Son, en el sistema económico capitalista, la serie de factores y elementos que conducen y operan el mercado como mecanismo de fijación de los precios, de asignación de recursos y de señalamiento de lo que debe producirse en la sociedad para satisfacer las necesidades humanas.
Entre esas fuerzas está la libre competencia, el egoísmo individual, el afán de lucro de los agentes económicos privados, la >ley de la oferta y la demanda, la iniciativa privada, la libertad de emprender, la <acumulación de capital. Todas ellas operan en el mercado y tienen la energía suficiente para generar actividad económica y para condicionar de múltiples maneras la economía general de la sociedad.
Bajo este régimen económico, se supone que los precios de los bienes y servicios que se ofrecen en el mercado así como el volumen en que ellos deben ser producidos son el resultado de la correlación fuerzas entre la oferta y la demanda. A mayor oferta corresponden menores precios y viceversa. Estos no se fijan en función del cúmulo de trabajo necesario para producirlos ni de los costes de producción, sino simplemente de la relación oferta-demanda en el >mercado.
La oferta es la cantidad de bienes y servicios vendibles bajo determinadas condiciones reales. Esta es la oferta efectiva, que dicen los economistas. En la economía de libre mercado operan oferentes que tienen la fuerza suficiente para determinar el precio de sus mercancías — price makers— y otros que carecen de esa fuerza —price takers— y que se ven compelidos a aceptar el precio imperante, sin capacidad alguna de manipulación. El volumen de la oferta, en cada caso, hace la diferencia.
En términos generales, cuando la ganancia es elevada se estimula la oferta y vendedores viejos y nuevos tratan de ingresar a ella, siempre que no haya monopolios ni oligopolios que les impidan. Por supuesto que el aumento de la oferta no puede ser desorbitante a corto plazo porque sólo ha de contar con las mercancías ya producidas. Pero, a mediado y largo plazos, el alza de precios y las altas tasas de ganancia estimulan la producción y la oferta, aunque pueden también producir el llamado efecto de sustitución en algunos productos reemplazables por otros que satisfagan las mismas necesidades y cuyos precios sean más asequibles.
La demanda, por su lado, es la suma de voluntades adquirir una mercancía, aunque la voluntad de adquir no es demanda si no va acompañada de la posibilidad monetaria de hacerlo. En la demanda entran también en juego otros factores: el precio de un bien, el precio de otros bienes y los gustos y preferencias de la gente.
Probablemente la primera definición del concepto de demanda la propuso Antoine Augustin Cournot, el matemático francés que inició la sistematización de la ciencia económica, en sus “Recherches sur les principes mathématiques de la thèorie des richesses”, publicadas en 1838. A partir de ese momento este concepto —que mide la cantidad física de un bien económico que se intenta comprar— entró a formar parte de la teoría económica.
Alfred Marshall (1842-1924) introdujo a la economía el concepto de la elasticidad de la demanda en función del precio. Según el economista inglés, la demanda puede ser rígida, si no se modifica o se modifica poco por la variación de los precios, o flexible, si se modifica mucho. La flexibilidad, además, puede ser cruzada si la demanda de un bien crece a causa del encarecimiento de otro. Por lo general, la demanda de los denominados bienes de primera necesidad tiende hacia la rigidez.
Las fuerzas del mercado son fuerzas ciegas desde el punto de vista de la equidad social. No les interesa la distribución equitativa de los beneficios de la producción ni forman parte de su “agenda” la solidaridad social ni la igualdad económica ni el desarrollo humano. La ley de la oferta y la demanda funciona bien si se considera que su finalidad es llevar las cosas a quien paga más por ellas, pero no si se trata de llevarlas a quien las necesita. El perro de un millonario recibirá la leche que un niño pobre requiere para combatir su raquitismo. Esto es lo que hace de la ley de la oferta y la demanda una fuerza ciega e insensible desde el punto de vista social. Ella hace lo que se le pide: entregar los bienes a quienes pagan más por ellos, pero no resuelve el problema social ni es de su incumbencia la justicia económica. La “inteligencia” del mercado no tiene estos alcances. Es cierto que el mercado eventualmente puede resolver, sin una voluntad que lo dirija, el triple problema económico de qué producir, cómo producir y para quién. Lo hará por la línea de los menores costes y de los mayores beneficios para los productores. Pero no podrá ayudar a llevar los bienes y servicios hacia quienes los necesitan.
Esto llevó al economista inglés John Maynard Keynes en la década de los años 30 del siglo anterior, en que la vigencia de las leyes del mercado llevó al mundo a la peor crisis depresiva de la historia contemporánea, a contradecir los planteamientos de los economistas de la escuela clásica acerca de las fuerzas del mercado.
Combatiendo las propuestas de los economistas clásicos de que, para afrontar el problema del desempleo, la solución era reducir los salarios a fin de que la perspectiva de mejores utilidades induzca a los hombres de negocios a invertir, Keynes sostuvo que el recorte de los salarios disminuiría la demanda agregada, esto es, la demanda total de bienes y servicios producidos dentro de una economía, incluida la demanda del gobierno y la de exportación, que es uno de los factores más importantes para estimular la economía. La disminución de salarios —pensaba Keynes—, lejos de amainar el problema de la desocupación, produciría una mayor declinación del empleo.
La teoría keynesiana explicaba el desempleo estructural por el subconsumo de la población. Por eso sugería la intervención del gobierno en la economía a fin de estimular la demanda y reactivar la actividad económica por la base social, esto es, de abajo hacia arriba. Esta fue una de las principales aportaciones de John Maynard Keynes a la ciencia económica.
Bajo la consigna de la >globalización y de la >liberalización económicas se ha regresado a los esquemas de la escuela clásica y se ha entregado el comando de la economía nuevamente a las fuerzas del mercado. La planificación estatal y la regulación del proceso económico por el Estado han cedido paso a la “magia” de las leyes del mercado que son las que determinan qué ha de producirse, en qué volumen y para satisfacer las necesidades de quién. Los resultados están a la vista. Nos acercamos sin duda a una nueva crisis global, como la de los años 30 del siglo XX, con sus componentes de recesión, desempleo, pobreza y desigualdad en la distribución del ingreso. Esta crisis afectará a todos los países pero especialmente a los pobres porque la globalización ha matado en ellos su incipiente industria, ha obligado a cerrar fábricas y empresas medianas y pequeñas, ha lanzado a enormes masas de trabajadores a la desocupación, ha deteriorado la demanda interna y, como consecuencia de todo esto, ha acentuado las diferencias entre los países centrales y los periféricos.