Escuela filosófica que sostiene el origen divino del poder político y cuyo ejercicio sólo justifica moralmente en la medida en que sirva a la mayor gloria de Dios en la Tierra. Se funda en las palabras del apóstol san Pablo: “no hay potestad que no provenga de Dios” y se integra después con las opiniones que sobre la sociedad y los fenómenos políticos enunciaron, especialmente en la Edad Media, los teólogos y doctores de la Iglesia Católica.
San Agustín (354-430), que es el más importante de los padres de la Iglesia y uno de los más calificados expositores de esta doctrina, afirmó que “Dios, así como es creador de todas las naturalezas, así es dador y dispensador de todas las potestades”.
Santo Tomás (1225-1274) afirmó que la obediencia a los mandatos del gobierno es un deber religioso y que “el fin del Estado es la educación del hombre para una vida virtuosa y, en último término, una preparación para unirse a Dios “.
El papa Bonifacio VIII, en su bula Unam Sanctam del año 1302, afirmaba que, “por las palabras del Evangelio, sabemos que en esta Iglesia y en su poder existen dos espadas: una espiritual y otra temporal” y añadía: ambas están “en poder de la Iglesia; una debe ser empuñada por la Iglesia, la otra desde la Iglesia; la primera por el clero, la segunda por la mano de reyes y caballeros, pero según la dirección y condescendencia del clero, porque es necesario que una espada dependa de la otra y que la autoridad temporal se someta a la espiritual”.
A fines del siglo antepasado, en su Encíclica sobre el origen del poder el papa León XIII (1810-1903), al resumir la doctrina teocrática, señaló que “la autoridad pública desciende de Dios, como de un principio natural y necesario, y que esa verdad se encuentra claramente expuesta en los libros santos y en los monumentos de la antigüedad cristiana”.
El pontífice impugnó duramente a los enciclopedistas franceses, autores de la teoría contractualista sobre el origen del poder, de quienes dijo que “en el pasado siglo se atribuyeron el nombre de filósofos”, y sostuvo que “los libros del Antiguo Testamento confirman en muchos lugares de una manera esplendorosa que el origen del poder humano está en Dios”, por lo que aquéllos están equivocados al pretender que la sociedad política ha nacido del libre consentimiento de los hombres y que el poder viene del pueblo.
Ratificó estos conceptos en la encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881, y los morigeró más tarde en su Inmortale Dei, en que sostuvo que la autoridad viene de Dios pero que “no está vinculada a ninguna forma de gobierno”. Conminó a los jefes de Estado a no abusar de su poder, aunque adviertió que no es legítimo desacatarlos pues “la sedición es un crimen de lesa majestad no sólo humana sino también divina”.
En su encíclica Libertas (1888) León XIII impugnó la libertad de cultos, sostuvo el derecho de la Iglesia a castigar a los que no creen y limitó las libertades humanas porque “de ninguna manera es lícito pedir, defender u otorgar la libertad ilimitada de pensamiento, de imprenta, de enseñanza o de religión”.
En su Carta Testem benevolentiae dirigida el 22 de enero de 1899 al cardenal James Gibbons para criticar el sistema de libertades de Estados Unidos de América, León XIII volvió a desechar toda posibilidad de democratizar el poder y la operación de la Iglesia porque la autoridad absoluta era, para él, la única protección contra la herejía.
En su encíclica Aeterni Patris erigió a santo Tomás de Aquino como el mayor guía espiritual de la Iglesia y definió la ortodoxia católica en términos del tomismo medieval, lo cual significó retroceder más de seis siglos en el tiempo, volver al escolasticismo, dar las espaldas a la ciencia y cerrar los ojos ante las conquistas de la modernidad. En tales condiciones, el pensamiento católico volvió a ser absolutamente cerrado y autorreferente, a cargo de los teólogos jesuitas principalmente.
Las ideas sociales del pontífice, en cambio, se vertieron en la encíclica Rerum Novarum (1891) sobre la cuestión obrera, en la que, no obstante sostener que “se debe mantener intacta la propiedad privada” y que en la sociedad civil no pueden ser todas las personas iguales, como se afanan en vano los socialistas, “porque ha puesto en los hombres la naturaleza misma grandísimas y muchísimas desigualdades”, condenó el egoísmo económico de los grupos dominantes y afirmó que es “verdaderamente vergonzoso e inhumano el abuso de los hombres, como si no fuesen más que cosas, para sacar provecho de ellos, y no estimarlos en más que lo que dan de sí sus músculos y sus fuerzas”.
En esta encíclica el papa advirtió que “los ricos y los patrones recuerden que no deben tener a los obreros por esclavos y que deben en ellos respetar la dignidad de la persona”. Abogó en favor de la protección de los derechos de los pobres, “porque la clase de los ricos, como se puede amurallar con sus recursos propios, necesita menos del amparo de la pública autoridad; el pobre pueblo, como carece de medios propios con qué defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el patrocinio del Estado”.
Al conmemorarse cuarenta años de la vigencia de la encíclica Rerum Novarum, Pío XI expidió la Quadragesimo Anno el 15 de mayo de 1931, para reafirmar todos los puntos tratados por León XIII, “poner al día” su doctrina y precautelarla de las calumnias y falsas interpretaciones. Habló de la propiedad, cuyo derecho “defendió Nuestro Predecesor contra las arbitrariedades de los socialistas de su tiempo, demostrando que la supresión del dominio privado había de redundar no en utilidad sino en daño extremo de la clase obrera”, y se refirió a las pretensiones injustas del capital, las pretensiones injustas del trabajo, el justo salario, los cambios en el régimen capitalista, la libre competencia, la cristianización de la vida económica y otros temas de carácter económico y social.
Siguiendo la tradición vaticana, Pío XI reiteró los ataques a las ideas socialistas. Dijo que, desde los tiempos de León XIII, el socialismo se ha dividido en dos partes, “sin que ninguna de las dos reniegue del fundamento propio del socialismo, contrario a la fe cristiana”: la rama más violenta es el comunismo, que enseña la lucha de clases encarnizada y que suprime la propiedad privada, y la otra rama es la “moderada” que conserva el nombre de socialismo y “se inclina y en cierto modo avanza hacia las verdades que la tradición cristiana ha enseñado siempre solemnemente: pues no se puede negar que sus reivindicaciones se acercan mucho a veces a las de quienes desean reformar la sociedad conforme con los principios cristianos”.
No obstante que reconoció cierta convergencia entre los principios cristianos y el socialismo que él llamó “moderado”, Pio XI lamentó que “no pocos hijos nuestros, de quienes no podemos persuadirnos que hayan abandonado la verdadera fe y perdido su buena voluntad, dejan el campo de la Iglesia y vuelan a engrosar las filas del socialismo: unos, que abiertamente se glorían del nombre de socialistas y profesan la fe socialista; otros, que por indiferencia, o tal vez con repugnancia, dan su nombre a asociaciones cuya ideología o hechos se muestran socialistas”.
En su encíclica Pacem in Terris, Juan XXIII reafirmó en 1963 el viejo criterio de la Iglesia sobre el origen divino del poder, aunque en los términos definidos por san Juan Crisóstomo: los del derecho divino providencial, e hizo una amplia consideración sobre los derechos civiles, políticos y económicos de las personas, entre los que está el derecho de propiedad privada, que brota de la naturaleza humana pero al que va inherente una función social.
En la doctrina teocrática convergen, como se ha visto, la idea del origen divino del poder, que deriva la autoridad pública de la “gracia de dios” o de cualquier otra representación metafísica, y la idea de que el Estado es un instrumento para el cumplimiento humano de finalidades religiosas.
Sin embargo, caben dos variantes dentro de esta doctrina: la del derecho divino sobrenatural y la del derecho divino providencial.
La primera sostiene que dios escoge directamente a las personas que deben gobernar los Estados. Como consecuencia de esto la resistencia al gobernante es un pecado que puede acarrear la condenación eterna. Los monarcas absolutos tenían esta convicción. Por eso proclamaban que lo eran por la “gracia de Dios”. A fines del siglo XVII, el prelado francés Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704) postuló el carácterabsoluto y sagrado de la monarquía y el deber de obediencia de los súbditos aun en el caso de un príncipe injusto y opresor. Dijo que esta teoría la había sacado “de las propias palabras de la Santa Escritura.”
La segunda variante, la del derecho divino providencial, sostiene que el gobernante no es seleccionado directamente por dios sino que emerge providencialmente de los propios acontecimientos sociales, guiados por la voluntad divina. De donde resulta que los hechos históricos elevan al trono o al poder, en cada época y en cada lugar, a la persona necesaria para conducir los destinos de la comunidad política.
La teocracia, en cualquiera de sus formas, lleva inevitablemente al <clericalismo, esto es, a la hegemonía del estamento clerical en la vida política y económica de la sociedad, justificada por la necesidad prioritaria de salvar el alma de los fieles y de prepararlos para la vida eterna.
Los orígenes de la teocracia son muy remotos. Se pierden en la maraña de la magia y la hechicería de las sociedades primitivas. Todas ellas fueron teocráticas. Sus caudillos fueron tenidos como encarnación de la deidad. El >totemismo de las hordas y los clanes primitivos no fue más que una forma especialmente rudimentaria de teocracia. Los faraones del antiguo Egipto eran considerados como personificación de los dioses. Los reyes de la Antigüedad tuvieron esa misma calidad. El pueblo hebreo bajo Moisés fue conducido teocráticamente. El absolutismo monárquico fundó su poder en “la gracia de Dios”. Muchos de los gobernantes modernos se consideraron “ungidos” para ejercer el mando. El Tíbet, hasta la huida del Dalai Lama en 1959, fue un régimen teocrático. Francisco Franco se hacía llamar “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Saddam Hussein (1937-2006) en Irak se consideraba un enviado de Dios con autoridad sobre las vidas y haciendas de sus súbditos. Los pueblos árabes, sometidos al <islamismo, son profundamente teocráticos. La civilización aún no ha podido desterrar totalmente la teocracia como ordenación política en que el poder se ejerce en nombre de una autoridad divina.
En España, durante la larga dictadura falangista (1939-1975), se denominó nacionalcatolicismo a la identificación de la nación española con el catolicismo que hizo la alta jerarquía eclesiástica —ser español era ser católico— y al control que, con el apoyo del Estado, ella ejerció sobre importantes áreas de la vida política y social de los españoles.
Desde 1937, cuando los obispos enviaron a Francisco Franco una carta de apoyo a las fuerzas fascistas durante la guerra civil española, la Iglesia Católica y el Estado permanecieron imbricados. La Iglesia ejerció una determinante influencia en la vida pública y privada de España y asumió el control de las actividades culturales y educativas, la censura del teatro y de la cinematografía, la vigilancia sobre la edición e importación de libros y materiales impresos y la rectoría de las costumbres y de la vida moral del pueblo español.
Sin embargo, en la década de los 60 algunos sacerdotes y sectores obreros católicos se desmarcaron del franquismo y empezaron a desarrollar una tenue y clandestina resistencia contra el gobierno de Franco.
Pero la teocracia se ha dado y se da también en otras religiones. El <fundamentalismo islámico es una de las formas más brutales y alienantes de teocracia. Sus actos de fanatismo religioso contra quienes no comparten el credo oficial son monstruosos. En 1995 la justicia de Pakistán procesó y castigó a dos cristianos, de los cuales uno era analfabeto, bajo la acusación de haber grabado en una pared una frase “blasfema” contra Mahoma. En Jordania se condenó a muerte a mujeres por el delito de adulterio pero después se comprobó que eran vírgenes. En 1998 se condenó a muerte en Irán al escritor inglés Salman Rushdie por haber escrito sus “Versos Satánicos”, que según los fanáticos de la ortodoxia islámica “atentaban” contra el Corán. Como el gobierno de los ayatolás no pudo apresarlo, expidió la consigna de matar al poeta donde se lo encontrara con la oferta de una recompensa monetaria a quien lograra hacerlo. El Ministerio de la Promoción de la Virtud y de la lucha contra el Vicio de Afganistán —país islámico pero no árabe— prohibió que las mujeres trabajaran o estudiaran y que los hombres se cortaran la barba o usaran ropa occidental. En 1998 impartió la orden para que los soldados talibanes afganos, con su AK-47 en el hombro, irrumpieran en los almacenes de Kabul y destruyeran todos los televisores y magnetófonos que encontraran porque “las películas y la música llevan a la corrupción moral”, y prohibió además que los ciudadanos utilizaran internet, so pena de que la policía religiosa castigara a los infractores “de acuerdo con la ley islámica”. En un acto bárbaro, el gobierno afgano destruyó con cohetes y tanques de guerra las gigantescas estatuas budistas de piedra de más de 1.500 años de antigüedad —entre ellas una maravillosa estatua del Buda de 53 metros de altura— situadas en la provincia de Bamiyán, en acatamiento de un decreto expedido el 26 de febrero del 2001 por el líder supremo Mohammad Omar, quien consideró que aquellos invalorables testimonios arqueológicos eran “falsos ídolos antiislamistas”. El “jefe de los fieles”, como suelen los súbditos llamar al mulá Mohammad Omar, emitió una serie de leyes y decretos para prohibir a la gente escuchar música o bailar, a los sastres tomar medidas del cuerpo femenino y a los padres y madres de familia permitir que sus hijos pongan a volar cometas.
La teocracia islámica es un proyecto religioso y político de largo alcance, que no sólo compromete la vida de los casi mil millones de musulmanes sino que pretende someter a la humanidad entera a los designios de Alá. Su propósito es organizar la sociedad y todas sus instituciones bajo los principios religiosos plasmados en la sharia, o sea en las normas del Corán, y en los hadices.
Para lograr este fin los fundamentalistas se proponen doblegar a los impíos a través de la guerra santa (la yihad), en la seguridad de que “la muerte por la gloria de Alá es nuestra mayor ambición”, según repitió Hassan al Bana, el fundador de la Hermandad Musulmana.
Una de las más fanáticas expresiones de la teocracia fundamentalista islámica fue el régimen del ayatolá Ruhollah Jomeini en Irán, a partir de la toma del poder en 1979 tras destronar al autócrata sha Pahlevi, que impuso las más fanáticas y primitivas normas y jueces religiosos especiales para aplicarlas y castigar con penas muy severas —cárcel, flagelación o muerte— los “actos impíos”, tales como la extravagancia, el derroche, la hipocresía, el juego, el adulterio, la occidentalización de las costumbres, la compasión por los ateos y la traición a sus añejos principios.
Los gobiernos islámicos han contado con una ubicua y represiva policía religiosa con la misión es custodiar la aplicación de los preceptos del islam y combatir la “occidentalización” de las costumbres. Ella se ha inmiscuido en la vida privada y pública de las personas y penetrado en su intimidad. Afeitarse la barba, vestirse a la usanza del “impío Occidente”, inobservar el uso obligatorio del atuendo islámico para las mujeres, dejar de asistir a la mezquita, consumir alcohol, mantener abiertos establecimientos comerciales durante el tiempo del rezo y otros incumplimientos de los mandatos coránicos han constituido delitos perseguidos por la policía religiosa en Arabia Saudita, Irán, Somalia, Gaza, Malasia, Marruecos, Indonesia y otros países musulmanes.
En todos ellos hay una policía para la “Prevención del Vicio y la Promoción de la Virtud” —la Motawa— que se encarga de que los preceptos del Corán se cumplan. En algunos lugares, como en Afganistán durante el gobierno de los talibanes, se llegó a los extremos de prohibir que las mujeres trabajaran o estudiaran o que los hombres se cortaran la barba o usaran ropa occidental. En 1998 se impartió la orden para que los soldados talibanes, con su AK-47 en el hombro, irrumpieran en los almacenes de Kabul y destruyeran todos los televisores y magnetófonos que encontraran porque “las películas y la música llevan a la corrupción moral”, y se prohibió además que los ciudadanos utilizaran internet, so pena del castigo a los infractores impuesto por la policía religiosa de acuerdo con la ley islámica.
En Arabia Saudita la “Policía para la Prevención del vicio y la Promoción de la Virtud” ha cometido excesos condenables. En marzo del 2002 impidió que las alumnas de una escuela en La Meca abandonasen el establecimiento en llamas porque no estaba presente un tutor masculino —padre o hermano— y no permitió a los bomberos rescatar a las niñas. En nombre de este prejuicio religioso quince de ellas murieron carbonizadas.
Todas las teocracias —la católica, la protestante, la judía, la budista, la hindú, la islámica— tienen como rasgos comunes el rechazo a la separación entre la iglesia y el Estado, la lucha por la sacralización de la política, la defensa de la unidad de la autoridad política y la religiosa en manos del clero, su oposición a la secularización del Estado, el imperio de la ley religiosa sobre todos los actos de la sociedad, la eliminación de la tolerancia religiosa y de la libertad de cultos, la persecución a los seguidores de otras religiones, el combate contra las “fuerzas del demonio”, la defensa de la intangibilidad de las tradiciones, el rechazo a la modernidad, la hostilidad contra la modernización de las sociedades, y la adhesión a las teorías políticas más retrógradas y autoritarias.
La más moderna de las teocracias es la que ejerce, tras bastidores, la orden católica del <Opus Dei en España y en varios países latinoamericanos. El Opus Dei es el nombre que adoptó la asociación de fieles católicos a escala internacional fundada en Madrid el 2 de octubre de 1928 por monseñor José María Escrivá de Balaguer (1902-1975), que agrupa a sacerdotes seculares y a laicos que ejercen labores de apostolado, dentro de sus respectivos grupos de influencia, a través actividades de educación, promoción social, beneficencia, trabajo comunitario y labores análogas. Es una organización muy conocida por su afán de poder y de riqueza. Se ocupa en reclutar fieles adinerados de las altas esferas sociales como medio de influir sobre los mandos políticos del Estado.