Desde la teocracia primitiva, perdida en la maraña de la magia y la hechicería, hasta el racionalismo contemporáneo, que ha elevado el raciocinio a su máxima expresión, muchas han sido las hipótesis sobre el origen de la sociedad política, de la soberanía y del poder.
Tras esa larga noche conventual que fue la Edad Media, en la que los esquemas teológicos esclavizaron la mente humana, advino la etapa renacentista que fue un pujante y luminoso resurgimiento de la cultura clásica, con nuevas formas y matices propios.
La actitud espiritual del hombre del Renacimiento de buscar nuevas verdades, su avidez por descubrir e inventar, su afán de desgarrar todo dogma y de afirmar lo humano sobre lo divino, le llevó a dar una explicación peculiar a los fenómenos políticos.
Los pensadores renacentistas propusieron una explicación contractual de la sociedad política, de la soberanía y del poder. Su razonamiento fundamental fue que, dado que es indemostrable el origen divino del poder, que la naturaleza no da a los hombres mando sobre sus semejantes ni la fuerza puede ser el sustento de la autoridad, ésta sólo puede provenir legítimamente del acuerdo mediante el cual los hombres erigen un poder político y se someten a él bajo determinadas condiciones. Sólo si se concibe en esta forma el origen de la sociedad y del poder, dicen quienes sostienen la teoría contractual, pueden ellos justificarse moralmente. Y los ciudadanos, por su parte, quedan obligados a prestar su acatamiento a un poder que espontánea y libremente concurrieron a formar para seguridad de sus intereses.
El contractualismo constituye una escuela de pensamiento filosófico-político sobre el origen de la sociedad y del poder que floreció en Europa entre inicios del siglo XVII y finales del XVIII con Johannes Althusius (1557-1638), Thomas Hobbes (1588-1679), Baruch Spinoza (1632-1677), Samuel Pufendorf (1632-1694), John Locke (1632-1704), Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), Emmanuel Kant (1724-1804) y otros pensadores.
Sin embargo, ella se bifurcó en dos ramas: una que desembocó en el <absolutismo, sustentada principalmente por Hobbes, y la otra —inspirada primordialmente por Locke y Rousseau— que dio base a las teorías democráticas.
La primera sostuvo que, para evitar la situación de inseguridad total en la que cada uno era libre de usar la fuerza como le pareciera, los individuos instauraron contractualmente el monopolio de la fuerza en manos del gobierno. Ciertamente que esta nueva situación entrañaba también el ejercicio de la fuerza, pero ya no era la fuerza difusa de antes, en que cada quien podía decidir si la usaba o no, sino la fuerza institucionalizada a cargo del Estado, esto es, el poder. El filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) propugnó un gobierno de autoridad ilimitada formado con base en la enajenación total de su libertad y de sus derechos por las personas. El contrato social significaba, para él, una transferencia total, irrevocable e incondicionada de las libertades individuales para constituir el leviatán —ese dios mortal, que decía Hobbes, inspirado en la bestia marina del Antiguo Testamento— llamado a poner orden en la sociedad.
La segunda línea de la teoría contractualista representaba la sublimación jurídica de la fuerza. Era la victoria del homo sapiens sobre el homo ferus primaevus para crear un régimen de libertad y no unabsolutismo. Sostenía que la sociedad política era el resultado de un contrato social al que habían llegado los hombres para instaurar un sistema de convivencia pacífico y ordenado en el que, como dijo el filósofo ginebrino Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), “dándose cada cual a todos, no se da a nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene”.
Uno de los máximos exponentes de la escuela contractualista, sin bien desde su perspectiva absolutista, fue Thomas Hobbes. En su célebre libro “Leviathan” (1651) afirmó que el hombre era, por su natural condición, un ser egoísta, insociable, animado de un deseo perpetuo e incesante de poder. Cada individuo consideraba a sus semejantes como sus competidores en la implacable lucha por la existencia y chocaba contra ellos cuando trataba de satisfacer sus apetitos. Esto convertía a la convivencia humana en un permanente estado de guerra de todos contra todos, en el cual, alternadamente, el fuerte se imponía al débil por la fuerza y el débil al fuerte por la astucia. A esta constante condición de guerra en la que el hombre desenvolvió su vida en forma precaria y animal Hobbes denominó estado de naturaleza.
En esta etapa la vida y la libertad humanas fueron aniquiladas en la vorágine de pasiones que los hombres —núcleos de apetitos— desataron por su infinita ansia de dominio, de fama, de gloria y de riqueza, que fueron otras tantas formas del poder que ambicionaban. La propiedad se desconocía, no había tuyo ni mío: las cosas pertenecían a quien podía atraparlas y durante el tiempo en que era capaz de mantenerlas en su poder. El hombre era lobo del hombre: homo homini lupus.
Pero si bien el hombre era lobo del hombre, según lo afirmaba Hobbes, era también un ser dotado de razón y buscaba la manera de suprimir ese estado de cosas en el que no existía orden, ni derechos, ni paz y la vida era, al decir del filósofo inglés, “solitaria, pobre, grosera, embrutecida y corta”.
Con este propósito, los hombres constituyeron una asociación política basada en el renunciamiento voluntario de la facultad absoluta que cada individuo tenía sobre todas las cosas y crearon un poder soberano que estaba sobre los hombres y que no podía ser resistido individual ni colectivamente por ellos.
“Este poder soberano —decía Hobbes— ya radique en un hombre como en la monarquía, o en una asamblea de hombres como en los gobiernos populares y aristocráticos, es tan grande como los hombres son capaces de hacerlo. Y aunque respecto de tan ilimitado poder, los hombres pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él —que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino— son mucho peores”.
De acuerdo con esta teoría, los hombres convinieron en enajenar todos sus derechos naturales en favor de la colectividad y crearon una máquina omnipotente que ejercía autoridad ilimitada sobre todos ellos. Desde ese momento nadie podía reclamar derechos frente al Estado pues los hombres se habían despojado voluntariamente de su libertad de juicio y habíanse comprometido a tener por bueno y justo lo que ordenara el poder soberano.
De conformidad con el pensamiento de Hobbes, el “contrato” por el cual los hombres abandonaron su condición primitiva, se constituyeron en sociedad política —estado de sociedad— y se sometieron a un poder soberano, no obligaba ni comprometía a este poder. El pacto ligaba exclusivamente a los contratantes, es decir, a los ciudadanos. Eran éstos los obligados y no el soberano. “Tal es el origen —afirmaba Hobbes— de este gran leviathan o, por mejor decir, de este dios mortal, al cual debemos, con la ayuda del Dios inmortal, nuestra paz y nuestra protección. Pues, armado del derecho de representar a cada uno de los miembros del Estado, detenta, por ello, tanto poder y fuerza que puede, gracias al terror que inspira, dirigir las voluntades de todos hacia la paz en el interior y hacia la ayuda mutua contra los enemigos del exterior”.
El filósofo inglés John Locke fue, en cambio, el principal sustentador del contractualismo desde el punto de vista liberal. Contradijo frontalmente las tesis en boga en aquel tiempo sobre el origen divino del poder, impugnó el ejercicio absolutista e ilimitado del mando, atribuyó al pueblo la capacidad de autodeterminarse y fundó un sistema de libertades políticas sobre las mismas hipótesis —estado de naturaleza, contrato social, estado de sociedad— que sirvieron a Hobbes para justificar el absolutismo.
Para el filósofo de la revolución inglesa de 1688 —que reafirmó los derechos del pueblo y del parlamento frente a la corona— el poder es el resultado del pacto celebrado entre los individuos al constituirse en sociedad civil y está inseparablemente ligado al cumplimiento de ciertos fines. Hobbes y Locke partieron del contrato social para elaborar sus teorías pero el primero se empeñó en justificar el absolutismo monárquico mientras que el segundo confirió al contrato su verdadero sentido bilateral, como fuente de obligaciones recíprocas entre gobernantes y gobernados.
A diferencia de Hobbes, Locke afirmó que el individuo, al formar la sociedad civil, no renunció a todos sus derechos en provecho del Estado sino que se reservó un cúmulo de ellos, sobre los que fundó su libertad civil y política.
En su célebre libro “Ensayo sobre el gobierno civil” (1690) manifestó que, “siendo los hombre naturalmente libres, iguales e independientes, ninguno puede ser sacado de este estado y ser sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento, por el cual puede él convenir con otros hombres en juntarse y unirse en sociedad para su conservación, para su seguridad mutua, para la tranquilidad de su vida, para gozar pacíficamente de lo que le pertenece en propiedad y para estar más al abrigo de las ofensas de quienes pretendiesen perjudicarles y hacerles daño”.
En esta forma, dando la apariencia de acontecimiento empírico a lo que sólo fue un postulado de la razón, Locke sostuvo el origen contractual del poder político y se sirvió de la hipótesis de la formación del Estado por un acto de voluntad de los hombres para justificar el ejercicio de la autoridad pública en la medida en que cumpla determinados fines ligados al interés general.
Por el mismo origen “contractual” del poder Locke impuso limitaciones a su ejercicio. Quien es investido por este medio de la autoridad pública no puede valerse de ella arbitrariamente. Si el gobernante abusa y oprime viola el contrato social y, en ese momento, desaparece para los gobernados el deber de obediencia, puesto que la teoría de Locke —como la de Rousseau y de todos los pensadores contractualistas de la línea democrática— encierra un principio bilateral en virtud del cual el vínculo de obediencia de los ciudadanos está subordinado a la observación del pacto social por los gobernantes.
En el pensamiento de Locke el Estado no es mera expresión de poder, de fuerza, de arbitrio, sino que asume el rol instrumental de garantía de los derechos individuales. El contrato social es ante todo un postulado racional del que se derivan saludables consecuencias para la comunidad y de ninguna manera puede entenderse como una categoría jurídica ni tampoco como la génesis histórica del Estado. La idea es presentar a la sociedad política como si hubiera tenido su origen en el contrato para que la voluntad de los gobernados sea respetada y sus derechos no sufran menoscabo por la acción del poder público. Para Locke la >soberanía reside en el pueblo y la legitimidad de los gobiernos se mide por el consentimiento mayoritario y por su capacidad de tutelar los derechos de las personas.
Sin duda, el pensamiento antiabsolutista encontró en Juan Jacobo Rousseau su más ilustrado exponente. Su obra capital, “El Contrato Social”, publicada en 1762, ejerció imponderable influencia sobre los hechos revolucionarios de los Estados Unidos de América y de Francia e informó el Derecho Público moderno. “El Contrato Social inspiraba una confianza y veneración mayores que las que jamás tuvieran la Biblia y el Corán”, dijo Augusto Comte al referirse al impacto que tuvo la obra de Rousseau.
Como sus antecesores, el filósofo ginebrino propuso una explicación contractualista de la sociedad política pero dio al contrato social, lo mismo que Locke y otros pensadores, la categoría de postulado de la razón y no de hecho histórico. En la mente de Rousseau jamás estuvo la idea de presentar al contrato como un hecho acaecido ni fue su obra el relato histórico de tal hecho. Dio al contrato un sentido eminentemente normativo y deontológico para alcanzar la consagración y el respeto de los derechos de cada persona dentro de la vida social. A fin de lograr este efecto Rousseau evocó el estado de naturaleza y destacó la diferencia que existe entre aquella forma de vida humana desordenada y primitiva, en la que no existía un medio capaz de garantizar a todos el goce de sus derechos, y la forma de vida civilizada, fundada sobre normas e instituciones tutelares de las prerrogativas de cada persona y regida por la voluntad de la mayoría.
Está bien claro, entonces, que Rousseau no dio al contrato social el valor de un instrumento jurídico, al estilo de los que utilizan los abogados, sino la categoría de principio normativo llamado a indicar a los hombres cómo deben entender el Estado y el gobierno para que los derechos individuales no naufraguen en la vida social. Solamente si se supone al Estado y al gobierno como formados por un acto de voluntad de las personas —vale decir por un contrato o convención— pueden generarse derechos y obligaciones recíprocos entre gobernantes y gobernados.
En conclusión, estos pensadores consideraron al contrato social no como un factum, esto es, como un hecho acaecido en algún momento de la historia humana, sino como un principio deontológico del que se deprenden consecuencias políticas y morales muy saludables para la convivencia de los hombres.
Con todo, el profesor mexicano José Fernández Santillán, siguiendo la línea de quienes establecen sutiles diferenciaciones entre el pensamiento de Locke y el de Rousseau, afirma que el primero es un exponente del liberalismo mientras que el segundo lo es de la democracia, bien entendido que el liberalismo es la teoría y la práctica de la limitación del poder en tanto que la democracia es la teoría y la práctica de la distribución del poder.