Bajo la invocación de combatir a los infieles y defenderse de sus ataques, la Iglesia Católica organizó en la baja Edad Media las llamadas órdenes militares, que eran verdaderos ejércitos armados y equipados para imponer por la fuerza su credo a los demás. Entre esas órdenes —los hospitalarios o johanitas en el año 1100, los teutones de Judea en 1190, los portaespadas de Livonia en 1201, los Caballeros de Alcántara en varios lugares de España, los Caballeros de Aviz en Portugal— estuvo la Orden del Temple, fundada en Jerusalén el año 1118 por nueve caballeros franceses encabezados por Hughes des Payns y Godofredo de Saint Omer, a raíz de la primera cruzada convocada por el papa Urbano II en el año 1095. A sus miembros se los conocía también como los Caballeros del Templo de Salomón o, simplemente, los templarios. Vestían un hábito blanco con la cruz encarnada. En el año 1128, en el concilio de Troyes, la Orden fue reconocida y aprobada por el papa Honorio II y mediante las bulas Omne Datum Optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei se le otorgó el privilegio del botín conquistado en Tierra Santa. La función de la Orden fue promover la cristiandad, custodiar el santo sepulcro, escoltar a los peregrinos católicos que acudían a los santos lugares de Jerusalén, protegerlos de los ataques de los sarracenos y beduinos y tomar en custodia sus ahorros y propiedades.
En el Libro sobre las Glorias de la Nueva Milicia a los Caballeros Templarios se puede leer: “Marchad, pues, soldados al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrán quitarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro (…) El soldado que reviste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance”.
El cuartel principal de los templarios estuvo en Jerusalén hasta la caída de la ciudad en poder de los musulmanes en el año 1187. Después se trasladó a Antioquía, Acre, Cesarea y Chipre, sucesivamente.
Esta Orden de Caballería siempre estuvo rodeada de un halo de misterio. Dependía directamente del papa y no de reyes ni príncipes y tenía el derecho de construir sus propias iglesias y fortalezas.
Al comienzo fueron pocos sus integrantes pero después, al ser aprobada su regla, ella creció notablemente y se multiplicaron los pauvres chevaliers du temple, que eran reclutados entre los nobles europeos y las personas de familias conocidas. Al terminar el siglo XII contaba con unos treinta mil miembros, la mayor parte de quienes eran franceses. Sus huestes se extendieron hacia Portugal, León, Castilla, Navarra, Cataluña, Aragón, Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, Hungría y otros territorios.
En la península ibérica, a partir de la invasión de los moros en el siglo VIII y durante un tramo del dilatado conflicto religioso-militar entre cristianos y musulmanes, que culminó con la reconquista siete siglos más tarde, la Orden estableció un frente de lucha contra los musulmanes y participó en numerosas acciones bélicas, como las de Valencia y Mallorca, junto a Jaime I de Aragón; la conquista de Cuenca; los combates de las Navas de Tolosa y la toma de Sevilla. Durante este dilatado lapso se crearon también varias órdenes militares españolas, de las que las principales fueron Calatrava, Alcántara, Santiago y Montesa, a cuya lucha por la expulsión de los moros se sumaron los templarios en el primer tercio del siglo XII en Aragón, Cataluña, Navarra y posteriormente en Castilla y León.
Con las donaciones de recursos financieros y tierras que la Orden recibía de feligreses acaudalados acumuló un gran poder económico y, por ende, político. Llegó a ser uno de los mayores terratenientes de Europa. Se convirtió además en una gran empresa de préstamos de dinero y abrió negocios millonarios en varias ciudades. Su flota dominaba el comercio del Levante. Pero concomitantemente con su enriquecimiento, la humildad y la pobreza primitivas de sus monjes se convirtieron en arrogancia feudal y sus espadas se esgrimieron más para conquistar feudos y riquezas que para liberar Palestina del dominio musulmán.
Las autoridades eclesiásticas y seculares europeas se sintieron amenazadas por tan grande acumulación de poder económico y político. Y en 1307 el rey Felipe IV de Francia, en connivencia con el papa Clemente V, irrumpió con sus tropas en las sedes y propiedades de los templarios —empezando por la casa principal de la Orden en París— y tomó posesión de ellas. El ejército de la Orden no opuso resistencia. Sus principales dirigentes fueron arrestados bajo la acusación de “apostasía”, “ultraje a Cristo”, “idolatría”, “ritos obscenos” y “sodomía” y fueron sometidos a los rigores de la Santa Inquisición, que arrancó sus confesiones de autoinculpación bajo tortura. Jacobo de Molay, su gran maestre, murió en la hoguera con una indescriptible gallardía. El mismo destino siguieron sus compañeros. Treinta y seis de los ciento treinta y ocho monjes-guerreros procesados murieron en las cámaras de tortura inquisitoriales.
La Orden fue disuelta por el papa en 1312. Todos sus bienes fueron expropiados y asignados a los Caballeros Hospitalarios, aunque la mayor parte de ellos fue a parar al patrimonio de los reyes Felipe IV de Francia y Eduardo II de Inglaterra.