Esta es una socorrida frase en la vida política que se utiliza para señalar a quienes asumen la defensa de causas complicadas, indefendibles o destinadas al fracaso. Su origen es eclesiástico. De conformidad con el Derecho Canónico, en los antiguos procedimientos de santificación promovidos por el Vaticano se desarrollaba una suerte de proceso judicial. La defensa del candidato a los altares era asumida por el postulador, quien después de haber estudiado su vida y milagros aportaba con las pruebas que pretendían acreditar sus méritos. Al frente estaba el denominado “abogado del diablo” —advocatus diaboli— que impugnaba esas pruebas y buscaba descalificar al candidato e impedir su beatificación y canonización. El advocatus diaboli era generalmente un clérigo doctorado en Derecho Canónico. La Congregación de las Causas de los Santos, integrada por 35 elementos de la Curia Romana, coordinaba el proceso. Y era el Congreso de los Teólogos, compuesto de nueve miembros, el que dirimía la controversia después de haber evaluado las pruebas aportadas, valorado las virtudes y defectos del aspirante a la beatificación o a la santidad y calificado los milagros que se le atribuían. Los alegatos y documentos presentados se registraban en la Positio, que era el expediente que contenía la síntesis de la información disponible en la causa de beatificación o de canonización.
La Iglesia Católica adoptó este procedimiento en el año 1587 para evitar la ligereza con que anteriormente los obispos solían entregar los títulos de “beatos” o “santos” a personas muertas sin mayores méritos. El sistema rigió por varios siglos hasta que fue reformado por Juan Pablo II en 1983 para agilitar los procesos de santificación. Se sustituyó el “abogado del diablo” por el “promotor de la fe” y se eliminaron las trabas y exigencias anteriores. Lo cual permitió a este papa realizar durante su pontificado cerca de quinientas canonizaciones y más de mil trescientas beatificaciones, que fueron muchas en comparación a las 98 canonizaciones realizadas por sus predecesores en todo el siglo XX. El papa Wojtyla promovió más beatificaciones y canonizaciones que sus antecesores pontificios en cuatro siglos. La canonización de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, tomó 66 años —desde 1556 hasta 1622— mientras que la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer —el fundador del Opus Dei— tomó a Juan Pablo II en 1992 menos de 17 años a pesar de que fue una de las beatificaciones más controvertidas de la historia de la Iglesia porque tuvo que vencer la resistencia de teólogos, cardenales, obispos y movimientos cristianos del mundo y tuvo que excluir los testimonios críticos.
El propio Juan Pablo II fue beatificado por su amigo y sucesor Benedicto XVI el 1 de mayo del 2011 en un tiempo récord: a los 6 años de su muerte.
La traslación de esta locución religiosa al vocabulario político sirve para designar irónicamente la defensa de causas indefendibles o causas en las que sus defensores no creen pero que les resultan útiles o convenientes para sus intereses políticos, o bien para poner en aprietos a los interlocutores en el curso de diálogos o debates políticos. El diccionario de la Real Academia Española dice que el abogado del diablo es el “contradictor de buenas causas”. Con frecuencia los periodistas, al formular a los agentes políticos preguntas de difícil o comprometida respuesta o al tratar de animar los diálogos para despertar interés, dicen que asumen el papel de “abogados del diablo”.