Compuesta del griego tele (elemento compositivo que indica “distancia”, “largo de distancia”, “lejanía”) y del latín visio (que quiere decir “visión”, “vista”, “acción de ver”), la palabra televisión designa un sistema para transmitir a distancia imágenes en movimiento, colores y sonidos por medio de ondas hertzianas de alta frecuencia, desde un equipo transmisor que convierte los rayos de luz en impulsos eléctricos hacia aparatos receptores que reconvierten las señales eléctricas en rayos de luz visibles.
La televisión es el resultado de un largo proceso de investigación científica y aplicación tecnológica que arranca desde el siglo XIX. La primera emisión de este medio la hizo la British Broadcasting Corporation (BBC) de Londres en el año 1927. En la década de los años 30 se hicieron transmisiones televisivas experimentales en Estados Unidos y en Europa. El proceso de experimentación se interrumpió en los comienzos de la guerra mundial y se reanudó en los años 40. En 1950 empezó con gran fuerza la televisión comercial, que rápidamente se extendió por el mundo. Vino más tarde la televisión a colores, como resultado de los trabajos hechos en los años anteriores por la Columbia Broadcasting System.
Para vencer las limitaciones propias de las ondas de alta frecuencia que utiliza la televisión, que no pueden ir más allá del horizonte puesto que describen una trayectoria casi recta y están imposibilitadas de seguir la curvatura de la Tierra, se montaron cadenas de estaciones retransmisoras. Así se amplió su radio de acción. Posteriormente vinieron los satélites artificiales, que operan como estaciones de retransmisión de las ondas televisivas, que han dado a la televisión una escala planetaria. La TV por cable permitió sintonizar desde los hogares decenas de canales de varios lugares del mundo. Este sistema ha sido superado en los últimos años por la TV directa por satélite que, por medio de una pequeña antena parabólica de 46 centímetros de diámetro colocada en cada casa, ofrece la posibilidad de captar directamente cerca de 200 canales del mundo con altísima calidad y sonido estereofónico.
El <boom de la televisión se inició en los años 50 del siglo pasado y desde ese momento ella se ha convertido progresivamente en el medio de comunicación más persuasivo y penetrante, puesto que lleva la fuerza testimonial de la imagen, el movimiento, el color y el sonido. Es el medio masivo por excelencia. Impresionante es su extensión por el planeta, a través del sistema satelital. Algunas de sus transmisiones han atraído la atención mundial. Pensemos, por ejemplo, que la deslumbrante ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos mundiales de Pekín en agosto del 2008 fue vista por 4.000 millones de televidentes en el mundo; o que el sepelio del bailarín norteamericano Michael Jackson en el Staples Center de Los Ángeles el 7 de julio del 2009 fue seguido por 2.500 millones de telespectadores; o que las escenas del Campeonato Mundial de Fútbol en Sudáfrica viajaron por el planeta en las ondas de la televisión satelital y que 909,6 millones de televidentes siguieron el encuentro final España-Holanda el 11 de julio del 2010 en el estadio de Johannesburgo; o que el rescate el 14 de ocubre de ese año de los 33 mineros chilenos atrapados durante sesenta y nueve días a 700 metros de profundidad en la mina de Copiapó, al norte de Chile, cautivó la atención mundial y fue presenciado por más de mil millones de televidentes; o que la opinión pública del mundo se conmocionó con la “bomba cibernética” que estalló el 28 de noviembre del 2010 cuando los hackers de WikiLeaks interceptaron, descodificaron, copiaron y robaron de internet 251.287 documentos oficiales secretos pertenecientes al Departamento de Estado norteamericano y filtraron algunos de sus textos a los periódicos "The New York Times" de Estados Unidos, "Der Spiegel" de Alemania, "Le Monde" de Francia, "The Guardian" de Inglaterra y "El País" de España; o que las desgarradoras escenas del terremoto más violento de su historia sufrido por el Japón el 11 de marzo del 2011 —la peor tragedia desde los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki—, seguido de un terrible tsunami que arrasó todo lo que encontró a su paso, fueron vistas por 3.500 millones de telespectadores en el mundo; o que el espectáculo mediático del matrimonio celebrado en la Abadía de Westminster el 29 de abril del 2011 entre el príncipe Guillermo de Inglaterra y Catherine Middleton atrajo la atención televisual de 2.200 millones de personas; o que la ceremonia de beatificación del papa Juan Pablo II el 1 mayo 2011 en la Basílica de San Pedro en Roma, presidida por Benedicto XVI, fue vista por 1.181 millones de televidentes; o que el anuncio de la muerte de Osama Bin Laden, líder de la banda terrorista internacional al Qaeda, el 3 de mayo del 2011, fue transmitido al mundo por miles de estaciones televisivas; o la ceremonia inaugural de los XXX Juegos Olímpicos mundiales el 27 de julio del 2012 en el estadio Stratford de Londres, que contó con alrededor de 4.000 millones de televidentes.
Corresponde a la era de la masificación, “trivialización” y “espectacularización” de la vida política. Yo diría que ha moldeado un peculiar modelo de sociedad en la cual el pueblo puede conocer “personalmente” y “codearse” con las “celebridades” de la política, el deporte, el cine, el arte, la moda y otros muchos campos de la actividad humana. La <sociedad de consumo es obra de ella. La publicidad comercial ha sufrido por ella una revolución. Desde que Rooser Reeves elaboró el primer “spot” televisual sobre “anacin” (un analgésico contra el dolor de cabeza) la publicidad comercial está omnipresente en nuestras vidas y los “persuasores ocultos” de la pantalla no cesan de inducirnos a comprar algo aunque no lo necesitemos. El “spot” televisual se ha convertido en la sublimación del mensaje publicitario: en sólo 20 segundos acude a nuestro consciente y subconsciente, nos vende ilusiones, difunde sueños, proyecta símbolos, señala atajos para un rápido ascenso social y hace del “consumo” un elemento de “prestigio”. La manipulación y la persuasión son sus armas. La publicidad se aprovecha de la falta de cultura, de información e incluso de inteligencia de las personas, sin estima para ellas, a fin de sugerirles, persuadirlas, motivarlas, inducirlas, estimularlas, ilusionarlas, esperanzarlas y condicionar de mil maneras su comportamiento. La publicidad moderna se ha convertido en una verdadera “técnica de la mentira”, que deforma intencionada y sutilmente la realidad, no solamente para vender productos sino para “comprar” clientes.
La manipulación publicitaria es tan evidente que uno de los más destacados publicistas de Francia, Jacques Séguéla, con una mezcla de cinismo y pudor, exclamó un día: “¡no le digan a mi madre que trabajo en publicidad. Ella cree que soy pianista de un burdel…!”
Sin embargo, el mal uso o el abuso de la publicidad a través de los medios puede producir eventualmente un efecto <bumerán, es decir, un resultado contrario al perseguido. Según una investigación reciente de la Universidad de Harvard, el 85% de la totalidad de los mensajes publicitarios (políticos y no políticos) deja indiferente al auditorio, el 10% produce un rendimiento positivo (o sea que alcanza los objetivos propuestos) y el 5% da efectos opuestos a los deseados.
A partir del momento en que la televisión se constituyó en el principal instrumento de comunicación de masas, el mensaje político tuvo que adecuarse a las exigencias y modalidades del nuevo medio. En lo de fondo, las frases cortas e impactantes —los sound-bytes, que dicen los norteamericanos— son las que tienen mejores efectos. Pero como la sensibilidad de cada uno de los grupos o segmentos sociales es distinta, puesto que, por ejemplo, la percepción del obrero no es la misma que la del profesor universitario, ni la del joven es igual que la del anciano, el orador televisivo está forzado a atender, en el tiempo que dure la entrevista, que generalmente es excesivamente corto, las “demandas” de opinión de un complejo cuerpo social integrado por elementos tan disímiles como pueden ser los intelectuales y los obreros, los jóvenes y los viejos, los hombres y las mujeres, los ricos y los pobres, las personas de la ciudad y las del campo y todos los demás segmentos de la sociedad. En lo formal, han cobrado inusitada importancia el estilo de expresión, la apariencia física, la voz, el rostro, la gesticulación, la forma de vestir, los colores de la ropa, la simpatía de la expresión, la calidad de la dicción, en suma, lo que los publicistas denominan “imagen telegénica”.
Este medio de comunicación, que se ha convertido en un factor de primera importancia dentro de la videopolítica contemporánea —porque en realidad ha cobrado un poder de regencia de muchas de sus actividades—, ha suplantado, en la amplia esfera de comunicación de masas que maneja, la telegenia a la inteligencia, la imagen a la personalidad, la apariencia a la realidad, la verosimilitud a la verdad, el estilo al discurso, la envoltura al contenido, la eufonía a la consistencia de las ideas y la popularidad a la respetabilidad en los actores de la vida pública.
Una suerte de iconolatría mediática, o sea de adoración a las imágenes televisuales e informáticas, envuelve a la vida política. Y esto con frecuencia deriva en “iconocracia” —palabra que hace falta en el diccionario—, o sea en el poder o autoridad de los íconos mediáticos dentro de la videopolítica contemporánea.
El “spot” televisual ha irrumpido con fuerza en el quehacer político contemporáneo. Es, con mucho, el mayor y el más eficaz instrumento de <propaganda política. Se lo usa para exaltar unas ideas o personas y para descalificar otras. Los “spots” negativos, esto es, los que persiguen desprestigiar a los adversarios políticos o desequilibrar gobiernos y partidos, juegan un papel de primera importancia en la lucha política. Forman parte de la llamada “propaganda negra”. Fue famoso, y en cierto modo se erigió como modelo, el que se empleó en los años 60 contra Spyro Agnew, candidato vicepresidencial de Richard Nixon (1913-1994) en Estados Unidos. Aparecía en la pantalla un rótulo que decía “Agnew para Vicepresidente” mientras se oía como fondo una ronca y prolongada carcajada, que subía de intensidad a lo largo de los veinte segundos que duraba el “spot”. Al final aparecía un segundo texto: “Sería gracioso, si la cuestión no fuera tan grave”. Su efecto demoledor fue enorme en apenas veinte segundos. Tanto que aún se lo recuerda como un dechado de “propaganda negra”.
Sería un error considerar que la comunicación televisual, por consistir principalmente en imágenes, es necesariamente veraz. No es así. Las imágenes pueden ser también manipuladas, deformadas, apocadas, opacadas, exaltadas o magnificadas. Aquello de que “la imagen no miente” —lema favorito de Walter Cronkite, uno de los hombres emblemáticos de la televisión norteamericana— es un embuste. La televisión puede falsear la verdad como cualquiera de los otros medios de comunicación, con el agravante de que la mentira en ella resulta más eficaz y, por lo mismo, más peligrosa. Se pueden crear personajes artificialmente —el caso de lady Diana es un ejemplo reciente— o se pueden eclipsar otros. Los falsos debates, las “entrevistas casuales”, las estadísticas falaces, los testimonios engañosos, los sondeos dirigidos son otros tantos métodos de subinformación y <desinformación. O sea: métodos de no informar, de informar poco, de informar mal o de distorsionar la información.
De modo que aquello de que el periodismo escrito puede mentir pero no el periodismo de imágenes es una gran falacia. “Si existe la intención de distorsionar o de mentir —dice el jurista italiano Giovanni Sartori, en “Elementos de Teoría Política” (2005)— la televisión lo logra con una eficacia centuplicada”. Para ello, de cien imágenes necesita una sola, acompañada de alguien que escriba los textos y alguien que controle el micrófono.
Esos son algunos de los peligros de la “democracia teledirigida” o de la “videodemocracia”.
De ahí que el propio Cronkite de la CBS escribió en 1996, en su libro “La vida de un reportero”, que “la televisión no puede ser la única fuente de noticias, no está preparada para ello”, porque además en los pocos minutos que duran los noticiarios resulta imposible resumir los acontecimientos de un día, aunque se intente hacerlo con seriedad.
No quiero ser injusto con la televisión. Ella no puede ser exaltada ni condenada en bloque. Tiene elementos positivos y negativos, beneficia y perjudica, ayuda y hace daño, informa y desinforma, contribuye a la cultura pero también la atrofia. Sin duda, ha coadyuvado a crear sociedades mejor informadas que en cualquier otro tiempo y ha inspirado muchas acciones socialmente benéficas, como ocurrió por ejemplo con la asistencia a Somalia años atrás, con la ayuda a Centroamérica lacerada por el huracán Mitch, o con la intervención humanitaria en Timor Oriental, o con la asistencia a las víctimas del tsunami en Asia o del terremoto de Pakistán, o con los damnificados del ciclón Nargis en Myanmar, o con las 45 millones de víctimas de terremoto más devastador que ha sufrido China, o con el terrible terremoto 7,3 grados que el 12 de enero del 2010 sacudió Haití, arrasó Puerto Príncipe —de 785.228 habitantes—, dejó más de doscientos veinte mil muertos bajo los escombros, un millón de huérfanos, decenas de miles de heridos y tres millones de personas sin techo.
Si las imágenes desgarradoras no hubieran aparecido en las pantallas es probable que nadie se hubiese acordado del drama somalí, o de la tragedia centroamericana, o de las desdichas de los habitantes de Timor, o de las víctimas del tsunami en Asia, o del terremoto de Pakistán, o de los damnificados del ciclón Nargis en Myanmar, o de los 45 millones de víctimas del terremoto más devastador que ha sufrido China, o de la tragedia haitiana. Un juicio justo nos debe llevar a formular un balance de sus elementos positivos y negativos. Uno de los negativos es que altera la emotividad de los políticos, y de los legisladores, y de los jueces, y en general de todos los actores de la vida pública y por tanto crea distorsiones en la actividad social. Otro es la trivialidad de ciertas informaciones, la frivolidad de muchos de sus espectáculos y la truculencia de algunas de sus telenovelas, a causa del afán de los empresarios de conquistar el mayor número posible de telespectadores.
Otro elemento negativo es la relación —no querida pero real— de la televisión con la niñez. El televisor se ha convertido en la baby sitter moderna. Los niños empiezan a ver programas televisuales —y, con frecuencia, programas para adultos— desde su más temprana edad. La televisión es para ellos su primera escuela. Las estadísticas demuestran que los niños ven televisión todos los días y con frecuencia varias horas al día. Según datos de finales de los años 90, puntualizados por Giovanni Sartori en su libro “Homo Videns”, la media en Estados Unidos es de tres horas diarias para los niños que todavía no van a la escuela y de cinco para los de 6 a 12 años. Lo cual es absurdo. Ellos absorben y registran todo lo que ven. Crecen frente al televisor: son los video-niños, que dice Sartori, que sólo responden a los estímulos audiovisuales y que por lo general desdeñan la lectura y el saber transmitido por la cultura escrita. Serán adultos culturalmente empobrecidos aunque su información de trivialidades sea mucha.
La interferencia de la televisión en el proceso educativo de la niñez y de la juventud es enorme. La sociedad digital, al margen de sus progresos técnicos sorprendentes, tiene anomalías muy graves porque moldea un tipo de hombre cada vez menos apto para comprender las abstracciones. El hombre “videoformado” está aquejado de graves debilidades para interpretar el universo simbólico que le rodea, formado por las lenguas, la literatura, los mitos, el arte, la religión y las demás categorías que entretejen su trama semiológica.
Con la presencia de la imagen la televisión interfirió el simbolismo de la palabra y con ello modificó la naturaleza de las comunicaciones masivas. Este proceso fue seguido después por la informática. Ellas han suplantado los conceptos por figuras y han contribuido a anular buena parte de la capacidad de abstracción del hombre. El lenguaje conceptual y abstracto ha sido reemplazado por imágenes concretas que no dejan espacio para la imaginación. Sartori considera que ellas degradan la capacidad cognitiva porque “el acto de ver empobrece el entendimiento”. Los verdaderos estudiosos seguirán leyendo libros —dice— y se servirán de la <internet sólo para completar datos y para obtener las informaciones breves que antes encontraban en los diccionarios.
La UNESCO hace notar que la vertiginosa sucesión de informaciones en los medios de comunicación audiovisuales y el frecuente —y a veces hasta maníaco— cambio de canal en el televisor atentan contra la permanencia y la profundización de la información captada y disminuyen las facultades de concentración mental de las personas.
De otro lado, quienes seleccionan las noticias y los opinion makers que las comentan asumen un aplastante poder sobre la sociedad. La facultad de decidir qué se publica y qué no, así como el tiempo, plano y enfoque que se da a cada noticia, resultan factores determinantes de la conducta de una comunidad de homo communicans insertos en las tramas noticieras irradiadas por la pantalla, que piensan y actúan en el mundo de la subcultura de las imágenes de acuerdo con las informaciones que reciben.
En los años recientes la televisión —con el vídeo doméstico, la TV por cable, la direct TV por satélite, la televisión digital— ha presentado un fuerte flanco de competencia con el cine en la proyección audiovisual. A través del vídeo doméstico las grandes superproducciones están disponibles para proyectarse en los televisores hogareños poco tiempo después de su debut en las salas de cine. El vídeo está en capacidad de registrar y reproducir por medios electrónicos imágenes fijas o en movimiento con absoluta nitidez, y proyectarlas a todo color en la pantalla, acompañadas de los sonidos y voces respectivos. La distinción está en que la televisión hace la grabación mediante un sistema electrónico y el cine por medios fotoquímicos. A diferencia de las películas cinematográficas, el vídeo no requiere proceso de revelado, de modo que puede ser reproducido inmediatamente. Lo cual, por ejemplo, permite a la televisión repetir instantáneamente las imágenes, como suele hacer en las transmisiones deportivas —especialmente de boxeo, fútbol, football norteamericano y tenis— para volver a ver los movimientos o las jugadas claves. La TV por cable y la direct TV transmiten en forma continua películas de prestigio en sus numerosos canales temáticos.
De otro lado, los reality shows y los talk shows —que son una verdadera telebasura—, en los que se lavan públicamente los trapos sucios de los mundos más sórdidos, y las telenovelas —género literario de características truculentas, filmado para transmitirse por capítulos a través de la televisión— han conquistado una enorme audiencia. Su estilo melodramático despierta la sensiblería de los telespectadores, especialmente de las amas de casa que constituyen la mayor parte de su mercado. En España se suele denominar “culebrones” a las telenovelas por su larga duración, la exageración grosera de los temas sentimentales —que con frecuencia llega hasta la cursilería— y la generación de emociones lacrimosas. De muy bajo valor literario generalmente, las telenovelas mantienen una audiencia cautiva gracias a la técnica del relato dividido en entregas diarias que despierta el interés creciente del espectador por el desenlace del episodio el día siguiente.
El rating —o sea el índice de sintonía— es la nueva divinidad a la que adoran los medios de comunicación social de nuestros días. La sumisión a sus designios ha conducido a la televisión a entregar al público programas que son una verdadera “telebasura”, como los degradados y degradantes talk shows y reality shows, en los que se trasladan a la pantalla los más sórdidos dramas de las personas y truculentas imágenes pasionales con que intoxican moralmente a la gente y alimentan el morboso placer de espiar por el ojo de la cerradura.
Los talk shows no pueden ser más grotescos y desmoralizantes. Sus conductores o animadores —Geraldo, Cristina, Laura Bozzo, Maritere, Marta Susana, Mónica, Lía Salgado, María Casan, José Luis y otros personajes faranduleros de la más baja calidad artística— convocan al set a personas que tienen algo vergonzoso que contar, escarban en la intimidad de sus sórdidas vidas, suscitan el debate, estimulan la confrontación —que a veces llega a las agresiones físicas—, promueven los protagonismos y los antagonismos e incitan al público presente en el estudio de la estación televisiva para que aplauda, abuchee, ría o se enfurezca, y con ello amplían la cuota de la empresa televisiva en el mercado de la información e incrementan sus rendimientos económicos gracias a la afluencia de anunciantes, en medio del más escandaloso amarillismo.
Estos programas se iniciaron en la televisión norteamericana y de allí se volcaron hacia América Latina y otros lugares por obra del colonialismo mental y cultural y de la tendencia incoercible de copiar al pie de la letra lo que se hace en el mundo desarrollado.
En los reality shows, en cambio, se junta a un grupo de personas que no se conocen entre sí para que convivan en una casa por varias semanas, sin ningún contacto con el exterior, mientras son observadas por una red de videograbación instalada hasta en los cuartos de baño. Las empresas organizadoras promueven un sistema de eliminación de los actores “por decisión del público”, de modo que cada semana uno de ellos debe abandonar el programa. Los finalistas ganan importantísimos premios económicos. Lo cual genera terribles conflictos internos en la casa.
Al desarrollo de los reality shows contribuyeron las series Survivor de la cadena CBS, Temptation Island de la cadena Fox, Big Diet de la alemana RTL y Operación Triunfo de la Televisión Española. Como todos los de su género, esos shows convirtieron a los episodios íntimos de la vida de las personas en espectáculo de TV. A veces el realismo fue tan grande que, como ocurrió en el Big Brother alemán, una pareja decidió hacer el amor ante las cámaras.
En 1948 el escritor inglés Eric Arthur Blair (1903-1950), bajo el seudónimo de George Orwell, publicó su novela “Nineteen Eighty-Four” en la que imaginó cómo sería el mundo en esa fecha, con la supresión de la intimidad y los seres humanos vigilados en su vida cotidiana por el leviatán totalitario que veía y controlaba todo. En el libro, el personaje controlador era el Gran Hermano. Esta novela fue la que inspiró a los holandeses John de Mol y Joop Van den Ende —que formaron la empresa ENDEMOL— para producir el programa serial Big Brother, que fue transmitido por una pequeña empresa holandesa de televisión en septiembre de 1999. En el programa, un grupo de personas, desconocidas entre sí, se confinó voluntariamente para vivir en una casa con decenas de cámaras de TV y micrófonos que registraban todos sus actos íntimos, que después eran conocidos por el público. La presencia de las cámaras convertía a toda la casa en un escenario televisual panóptico. Los teleespectadores eligían periódicamente a los protagonistas que debían abandonar el programa y que, por tanto, perdían toda opción de recibir el premio final. Eso les llevaba a una cerrada competencia de protagonismos y antagonismos. No obstante su tradicional apertura, la sociedad holandesa formuló muchos cuestionamientos de orden moral contra el programa tanto porque vulneraba la dignidad de los participantes como porque convertía a los televidentes en morbosos atisbadores de ojo de cerradura. Pero los empresarios respondieron que la solución era muy sencilla: quienes se sintiesen ofendidos por las imágenes podían cambiar de canal. La discusión no hizo más que incrementar el rating y los ingresos de la empresa televisiva. Alcanzó tanto éxito de audiencia la serie que sus derechos fueron prontamente vendidos a Alemania, Estados Unidos, España, Argentina y otros países, donde millones de personas siguieron semana a semana la vida “privada” de los personajes. Este fue el origen de los denominados reality shows, aunque antes, en los años 70, la cadena norteamericana PBS había grabado y emitido los episodios de siete meses en la vida diaria de la familia Loud, en Santa Ana de California, entre ellos la declaración de su homosexualidad por el hijo mayor y la petición de divorcio de la señora Loud a su esposo.
Estos shows marcaron un hito en los programas televisuales y, por la vía de la imitación, se extendieron por el mundo.
Los reality shows llegaron al mayor extremo de truculencia, absurdo y abyección con el programa Algo pasa con Miriam (There’s Something About Miriam), diseñado y grabado en el verano del 2003 por una sucursal inglesa de ENDEMOL, la más grande productora de este tipo de programas. Seis varoniles jóvenes —entre ellos, un soldado de la Real Marina Británica, un guardaespaldas profesional y un profesor de esquiaje—, junto con una sensual y despampanante joven brasileña de 21 años, fueron encerrados por tres semanas en una mansión de Ibiza, plagada de cámaras de televisión. La misión de los jóvenes era conquistar a la atractiva muchacha por todos los medios imaginables. Quien lograra hacerlo sería premiado con diez y siete mil dólares en efectivo más un crucero de una semana en un yate de lujo a solas con la sensual garota brasileña. Ella coqueteó y tuvo aproximaciones eróticas con todos los concursantes. Sus besos y caricias fueron registrados por la red de circuito cerrado de televisión. Finalmente, ella se decidió por uno de los pretendientes para pasar la semana de amor en el mar. Entonces las cámaras registraron el episodio final: después de largos y apasionados besos, la hermosa mujer se quitó la ropa para la culminación del lance amatorio y dejó ver sus atributos masculinos. Miriam era un transexual no operado. Las cámaras grabaron la expresión de perplejidad, repugnancia y humillación del ganador. Como era lógico, el hecho produjo una demanda judicial contra la empresa productora en razón del “efecto sicológico y emocional devastador” que sufrió el traumatizado joven, según dijo su abogado acusador. Y, en consecuencia, el grotesco programa, que debió salir en seis episodios diarios de una hora cada uno en el canal Sky One de Londres a partir del 16 de noviembre, no pudo ser difundido.
Los reality shows son la apoteosis del amarillismo mediático.
Pero lo grave de todo esto es que, con la creación de “celebridades” mediáticas de quince minutos, se ha impuesto la pena capital a los intelectuales. El rating de sintonía ha matado a los filósofos, escritores, poetas, novelistas, pintores y escultores, eclipsados por los destellos de los nuevos héroes mediáticos, que son los cantantes, las bailarinas, los futbolistas, las modelos, las reinas de belleza y otros “famosos” de la farándula, quienes incluso se han atrevido a incursionar en el mundo de la política.
Con la irrupción de la televisión en la vida política de los Estados, la oratoria de multitudes ha quedado relegada puesto que la conquista del voto y las campañas políticas ya no se hacen desde los balcones ni desde las tribunas levantadas en las plazas sino principalmente desde los sets televisuales. Esta forma de comunicación demanda un estilo completamente diferente de la retórica multitudinaria tradicional. La televisión requiere una técnica especial, que incluye desde el cuidado en el vestir y en la apariencia física del líder hasta la previsión de los más pequeños detalles de su presentación. En las estaciones de TV existen salones de belleza para acicalar, peinar, maquillar, embellecer y rejuvenecer a los entrevistados y a los entrevistadores. Personas especializadas analizan los colores de su vestido, puesto que unos colores son más “telegénicos” que otros, y aconsejan la ropa que debe usarse. Generalmente prefieren los colores planos. Como los espacios son usualmente cortos, es menester un gran esfuerzo de síntesis en la exposición de las ideas. La retórica ampulosa no tiene cabida en la pantalla. La exaltación emotiva tampoco. Se impone el estilo coloquial. En los pocos minutos disponibles, el líder debe procesar sus palabras de modo que pueda satisfacer las exigencias de todos los sectores de la población: de los intelectuales, de la gente joven, de las mujeres, de los trabajadores, de los habitantes de los barrios marginales, de las zonas campesinas y de los demás estratos de la población. Debe atender, en el corto espacio de televisión, las demandas distintas —y, a veces, contrarias— de un amplio espectro social. Esto no es fácil. Lo demostró el fracaso ante las cámaras de los viejos líderes de la era pretelevisiva. Se requiere un nuevo género de oratoria: más dinámica, de mayor agilidad mental y lógica más rigurosa, al tiempo que una alta dosis de simpatía personal, de buen sentido del humor y de lo que los publicistas llaman “imagen telegénica”.
El cambio de la televisión analógica por la digital en los años 90 del siglo XX representó una profunda revolución tecnológica en el mundo de las telecomunicaciones. Con el procesamiento digital de la señal televisiva en lugar del analógico, advino la televisión de alta definición —la HDTV, en sus siglas inglesas— que con el transporte de los elementos televisuales por medio del sistema binario ofrece no solamente una mayor nitidez de la imagen sino también la TV interactiva: videojuegos interactivos, videoconferencias, telecomercio (t-commerce), telebanca, acceso a bases de datos, conexión con internet a alta velocidad y otros.
El televisor digital es un potente ordenador que recibe vectores, coeficientes y algoritmos matemáticos para procesar y reproducir la información. La TV digital trajo consigo sistemas de grabación digitales (DVR) —como el TiVo o el Ultimate TV— que utilizan un software especial en lugar de la cinta de grabación tradicional del sistema VHS para registrar las imágenes, el sonido y el movimiento.
La televisión digital convierte la señal televisiva convencional en una secuencia de bits —unos (1) y ceros (0), que son las unidades mínimas de información con la que trabajan los ordenadores— que se comprime a través de programas especializados que utilizan el estándar MPEG-2 y que, después de digitalizar la señal, la transmiten a través del satélite o el cable para ser descodificada y descomprimida después, mediante un IRD (descodificador receptor integrado), a fin de que pueda ser recibida por los televisores.
Aunque los japoneses empezaron primero las investigaciones y los norteamericanos han tomado después la delantera, el proyecto denominado DVB (digital video broadcasting) —que desarrolló la transmisión de señales digitales vía satélite, estación terrena y cable— juntamente con el MPEG-2 (moving pictures expert group) como método de codificación de audio y vídeo, fue el gestor de esta revolución digital en el ámbito de la TV europea.
El acceso a internet a velocidades centenares de veces mayores que las actuales con el uso de banda ancha (HFC) y de modems especiales para las comunicaciones digitales elevará notablemente la capacidad y la velocidad de transmisión y recepción de datos.
En los últimos tiempos el DVD —siglas de Digital Video Disc—, el HD DVD, el Blu Ray y el flash memory han reemplazado progresivamente al CD en sus funciones de almacenador de datos. El DVD representó, en su momento, una nueva generación en los sistemas de soportes de información mediante disco óptico. Puede registrar en forma de películas, música, aplicaciones multimedia, bases de datos o programas interactivos entre 7 y 14 veces más información audiovisual que un CD, con una excelente calidad de la imagen y un sonido de altísima fidelidad. Eso significa que puede guardar hasta 8,5 Gb, para unas cuatro horas de reproducción continua. El DVD fue el resultado del trabajo de investigación de las compañías Toshiba, Philips, Sony, Hitachi, JVC, Matsushita, Mitsubishi, Pioneer, Thomson, Time Warner y otras empresas electrónicas, que se vieron forzadas en 1995 a unificar el formato común del DVD ante la presión de un grupo de compañías fabricantes de ordenadores lideradas por la IBM.
Después vino el disco óptico Blu Ray, que representó la nueva generación tecnológica de almacenamiento electrónico de datos de alta densidad destinada a responder con mucho mayor eficiencia a las demandas de alta definición de las nuevas pantallas de televisión. El Blu Ray incorpora el láser azul de una longitud de onda corta de 405 nanómetros y puede guardar hasta 50 Gb en su disco de doble cara, para 26 horas de reproducción. Está dotado de hasta cinco sistemas anticopias.
El Blu Ray fue desarrollado por un grupo de compañías liderado por la Sony y la Philips y compuesto por: 20th Century Fox, Apple Inc., BenQ, Buena Vista Home Entertainment, Dell Inc., Hewlett-Packard, Hitachi, LG Electronics, Mitsubishi Electric Corporation, Pioneer Corp., Samsung lectyronics, Sharp Corporation, Warner Home Video, Matsushita Electric Industrial Co. y TDK Corporation.