Es una multitud enfervorizada y ruidosa de personas que están fuera de control y que se muestran proclives a cometer toda suerte de actos de violencia. Este tropel agresivo, que se rige por las leyes de la <psicología de multitudes, se llama también turbamulta, populacho y, en América del Sur, poblada.
La turba, según determinan esas leyes, es propensa a la exaltación de ánimo y a la comisión de las acciones más audaces y temerarias. Tiene, como ente colectivo, un muy bajo índice intelectual porque la carga emotiva que lleva dentro bloquea casi por completo sus funciones reflexivas. No es raro que una persona sensata y pacífica actúe como una fiera dentro de ella. Es un grupo irritable e impulsivo. En actitud levantisca, tiende hacia la asonada, el motín o el tumulto. Basta que alguien insinúe una acción para que la turba la ejecute inmediatamente, por absurda o cruel que sea.
Ella tiene la tendencia a convertir inmediatamente en actos las ideas sugeridas. La impulsividad es una de sus características. No abriga más que sentimientos simples y extremados. No admite duda alguna entre la verdad y el error. Con la clara sensación de su poder y de su fuerza, es tan autoritaria como intolerante. La bondad le parece una forma de cobardía. Funcionan en ella con gran fuerza los fenómenos de la imitación y el contagio. El <agitador o el líder ocasional sugieren una acción o comienzan a ejecutarla y la turba, en su frenesí, la imita inmediatamente con todo el ímpetu de su fuerza colectiva.
Los individuos, insertos en la turba e imbuidos de la enorme aunque pasajera fuerza que les da la multitud y de la impunidad que les ofrece, dan rienda suelta a los instintos más primarios. La turba nivela momentáneamente a todos sus miembros. El hombre culto e inteligente abandona momentáneamente su sensatez y se entrega a los excesos de la exaltación. El ignorante o el tonto se liberan de su cotidiano sentimiento de impotencia y consuman los peores excesos. Cuando pasa la tempestad y la calma retorna, y cuando todos regresan de su efímera enajenación, vuelven a ser los mismos de siempre: seres generalmente tranquilos y pacíficos, que no comprenden cómo pudieron actuar tan ciegamente. Se marca entonces la diferencia entre las convicciones morales de cada quien y la iracunda ceguera de la turba. No se han desactualizado, en esta materia, las enseñanzas del psicólogo social, sociólogo y antropólogo francés Gustavo Le Bon, no obstante el tiempo transcurrido desde que el autor de la “Psicología de las Multitudes” (1895) afrontó el tema. Las turbas de hoy son las mismas de ayer. Obedecen a iguales motivaciones humanas. La irritabilidad, impulsividad, pobreza de razonamiento, volubilidad, carencia de espíritu crítico, credulidad y una cierta inocencia son sus características esenciales.
La peculiaridad más sorprendente que presenta una turba, en el orden psicológico, es que los individuos que la componen, tan disímiles en sus caracteres personales, en su forma de vida, en su cultura y en su nivel socioeconómico, por el solo hecho de integrarse al grupo, comienzan a pensar, sentir y obrar de un modo totalmente diferente de como lo harían individualmente. El hombre pacífico y tolerante se vuelve agresivo. El pusilánime es capaz de acciones audaces. Se transforma en bárbaro el buen padre de familia. De pronto, arrastrados por el frenesí colectivo, son capaces de cometer actos que están fuera de su agenda vital: <linchamientos, incendios, destrucción masiva, acciones brutales de violencia contra personas o cosas, en medio de un tropel casi animal. Se desvanece la personalidad individual y, por la vía de la imitación y el contagio, ella es suplantada por una “psicología colectiva” capaz de los peores excesos. De su seno siempre brota el improvisado agitador —agitado él mismo por la presencia rugiente de la gente— que la arrastra a realizar los peores actos de vandalismo.