Margaret Thatcher fue la lideresa del ala derecha del Partido Conservador de Inglaterra en 1975 y se convirtió en Primera Ministra del gobierno inglés en 1979. Militante de la extrema derecha de su organización política, acusó a su anterior líder Edward Heath de haber llevado al partido hacia una posición centrista y proclamó que debía volver a ocupar su espacio en la derecha radical. Su ideología política se sustentaba sobre dos grandes creencias: el <monetarismo en lo económico, es decir la tendencia a exagerar la influencia de la moneda y, por ende, de la política monetaria en el comportamiento de la economía —tendencia que se marca con especial fuerza en la llamada escuela neoclásica, para la cual la provisión de moneda por la banca de emisión es el elemento clave de la conducción económica de un país y especialmente del control de la inflación— y su adhesión a lo que ella llamaba “rodar hacia atrás el Estado” (rolling back the state), que era abolir todo vestigio del Estado de bienestar inglés de larga tradición bajo los gobiernos del Partido Laborista, fundado en buena parte sobre las ideas del <keynesianismo, y someterlo a la “mano invisible” del mercado.
Margaret Thatcher (1925-2013) compartía plenamente la hipótesis, sostenida por los economistas neoclásicos, de que las fuerzas del mercado son eficientes para coordinar las actividades económicas de un inmenso número de personas a fin de asegurar que se fabriquen los productos “adecuados”, en las cantidades “precisas”, para estar disponibles en los lugares “necesarios”.
Bajo estas convicciones, la primera ministra Thatcher se empeñó en disminuir hasta las últimas consecuencias la función económica del Estado. Invocó para ello lo que denominaba “the politics of conviction”. Amputó casi todas las facultades del Estado, incluso aquellas que en el campo de la salud y la educación habían estado tradicionalmente bajo su control. Con su obsesión de “law and order” restringió la actividad de los sindicatos y disminuyó hasta la inacción el derecho de huelga de los trabajadores. Sometió a la economía a las leyes del mercado para que fueran ellas las que resolvieran, por la vía de la confrontación de los intereses individuales, los intrincados problemas de la producción y distribución de los bienes y servicios. Llevó a Inglaterra a un proceso de privatización de las industrias estatales y a la venta de las acciones y participaciones del gobierno en las empresas de prestación de los servicios de electricidad, agua potable, gas y telecomunicaciones. Al mismo tiempo disminuyó drásticamente la participación del gobierno central y de los gobiernos descentralizados en áreas económicas y sociales de las que tradicionalmente se habían ocupado. Este fue el origen de la tesis de la “disminución del tamaño del Estado”, que luego cundió por el mundo. Se vinculó mucho a la política internacional de Estados Unidos bajo el gobierno de Reagan y se mostró vacilante y llena de reticencias con respecto a la Comunidad Europea.
Los analistas políticos europeos encuentran que las ideas de Margaret Thatcher estuvieron más cerca del liberalismo de principios del siglo XIX que de los planteamientos tradicionales del partido tory en cuya ala derecha militaba.
En todo caso, las propuestas y los logros de ella —a los que los ingleses denominaron “thatcherism”— se erigieron en un “modelo” para los sectores conservadores y retardatarios del mundo. El suyo fue un conservadorismo capaz de generar entusiasmo en la clase media y aun penetrar en ciertos sectores de menores ingresos. Aunque no tuvo éxito en su intento de desmantelar totalmente el Estado de bienestar inglés, sus ideas tuvieron ecos muy fuertes en las filas de los conservadores británicos de John Major, en el ala más conservadora de los republicanos norteamericanos, en las fuerzas conservadoras españolas agrupadas en torno al Partido Popular y en otros grupos europeos de la derecha. Michael Portillo, descendiente de un republicano español y ministro del gabinete de John Major, fue invitado reiteradamente a Madrid para dictar conferencias sobre los principios del thatcherismo en la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales presidida por José María Aznar, en ese momento Presidente del Gobierno Español. El fundamentalismo thatcherista fue acogido también por los partidos y grupos más conservadores de América Latina. Este modelo funcionó en muchos lugares. El “thatcherismo” y la “reaganomics” actuaron juntos y concertados para impulsar, a escala mundial, la política de desmantelamiento del Estado y de privatización de sus principales empresas, activos y negocios.
Donde estos principios se han aplicado las diferencias entre las remuneraciones de los directores de empresas y los obreros de base se han multiplicado por veinte y el rendimiento de los intereses y el reparto de dividendos han alcanzado proporciones que no tienen precedentes.
Estas fórmulas económicas, que rigieron por más de tres décadas, terminaron por producir la profunda crisis del capitalismo global en el año 2008, que estalló el lunes 15 de septiembre en Wall Street con la declaración de quiebra del Lehman Brothers Holdings Inc. —el cuarto más importante banco de inversión estadounidense y, en ese momento, agente clave en la financiación de bienes raíces—, la absorción de Merrill Lynch & Co. por el Bank of America, la insolvencia de muchas otras instituciones financieras norteamericanas y las drásticas caídas de las bolsas de valores en el mundo entero. La crisis inmediatamente se extendió por el planeta globalizado. ¿La causa? Pues la fe ciega de gobiernos y empresarios privados en las bondades del mercado para regir la economía y, consecuentemente, la ausencia total de supervisión y regulación de la operación de la banca y de las entidades financieras que, en su voracidad, atropellaron todo principio de ética y de equidad.
Se produjo entonces la pérdida masiva de empleos, restricción del crédito, inestabilidad de los mercados, desconfianza de los inversionistas, baja de los niveles de consumo y grave recesión en las economías del mundo.
Estas tendencias recesivas de la economía obligaron al presidente norteamericano George W. Bush, en las postrimerías de su período gubernativo —con la pertinente autorización del Congreso—, a instrumentar una gigantesca operación de salvamento financiero por 700.000 millones de dólares —la mayor operación de rescate bancario en la historia de Estados Unidos— para auxiliar a las entidades crediticias privadas con problemas en sus carteras de crédito hipotecario blando, otorgado a personas y familias de bajos ingresos —los denominados “préstamos basura"—, cuyos titulares no pudieron atender el servicio de sus deudas y causaron el desastre financiero.
Como ya ocurrió en los años 30 del siglo anterior, los cultores del laissez faire y del abstencionismo estatal en la economía volvieron sus ojos al Estado en busca de auxilio. Y, en lo que fue una dramática ironía de la vida económica del mundo capitalista industrializado, la crisis produjo el renacimiento de las tesis keynesianas cuya muerte fue decretada en los años 70 por los economistas alineados en el thatcherismo y la reaganomics. El keynesianismo propugnaba la intervención del gobierno en la economía a fin de estimular la demanda y reactivar la actividad económica por la base social, esto es, de abajo hacia arriba, y evitar así la recesión y el desempleo estructural por el subconsumo de la población.
El regreso hacia John Maynard Keynes (1883-1946) fue dramático. Se actualizaron sus enseñanzas. Se establecieron severos controles gubernativos en asuntos que los políticos y economistas seguidores de la escuela clásica habían dejado por completo en manos de la iniciativa privada. Frente a las dificultades reales de la crisis, no tuvieron más remedio que atender la voz del economista de Cambridge. Los gobiernos norteamericano y europeos emprendieron el rescate de la banca y de los sectores financieros privados y el auxilio a las empresas en problemas, para lo cual asignaron descomunales sumas de dinero público.
El thatcherismo y la reaganomics se batieron en retirada. Por esos días el conservador presidente de Francia, Nicolás Sarkosy, tuvo una expresión terriblemente elocuente: “hay que repensar el capitalismo”.