, pero desconoció la noción de soberanía.
Entonces no existió más que la expresión <autarquía que, en concepto de Aristóteles, consistía en que cada sociedad política se bastaba para su propia subsistencia. La palabra autarquía, muy conocida en el mundo grecorromano, tuvo en aquel tiempo, y tiene todavía hoy, un sentido eminentemente económico. Significa la condición de una sociedad política de bastarse a sí misma, ya que los esfuerzos productivos que hacen sus miembros para completarse mutuamente alcanzan en ella su mejor realización.
Algunos tratadistas sostienen que el desconocimiento de la noción de soberanía se debió a que en la Antigüedad ningún poder discutía el papel de los centros imperiales como unidades de dominación política. El mundo antiguo dio por sentado el control unificado de los imperios. La noción de soberanía, en esa situación, nada hubiera significado para griegos y romanos porque para ellos no era imaginable una antítesis, afirma el jurista y profesor alemán Edgar Bodenheimer en su “Teoría del Derecho” (1964).
b) Edad Media. Tampoco en esta época se pudo elaborar un concepto de soberanía. La razón es sencilla de explicar: el régimen feudal, fundado sobre la parcelación territorial, jurídica, política y económica de los grandes centros imperiales de la Antigüedad para formar numerosas pequeñas organizaciones autónomas, regidas por señores feudales, así como las ambiciones de mando de la Iglesia, que disputó al gobierno civil el ejercicio del poder político, fueron factores incompatibles con las concepciones de Estado y de soberanía, que suponen una estructura unitaria, permanente e indivisa de la sociedad política y una clara delimitación entre el poder civil y el religioso.
El medievo no conoció la centralización política propia del Estado moderno. Los reinos y territorios medievales fueron, por sí solos, unidades de poder político y las funciones que el Estado actual reclama para sí estuvieron entonces repartidas entre la Iglesia, los caballeros, el noble propietario de tierras, las ciudades y otros privilegiados. Si a esto se añaden los conflictos de poder entre los señores feudales y los reyes y las luchas por el dominio temporal entre éstos y los papas, causadas por la obediencia política que reivindicó la Iglesia por medios coactivos espirituales y físicos, tendremos una clara explicación de por qué en esa época no pudo elaborarse un concepto de soberanía.
c) Edad Moderna. Debido al gigantesco proceso de unificación de los Estados europeos y al esplendor que con ellos alcanzó la corona real, fue en la modernidad cuando el concepto de soberanía se configuró y alcanzó su significación más absolutista.
Juan Bodín (1529-1596) fue el primero en introducir el término soberanía en la Ciencia Política y en elaborar en torno a él una explicación sistemática, que sirvió para afianzar el poder del absolutismo monárquico porque atribuyó las facultades soberanas a los gobernantes, quienes fueron considerados por antonomasia como “los soberanos”, o sea los árbitros supremos de los destinos de sus pueblos.
No obstante su extraordinario talento y versación jurídica, Bodín se consagró al servicio del <absolutismo y fue uno de los propugnadores de la doctrina teocrática de la soberanía.
“Puesto que no hay nada más grande en la Tierra, después de Dios —dijo— que los príncipes soberanos, y puesto que éstos son establecidos por él como sus lugartenientes, para mandar a los demás hombres, es menester estar en guardia con respecto a su cualidad, a fin de respetar y venerar su majestad con toda obediencia y de sentir y hablar de ellos con todo honor, pues quien desprecia a su príncipe soberano desprecia a Dios, del cual es imagen en la Tierra”.
Y agregó: “La primera marca del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular, y debe agregarse: sin el consentimiento de un superior, igual o inferior. Si necesita el consentimiento de un superior, no es sino un súbdito; si de un igual, debe repartir su poder con otro; si de los súbditos, sea senado o pueblo, no es soberano”.
La soberanía, según la concibió Juan Bodín, es una fuerza de unificación, afirmación e independencia del Estado que reside en la persona del monarca y no en la comunidad política. Es, además, un atributo absoluto y perpetuo. Comprende en primer lugar la facultad de hacer las leyes. Pero aquél que las hace no puede estar sometido a ellas porque de lo contrario no sería soberano, según la forma de pensar de Bodín. El gobernante sólo está sometido a las leyes divinas y naturales, cuyo imperio reconoce el filósofo francés. Pero en el orden jurídico positivo, el soberano está por encima y fuera de la ley. Su voluntad es la ley misma. El pueblo sólo tiene deberes pero no derechos respecto de él.
No cabe duda de que las tesis de Bodín fueron los fundamentos doctrinales sobre los que se levantó el absolutismo monárquico. Pero a pesar de todas las condenaciones a que él se hace acreedor por su tendencia autocrática, es justo reconocer que fue el primero en establecer las bases teóricas de la doctrina de la soberanía que sirvieron más tarde para elaborar el concepto de la soberanía popular.
Otro aporte importante en la elaboración conceptual de la soberanía fue el de Tomás Hobbes (1588-1679), cuyo pensamiento filosófico y político está contenido en su célebre libro “Leviathan”, publicado en Londres en 1651, que tuvo un tremendo impacto sobre los pensadores de su época.
Empezó el autor por explicar el origen del Estado. Para lo cual afirmó que el hombre es, por su natural condición, un ser egoísta, insociable, animado de un deseo perpetuo e insaciable de poder. Cada individuo considera a sus semejantes como sus competidores en la implacable lucha por la existencia y choca con ellos cuando trata de satisfacer sus apetitos. La convivencia humana es, en esas condiciones, un incesante estado de guerra de todos contra todos en el que, alternadamente, el fuerte se impone al débil por la fuerza y el débil al fuerte por la astucia. A esta permanente condición de guerra, en la cual el hombre desenvolvió su vida en forma precaria y animal, Hobbes denominó “estado de naturaleza”. En él la vida y la libertad humanas fueron aniquiladas en la vorágine de las pasiones que los hombres —núcleos de apetitos— desataron en su infinita ansia de dominio, riqueza, fama y hegemonía social, que no fueron más que otras tantas formas del poder que ambicionaron. Se desconoció la propiedad. Las cosas pertenecieron a quien las pudo atrapar y durante el tiempo en que pudo mantenerlas en su poder. Dignidad humana no existió, como no haya sido para ser escarnecida por la violencia irracional. En ese estado de cosas no existió orden, ni derechos, ni paz y la vida del hombre, al decir de Hobbes, fue “solitaria, pobre, grosera, embrutecida y corta”.
“El hombre es lobo del hombre”, concluyó Hobbes.
Pero si bien el hombre es lobo del hombre, es también un ser dotado de razón y buscó la manera de superar el estado de naturaleza. Para eso intentó constituir una asociación política basada en el renunciamiento voluntario del derecho absoluto que cada individuo tenía sobre las cosas y creó un poder soberano situado por encima de todos los hombres, que no podía ser resistido individual ni colectivamente por éstos.
“Aunque respecto a tan ilimitado poder —afirmó Hobbes— los hombres pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él —que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino— son mucho peores”.
Así, pues, “contractualmente” los hombres convinieron en enajenar todos sus derechos naturales a favor de la colectividad y crearon una máquina omnipotente que ejerció autoridad ilimitada sobre todas las personas. Desde ese instante nadie pudo reclamar derechos frente al Estado pues los hombres se despojaron voluntariamente de su libertad de juicio sobre el bien y el mal, sobre lo justo y lo injusto, y se comprometieron a acatar las determinaciones del “soberano”.
De acuerdo con el pensamiento absolutista de Hobbes, el “contrato” por el cual los hombres se constituyeron en sociedad política y se sometieron a un poder soberano, de ninguna manera obligó o comprometió a este poder, formado con base en el cúmulo de derechos renunciados por los hombres. El pacto ligó y comprometió exclusivamente a los contratantes, es decir, a los individuos. Fueron éstos los obligados y no el soberano.
Como puede verse, Hobbes fundó la soberanía en el contrato social y la entendió como la capacidad que posee el gobernante para decidir por sí solo, en última y definitiva instancia, sobre los asuntos del Estado.
Bodín y Hobbes, no obstante diferir radicalmente en cuanto al origen de la soberanía —puesto que el primero la desprende de dios mientras que el otro le da un origen absolutamente humano—, coinciden en atribuirla al monarca y ambos hacen de ella una entidad absoluta, omnímoda e indivisible.
Entretanto, el asalto de las nuevas ideas contra el régimen absolutista empezó a dar sus primeros pasos. Todas las “bastillas” del ancien régime resultaron impotentes para impedir el libre pensamiento y sofrenar la insurgencia del estado llano contra el despotismo, la arbitrariedad, la ineptitud y la soberbia de la coalición reaccionaria formada, desde viejos tiempos, por la nobleza y el clero europeos.
El filósofo inglés John Locke (1632-1704), en su “Ensayo sobre el Gobierno Civil” publicado en 1690, irrogó uno de los primeros y demoledores golpes contra la corona real y elaboró una revolucionaria teoría del Estado, de la soberanía y del poder político. Contradijo las tesis anteriores sobre el origen divino de la autoridad pública, impugnó el ejercicio absolutista del poder, atribuyó al pueblo la facultad de autodeterminarse y fundó un sistema de libertad política sobre las mismas hipótesis —estado de naturaleza, contrato social y estado de sociedad— que sirvieron a Hobbes para justificar su <absolutismo.
Para el filósofo inspirador de la revolución inglesa de 1688, que afirmó los derechos del pueblo y del parlamento frente a la corona, la soberanía es el poder social resultante del pacto celebrado por los individuos al constituirse en sociedad, poder que está indisolublemente vinculado al cumplimiento de ciertos fines y que no es líciito ejercerlo en contra o fuera de ellos.
Hobbes y Locke partieron del contrato social para elaborar sus teorías, pero el primero se empeñó en justificar el absolutismo mientras que el segundo confirió al contrato su verdadero sentido bilateral como fuente de obligaciones recíprocas entre gobernantes y gobernados.
A diferencia de Hobbes, Locke sostuvo que el individuo, al formar la sociedad política, no renunció en favor del Estado todos sus derechos sino que se reservó un cúmulo de ellos, sobre los que fincó su libertad civil y política.
En el pensamiento de Locke la hipótesis del “contrato social” asumió el carácter de norma ideal y el Estado no fue mera expresión de poder sino instrumento garantizador de los derechos individuales.
Para Locke la soberanía reside en el pueblo, de modo que la voluntad popular se afirma como suprema y la legitimidad de los gobiernos se mide por el consentimiento mayoritario.
Sin duda, fue Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) el más ilustrado exponente del <contractualismo. Su obra capital, “El Contrato Social”, publicada en 1762, ejerció imponderable influencia sobre los hechos revolucionarios de Estados Unidos de América y Francia e inspiró el Derecho Público moderno de los Estados de Occidente.
Rousseau dio forma clara y sistemática a cuantos pensamientos y sentimientos se agitaron turbulentamente en la conciencia pública de su siglo. Fue su más fiel intérprete. Augusto Comte, refiriéndose al impacto social que produjo la obra de Rousseau, dijo que “el Contrato Social inspiraba una confianza y veneración mayores que las que jamás tuvieran la Biblia y el Corán”.
Como sus antecesores, Rousseau propuso una explicación contractualista de la sociedad política, pero dio al contrato social la categoría de postulado de la razón y no de hecho histórico. Quiero decir con esto que en el pensamiento russoniano nunca estuvo la idea de que en algún momento de la historia se hubiese celebrado un contrato de este tipo, al estilo de los que usan los juristas. Este no fue un “hecho acaecido”. Rousseau dio al contrato un sentido eminentemente deontológico con el propósito de acentuar la necesidad racional de concebir el Estado como el fruto de la convergencia de una multitud de voluntades individuales, para así lograr el respeto y consagración de los derechos de cada persona en la vida social. A fin de lograr este efecto, Rousseau también invocó el <estado de naturaleza, que tampoco fue un valor histórico sino meramente hipotético, destinado a poner de relieve la diferencia que existe entre aquella forma de vida desordenada y primitiva, en la que no hay un medio eficaz de garantizar a todos el goce de sus derechos, y una forma de convivencia civilizada, fundada sobre normas e instituciones tutelares de los derechos de cada persona y regida por la voluntad general.
El propósito de Rousseau, al margen de lo que piensan sus intérpretes superficiales, fue alcanzar que se conciba al Estado como si hubiera tenido origen en el contrato, para de este modo vincularlo con el destino del grupo y legitimar el ejercicio del poder por medio del consentimiento mayoritario de los gobernados.
Al tratar de la soberanía, Rousseau manifiesta en su libro “El Contrato Social” que “si el Estado no es más que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros y si su cuidado más importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo más conveniente al todo. Así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así también el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y a este mismo poder, dirigido por la voluntad general, se le da, como tengo dicho, el nombre de soberanía”.
Según Rousseau, solamente la >voluntad general puede dirigir esa fuerza universal y compulsiva en que consiste la soberanía, con la mira de alcanzar el fin primario de la sociedad política que es el bienestar de todos los asociados. Por tanto, cualquier imposición de una voluntad particular es un acto ilegítimo, cuando no tiránico. Ni individuos ni corporaciones particulares pueden ser sujetos de soberanía. Es el pueblo el único ente soberano. Este es el concepto de la soberanía popular, tal como lo entendió Rousseau.
Ella tiene dos atributos sustanciales en la concepción russoniana: inajenabilidad e indivisibilidad.
Rousseau expresa que, “no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general, nunca se puede enajenar, y que el Soberano, que es un ente colectivo, sólo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no”.
El pensamiento de Rousseau se incorporó, por la vía de la Revolución Francesa, al <Derecho Constitucional de los países civilizados. El Art. 3 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en Francia el 26 de agosto de 1789, decía que “el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación” y que “ningún cuerpo o individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella”.
El principio de la soberanía popular, desde entonces, es el fundamento de los regímenes democráticos.
Pero es preciso anotar que un hito importante en el curso de elaboración conceptual de la soberanía fue la paz de Westfalia —que es como se conocen los dos tratados celebrados en las ciudades de Osnabrück y Münster en 1648, que pusieron fin a la denominada Guerra de los Treinta Años en Europa—, ya que ella afirmó el concepto de soberanía nacional, sostuvo el principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados y preconizó el trato igualitario entre ellos independientemente de su tamaño o de su fuerza.
En consecuencia con estas ideas, la paz de Westfalia tendió a recortar el poder del Vaticano para intervenir en los conflictos y relaciones entre los Estados de la cristiandad.
Pero todos estos conceptos fueron elaborados y aplicados en el marco del <abolutismo monárquico que imperó en Europa hasta la Revolución Francesa, con su centralismo político, la creación del <Estado como nueva forma de organización social dotada de un fuerte gobierno central, una burocracia al servicio del monarca, un ejército mercenario y un aparato tributario encargado de obtener los recursos monetarios para el mantenimiento de la administración pública y de la casa real.
d) Edad Contemporánea. Gracias al formidable esfuerzo civilizador del pensamiento de la segunda mitad del siglo XVIII que, convertido en acción, se llamó Revolución Francesa, la soberanía cambió de titular: de las coronas de los monarcas absolutos pasó a las manos del pueblo soberano. La guillotina de Francia decapitó no solamente las testas coronadas sino también los envejecidos principios del Derecho Político absolutista y las teorías del altar y del trono. Las doctrinas del derecho humano se impusieron sobre las del derecho divino y la razón democrática se sobrepuso a la sinrazón absolutista y a la superstición teocrática. Los Estados entraron irreversiblemente a los predios de la civilización. Todos los esfuerzos de la reacción contrarrevolucionaria dirigida por Joseph de Maistre (1753-1821) y Louis De Bonald (1754-1840) en Francia y por Friedrich Julius Sthal (1801-1861) en Alemania resultaron vanos.
En la tarea de consolidar las verdades de la Revolución se empeñaron numerosos pensadores franceses, alemanes e ingleses, como Benjamin-Henri Constant, François Guizot y Alexis de Tocqueville, en Francia; Emmanuel Kant y Johann Gottlieb Fichte en Alemania; Jeremías Bentham, James Mill, John Stuart Mill y John Austin en Inglaterra.
Por la profundidad con que trató el tema, especial importancia tiene el pensamiento de John Austin (1790-1859) sobre la soberanía. Austin es uno de los filósofos políticos que ha expuesto de manera más clara y completa su teoría sobre ella. Sostiene que en toda sociedad existe un poder supremo, incontrolado, inalienable e indivisible a cuyo cargo está la decisión final de las cuestiones de interés general. Cuando aquella sociedad es el Estado, ese poder supremo, incontrolado, inalienable e indivisible se llama soberanía y se define como “el instrumento que declara inapelablemente el Derecho, que no está sujeto a autoridad alguna superior y que puede emplear, sin limitaciones, la coacción sobre quienes están sometidos a su poder”.
La soberanía, según Austin, está asignada al gobierno. Cuando él dice que “el soberano es el Estado”, en realidad da a este vocablo un sentido diferente del que usualmente tiene. No se refiere a la sociedad política compuesta por gobernantes y gobernados sino únicamente al cuerpo de magistrados que ejerce el poder público. La teoría de Austín tiene como idea central que la soberanía reside en el gobierno, frente al cual está situada la masa social que obedece y se sujeta al poder de aquél.
De acuerdo con su teoría, el poder soberano del Estado, cualquiera que sea la forma en que se organice, tiene la facultad de declarar inapelablemente el Derecho y de emplear la coacción para cumplirlo. Pero el que declara y da el Derecho mal puede estar sujeto a él, si es precisamente su creador. De esto sigue Austin que “el soberano mismo es ilimitado frente a la ley positiva” y que, por consiguiente, “tiene el derecho legal de querer cuanto se le ocurra, como proyección de sus deseos”. Austin, sin embargo, entiende esa ausencia de limitación, no como violación de la ley sino como posibilidad de su reforma. Se integra así la teoría austiniana de la soberanía ilimitada, indivisible e inalienable.
Pensadores posteriores han sometido al concepto de soberanía a un proceso de revisión, que comenzó con León Duguit (1859-1928), quien desde su posición realista y renovadora del Derecho impugnó la existencia de la soberanía como realidad autónoma y la sustituyó simplemente por la voluntad de los funcionarios que ejercen el gobierno del Estado. Es en realidad al conjunto de sus decisiones a lo que se suele llamar soberanía. Este concepto es parte de su pensamiento que considera que el Estado no es sino la relación diferencial entre un grupo de gobernantes y otro de gobernados.
Duguit no hace la distinción entre soberanía y <poder político, es decir, entre la facultad de autodeterminación, que reside originaria e inalienablemente en la comunidad social, y la facultad de mando ejercida temporal y limitadamente por los gobernantes. Niega, por tanto, la existencia de la soberanía y la única realidad jurídico-política que reconoce es la autoridad pública, o sea la suma de decisiones tomadas por quienes, en un momento dado, son los titulares de los <órganos del Estado. Por eso afirma que, “en la doctrina de la soberanía, por lógica que sea, no hay un átomo de realidad positiva; que es una construcción de metafísica formal, curiosa y lógicamente edificada, pero totalmente extraña a la realidad concreta, y que hoy se encuentra en trance de perecer”.
En la misma línea revisionista están Harold Laski, Krabbe, De la Bigne y otros autores que mantienen el criterio llamado pluralista de la soberanía. No la niegan, como hace Duguit, pero la someten a limitaciones de diversa índole. Rechazan la indivisibilidad y unitarismo, como atributos fundamentales de la soberanía, y afirman la existencia de soberanías especiales en entidades públicas menores, como las <municipalidades, las provincias, los distritos y otras formas de organización política y administrativa.
Quienes sostienen este criterio llamado de la “soberanía plural” afirman que la <descentralización, tanto política como administrativa, es uno de los factores que han incidido en el fenómeno político moderno y han transformado el concepto clásico de soberanía estatal, tornándolo plural y divisible de unitario e indivisible que era.
En dirección de esta orientación pluralista, el pensador francés Marcel De la Bigne de Villeneuve (1889-1958) reconoce carácter soberano no sólo al Estado sino también a otras instituciones menores, ya que éste “no es ni la única asociación natural, ni siquiera la primera ni la más grande. Existen, además de él, otras que actúan en un plano distinto del suyo, a veces más vasto, a veces más estrecho, pero que no son ni menos naturales ni menos necesarias, ni menos dignas de respeto que él”.
En suma, la teoría pluralista no niega el carácter soberano del Estado sino que lo limita en su elemento interior —la supremacía— en cuanto afirma que junto a la entidad estatal existen otras corporaciones menores dotadas de soberanía especial para el cumplimiento de sus fines propios. A diferencia de quienes sostienen el criterio negativo sobre la soberanía —que niegan la existencia de este atributo del Estado— los propugnadores de la teoría pluralista no van tan lejos, ya que consideran que el Estado es una entidad dotada de un poder superior aunque compartido, en algunos de sus elementos, con entidades de menor rango.
e) La concepción totalitaria de la soberanía. Esta concepción, que floreció en Europa en las primeras décadas del siglo XX, implicó históricamente un retroceso hacia las viejas teorías que consideraron al monarca como la encarnación misma de la soberanía.
En la Revolución Francesa se hablaba indistintamente de “soberanía de la Nación” o de “soberanía popular”. Por eso la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789 decía que “el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación”. Más tarde, cuando el concepto de <Estado reemplazó al de <nación en la terminología política, se empezó a hablar de “soberanía del Estado”. Los ideólogos totalitarios modernos se valieron de esto para confundir “Estado” con “gobierno” y derivar de esta idea equívoca la conclusión de que la soberanía reside en el gobierno, con lo cual retornaron a un concepto de soberanía muy parecido al de Bodín, que atribuyó a los monarcas absolutos la suprema potestad del Estado.
Este proceso de regresión se cumplió a través de una fórmula de sucesivas suplantaciones en la cual el Estado sustituyó a la Nación, el gobierno al Estado, el poder ejecutivo al gobierno y el führer, el duce o el caudillo al poder ejecutivo, con lo cual la soberanía terminó por ser un atributo inalienable del dictador, a cuyo poder discrecional quedó sometida la resolución última e inapelable de los asuntos del Estado.
Los teóricos del totalitarismo fascista italiano y alemán, especialmente Carl Schmitt, Pietro Chimienti, Alfredo Rocco e Ignacio Tambaro, elaboraron la teoría de la llamada “soberanía del Estado en sí”, según definición del profesor Chimienti en su obra “Derecho Constitucional”, muy adecuada a los intereses de los dictadores nazi-fascistas.
Según tal concepción, la soberanía es un poder supremo, irresistible e indivisible que nominalmente pertenece al Estado pero que en la realidad fue patrimonio del duce o del führer, ya que ellos se consideraron a sí mismos como la encarnación del Estado.
Benito Mussolini, con un cinismo increíble, afirmó en su “Preludio a Maquiavelo” que “llegan horas solemnes en que ya no se pregunta nada al pueblo, porque se presiente que la respuesta sería fatal: se le arrancan las coronas de papel de las soberanías y se le ordena sin más o que acepte una revolución o una paz, o que marche hacia lo ignoto de una guerra. Al pueblo no le queda más que un monosílabo para afirmar y obedecer. Ya veis que la soberanía, cedida cortésmente al pueblo, se le retira en el momento en que pudiera necesitarla”.
4. La teoría de la autolimitación del Estado. Como antítesis histórica del Estado autoritario del <absolutismo monárquico, se planteó en la Revolución Norteamericana de 1776 un government of law and not of men y se proclamó en la Revolución Francesa de 1789 que il n’y a point en France d’autorité supérieure a celle de la loi. Estos fueron los gérmenes del <Estado de Derecho. Dentro de tal línea de pensamiento, con el propósito de preservar en la mejor forma posible la libertad individual, el Estado moderno hizo esfuerzos muy importantes para supeditar todos sus actos a normas legales e imponer límites jurídicos a su propio poder. Creó para ello un Derecho omnicomprensivo, a cuya acción nada escapa de lo que ocurre dentro de su territorio.
Este es el fenómeno de la autolimitación del Estado, que hacia el interior se expresa como sometimiento de todos sus actos a normas preestablecidas de Derecho, de modo tal que los gobernantes no pueden hacer algo para lo que no estén autorizados por una norma jurídica ni los gobernados nada que les esté expresamente prohibido; y hacia el exterior se manifiesta como la aptitud del Estado de autoobligarse con los demás Estados, a través de tratados y otros instrumentos de <Derecho Internacional, a hacer o dejar de hacer algo.
Hay quienes piensan, sin razón, que esta creciente intensificación del sentido jurídico de la vida estatal, que somete de manera cada vez más amplia todas sus acciones a normas de Derecho, de alguna manera significa una alteración sustancial de la soberanía, en cuanto limita la libertad de acción del Estado. Sin embargo, se trata en realidad de un esfuerzo autolimitativo que hace el Estado para convertir su poder virtualmente omnipotente en poder jurídico, es decir, en poder regulado por normas legales. Esta autolimitación debe entenderse precisamente como una manifestación de su soberanía. Al restringir su propia capacidad de acción, a fin de ofrecer a los gobernados un ambiente de <seguridad jurídica, el Estado se autolimita, esto es, se limita a sí propio, en uso de las facultades soberanas de que está investido. En otras palabras, las normas jurídicas que sujetan al Estado son expresión de su propia voluntad soberana, de modo que no resulta incompatible la sumisión estatal a esos preceptos de Derecho con el ejercicio pleno de su soberanía.
Hay que añadir que el Estado de Derecho tiene doble personalidad jurídica: una pública y otra privada.
Esta doble personería jurídica le permite actuar, en unas ocasiones —como cuando hace actos de gobierno o mantiene relaciones internacionales— como entidad política soberana, dotada de ius imperii sobre la sociedad, y en otras, excepcionalmente, en pie de igualdad con los particulares y mantener con ellos relaciones jurídicas que no suponen la idea de soberanía ni de autoridad —como cuando compra o vende un bien— y entonces el Estado se convierte en sujeto de Derecho privado y sus actos se rigen por esta clase de normas. Cuando esto último ocurre, el Estado comparece con su personería jurídica privada y tiene los mismos derechos y obligaciones que las personas particulares. Puede demandar y ser demandado ante los jueces y tribunales comunes, con arreglo a las leyes ordinarias, de modo que, en nombre del Estado, el Estado puede ser condenado a pagar una deuda o a cumplir una obligación.
Pero sea que el Estado se presente como ente político soberano, dotado por lo mismo de supremacía sobre la sociedad, o en igualdad de condiciones jurídicas con los individuos particulares, como cuando actúa como persona jurídica privada, estará siempre sometido a la ley. Habrá siempre una acción autolimitativa.
5. El concepto de soberanía y la comunidad internacional. La vida internacional de hoy determina para los Estados una necesaria y útil condición de interdependencia. Si no fueran consideraciones de necesidad y de utilidad las que obligaran a los Estados a vincularse, sería una ley racional la que les impusiera entrar en sociedad, pues el aislamiento es contrario a la propia naturaleza de los entes políticos.
No veo dificultad en conciliar teórica y prácticamente la característica del Estado, de depender solamente de sí mismo, con la condición de la sociedad de Estados dotada de poder vinculante respecto de sus integrantes.
Hay quienes opinan que esa conciliación es imposible, a menos que se modifique el concepto clásico de soberanía. Pero una interpretación racional y lógica del mundo contemporáneo nos lleva a la conclusión de que la formación de las comunidades internacionales, a escala mundial o regional, se ha producido por un acto de voluntad de los propios Estados, que han limitado los alcances de su poder soberano a cambio de otros bienes que sólo la <interdependencia les puede ofrecer.
Se diría que, siguiendo una dirección análoga a la del hombre individual en su tránsito del <estado de naturaleza al estado de sociedad, los Estados han convenido voluntariamente en crear una sociedad interestatal y en someter algunos elementos de su vida a un orden jurídico supranacional que ellos mismos han concurrido a formar. De donde resulta que el concepto de soberanía no ha sufrido menoscabo, pues si un Estado se autolimita, aceptando voluntariamente un orden jurídico exterior, ¿qué hace sino actuar con arreglo a su soberanía y ejercer las facultades de obligarse y determinarse?
No son, pues, conceptos incompatibles el de <comunidad internacional y el de soberanía estatal, ni la subordinación de los Estados a la ley internacional, decretada por su propia voluntad, puede tomarse como alteración sustancial de sus atributos soberanos.
La comunidad internacional recibe su existencia del concurso voluntario de los Estados contratantes y tiene un poder equivalente al cúmulo de derechos renunciados por éstos en su favor. Bajo su autoridad todos los Estados deben ser iguales ya que cada uno ha renunciado a parte equivalente de sus prerrogativas en beneficio de la colectividad toda. Y como este acto ha tenido lugar con respecto a todos, ninguno de ellos debe resultar privilegiado. Además, no habiendo renunciado un Estado a sus derechos en favor de otro, sino de la colectividad, no hay socio alguno que pueda pretender mayor autoridad que los demás, con lo cual se reafirma el principio de la igualdad jurídica de los Estados.
La construcción de la Unión Europea representa un fenómeno nuevo en la Ciencia Política, en el Derecho Constitucional y en el Derecho Internacional. La suya no es una vinculación federal ni conferederal de Estados. Es algo diferente. Pretende la creación de un espacio político en el que deben coexistir los Estados miembros con la Unión y somete a la soberanía a un desdoblamiento funcional entre la esfera de autoridad de los Estados y una suerte de “soberanía comunitaria” o “soberanía compartida” en áreas definidas como de interés común. El Tratado de Maastricht no sólo que da nacimiento a la Unión Económica y Monetaria (UEM), o sea a la moneda única y a las autoridades supranacionales para administrarla, sino que además somete a la jurisdicción comunitaria ciertos elementos de la política exterior, de la seguridad común, de la justicia y de la policía de los Estados europeos, que tienen que ver con lo que clásicamente se ha considerado el “núcleo duro” de la soberanía.
A eso debe agregarse el intento de implantar una Constitución para Europa, con nuevos criterios de soberanía. Las transferencias de competencia de los Estados miembros hacia la Unión Europea, determinadas por la Constitución, generó inéditas formas de concebir la soberanía. Su título III, artículo 9, sostiene que “la Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados miembros en la Constitución” y que “toda competencia no atribuida a la Unión en la Constitución corresponde a los Estados miembros”. En consecuencia, crea tres órdenes de competencias: las competencias exclusivas de la Unión, las competencias compartidas y las competencias exclusivas de los Estados miembros. El artículo 10 manda que la Constitución y las normas de Derecho dimanantes de ella “primarán sobre el Derecho de los Estados miembros”. Por tanto, “cuando la Constitución atribuya a la Unión una competencia exclusiva en un ámbito determinado, sólo ésta podrá legislar y adoptar actos jurídicamente vinculantes, mientras que los Estados miembros, en cuanto tales, únicamente podrán hacerlo si la Unión les autoriza a ello” (Art. 11).
6. El concepto de soberanía y la integración económica. Las complejas características de la vida moderna han hecho del Estado una entidad insuficientemente dotada para afrontar, aisladamente, las demandas del <desarrollo económico y del <desarrollo humano de los pueblos. Esto es especialmente cierto con relación a los Estados pequeños del >tercer mundo, cuyos mercados estrechos, bajo poder de consumo de la población, explosivas tasas de crecimiento demográfico, creciente <marginación social, escasez de capitales, >subdesarrollo científico y tecnológico y otros muchos factores han producido un estrangulamiento económico que resulta imposible de superar dentro de los marcos nacionales.
Por esta razón ha ganado fuerza la idea de la <integración económica, como instrumento del desarrollo, que busca introducir sistemas modernos de producción para un espacio económico más amplio.
La integración supone la remoción de las barreras arancelarias y para-arancelarias que interfieren el libre movimiento de los factores de la producción, en el más amplio sentido de la expresión —personas, bienes, capitales, tecnologías, servicios—, entre los países.
Pero aquí se pone en cuestión el problema de la soberanía. ¿Hasta qué punto la creación de un organismo supranacional, dotado de órganos propios y de un sistema jurídico de obligatoria observancia para los Estados, supone una contradicción con el concepto de soberanía estatal? ¿La formación de una entidad comunitaria de esta clase, con facultades para tomar decisiones erga omnes es incompatible con tal concepto?
No se trata de discutir la conveniencia de la integración: hay un consenso de que ella es necesaria. Más aun: ineludible. Pero este es otro problema. De lo que se trata es de establecer si hay conflicto entre el concepto clásico de soberanía, aun con la supresión de las aristas que éste ha tenido tradicionalmente, y la supranacionalidad de los órganos conductores de la integración.
Mi opinión está dicha al enfocar el problema de la soberanía y la comunidad internacional. La formación de un organismo comunitario, bajo un sistema jurídico específico —el Derecho de Integración— no menoscaba sino que reafirma el concepto de soberanía puesto que cada uno de los Estados que participa en el proceso ha limitado voluntariamente los alcances de su propio poder a cambio de las ventajas económicas que la supeditación a un orden comunitario le puede ofrecer.
7. Soberanía, brecha tecnológica y dependencia. El germen de la dependencia está en el abismo tecnológico que separa a los países atrasados de los desarrollados. Todos los factores de dominación internacional son, en último término, cuestiones de tecnología. El poder militar, el desarrollo industrial, el avance agrícola, la eficiente organización nacional, la penetración cultural externa y cuantos poderes de dominación puedan imaginarse son, al final de cuentas, cuestiones tecnológicas.
Es la >tecnología, entendida como el conocimiento científico aplicado a tareas prácticas, la que ha diseñado, en cada momento de la historia humana, el orden internacional imperante.
Ella es la que ha generado la dinámica de dominación y dependencia en el mundo moderno. La dependencia no sólo es económica sino global. El sometimiento económico no es más que una de las tantas manifestaciones de una dependencia mucho más amplia, que envuelve elementos políticos, culturales, científicos, tecnológicos, pautas de comportamiento, costumbres, patrones de consumo. Es una dependencia global. Y naturalmente que la soberanía de los Estados se ve gravemente afectada por ella.
8. Globalización y soberanía. La globalización de la economía mundial, que es una de las consecuencias del orden internacional unipolar que vivimos y que responde a los intereses hegemónicos del imperio triunfador de la <guerra fría —favorecido instrumentalmente, además, por la revolución digital—, se expresa principalmente en la “apertura de mercados”, en el “comercio libre”, en el flujo internacional de capitales, en la formación de amplias zonas de libre intercambio, la eliminación de toda clase de barreras arancelarias y administrativas al comercio internacional, la integración de grandes bloques económicos, el libre flujo de mercancías, servicios, capitales y tecnologías entre los países, el fortalecimiento de las empresas transnacionales, el uso del dinero electrónico, la “planetarización” de los medios de comunicación, el intercambio de profesionales y técnicos, la internacionalización de la tecnología, el auge del turismo y otros fenómenos hasta hoy inéditos en la historia.
Han desaparecido los altos aranceles, las barreras comerciales, la vigilancia sobre el movimiento de capitales, el control de cambios, las murallas aduaneras, las regimentaciones a la inversión extranjera y en su lugar se han establecido grandes mercados financieros, monetarios, bursátiles y comerciales que tienden a unificarse por encima de las fronteras nacionales.
En esta nueva ordenación económica internacional el capital ha encontrado su propia “soberanía”. Es libre de moverse internacionalmente. Elige el Estado en el que quiere trabajar, de acuerdo con sus conveniencias. Salta las fronteras nacionales con gran facilidad. En pocos segundos es capaz de transformar su denominación monetaria y emigrar. De este modo se trasladan grandes masas monetarias y actividades productivas hacia lugares con mayores posibilidades de ganancia. En caso de que un país no ofrezca condiciones “atractivas” para la inversión financiera, el capital puede “castigarlo” ya sea desinvirtiendo en él, ya caotizando sus mercados financiero y de cambios, ya abandonando su territorio. Y el Estado no puede evitarlo. Ha perdido control sobre buena parte de su economía frente al dominio globalizado del capital y, consecuentemente, su capacidad para diseñar políticas económicas o monetarias independientes se ha visto menoscabada por la acción del mercado internacional.
Especialmente grave es el tema del flujo de capitales especulativos entre los países, que son los responsables de las recurrentes <crisis financieras y de la inestabilidad general en los mercados monetarios, bursátiles, cambiarios y crediticios. La gran acumulación de inversiones de cartera sumamente volátiles, que abandonan un Estado a los primeros síntomas de inestabilidad, producen dificultades financieras, caídas bursátiles, devaluaciones monetarias, corridas de dinero, quiebra de empresas y despidos masivos. Por eso el líder socialdemócrata alemán Oskar Lafontaine sostiene que es indispensable estabilizar el mercado internacional de capitales para conjurar “el peligro que emana de las diarias transacciones billonarias en el monopoly financiero global” y evitar que se reproduzcan crisis tan hondas y generalizadas como las recientes de México y el sudeste asiático.
El propio Banco Mundial, en su informe sobre las perspectivas económicas globales de 1998/1999, señaló que los orígenes de la crisis internacional está en la “debilidad institucional” de los Estados para manejar la liberalización económica y en las imperfecciones del mercado internacional de capitales. Dentro del G-7 se discutió el tema en septiembre de 1998 y los gobernantes de Alemania, Francia y Japón sostuvieron que alguna forma de control debe ser implantada.
El economista norteamericano Paul Krugman propuso el control de cambios para poner en orden a los “inversores frívolos” que han aprisionado la economía internacional. El excanciller socialdemócrata de Alemania Helmut Schmidt expresó que “así como el tráfico aéreo internacional necesita controles universalmente aceptados, también nosotros necesitamos urgentemente una regulación de los movimientos de capital” lo mismo que del “comercio internacional financiado por el crédito telemático, realizado con valores, acciones y títulos de todo tipo. Este comercio se ha escapado casi por completo de las manos a las autoridades nacionales encargadas de la vigilancia y del control de las instituciones crediticias y a los bancos centrales nacionales”.
Joseph Stiglitz, a la sazón vicepresidente del Banco Mundial, mostró en 1998 su preocupación por “los estragos causados por los flujos de corto plazo” en el sistema financiero mundial. Todo lo cual ha movido a varios expertos, algunos de ellos situados en la orilla neoliberal, a proponer controles de cambios para evitar que los vaivenes del capital especulativo desencadenen crisis a escala mundial.
Las facultades de gobierno sobre la economía, escamoteadas al Estado, han ido a parar a los directorios de las empresas transnacionales, que son los que planifican la industria y el comercio a escala mundial y toman las decisiones que en la práctica resultan de obligatorio cumplimiento para los todos.
El poder del Estado ha sido suplantado por la planificación y operación de las grandes compañías nacionales o transnacionales que, bien articuladas entre sí, disponen las cosas económicas —y con frecuencia también las políticas— del modo que más convenga a sus intereses, sin tener en cuenta para nada las conveniencias sociales.
En el campo de la información las cosas son igualmente graves para la soberanía estatal. El control que sobre sus comunicaciones internas ha mantenido tradicionalmente el Estado se ha desvanecido en el mundo de la globalización de la información, en que ésta recorre el planeta a la velocidad de la luz y entra y sale de los Estados con absoluta libertad mediante las comunicaciones por satélite. Los flujos informativos por internet y por medio de los ordenadores escapan a toda norma y a todo control. Muchos gobiernos han mostrado su preocupación por este hecho. En enero de 1996 el ministro de tecnología e información de Francia anunció su propósito de pedir a la Unión Europea la toma de alguna medida para vigilar el libre acceso a la red. Otros gobiernos traslucieron también su inquietud con respecto a la difusión de varios temas: los gobiernos norteamericano y alemán con relación a la excesiva liberalidad de la pornografía infantil y el gobierno chino por el tráfico de su información política y financiera. El propósito de los gobiernos occidentales era encontrar un mecanismo para detectar legalmente las fuentes de información a fin de aplicar a las publicaciones por internet las mismas penas que las legislaciones democráticas contemplan para los delitos cometidos por la imprenta. Sin embargo, en 1997 el Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos declaró inconstitucional una ley federal que pretendía regular la información pornográfica en internet y consagró el principio de la libre expresión en la red.
9. Soberanía y revolución digital. La cibernética creó un escenario artificial donde se desarrollan muchas de las actividades de las sociedades contemporáneas: el ciberespacio, que es un “espacio virtual”, carente de corporeidad, cuantificado en bits y no en átomos.
En la sociedad del conocimiento ese espacio se ha superpuesto al territorio estatal tradicional como escenario de la actividad humana. Es allí donde se despliega on-line buena parte de las relaciones sociales.
En términos tradicionales, lo social siempre estuvo vinculado a un territorio, a un lugar físico, a un espacio geográfico, donde las personas se encontraban e interactuaban. Hoy el encuentro e interacción, en gran medida, se dan en el ciberespacio, que es donde se realizan on-line muchas de las actividades humanas y de las relaciones sociales.
La “geograficidad” ha cedido paso a la “virtualidad” en la sustentación de las acciones humanas. La política, la información, las telecomunicaciones, las actividades académicas, la educación, las transacciones mercantiles, las operaciones financieras y la rotación de los capitales, que antes tenían un referente territorial, han alcanzado velocidad de vértigo y escala planetaria en internet.
El ciberespacio —escenario artificial forjado por los ordenadores— ha reemplazado al territorio estatal tradicional como base de muchas de las actividades de las sociedades de nuestro tiempo y las soberanías estatales han quedado muy disminuidas puesto que muchas de las actividades en la red escapan al conocimiento y control del poder político.