Es el despotismo llevado a su más extremada expresión. Gobierno sin limitaciones jurídicas ni morales, que se ejerce al margen de las normas de Derecho y de las prerrogativas humanas.
El filósofo francés Jean Bodín (1529-1596), después de distinguir tres tipos de monarquía: la “despótica”, la “regia” y la “tiránica”, definió a la primera como “aquella en la que el príncipe se ha hecho señor de los bienes y de las personas de los súbditos por derecho de armas y de guerra justa, y gobierna a los súbditos como un jefe de familia a sus esclavos”. Para Bodín el despotismo es una forma de gobierno propia de pueblos esclavos. Y de aquí desprende la diferencia con la tiranía. Sostiene que el déspota reina como patrón sobre esclavos sumisos y resignados a su poder, mientras que el tirano reina como patrón sobre hombres libres, que por lo mismo rechazan la >tiranía. De modo que ésta es el intento de tratar a los hombres libres como esclavos.
La opresión política, por desgracia, tiene varios grados y modalidades. El <absolutismo, el >totalitarismo, el <despotismo, la <dictadura son algunos de ellos. Pero la tiranía es el más implacable y perverso de todos. Es, como dijo Thomas Jefferson (1743-1826), redactor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 y Presidente de su país desde 1801 a 1809, toda forma de opresión que obre sobre el cuerpo y la mente de los hombres.
La tiranía es la opresión total: la opresión del cuerpo y de la mente. El oprimido no tiene derecho ni recurso algunos frente a su opresor. No importa el signo político ni la idea bajo la cual se ejerza el despotismo: lo que importa es la forma perversa de hacerlo, cualquiera que sea su “justificación” ideológica.
Las características crueles de la tiranía suscitan la cuestión de la justificación del tiranicidio, que tanto preocupó en el pasado a los moralistas y a los filósofos políticos. ¿Es legítimo matar a un tirano? ¿Tiene este acto una justificación desde el punto de vista ético? Esta es una vieja discusión. Mi opinión es que sí. Comparto plenamente el criterio de Rousseau: “mientras que un pueblo se ve forzado a obedecer, hace bien si obedece; tan pronto como puede sacudir el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, o tiene motivos para recuperarla, o no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron”.
El derecho de los pueblos a resistir la tiranía ha sido consagrado, como una de las prerrogativas humanas inalienables, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos del 4 de julio de 1776, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Constituyente de la Francia revolucionaria el 26 de agosto de 1789 y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.
El derecho de resistencia contra gobiernos tiránicos estuvo en la mente de todos los precursores de la Revolución Francesa. Ellos sostuvieron que la facultad de mandar de los gobernantes está condicionada a que respeten los derechos humanos y se mantengan dentro del marco de las leyes. Tan pronto como un gobernante se coloca fuera de ellas “rompe el pacto social” y, en ese caso, desaparece para los gobernados su deber de obediencia. Esta es la doctrina que está detrás del derecho de resistencia. Las clásicas tablas de derechos se inspiraron en el pensamiento de los grandes precursores de los movimientos revolucionarios del siglo XVIII —John Locke, Montesquieu, Juan Jacobo Rousseau, el abate Sieyès— quienes sostuvieron que el deber de obediencia de los ciudadanos está supeditado a que los gobernantes ejerzan su facultad de mando dentro de la ley.