Durante mucho tiempo prevalecieron en el pensamiento humano las nociones metafísica y, después, científica del “orden universal”. La primera imputó el orden y la armonía cósmicos a la voluntad de un ser todopoderoso y omniscio que guía las cosas; y la segunda, a las fuerzas de la naturaleza que, a través de sus propias leyes, establecen los necesarios equilibrios.
Aquellas nociones formaron parte de la racionalidad de su época. Para hablar en términos de la filosofía positiva de Augusto Comte (1798-1857), la primera correspondió a las épocas teológica y metafísica, y la segunda a la época científica. Como es bien sabido, Comte formuló la llamada ley de los tres estadios, según la cual el pensamiento humano ha pasado sucesivamente por etapas distintas: la teológica, la metafísica y la positiva.
La edad teológica corresponde a la “infancia” de la humanidad, en que el hombre estuvo envuelto por completo en la bruma de su ignorancia y superstición y buscó una explicación fetichista a todo lo circundante. La edad metafísica —etapa de transición— fue “una especie de crisis de pubertad en el espíritu humano, antes de llegar a la edad viril”. En ella el hombre buscó la explicación de las cosas y de sus causas, no por medios sobrenaturales sino a través de representaciones abstractas que le llevaron a la creencia en el gran Dios de la naturaleza, como explicación última y satisfactoria de todo lo existente y también del “más allá”. Arribó después a la era positiva, en que la imaginación y la fantasía, propias de las pretéritas etapas, fueron remplazadas por la observación. Y la mente humana dio importancia únicamente a las cosas y a los hechos científicamente probados. Según el sociólogo francés, la filosofía positiva considera “a todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento preciso y cuya reducción al menor número posible son las finalidades de todos nuestros esfuerzos”. El pensamiento científico buscó las relaciones de causalidad entre las cosas y estableció que una determinada causa produce necesariamente un efecto específico, de modo que a una alteración de la causa corresponde la modificación del efecto.
Las teorías deterministas, inspiradas en la mecánica newtoniana, sostienen que, conocido perfectamente el estado de un sistema en un momento determinado, su evolución posterior es completamente previsible, aunque saben bien que, como nunca tendrán la seguridad de conocer tal estado con precisión absoluta, las predicciones pueden eventualmente contener imprecisiones, que están dentro de los márgenes de error de todas las observaciones experimentales.
Sin embargo, a pesar del vertiginoso avance de la investigación científica y tecnológica, han quedado todavía muchísimas zonas oscuras para la ciencia, que no ha podido capturar completamente la entropía de la naturaleza. Y la ciencia sabe que ignora, puesto que el universo es extremadamente complejo y resulta imposible conocer todas las fuerzas a las que está sometido. León Lederman, Premio Nobel 1998 por sus investigaciones en física de partículas, afirmó en octubre del 2008, con oportunidad del inicio de los trabajos del gran colisionador de hadrones (LHC) en Suiza, que “la complejidad ha sido la peor pesadilla de los físicos modernos. Cuanto más cerca miramos, más complejo e inmanejable se vuelve el mundo físico”. En su “Essai philosophique sur les probabilités”, publicado en 1876, el matemático, astrónomo y físico francés Pierre-Simon de Laplace afirmó que si una inteligencia sobrehumana “por un instante conociese todas las fuerzas de que está animada la naturaleza y la situación respectiva de los seres que la componen” y las sometiese al análisis matemático, podría abarcar “en la misma fórmula a los movimientos de los más grandes cuerpos del universo y los del átomo más ligero”, de modo que “nada sería incierto para ella, y el porvenir, como el pasado, estaría presente ante sus ojos”.
Como respuesta a estos y otros interrogantes surgió la denominada teoría del caos —chaos theory— que sostiene que el desorden y la turbulencia no son, como se suponía, rupturas ocasionales de la armonía universal sino elementos permanentes en el universo, el hombre y la sociedad, y que, en consecuencia, no es verdad que en el cosmos reine un equilibrio determinista sino el desconcierto, la inestabilidad y la imprevisión. En una palabra: el caos.
Caos que no sólo precedió al origen del cosmos —con el big bang, o sea la explosión cósmica inconmensurable de la materia-energía que marcó el inicio de nuestro universo— sino que está permanentemente presente en todas sus manifestaciones: en la astronomía, en la física, en la química, en la mecánica, en la geografía, en la meteorología, en la biología, en la sociedad. La desorganización, la anomalía, la arritmia, la incertidumbre, la discontinuidad y la tormenta forman parte esencial de los órdenes de la naturaleza, del hombre y de la sociedad. Y esos desarreglos no son circunstanciales sino esenciales. Por eso se ha creado una nueva disciplina científica: la “ciencia del caos” —que algunos llaman “caología”, a falta de una palabra castiza— encargada de desentrañar el desorden dentro del orden.
Esta ciencia implica una visión nueva de la realidad, una nueva concepción del mundo, un nuevo punto de vista filosófico sobre todo lo existente, que asumen que la realidad es mucho más compleja e imprevisible de lo que se creía y que, a largo plazo, desaparece la aparente armonía que en ella existe y emerge, en cambio, con toda su cruda realidad, el caos.
Lo que ocurre es que es tan diminuto el punto de vista del hombre sobre el universo y tan efímera su presencia en él, que le ha costado distinguir el caos del orden en el cosmos. Pensemos que el hombre habita en un pequeñísimo planeta que forma parte poco significativa de una galaxia poco importante en términos cósmicos. Este pequeño planeta se formó hace aproximadamente 4.500 millones de años, pero durante la mayor parte de su existencia vivió en medio del caos: tenía una atmósfera sin oxígeno, sufría el impacto demoledor de asteroides y meteoritos, soportaba nocivas radiaciones del Sol, estaba conmovido por frecuentes erupciones volcánicas. Según una de las teorías, la Luna se formó como consecuencia del choque de un asteroide que arrancó a la Tierra un pedazo, que salió despedido hacia el firmamento. Las condiciones actuales de nuestro planeta, que permiten la vida humana, animal y vegetal, datan de apenas unos doscientos millones de años. El hombre apareció en él entre quinientos mil y un millón de años atrás, que es un lapso efímero en dimensiones cósmicas.
El paso del hombre por la Tierra es tan fugaz, sus plazos y dimensiones son tan cortos —incluídos los de la humanidad—, que no está en capacidad de percibir el desorden cósmico del que forma parte. Para tener una noción de nuestra pequeñez, anoto que, según el astrónomo holandés Jan Hendrik Oort (1900-1992), el Sol —nuestro Sol— tarda 250.000 millones de años en completar una vuelta en torno al eje de la galaxia de la que forma parte; y que la edad del universo está entre 13.500 y 15.500 millones de años, según la teoría del big bang formulada por el físico ruso-estadounidense George Gamow en 1948 a partir de los planteamientos cosmológicos propuestos años antes por el astrónomo y sacerdote belga Georges Lemaitre (1894-1966). Nuestro sistema solar —formado por el Sol, nueve planetas, satélites, asteroides, cometas, meteoros y polvo interplanetario— está situado a 30.000 años-luz de distancia del centro de nuestra galaxia —la Vía Láctea— y es una parte infinitamente pequeña de ella, cuyo volumen es más de dos billones de veces la masa del Sol, y está integrada por unos doscientos billones de estrellas.
Las galaxias son las unidades astronómicas básicas que integran el universo. Los modernos telescopios han podido detectar varios miles de millones de galaxias, cada una de las cuales agrupa centenares de miles de millones de estrellas. La inmensidad del universo es tan grande que tardaríamos varios millones de años-luz en llegar a Andrómeda, la galaxia vecina más cercana a la Vía Láctea. Comparado con estas distancias cósmicas, nuestro sistema solar es relativamente pequeño: los 149 millones de kilómetros que separan la Tierra del Sol podrían recorrerse en ocho minutos-luz.
Científicos de la Universidad de Princeton afirmaron haber recibido radiaciones de microondas, de origen desconocido, que procedían de puntos muy lejanos situados a quince mil millones de años-luz de la Tierra.
En estas inconmensurables dimensiones y desorden cósmicos se inscribe la vida de nuestro planeta y, dentro de él, el comportamiento errático e impredecible de las sociedades que lo habitan y la falta de precisión de las ciencias que de ellas se ocupan.
Según la teoría del caos, el orden no es un factor constante en el universo. A largo plazo la única realidad es el desorden.
Aunque no hay una definición universalmente válida, el pensamiento científico se inclina por entender que el caos, en las ciencias físicas, es la imposibilidad de predecir a largo plazo la evolución de un sistema.
Los científicos alineados en este curso de pensamiento se preocupan por descubrir, no el orden, sino el desorden en la naturaleza, o sea el desorden oculto detrás del aparente orden. Para esos científicos el desorden, que se encuentra lo mismo en los movimientos del sistema solar que en los cambios climáticos, los ritmos cardíacos o la vida económica, se ha convertido en objeto de la ciencia. Es la “ciencia del caos”, que representa un punto de inflexión en el curso del saber científico tradicional. Esta ciencia estudia el lado irregular, errático y discontinuo de los fenómenos naturales y pretende desgarrar el mito del “orden” en la naturaleza que, desde los tiempos de Platón, ha sido sustentado por filósofos, teólogos y científicos. Ella sostiene que el mundo no está “matemáticamente” ordenado como han dicho Galileo, Kepler, Newton, Laplace, Einstein y muchos otros científicos en diferentes épocas. Y ha puesto en duda la existencia de un “poder ordenador” —llámese “dios”, “demiurgo”, “naturaleza”, el “demonio” de Laplace o el “principio activo del mundo”— así como la existencia de orden, regularidad, predecibilidad y amonía en la naturaleza.
Los precursores y los sustentadores de la teoría del caos —Henri Poincaré, Edward N. Lorenz, Michel Hénon, Stephen Smale, Mitchel Feigenbaum, René Thom y otros— han puesto en duda la mecánica de Isaac Newton, que ha prevalecido desde el último tercio del siglo XVII, y el mundo regido por leyes naturales y eternas, expresadas por medio de ecuaciones matemáticas.
El matemático francés Henri Poincaré (1854-1912), a quien se suele tener como el precursor de la teoría del caos, suponía que el desorden no era un desarreglo externo dentro de un sistema, como se había considerado hasta ese momento, sino un fenómeno endógeno. El descubrimiento lo llevó a cuestionar la perfección newtoniana de las órbitas planetarias y a vislumbrar la posibilidad de que, por la atracción gravitatoria múltiple, advengan situaciones críticas capaces de modificar el curso de los planetas o incluso lanzarlos fuera del sistema solar.
Otro de los precursores de la teoría del caos —chaos theory— fue el meteorólogo norteamericano Edward N. Lorenz del Maachussetts Institute of Technology (MIT), quien en 1960, al comenzar a trabajar en un modelo computarizado de simulación del clima, llegó a la conclusión de que pequeñísimas causas son capaces de producir grandes consecuencias meteorológicas. A esta hipótesis la llamó “efecto mariposa”. En síntesis, su teoría fue que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales de un fenómeno atmosférico pueden dar grandes diferencias en los efectos posteriores. Por eso dijo que el aleteo de una mariposa en Brasil podría desencadenar, días después, un ciclón en Tejas. Con lo cual quiso significar cómo lo pequeño puede originar lo grande. Y llegó a la conclusión de que en la meteorología, como en los sistemas dinámicos no lineales en general, no es posible determinar con total seguridad el comportamiento de sus factores.
El descubrimiento de Lorenz fue fortuito. Copió un día en su computadora los números de la operación anterior, pero en lugar de seis decimales puso tres con el fin de ahorrar espacio. Para su sorpresa, el resultado fue diferente del que había obtenido antes y, al proyectarlo en el tiempo, las diferencias crecieron enormemente. Obviamente el problema estaba en los decimales. Esta inocente operación le demostró la extremada sensibilidad de los sistemas no lineales a las condiciones iniciales de la operación. La más mínima modificación en ellas —una milésima o una millonésima— puede tener imprevistos efectos sobre el sistema, hasta el punto de tornarlo imprevisible.
Sobre las huellas de Poincaré y Lorenz, en los años 70 del siglo XX un grupo de científicos norteamericanos y europeos —entre los que había matemáticos, físicos, químicos, biólogos, fisiólogos— comenzó a buscar las conexiones que se daban en la zona caótica del mundo y llegó a la conclusión de que el caos no es una forma accidental del orden sino que el orden es una forma accidental del caos, y, dadas las contingencias e incertidumbres endógenas de los sistemas, cuestionó el “determinismo lineal”. A esta nueva epistemología no fue ajena la cibernética, que entregó inusitadas herramientas para acometer una enorme cantidad de operaciones matemáticas por segundo y hacer cálculos de una complejidad superior, que llevaron a los científicos a formular la geometría fractual que descubrió la existencia de un número incalculable de elementos infinitivamente pequeños ubicados sobre superficies finitas.
Según esta teoría, el universo es una combinación de caos y orden. Pero estos no son valores absolutos, sino estados frágiles de la materia, desde los átomos hasta las galaxias.
El telescopio espacial Hubble, colocado en órbita en 1990 para una misión de veinte años de investigación científica, captó imágenes extraordinarias de la violenta desintegración de una estrella —catalogada como SDSS J090745.0+24507, entre 15 y 25 veces más grande que nuestro Sol—, descompuesta en miles de pedazos y pequeños “coágulos” de gas lanzados al espacio con terrible violencia, que posteriormente serán “reciclados” en el espacio para convertirse en nuevas generaciones de cuerpos celestes. No hay que olvidar que la explosión de una estrella muy brillante —de las que se denominan supernovas en el argot astronómico— fue hace millones de años el origen de nuestro sistema solar. Este es el ciclo del caos en el universo. Las estrellas, como toda la materia universal, son entes perecibles.
Lo que temió Poincaré a fines del siglo XIX, o sea que la atracción gravitatoria múltiple pudiese cambiar el rumbo de un planeta, se pudo ver cien años más tarde. A comienzos de febrero del 2005, astrónomos norteamericanos del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics anunciaron haber observado la fuga de una estrella desde nuestra galaxia, que salió disparada hacia el espacio interestelar por la acción gravitatoria de un “agujero negro” —black hole— ubicado en el centro de la Vía Láctea. Los agujeros negros han sido para la ciencia un enigma durante mucho tiempo. Los astrónomos todavía no los han podido ver, pero saben que en el centro de cada galaxia existe uno o más agujeros negros y, por supuesto, que nuestra Vía Láctea —que es la galaxia de la que forma parte nuestro sistema solar, junto con centenares de millones de estrellas que giran en torno a la fuerza gravitatoria de un eje común— tiene también el suyo, con un diámetro de 23 millones de kilómetros. Los agujeros negros devoran materia cósmica, la acumulan y la comprimen dentro de un espacio extremadamente pequeño, de modo que ella se vuelve tan densa que ni siquiera la luz puede escapar de sus entrañas. El físico teórico inglés Stephen W. Hawking, en su libro “Historia del Tiempo” (1999), define al agujero negro como la “región del espacio-tiempo de la cual nada, ni siquiera la luz, puede escapar, debido a la enorme intensidad de la gravedad”. Los agujeros negros son un caos repleto de emisiones radiales de diferente longitud de onda en el espectro electromagnético. La densidad de este cuerpo celeste genera, como es lógico, una colosal fuerza de atracción, que fue la que comunicó a la estrella fugitiva la enorme “velocidad de despegue” de la órbita de nuestra galaxia. “Jamás hemos visto una estrella moverse con la velocidad necesaria para escapar de los confines de nuestra galaxia”, explicó Warren Brown, astrónomo del mismo Centro. En el momento en que se descubrió el fenómeno, la estrella se encontraba a unos 180.000 años-luz de la Tierra, en una región externa de nuestra galaxia, conocida como el halo. Atraída por la fuerza gravitatoria descomunal del agujero negro, ella se desplazaba por el vacío intergaláctico, en un viaje sin retorno, a una velocidad superior a los dos millones de kilómetros por hora —que es el doble de la velocidad necesaria para escapar de la atracción de la Vía Láctea— y su destino será insertarse en otro sistema solar o estrellarse contra algún cuerpo sideral.
Un grupo de astrónomos de Estados Unidos, Inglaterra, México y Chile descubrió a finales del 2014 el agujero negro de mayor masa conocido hasta ese momento —masa diez mil millones de veces mayor que la de nuestro Sol—, situado en la galaxia Holm 15A, según la información proporcionada por el Instituto de Astrofísica de México el 16 de noviembre de ese año.
A finales de octubre del 2006, el telescopio robótico Hubble, desde los bordes exteriores de nuestra atmósfera, en un punto orbital situado a 590 kilómetros de altura, captó por medio de su cámara avanzada para reconocimientos las mejores imágenes del violento choque de las galaxias Antannae ocurrido a 68 millones de años-luz de distancia de nuestro planeta. La colosal colisión galáctica dio nacimiento a miles de millones de estrellas que se agruparán y ordenarán como nuevos sistemas solares en el universo. Dijo la NASA, en esa oportunidad, que el choque de las dos galaxias nos da “un avance de qué puede pasar cuando nuestra Vía Láctea probablemente choque con la vecina galaxia Andrómeda dentro de unos 6.000 millones de años”.
El observatorio telescópico espacial Spitzer de la NASA —operado por el Jet Propulsion Laboratory de Estados Unidos— a comienzos de agosto del 2007 captó el choque de cuatro galaxias situadas a 300 millones de años-luz de la Tierra, que quedaron reducidas a una sola gran masa informe de materia sideral de un volumen diez veces mayor que la Vía Láctea. Según la NASA, ese fue uno de los mayores fenómenos en la historia de la astronomía. La información suministrada por el telescopio infrarrojo, según afirmó la agencia espacial norteamericana, es “la mejor evidencia de que las galaxias del universo se formaron recientemente a través de grandes fusiones” y que el polvo interplanetario que se encuentra en todo nuestro sistema solar es el resultado de la colisión de cuerpos celestes.
El Spitzer fue lanzado al espacio por la NASA desde el centro espacial Kennedy en Cabo Cañaveral el 25 de agosto del 2003 y ubicado en una órbita heliocéntrica para que tuviera un acceso casi instantáneo de los insondables espacios siderales. Forma equipo con el telescopio espacial Hubble para investigar el lejano universo.
A comienzos de marzo del 2009 el telescopio Hubble fotografió la “guerra entre galaxias” en la constelación Piscis Austrinus —a una distancia de cien millones de años-luz de la Tierra—, en la que una de las tres participantes en la contienda sideral será ineluctablemente “tragada” por las otras dos. En la imagen tomada por el Hubble las galaxias NGC7173 y NGC7176 atraen fuertemente a la NGC7174, que está en el centro, cuyo brazo espiral aparece ya desfigurado como consecuencia de la atracción de las otras dos cuyo destino final, a lo largo de los tiempos, será chocar entre sí y fusionarse para formar una supergalaxia de tamaño varias veces mayor a nuestra Vía Láctea. En este proceso, numerosas estrellas fugarán de las galaxias de las que forman parte y se fusionarán, por la fuerza de la atracción gravitatoria, con la nueva supergalaxia.
A los quince años del terrible impacto que hizo en el planeta Júpiter —cuyo diámetro es once veces mayor que el de la Tierra— el choque del cometa Shoemaker-Levy 9, los científicos de la NASA pudieron detectar desde su telescopio infrarrojo en la cima del monte Mauna Kea en Hawai las “cicatrices” gigantescas dejadas por el impacto de un “objeto no identificado” —probablemente un cometa o un asteroide grande— contra la región polar sur jupiterina el 19 de julio del 2009 y que causó una gran turbulencia atmosférica.
El Observatorio de la Dinámica Solar de la NASA detectó el 5 de junio del 2011 una nueva erupción solar que lanzó al espacio una nube cargada de partículas eléctricas. El fenómeno, al que se ha denominado tsunami solar, no es nuevo ni desconocido. Ya en 1859 se registró uno, que tuvo efectos dañinos sobre las instalaciones del telégrafo de aquel tiempo. La erupción se produce cuando las inmensas estructuras magnéticas de la atmósfera solar escapan del eje gravitacional del Sol, salen despedidas hacia el espacio y son atraídas por el campo magnético de los planetas. Esta es una de las acechanzas de la Tierra. Los científicos temen que los efectos electromagnéticos de los tsunamis solares causen severos daños a las fuentes de energía, tráfico aéreo, comunicaciones, satélites, artefactos de alta tecnología electrónica y otros sistemas en nuestro planeta.
El 10 de enero del 2014 la NASA, con su Nuclear Spectroscopic Telescope Array (NuSTAR) de rayos X —que fue colocado en el espacio el 13 de junio del 2012 con la misión de observar el universo—, fotografió por vez primera la gigantesca nebulosa ubicada a 17 mil años-luz de distancia de la Tierra, que fue descubierta en la década de los años 80 del siglo anterior —a la que los astrónomos norteamericanos bautizaron como la "mano de dios" por la forma como apareció en la fotografía—, compuesta por la materia cósmica lanzada al espacio como resultado de la explosión y destrucción de la estrella supernova B 1509.
Al aparecer la fotografía de este fenómeno astronómico, el profesor Hongjun An de la Universidad McGill de Montreal comentó: "Esperamos que esta imagen ayude a entender mejor los fenómenos estelares, como los agujeros negros, que surgen en la mayoría de ocasiones por las muertes de estrellas, que implosionan al final de su vida".
Para tratar de acercarse al descifre del caos universal, en el 2008 científicos de 34 países construyeron a cien metros bajo tierra, en la frontera franco-suiza, el acelerador y colisionador de hadrones más grande y poderoso del mundo, en el que los protones viajan a casi la velocidad de la luz y su choque —a razón de mil millones de colisiones por segundo— produce una gigantesca y desconocida cantidad de energía en un ámbito microscópico. Después de varios años de operación parece que han encontrado la partícula másica denominada “bosón de Higgs”, que permitirá en el futuro cercano descifrar los grandes misterios de la materia y del origen y caos del universo.
Pero también en las propias entrañas terráqueas reina el caos. Dijo Gary Glatzmaier, profesor norteamericano de ciencias de la Tierra: “Ahí abajo está el caos” y los cambios que detectamos en la superficie del planeta no son más que un signo de ese caos interior. Se refería el profesor de la Universidad de California al núcleo central de la Tierra, compuesto de una enorme masa metálica de aproximadamente 6.920 kilómetros de diámetro, cuya temperatura es igual a la del Sol y en cuyo torno se agitan en estado de ebullición, en medio de vorágines y remolinos, diversos materiales metálicos y no metálicos. De este núcleo interno dimana el campo magnético del planeta con sus dos polos: el polo magnético del norte y el del sur. El uno está en la región ártica y el otro en la antártica. Pero el campo magnético terrestre tiene también un comportamiento irregular y cambia constantemente. Desde hace mucho tiempo los científicos saben que los polos magnéticos se mueven. Lo saben desde que el científico y navegante inglés James Ross, obrando sobre los experimentos de las agujas imantadas de Robert Norman en 1576 y del magnetismo y electricidad estática de William Gilbert en 1600, descubrió en 1831 la ubicación del polo magnético norte, que el explorador norteamericano Roald Amundsen confirmó en 1904 que se había desplazado cincuenta kilómetros desde el viaje de Ross. Ya en aquellos tiempos quedó claro el inconstante y errático campo magnético de nuestro planeta, cuyos polos se mueven y cambian de lugar.
Los desórdenes terráqueos son impresionantes. El 26 de diciembre del 2004 se produjo en Asia sudoriental, frente a la costa noroeste de Sumatra, un maremoto de 8,9 grados de intensidad en la escala Richter —el más intenso en cuarenta años—, que causó la ruptura de unos mil kilómetros en el lecho del océano Índico y desencadenó el tsunami más fuerte del último siglo, que asoló las costas de Indonesia, Sri Lanka, India, Tailandia, Somalia, Myanmar, Maldivas, Malasia, Tanzania y otros países, con más de ciento cincuenta mil muertos e impresionantes daños físicos. Fue una tragedia que conmovió al mundo. La palabra tsunami fue acuñada en el Japón para designar las grandes olas generadas por maremotos o erupciones de volcanes submarinos. Esta perturbación oceánica, que se origina en la ruptura del lecho del mar, puede viajar a una velocidad de hasta ochocientos kilómetros por hora y sus principales estragos se producen cuando las gigantescas olas chocan contra las costas y destruyen todo lo que encuentran en su camino. El 8 de octubre del 2005 un terremoto de 7,7 grados Richter causó ochenta y siete mil muertos, sesenta mil heridos y dos millones y medio de desplazados en Pakistán y el norte de la India. Un saldo de más de cinco mil muertos y doscientas mil personas sin vivienda dejó el terremoto de 6,2 grados en la escala Richter que devastó la isla de Java, Indonesia, en la madrugada del 28 de mayo del 2006. China sufrió el 12 de mayo del 2008 el peor terremoto de su historia, que dejó cerca de 80 mil muertos y 45 millones de damnificados. En la isla de Sumatra, en Indonesia, se produjo un terremoto de 7,6 grados el 30 de septiembre del 2009 que dejó más de tres mil personas bajo los escombros. Por esos mismos días, la tempestad tropical Ketsana y el tifón Parma causaron cerca de seiscientos muertos en las Filipinas, Vietnam, Laos y Camboya. El catastrófico terremoto de 7,3 grados en la escala de Richter que el 12 de enero del 2010 sacudió Haití, destruyó casi totalmente Puerto Príncipe —ciudad de 785.228 habitantes—, dejó más de doscientos veinte mil muertos bajo los escombros, decenas de miles de cadáveres apilados en las calles, un millón de huérfanos, una enorme cantidad de heridos y tres millones de personas sin techo. El sismo de 8,8 grados Richter que sacudió el centro de Chile en la madrugada del 27 de febrero del 2010 y que dejó más de 700 muertos, millón y medio de personas sin hogar y alrededor de dos millones de damnificados.
En lo que fue la peor tragedia sufrida por Japón desde los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, el 11 de marzo del 2011 se produjo el terremoto más violento de su historia —9 grados en la escala de Richter— y el quinto más fuerte después de los terremotos de Chile en 1960 de magnitud 9,5 grados, de Alaska con 9,2 grados en 1964, de Indonesia 9,1 grados en el 2004 y de Kamchatka (Unión Soviética) en 1952 con 9,0 grados. El terremoto del Japón fue seguido de un terrible tsunami —con olas de hasta diez metros de altura— que arrasó amplias zonas, destruyó todo lo que encontró a su paso y causó alrededor de 30.000 víctimas mortales y cien mil millones en daños materiales. Según la NASA y el Instituto Nacional de Geofísica de Italia, el terremoto desplazó el eje de rotación del planeta 10 centímetros. El geofísico de la agencia espacial norteamericana, Richard Gross, calculó que la rotación de la Tierra se aceleró en 1,6 microsegundos y, por tanto, se acortó el día por causa del cambio en la masa planetaria.
Japón está sobre el denominado cinturón de fuego del Pacífico. El sismo afectó gravemente las instalaciones nucleares de Fukushima-Daiichi y Onagawa, al norte de Tokio, de cuyos reactores escapó mucha cantidad de material radiactivo. La prensa del mundo afirmó que “el fantasma de Chernobyl se paseó nuevamente por el planeta”. Los altos niveles de radiación llegaron al grado 7 en la escala internacional 0-7 de accidentes nucleares. El gobierno japonés ordenó la evuacuación de más de 45 mil personas de la zona de riesgo.
Los problemas en las centrales japonesas reabrieron el debate en el mundo acerca de la inseguridad de las 436 instalaciones nucleares generadoras de energía que funcionaban alrededor del planeta, sometidas como estaban a los riesgos de los movimientos sísmicos y otros fenómenos naturales.
El método para medir los terremotos fue desarrollado en 1935 por Charles F. Richter y fue posteriormente actualizado y perfeccionado por diversos científicos en lo que se conoce como la escala Richter. Los sismógrafos señalan el tamaño e intensidad de los movimientos sísmicos en medidas logarítmicas.
Muchos científicos afirman que los dos más graves problemas que afrontará la humanidad en la primera mitad del siglo XXI serán los desórdenes climáticos catastróficos y la escasez de agua dulce.
En un informe secreto del Departamento de Defensa de Estados Unidos —hecho público por “The Observer” de Londres el 22 de febrero del 2004— que fue mandado elaborar bajo el gobierno de George W. Bush por el influyente y experimentado asesor de seguridad del Pentágono, Andrew Marshall, quien ha gravitado por más de tres décadas en el pensamiento militar norteamericano, y que fue realizado por los científicos Peter Schwartz —consultor de la Central Intelligence Agency (CIA) y, antes, jefe de planificación del Royal Ducht/Shell Group— y Doug Randell, de la Global Business Network, se afirma que los cambios climáticos que se darán hacia el año 2020 producirán gravísimos desastres naturales que cobrarán millones de vidas humanas.
En ese informe del Pentágono, que no hace más que confirmar la teoría del caos, se sostiene que algunas ciudades de Europa se hundirán bajo las aguas de los crecidos mares y otras soportarán climas “siberianos” que congelarán a la gente. Los desórdenes climáticos traerán grandes sequías, disminución de los cultivos, escasez de alimentos, hambrunas, pandemias, enfermedades, agudización de la pobreza, migraciones masivas y desórdenes sociales de gran magnitud. La vida de las sociedades se trastornará por completo. Las consecuencias de los abruptos cambios climáticos —que afectarán más a los países pobres y, dentro de ellos, a los sectores más desprotegidos de la población— podrán conducir al planeta a extremos de anarquía, los países grandes desarrollarán amenazas nucleares para defender y asegurar los alimentos, el <agua y la energía, cada vez más escasos. El informe dice que esta amenaza contra la estabilidad global será tan grande que eclipsará las acciones del terrorismo y que “los trastornos y conflictos serán características endémicas de la vida social”. Concluye que, en tales circunstancias, “una vez más las guerras definirán la vida humana”.
A comienzos del siglo XXI pudo ya apreciarse el agravamiento de las anomalías climáticas en forma de tormentas tropicales, huracanes, tornados, vorágines e inundaciones catastróficas en muchos lugares del planeta, combinados con terribles sequías en otros. El paso del huracán Katrina sobre el estado de Louisiana y, particularmente, sobre la ciudad de Nueva Orleans en Estados Unidos, del 23 al 31 de agosto del 2005, tuvo consecuencias naturales, humanas y económicas extremadamente graves: la ciudad quedó sumergida, se produjeron 1.163 muertes trágicas, cerca de un millón de personas desplazadas y pérdidas económicas estimadas en doscientos billones de dólares. Poco tiempo después surgió en el Atlántico el huracán Wilma de categoría 5, considerado el más fuerte de la historia, con vientos de hasta 287 kilómetros por hora, que azotó Cuba, la península de Yucatán, el golfo de México, Jamaica y Florida. La Habana quedó cubierta por el agua y en Miami los destrozos costaron 9.000 millones de dólares. Dimensiones apocalípticas tuvo el ciclón Nargis que arrasó los poblados costeros del suroeste de Myanmar el 4 de mayo del 2008, con un saldo de alrededor de 80 mil muertos y centenares de miles de desplazados. El huracán Gustav, que a fines de agosto del 2008 cruzó Haití, República Dominicana, Cuba, el golfo de México y se internó por la Louisiana en los Estados Unidos, produjo centenas de muertos y millones de evacuados. Pocos días después aparecieron los huracanes Hanna y Ike con vientos de hasta 120 km/h que azotaron Haití, República Dominicana, Cuba, las Bahamas y varias ciudades estadounidenses cercanas al golfo de México, que dejaron más de seiscientos muertos. El 27 de agosto del 2011 tocó tierra en la costa oriental de Estados Unidos el huracán Irene, que azotó duramente con vientos, tempestades y desbordamiento de ríos Carolina del Sur, Carolina del Norte, Virginia, Washington, Pennsylvania, Nueva York y Massachusetts. Vastas zonas fueron inundadas y cinco millones de personas quedaron sin servicio eléctrico. Los daños materiales fueron cuantificados en 20 mil millones de dólares más muchos millones por pérdidas económicas.
Durante la denominada temporada de huracanes en el Atlántico y en el Caribe, de junio a noviembre del 2008, se produjeron catastróficas turbulencias climáticas. Los huracanes Arthur, Bertha, Cristóbal, Dolly, Edouard, Fay, Gustav, Hanna, Ike, Josephine, Kyle, Laura, Marco, Nana, Omar, Paloma, René, Sally, Teddy, Vicky y Wilfred, con fuerza variable, causaron graves estragos, centenares de muertos, millones de refugiados, inundaciones y destrucciones materiales incalculables en Belice, Honduras, Haití, República Dominicana, Cuba, Turks & Caicos, Bahamas, Islas Cayman, Jamaica, Barbados, Cozumel, Cancún, Houston, Galveston, Nueva Orleans, Trinidad & Tobago y otras islas del Caribe.
El huracán Sandy, después de causar centenares de muertes y graves destrozos en Haití, República Dominicana, Cuba, Bahamas y otros lugares del Caribe, tocó tierra costanera en Estados Unidos la noche del 29 de octubre del 2012 y azotó ferozmente su región oriental —Nueva Jersey, Nueva York, Pennsylvania, Massachusetts, Connecticut, Virginia, Maryland, Tennessee, Kentucky, Ohio, Carolina del Norte— y produjo más de cien muertes y cuantiosos daños materiales. Fue el mayor ciclón de la historia norteamericana, con vientos de 150 kilómetros por hora, que produjo graves consecuencias: ocho millones de hogares sin energía eléctrica, ciudades inundadas, centenares de casas destruidas, ingentes daños materiales —que sumaron 20.000 millones de dólares—, centenas de miles de evacuados, transportes públicos interrumpidos, estaciones del subway inundadas, miles de vuelos cancelados, terrible escasez de combustibles.
El huracán interrumpió por varios días la campaña electoral que en ese momento se desarrollaba entre el demócrata Barack Obama y el republicano Mitt Romney, para las elecciones presidenciales del 6 de noviembre de ese año.
La noche del 5 de diciembre del 2012 el tifón Bopha —conocido también como “Pablo”—, con vientos sostenidos de 175 kilómetros por hora y ráfagas de hasta 210 kilómetros, golpeó Surigao del Norte y del Sur, Davao Oriental, el valle de Compostela en Mindanao, Agusan del Norte, Lanao del Norte y Misamis Oriental en el archipiélago de las Filipinas. Quedaron entre los escombros del tifón más de 900 cadáveres, centenares de desaparecidos y numerosos heridos. Graves inundaciones y aludes de tierra, ciudades anegadas, puentes derrumbados, carreteras cortadas, 1.500 viviendas destruidas y 25.000 dañadas, que dejaron más de 300 mil de damnificados, fue el saldo adicional.
Un violento tornado de categoría EF5 —la más alta en la escala Fujita— pulverizó en la tarde del 20 de mayo del 2013 el suburbio residencial de Moore en Oklahoma City, Estados Unidos. Con vientos de hasta 340 kilómetros por hora de velocidad lanzó al aire casas y vehículos, destruyó centenares de viviendas y edificios dentro de un área de 115 km2 y causó 24 muertos y más de 240 heridos.
En los últimos días de septiembre del 2013 el tifón Wutip, con vientos de hasta 170 kilómetros por hora y olas de casi 10 metros de altura, azotó terriblemente a tres países de Asia: China, Camboya y Vietnam. En el mar meridional de China cinco barcos fueron hundidos por el tifón, con la muerte de 74 de sus pasajeros, y otras 52 naves tuvieron que refugiarse o cambiar de ruta. En Camboya fueron anegadas 63 mil viviendas y en Vietnam tuvieron que ser evacuados 8 mil aldeanos de la provincia de Quang Tri y 140 mil fueron trasladados a albergues en otras cuatro provincias vietnamitas.
Con vientos de hasta 315 kilómetros por hora e impetuosas marejadas, el destructor y mortífero tifón Haiyan azotó las Filipinas durante los días 5, 6 y 7 de noviembre del 2013 y dejó alrededor de 6.500 muertos, 24.000 heridos, 380.000 evacuados, ciudades destruidas, daños materiales incalculables y una profunda crisis humanitaria en el archipiélago.
Algunos de los peores huracanes de los últimos años han sido: Allen (1980), Gilbert (1988), Hugo (1989), Bhola (1991), Andrew (1992), Gordon (1994), Paulina (1997), Mitch (1998), Charley e Iván (2004), Katrina y Wilma (2005), Dean y Félix (2007), Ike, Gustav y Nargis (2008), Klaus (2009), Alex y Xynthia (2010), Irene (2011), Sandy y Bopha (2012), tifón Haiyan (2013). Y vendrán peores al ritmo creciente de los desórdenes climáticos.
La fuerza destructiva de los huracanes se mide por medio de la denominada escala de Saffir-Simpson, creada en 1969 por el ingeniero civil norteamericano Herbert Saffir y el director del Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos, Bob Simpson. La escala clasifica a los huracanes, en función de la velocidad del viento, en cinco categorías: categoría 1: de 119 a 153 kilómetros por hora; categoría 2: de 154 a 177 km/h; categoría 3: de 178 a 209 km/h; categoría 4: de 210 a 249 km/h; y categoría 5: más de 250 km/h. La medición de la intensidad de los huracanes se hace en el momento de su contacto con la costa y no en mar abierto.
Lluvias, cada vez más torrenciales, han producido inundaciones catastróficas, desbordamientos de ríos, avalanchas de lodo y aludes en varios lugares del mundo. Son muchas las tragedias causadas en los últimos años por los desórdenes del clima. El aluvional aguacero que cayó por más de 40 horas consecutivas sobre Río de Janeiro los días 5 y 6 de abril del 2010 destruyó muchas de las favelas levantadas por la gente pobre sobre las colinas y promontorios que bordean la ciudad y causó la muerte violenta de ciento cincuenta personas y miles sufrieron la destrucción de sus viviendas. Cuatro días después una avalancha de lodo y agua sepultó en el Morro do Bumba de Niteroi —la ciudad satélite de Río de Janeiro— a más de doscientas personas y dejó sin favelas a 24 mil.
En lo que fue la primera contribución importante de un economista —y no de un científico— al estudio y búsqueda de soluciones del calentamiento global y de sus consecuencias, el británico Nicholas Stern formuló un impactante documento titulado "The Economics of Climate Change", que fue presentado en la Royal Society de Londres el 30 de octubre del 2006 por el entonces primer ministro inglés Tony Blair, en el que trasunta una percepción apocalíptica del cambio climático. Afirma que las inundaciones causadas por el aumento del nivel de las aguas marinas desplazarán a unos cien millones de personas, mientras que las sequías generarán decenas o acaso centenas de millones de “refugiados climáticos”; que el derretimiento de los glaciares causará escasez de agua dulce para una sexta parte de la población mundial; y que la vida animal también será afectada y podrá extinguirse hasta el 40% de las especies.
En concepto de Stern, los masivos desplazamientos humanos conllevarán terribles conflictos sociales originados en la lucha de los desplazados por sobrevivir y abrirse un espacio en sus nuevos emplazamientos geográficos. Prevé además el economista británico que se producirán daños materiales que eventualmente costarán al mundo entre el 5% y el 20% de su producto interno bruto. Por lo cual convocó a los gobiernos a tomar “acciones decisivas y valientes” para reducir las emisiones de dióxido de carbono y evitar el incremento de las temperaturas del planeta.
The Stern Review —el “Informe Stern”—, cuya elaboración fue encargada al economista inglés por el secretario del tesoro británico Gordon Brown, está contenido en un volumen de 700 páginas, en el que se desarrollan argumentos económicos para enfrentar el caos climático, se señala y cuantifica la magnitud de los daños que producirán los desórdenes del clima si las cosas siguen como están y se concluye que la clave para resolverlos es que los países industrialmente más contaminantes, como China y Estados Unidos —con su incoercible “adicción” al petróleo—, reduzcan sus emisiones de dióxido de carbono por medio de medidas tributarias y cuotas de emisión.
Estudios conjuntos de la National Aeronautics and Space Administration (NASA) y la Universidad de California, realizados en una amplia zona de los glaciares de la Antártida occidental, frente al mar de Amundsen —donde se encuentran seis glaciares gigantes que bajan de las montañas hacia el mar— confirmaron a comienzos del 2014 que el proceso de derretimiento de los glaciares, causado principalmente por el aumento de las temperaturas oceánicas, había llegado a un "punto de no retorno".
Afirmó Tom Wagner, científico de la agencia espacial estadounidense, que esos estudios "no se sustentan en simulacros de computadora o modelos numéricos" sino "en la interpretación empírica de más de cuarenta años de observaciones desde satélites de la NASA". El científico norteamericano se refería a las investigaciones iniciadas por la agencia espacial norteamericana en los años 70 del siglo anterior.
Con base en tales investigaciones, las dos entidades científicas aseguraron que el derretimiento de los glaciares era más rápido de lo previsto y que, con el aumento del nivel de los mares —82 centímetros o más hasta el fin de este siglo— muchas ciudades costaneras del planeta tendrán que ser evacuadas en décadas venideras.
La Tierra ha sufrido, en los últimos 600 millones de años, cinco extinciones masivas de especies. Una de ellas acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años. Científicos británicos, con base en sus recientes investigaciones sobre el ritmo de la pérdida de ciertas especies de insectos y plantas, afirmaron recientemente —revista "Science International", marzo 2004— que la Tierra se acercaba a su sexta extinción de especies. Dijeron que “los ritmos actuales de extinción de los últimos siglos son centenares de veces más rápidos que lo normal. La mayoría de los ecologistas aceptan que nos estamos acercando a los ritmos de desaparición vistos en las últimas cinco extinciones masivas”. Y concluyeron que, “hasta donde sabemos, esta extinción la provoca un solo organismo animal: el hombre”, con la degradación del hábitat y la contaminación de la naturaleza.
Nuestro planeta —y las especies animales que en él habitan— ha vivido en el caos permanente. ¿Puede haber algo más caótico que un planeta en el cual la sobrevivencia de unas especies es a costa del dolor y la muerte de otras? A simple vista se puede ver que el nuestro es un mundo montado sobre la violencia, el sufrimiento y el sacrificio de los seres que lo habitan. Para poder subsistir unos miembros de la escala zoológica devoran a otros mientras que son devorados por los más grandes, en acatamiento de una ley sangrienta e implacable que responde al principio de que “el pez grande se come al chico”. La vida de unas especies se alimenta de la muerte violenta y dolorosa de otras. Esa es la ley que ha regido la cadena alimentaria a lo largo de millones de años en nuestro planeta. Desde que apareció sobre la faz de la Tierra, el hombre —feroz animal depredador— se alimentó diariamente del dolor y muerte de muchas otras especies y de la destrucción de la naturaleza. Las cosas siempre estuvieron dadas así. El orden natural determina la eliminación de los más débiles en un proceso que Darwin habría de calificar más tarde como “selección natural” de las especies.
Por supuesto que la teoría del caos rige también la sociedad humana —forma especialmente compleja del gregarismo animal—, compuesta de elementos materiales y de realidades de conciencia.
El caos rodea al ser humano. La propia cadena alimenticia es cruel y caótica. El hombre y los animales se alimentan del dolor ajeno. Unos animales devoran a los más chicos mientras son devorados y destrozados hasta las entrañas por los más fuertes. En todos los órdenes de la zoología impera la ley de que el pez grande se come al chico y ella es uno de los tantos elementos demostrativos del caos que impera en la vida humana y animal.
Inserto en un medio geográfico determinado —que tiene también sus propias complejidades—, el hecho social tiene una composición dual: realidades materiales —cuerpos, elementos orgánicos, bienes físicos y cosas tangibles y medibles, que ocupan un lugar en el espacio— y elementos psíquicos que se procesan y almacenan en la mente de los individuos, aunque es cierto que en último término ellos, como expresiones orgánicas, forman también parte del mundo material.
Esto vuelve especialmente compleja la sociedad humana, genera en torno de ella grandes problemas epistemológicos, desorganiza la <cultura y hace de la historia algo muy poco previsible. Atestada de hechos sorpresivos e imponderables que le despojan de todo ritmo, la historia deja muy poco espacio para la profecía. Por eso se han equivocado tanto sus pronosticadores —recordemos a Oswald Spengler y su “decadencia de Occidente”— que pretendieron adivinar el sentido y dirección de los hechos sociales, mientras abundaron, en cambio, los acontecimientos sorpresivos que modificaron el curso de la historia, como ocurrió en la última década del siglo anterior con la caída del muro de Berlín, la implosión del imperio soviético y la terminación de la <guerra fría, en el momento menos pensado.
Una de las dimensiones del caos telúrico y social es la explosión demográfica. Llegará un momento en que la Tierra no tendrá espacio ni recursos para sustentar a la gigantesca masa humana. Hacia el año 2050 habrá alrededor de nueve mil millones de habitantes sobre el planeta, que consumirán hasta el agotamiento los recursos naturales y que destruirán el medio ambiente.
La economía, como parte del fenómeno social, no deja de ser también caótica, a despecho de los economistas clásicos que vieron en ella un mecanismo casi perfecto que, sometido a las leyes del mercado, se ponía en marcha, se aceleraba o se frenaba automáticamente para alcanzar los necesarios equilibrios en el proceso económico.
Adam Smith atribuía “inteligencia” al mercado para resolver, por la vía de la confrontación de intereses individuales y de la formación de los precios, los intrincados problemas de la producción, circulación y distribución de bienes y servicios económicos.
En concordancia con esta hipótesis, Milton Friedman, profesor de la Universidad de Chicago y alto exponente de la escuela neoclásica, sostiene que el mercado es eficiente para coordinar las actividades de un inmenso número de personas a fin de asegurar que se fabriquen los productos adecuados, en las cantidades precisas, para estar disponibles en los lugares necesarios.
Viene a mi memoria el conocido diálogo en el hogar de un minero inglés en la primera mitad del siglo pasado:
— Madre, enciende la chimenea que tengo frío
— No puedo, hijo, porque no tengo carbón
— ¿Por qué no lo tienes?
— Porque no tengo dinero para comprarlo
— ¿Y por qué no tienes dinero?
— Porque tu padre está sin trabajo
— Y ¿por qué está sin trabajo?
— Porque hay mucho carbón…
En la economía la <crisis es parte de su ser. Karl Popper decía que el capitalismo siempre está en crisis. Hay quienes sostienen que la crisis es un elemento inherente a la economía capitalista. Pero la escuela liberal clásica explicó que las crisis son el resultado de las conductas “aberrantes” de los seres humanos cuando desbordan los mecanismos de autorregulación de la economía. Culpó de estos desórdenes a la “intervención” del Estado en el proceso económico. Pero en la economía hay además un caos moral, porque ella generalmente no sirve a los propósitos de la justicia ni de la equidad entre los seres humanos. Sufre el mismo desfase que las otras ramas de la ciencia con relación a los avances —o retrocesos— de la moralidad humana. La ciencia y la tecnología avanzan exponencialmente. Los conocimientos se duplican cada cuatro o cinco años. La capacidad de cálculo de los ordenadores se dobla en diez y ocho meses. Nos preocupan, entonces, la lentitud con que camina la moralidad y la incertidumbre que rodea al manejo ético de los conocimientos.
Otra fuente de trastornos sociales será, a corto plazo, la escasez de petróleo en el mundo. Dado que este es un recurso no renovable cuya producción, según datos del 2005, está declinando en treinta y tres de los cuarenta y ocho mayores productores mundiales, se habla ya de los efectos perturbadores que tendrá el déficit petrolero sobre la economía y la sociedad a escala planetaria. No se trata de una escasez motivada por razones políticas, como tantas veces ha ocurrido en el pasado, sino de una escasez geológica debida al agotamiento de los yacimientos. Con una demanda diaria de 84,9 millones de barriles de petróleo crudo, que significan cerca de 31 billones de barriles al año —según cálculos de la International Energy Agency en el 2005— irremediablemente advendrá entre el año 2010 y el 2020 la línea de máxima producción de petróleo crudo —el denominado <peak oil—, a partir de la cual se iniciará la declinación de la producción de acuerdo con la curva de Hubbert propuesta por el geofísico norteamericano Marion King Hubbert años atrás. Y los cerca de mil billones de barriles de petróleo en que se estimaban las reservas recuperables de la Tierra en el 2004 —el 65% de los cuales estaba localizado en seis países del Oriente Medio— se agotarán en los siguientes 32 años, si se mantiene la actual tasa de consumo —no se utilizan tecnologías menos intensivas en petróleo— y no se encuentran recursos energéticos alternativos.
La denominada >teoría de la complejidad, que forma parte de la teoría general de los sistemas y que trata de explicar todas las cosas —desde los átomos hasta las culturas— como movimientos sistémicos que actúan e interactúan simultáneamente, con efectos sinérgicos, se hace cargo de las dificultades planteadas por la teoría del caos. Uno de sus más profundos investigadores, el sociólogo y filósofo francés Edgar Morin, en su voluminosa obra “El método” (1977-2002), afirma que la complejidad es una “polidimensión” que comprende los antagonismos y compatibilidades entre las cosas y que trata de desentrañar los procesos cósmicos de integración y desintegración, de organización y desorganización, de unión y desunión, de orden y de caos, que parecen incompatibles entre sí pero que son partes de un universo que no sabemos de dónde surgió, a dónde va ni por qué nació.