Con este neologismo aún no incorporado al diccionario castellano —compuesto del prefijo trans, que denota “al otro lado” o “a través de”, y del griego genefis, que significa origen o principio de una cosa— se designa la producción de organismos genéticamente modificados (OGM) por medio de la manipulación de su ADN, o sea de su código genético.
La manipulación genética consiste en la implantación de genes de un organismo en otro de la misma especie o de una especie diferente para darles características mejores.
La transgénesis es, por tanto, la modificación genética de un organismo vivo para alcanzar nuevas propiedades mediante el cambio de unos genes por otros; o también la producción de organismos genéticamente modificados por medio de la manipulación de su código genético.
La transgénesis opera tanto en el campo animal como vegetal.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha impulsado investigaciones científicas para combatir la malaria —que afecta especialmente en África subsahariana desde 300 a 500 millones de personas anualmente (2021)— con el propósito de desarrollar alteraciones genéticas en el anofeles, que es el vector de ella, para que el protozoario que la causa —el plasmodium— no pueda reproducirse. Se estima que su eliminación en las doce especies de anofeles que existen se alcanzará a lo largo de cincuenta generaciones de mosquitos transgénicos, de modo que las generaciones siguientes sean inocuas.
Desde que el filósofo, político y escritor inglés Francisco Bacon en su obra “The New Atlantis” (1622) diseñó la grata utopía de una vida social futura en que las plantas florecerían cuando el hombre quisiese, los frutos tendrían nuevos y mejores sabores y los granos serían más fecundos, esa utopía ha caminado trabajosa pero incesantemente. En 1885 el naturalista norteamericano Johann Mendel descubrió las leyes de la transmisión de los caracteres hereditarios. Agricultores norteamericanos crearon el primer maíz híbrido en 1922. En 1952 James Watson y Francis Crick descubrieron la estructura del ADN (ácido desoxirribonucleico). En 1967 el agrónomo norteamericano Norman Ernest Borlaug obtuvo híbridos de trigo y arroz con períodos de maduración más cortos y rendimientos mayores. En 1990 los Estados Unidos aprobaron el primer producto modificado por la biotecnología: una enzima utilizada en la fabricación de quesos. Se produjo en China en 1992 el primer cultivo transgénico resistente a un virus. En 1994 la ingeniería genética norteamericana realizó el primer cultivo de plantas que retardan la maduración —el tomate Flavr Savr— para facilitar su comercialización en Estados Unidos. Y un año después fue el primer país en liberar la importación de soya modificada genéticamente.
La Comisión Europea autorizó la compra de granos transgénicos a partir del 1º de enero de 1997. En 1998 los Estados Unidos aprobaron las reglas para etiquetar los envases de alimentos genéticamente modificados. En febrero de 1999, ciento setenta países reunidos en la Conferencia de Biodiversidad patrocinada por las Naciones Unidas fracasaron en su intento de llegar a un acuerdo sobre un tratado de bioseguridad. Y fue Inglaterra el primer país en exigir la rotulación de los alimentos transgnéticos en marzo de 1999.
La transgénesis opera tanto en el campo animal como vegetal. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha impulsado investigaciones científicas para combatir por este medio la malaria, que afecta especialmente en el África subsahariana de 300 a 500 millones de personas por año, de las cuales mueren entre uno y dos millones anualmente. El propósito es desarrollar alteraciones genéticas en el anofeles, que es el vector de la malaria, para que el protozoario que la causa —el plasmodium— no pueda reproducirse. Se estima que su eliminación en las doce especies de anofeles que existen se alcanzará a lo largo de 50 generaciones de mosquitos transgénicos, de modo que las generaciones siguientes sean inocuas.
La producción de animales transgénicos —o sea animales que portan genes de otras especies en su genoma— sirve para fabricar medicamentos de naturaleza proteínica por un medio más eficiente y menos oneroso que la utilización tradicional de biorreactores. Tal fue el caso de la marrana experimental bautizada con el nombre de genie, que produjo en su leche la proteína “C” humana, requerida apremiosamente para curaciones de enfermedades graves. Tradicionalmente esa proteína sanguínea se ha obtenido mediante el procesamiento de grandes cantidades de sangre humana de donaciones o por el cultivo de ingentes sumas de células en biorreactores de acero inoxidable. Pero con el método transgénico —como el caso de genie— se puede obtener proteína “C” en abundancia, en forma más barata y menos complicada. Lo mismo se podría hacer con otras proteínas sanguíneas, como los factores VIII y IX para la coagulación de la sangre de los hemofílitos, o las proteínas que disuelven los coágulos para prevenir cardiopatías o lesiones cerebrales. La sangre de los donantes contiene esas proteínas pero en cantidades insuficientes, por lo que debe buscarse la opción de producirlas por métodos transgénicos, o sea por medio de la crianza de animales genéticamente modificados. Esta opción no sólo que resultará menos costosa sino que eliminará el riesgo de contagio de agentes infecciosos, como el VIH causante del sida o el virus de la hepatitis “C”. La fabricación de proteínas para uso humano a partir de animales transgénicos evitará los problemas.
En el ámbito de la agricultura la transgénesis consiste en la transferencia de los genes de una planta a otra de la misma especie o de especie diferente para modificar su naturaleza y su rendimiento. Ésta adquiere características que no tenía originalmente. Puede ser más resistente a los virus, las plagas, las enfermedades, los herbicidas, los insecticidas y los fungicidas, tener mayor productividad, bajar por tanto los costes de producción, asumir propiedades biológicas mejores o adquirir capacidad más alta de reproducción.
A los sorprendentes avances de la ingeniería biogenética se ha llamado la segunda revolución verde, en alusión a la que se inició en Estados Unidos durante los años 60 del siglo pasado.
La manipulación genética permite conseguir mayor rendimiento de cultivos, producción todo el año, mejor tolerancia al manejo postcosecha y otras ventajas sobre los productos tradicionales. Las semillas modificadas en laboratorio pueden dar plantas que produzcan proteínas de mejor calidad nutritiva, aceites menos nocivos para la salud humana y nuevas sustancias de uso médico o industrial. Las frutas transgénicas maduran más lentamente, requieren menos fertilizantes químicos y resisten mejor la manipulación y el transporte.
Las nuevas tecnologías persiguen evitar las grandes pérdidas económicas que se producen a causa de las plagas y las enfermedades virales que destruyen las tierras sembradías y devastan la producción agrícola de grandes regiones. En algunos países africanos se pierde casi la mitad de la cosecha de frutas y verduras porque se pudren durante el transporte a los mercados. Esto hace necesario crear especies transgénicas que maduren más lentamente y sean más resistentes a la manipulación.
Los trabajos de la ingeniería genética no son nuevos: hay una vieja tradición de producción artificial de productos híbridos y de semillas mejoradas que viene desde los años 60 del siglo XX con la denominada <revolución verde. De modo que el mejoramiento genético de animales y plantas no es reciente. Lo que ocurre es que los índices de eficacia actuales son mucho mayores gracias a los avances de la biotecnología agrícola, que ha creado especies resistentes a las plagas, a las enfermedades virales, a la acción de los insectos y a los herbicidas utilizados para fumigar las malas yerbas y las plantas parásitas.
Con el propósito de mejorar el valor nutritivo del arroz —grano del que depende la alimentación de más 3.000 millones de personas en el mundo— el profesor del Instituto Tecnológico de Zurich, Ingo Potrykus, y su colaborador Peter Beyer de la Universidad de Friburgo en Alemania, financiados desde 1993 por la Fundación Rockefeller y después por el gobierno Suizo y por la Unión Europea, culminaron con éxito en la primavera de 1999 sus investigaciones y experimentos para crear, con ayuda de la ingeniería genética, el denominado arroz dorado, rico en vitamina A, destinado a combatir la desnutrición y los problemas de la vista de los niños de los países pobres en los cuales el arroz es el principal y a veces único alimento. El arroz pulido que en ellos se consume es rico en almidón pero muy pobre en betacaroteno, que es la sustancia depositada en las plantas verdes que produce la vitamina A por acción de la fotosíntesis. Para suplir esta carencia, los granos del arroz dorado de Potrykus, que contienen genes de oryza sativa —nombre científico del arroz común— y fragmentos de ADN de bacterias y narcisos, son ricos en los micronutrientes que producen la vitamina A. El científico de Zurich ha soñado durante muchos años en crear una especie de arroz que pueda mejorar la vida de millones de pobres en el planeta, ante la perspectiva de que la oferta de cereales para consumo humano y animal pueda empezar a ser deficitaria.
La transgénesis tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientales en el desarrollo de la sociedad. Desde mediados de los años 90, con la comercialización de la soya resistente a los herbicidas y del maíz capaz de producir sus propios insecticidas, se abrió un duro debate sobre el tema de los productos genéticamente modificados. Las primeras protestas surgieron de las organizaciones ambientalistas europeas, que hablaron de la ruptura de la cadena ecológica, y enseguida de las asociaciones de consumidores, que argumentaron que tales productos eran peligrosos para la salud humana. Este es el gran debate de principios de nuestro siglo. Los científicos que impulsan la modificación genética de animales, plantas y organismos argumentan que los productos transgénicos están destinados a incrementar la producción mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población humana en constante y rápido crecimiento. Comparten el criterio del expresidente estadounidense Jimmy Carter de que “el verdadero enemigo es el hambre y no la biotecnología responsable”. E impulsan por eso los esfuerzos científicos de la ingeniería biogenética dirigidos a mejorar la productividad agrícola y la cantidad y calidad de los alimentos. Sus impugnadores sostienen, en cambio, que tales productos no sólo entrañan una peligrosa alteración genética —con los riesgos de que aparezcan rasgos patológicos en los seres humanos, los animales y las plantas, perturbaciones en los ecosistemas y transferencia de nuevos trazos genéticos en otras especies— sino que además pueden causar daños irreversibles a la agricultura. Temen que el polen de plantas transgénicas, llevado por el viento a grandes distancias, afecte a otras plantas, como ocurrió en Europa años atrás con la polinización esparcida por la canola transgénica de origen canadiense. Hacen además mucho hincapié en la cuestión alérgica y afirman que la manipulación genética de los alimentos dirigida a producir proteínas con frecuencia crea elementos alérgenos.
Como parte de la política de defensa del consumidor, algunos Estados obligan a los fabricantes de productos transgénicos a utilizar avisos que alerten a los consumidores acerca de la naturaleza de ellos. Brasil, por ejemplo, por mandato judicial obliga a los productores a poner un rótulo con el símbolo “T” en los productos genéticamente modificados.
El cultivo en Estados Unidos, Argentina y China de maíz y algodón con bacillus thuringiensis (Bt), que es una bacteria del suelo que produce la toxina que ataca a ciertos insectos —como el barrenador y el gorgojo—, avivó la discusión porque algunos ecologistas temieron que se transmitiera a las plantas parásitas la resistencia al bacillus thuringiensis, con resultados nocivos puesto que éste es un efectivo insecticida natural utilizado en muchos cultivos orgánicos. No obstante, el entomólogo Bruce Tabashnik de la Universidad de Arizona sostuvo en 1999 que “los riesgos ambientales son mínimos y los beneficios pueden ser grandes”.
El profesor Robert B. Horsch, vicepresidente de la empresa Monsanto, afirmó en junio del 2001 que gracias a la biogenética “se producirán más alimentos con menor superficie de cultivo y sin esquilmar los recursos hídricos ni alterar la biodiversidad”. Con relación al algodón informó que “los cultivos Bt han sido modificados genéticamente a fin de que produzcan una proteína bacteriana que mata a ciertos insectos parásitos”, lo cual llevó en el cuatrienio 1997-2001 a dejar de utilizar alrededor de 1,25 millones de kilos de plaguicidas en esos cultivos. En cuanto al maíz Bt —dice— han aumentado las cosechas en cantidades apreciables: se ha obtenido un 10% más de rendimiento con el uso de los mismos recursos. Informó adicionalmente que se está investigando la posibilidad de aumentar el contenido de vitamina “D” en los aceites de soya (Revista “Investigación y Ciencia” Nº 297, junio 2001, editada por Scientific American).
En este debate se mezclan razones y emociones, hasta en el seno de la comunidad científica, lo cual complica enormemente el tratamiento del tema puesto que con frecuencia se aleja de los parámetros de la ciencia y se torna excesivamente emocional. Y, por supuesto, están incursos también los intereses económicos de las grandes empresas transnacionales productoras de semillas e insumos agrícolas —Monsanto, Novartis, DuPont, AstraZeneca, Aventis, AgrEvo, Rhone Poulenc Agro—, todas ellas resultado de grandes fusiones, cuya influencia es decisiva en la formación de los precios de dos de cada tres kilos de productos agrícolas que se comercializan en el planeta. Estas gigantescas corporaciones dominan oligopólicamente todo el paquete tecnológico inherente a los procesos transgénicos y se han adueñado de los mercados. Ellas, que antes producían herbicidas, insecticidas y fungicidas, han descubierto que les es más rentable producir semillas transgénicas resistentes a su propios venenos.
De todas maneras estas nuevas tecnologías agrícolas entrañan algunos peligros. Uno de ellos es que, a través de la modificación genética, se pueden producir plantas que den semillas estériles —mediante la técnica denominada terminator—, lo cual no permitiría a los agricultores reproducir sus plantas a partir de sus propias semillas, como lo han hecho tradicionalmente, sino que les obligaría a comprarlas a las empresas oligopólicas para cada ciclo de cultivo.
La entidad ambientalista internacional Greenpeace recomendó a finales de los años 90 una moratoria de al menos cinco años para la comercialización de productos transgénicos a fin de evitar daños ambientales irreversibles y sugirió mayores investigaciones. Parece evidente que no se han hecho aún las suficientes indagaciones científicas para garantizar un mínimo de bioseguridad.
Pero la ciencia no se detiene. Muchos productos que se venden en el mundo —algodón, maíz, canola, soya, frutas, cereales, en su estado natural o industrializados— son transgénicos. Los principales cultivadores de productos genéticamente modificados son Estados Unidos, Canadá, Argentina, Brasil, Australia y China, cuyas áreas de plantación con semillas genéticamente modificadas han crecido notablememente en los últimos años. El propósito fundamental de la producción de variedades transgénicas es afrontar el déficit de alimentos en el mundo mediante el incremento de la producción y de la productividad agrícolas y contribuir a la seguridad alimentaria, aunque ésta se ve amenazada no sólo por la insuficiencia productiva de alimentos sino también por la incapacidad de compra de grandes segmentos de la población mundial a causa de su pobreza.
A pesar de todo lo que se dice, en este campo como en otros, la revolución genética es ambivalente: de un lado, trae sorprendentes avances tecnológicos y crea grandes posibilidades de producción; pero, de otro, afecta gravemente a los sectores pobres de la población y agudiza las disparidades socioeconómicas. En el caso concreto de la aplicación de las tecnologías genéticas a la producción agrícola y del uso de semillas transgénicas, hay el riesgo de que los amplios sectores de pequeños productores agrícolas y campesinos pobres, sin posibilidades de acceso a las nuevas tecnologías, queden desplazados del mercado por las grandes y modernas empresas agrícolas, cosa que ya ocurrió, aunque en menor escala, con la revolución verde de los años 60. Estos trabajadores rurales, que practican la agricultura familiar y de subsistencia —y que representan la mitad de los agricultores del planeta— pueden quedar duramente afectados por el uso de las nuevas tecnologías. Tal parece ser, por desgracia, el trágico destino de las innovaciones tecnológicas en todos los campos: profundizar las brechas sociales y aumentar las exclusiones.