En la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984, que entró en vigencia el 26 de junio de 1987, se definió la tortura como “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores y sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia” (Art. 1).
Y se autorizó a que todo Estado parte de la Convención pudiera instituir su jurisdicción penal contra los autores materiales e intelectuales de actos de tortura, y contra sus cómplices, cuando tales actos se hayan cometido en su territorio o a bordo de aeronaves o buques que lleven su matrícula o cuando el presunto delincuente o la víctima sean nacionales de ese Estado, aunque el delito se haya cometido fuera de su territorio. (Art. 5)
De este modo se ha internacionalizado el delito de tortura para que sus autores puedan ser castigados no solamente dentro del Estado en que lo cometieron sino en cualquier otro Estado al que pertenezcan las víctimas.
El 26 de noviembre de 1987, de acuerdo con el Art. 17 de la Convención, se conformó el Comité contra la Tortura integrado por diez expertos en materia de derechos humanos elegidos a título personal para el período de cuatro años por los Estados partes, como mecanismo de aplicación de los preceptos de la Convención. La Organización Mundial había creado ya en 1981, por resolución de la Asamblea General, un fondo de contribuciones voluntarias para la asistencia a la víctimas de la tortura.
La Unión Europea introdujo en el 2006, a través de un reglamento, controles tendientes a impedir el comercio internacional de instrumentos de tortura. Sin embargo, tanto Amnistía Internacional como Omega Research Foundation sostienen que ese comercio no ha cesado. Las dos instituciones aportan información de que entre los años 2006 y 2009 la República Checa emitió licencias de exportación para grilletes, instrumentos de electrochoque y pulverizadores químicos; y que empresas alemanas vendieron cadenas para pies y pulverizadores químicos de uso policial en nueve países. Preocupadas por la vigencia de los derechos humanos en el mundo, las dos entidades sostienen que proveedores italianos y españoles han promocionado la venta de esposas y mangas de electrochoque de alto voltaje para uso policial contra personas detenidas. El informe de las dos entidades pone de manifiesto la necesidad de que los Estados miembros de la Unión Europea tomen medidas para evitar que sus empresas —y las filiales de ellas en el exterior— participen en este sucio negocio que coadyuva a la práctica de torturas y malos tratos, en violación de los derechos humanos de los prisioneros.
La tortura ha acompañado al hombre a lo largo de toda su historia, aunque hubo épocas en que ella alcanzó una ominosa celebridad, como en el largo período de la Inquisición. Los herejes, los apóstatas, los blasfemos, los brujos, los alquimistas y, en general, quienes eran poco gratos al clero fueron sometidos a los peores suplicios. Fue el papa Inocencio IV quien autorizó la tortura en el año 1251. Las famosas sillas inquisitorias, erizadas de puyas, y muchos otros artefactos siniestros se utilizaban para obtener las declaraciones de autoacusación de los prisioneros. En ningún campo de la actividad humana la creatividad y la imaginación han sido tan fecundas y han llegado tan lejos como en la invención de sistemas e instrumentos de tortura. Los hubo de muchísimas clases. Todos ellos muy ingeniosos. El reloj, el palo, el garrote, la máscara, el cepo, el péndulo, la fusta, la rueda, la prensa, la jaula colgante, la hoguera, la pera oral, rectal o vaginal, la sierra, el aplastapulgar, el potro, la horquilla, la llamada “cuna de Judas”, los grilletes, los pulverizadores químicos, el electrochoque fueron en el tiempo algunos de los fatídicos mecanismos de tortura. El garrote fue empleado en España hasta la muerte de Franco en 1975. Su última víctima fue el estudiante Francisco Puig de 23 años de edad, que en 1979 fue hallado inocente en la revisión de su proceso.
Ellos servían para castigar a los ladrones, homicidas, criminales, escandalosos, prisioneros de guerra, prostitutas, mentirosos, pendencieros, judíos, brujas y brujos, alquimistas, herejes, blasfemos y apóstatas.
Durante la <Inquisición los herejes tenían un tratamiento especial, aun más cruel que el de los convictos ordinarios.
La tortura puede dividirse en dos grandes clases: la tortura física y la psicológica, si bien los límites entre ellas no siempre han sido muy claros. En la tortura física la violencia se dirige primordialmente contra el cuerpo mediante la inagotable gama de suplicios que el hombre ha inventado para atormentar al hombre. Pero probablemente peor es la tortura psicológica. Una de las formas más dramáticas de ella fue la destinada a desintegrar el sistema de valores e ideas del ser humano, denominada <lavado cerebral, que se aplicó en los procesos estalinistas y fascistas, o contra los prisioneros norteamericanos en Corea del Norte, o en las prácticas de adoctrinamiento y “reeducación” de los tiempos del <maoísmo en China. El aislamiento total, la obscuridad absoluta, la intensa luz que taladra el cerebro, el impedimento del sueño y otras prácticas de este estilo llevaban a las víctimas al agotamiento total, a la angustia, a la locura, a la desintegración de su personalidad. Por este medio se obtuvieron las famosas “confesiones” y autoacusaciones que justificaron la pena capital o la cadena perpetua en aquellos regímenes tiránicos.
Como forma de castigo, de venganza, de presión para extraer confesiones y de intimidación o escarmiento para la víctima y para los demás, la tortura fue históricamente parte del sistema legal de los países europeos de la Antigüedad y de la Edad Media y aun después. En Inglaterra se abolió oficialmente su práctica en 1640. En la Revolución Francesa fue condenada, junto con el sistema inquisitorial de investigación de los delitos. Todas las declaraciones de derechos posteriores la proscribieron. Sin embargo, la tortura física y la tortura moral no han sido eliminadas totalmente en el mundo. En muchos lugares se las utiliza en forma clandestina a pesar de la prohibición de los sistemas constitucionales. Todos los días asistimos a protestas de las organizaciones internacionales de derechos humanos por la práctica de este método de investigación y de castigo.
La tortura tanto como la pena de muerte fueron en los tiempos pasados diferentes para los nobles que para los hombres comunes o plebeyos. El hacha con la que un verdugo encapuchado decapitaba a los condenados, que probablemente fue el más antiguo instrumento para la aplicación de la pena capital y se usó largamente hasta la invención de la guillotina, estuvo reservada a los nobles mientras que los demás tenían que sufrir largas y dolorosas agonías.
Pero la tortura lamentablemente no es cosa del pasado sino también del presente, a pesar de todas las leyes, convenciones y opiniones condenatorias. Regímenes autoritarios recientes la emplearon y en algunos Estados subsiste como método de investigación para delitos políticos o comunes. Suele formar parte de los procesos de interrogación de los detenidos para obtener la confesión de sus faltas. Para cuyo fin existen agentes especializados y métodos más o menos científicos de aplicación. Entre las “técnicas” comunes que se utilizan —y que tienen diversos nombres en la jerga de los torturadores— están el “submarino” o la asfixia por inmersión en agua, el “teléfono” o los golpes sistemáticos en los oídos, la aplicación de electricidad en las partes más sensibles del cuerpo, la “picana eléctrica”, la violación sexual, el tormento isócrono de ruidos fuertes, la exposición a luces intensas, la simulación de ejecución de la pena de muerte, el uso de drogas y fármacos y muchos otros métodos crueles y degradantes.