Este neologismo inglés se formó con seguridad del griego tele, elemento compositivo que significa “a distancia”, y de la palabra inglesa prompter que quiere decir “apuntador”, “admonitor” o “persona que enseña”. El prompter es generalmente quien en los ensayos teatrales auxilia a los actores con la letra de sus papeles hasta que se la aprendan o que, ubicado en un lugar invisible del escenario el día de la función, les asiste cuando han olvidado el hilo de su discurso.
Teleprompter, por consiguiente, significa etimológicamente “teleapuntador” o “apuntador a distancia”.
Con este nombre se produce un aparato electrónico que, colocado al lado del objetivo de las cámaras de televisión, permite a los presentadores leer el texto de las noticias y anuncios televisuales pero de modo que dan la impresión de que improvisan.
TelePrompTer fue originalmente la marca comercial de este aparato y el nombre de la compañía norteamericana que lo inventó y desarrolló en los años 50 del siglo pasado. Esa compañía fue fundada por Fred Barton, Hubert J. Schlafly e Irving B. Khan. El primero de ellos fue actor de cine y dueño de la idea de crear un aparato que pudiese asistir a los presentadores de la televisión y a los actores de cine para que no tuvieran que memorizar largos párrafos ante las cámaras.
Después el nombre comercial se generalizó.
Fue así que apareció este ingenioso aparato en Estados Unidos en los años 50 para auxiliar a los conductores de noticiarios de televisión, que por obvias razones debían mantener la mirada directa hacia a la cámara en la presentación de los programas o en la lectura de las noticias. Para evitar que ellos leyeran sus papeles sobre el escritorio se colocó junto a la cámara un rollo de papel con el texto de las noticias, que al ser desenvuelto manualmente pemitía la lectura secuencial de su contenido. Este sistema rudimentario fue después perfeccionado por técnicos de diversas compañías ligadas al negocio de la TV que acondicionaron un mecanismo de pantallas reflectoras y espejos de doble vista, montados en el propio pedestal de la cámara, y así lograron que el conductor dirigiese la mirada al centro del lente mientras leía su información, con lo cual los televidentes tenían impresión de que estaba improvisando y no leyendo.
En 1979 se fabricó en Estados Unidos el teleprompter de la primera generación, alimentado manualmente con hojas previamente mecanografiadas con esferas de 70 puntos, y diez años más tarde vino el teleprompter de la segunda generación con teclado compacto y capacidad de almacenaje de 256 kb. Hoy el aparato ha alcanzado un altísimo grado de sofisticación electrónica hasta el punto que resulta muy difícil para el televidente detectar si el conductor de un noticiario de televisión o un operador político está leyendo o improvisando, puesto que sus ojos, dirigidos al lente de la cámara, dan la impresión de que están mirando al público, y sus cambios de postura, movimientos de cabeza y gesticulación contribuyen al engaño completo.
Cumple el mismo papel que los viejos "apuntadores" o consuetas en el teatro: escondido en un lugar invisible, guía los parlamentos de los actores y asiste a los que olvidan el libreto.
El invento hizo su incursión en la vida política en 1963 cuando se instaló el primer teleprompter en la Casa Blanca para uso del Presidente estadounidense y de sus voceros en la lectura de los comunicados oficiales.
El sistema tiene la gran ventaja de que simula un “contacto visual” entre el orador y el auditorio. Al menos esta es la impresión que tienen quienes ven y escuchan al orador. Lo cual es muy importante porque contribuye a forjar la imagen de “capacidad”, “credibilidad”, “honestidad” y “sinceridad” de éste.
Muchos de los oradores políticos suelen utilizar este dispositivo electrónico que, instalado ocultamente al lado del lente de la cámara de televisión o al frente de la tribuna, según sea el caso, les permite leer el texto de sus discursos pero dar la apariencia al público de que los improvisan. Luce entonces el “talento” del orador. Este misterioso aparatito opera el “milagro” de dar súbitamente inteligencia, sabiduría y dotes retóricas a políticos tardos e impreparados. Como todos los inventos de la revolución electrónica, el teleprompter está hecho para suplir las deficiencias intelectuales del ser humano. Torna inteligente al político tonto, culto al iletrado, locuaz al que tiene dificultades de expresión y al olvidadizo le da una memoria prodigiosa.
Al ritmo de la sofisticación del teleprompter y de la extensión de su uso han proliferado los ghostwriters (escritores fantasmas), los speechwriters (fabricantes de discursos), los sloganeers (forjadores de eslóganes), los phrasemakers (hacedores de frases), los wordsmith (buscadores de pensamientos de grandes filósofos y personajes de la historia), los expertos en sound-bytes (expresiones televisivas de impacto) y otros tantos fabricantes de trucos cuyo trabajo y responsabilidad es engalanar los textos de los discursos que los políticos leen como suyos.
Ellos "meten gato por liebre" a los electores de la era digital.
En las asambleas o en las concentraciones de masas se suelen colocar las dos pantallas del aparato frente a la tribuna, la una a la izquierda y la otra a la derecha del orador. Son unas pequeñas pantallas de vidrio a través de las cuales desfilan sincrónicamente las palabras de modo que el orador, al leerlas indistintamente en cualquiera de ellas, da la impresión de “mirar” a los diversos sectores del público. Y los miembros del auditorio no pueden descubrir el “truco” porque las pantallas, vistas desde fuera, son vidrios transparentes. La sofisticación del sistema ha llegado a tal grado que, para lograr el embuste completo, periódicamente aparece en la pantalla la leyenda “mire al papel” a fin de que el orador baje la vista a la mesa y simule leer las “notas escritas” o consultar el “esquema” de su discurso.
No me opongo, por cierto, a que un gobernante o un político lea sus discursos, si lo prefiere. Pero la opinión pública debe saberlo. Lo fraudulento es presentar, con la utilización de medios artificiales y engañosos, un líder político diferente del real. Con ello se vulnera el derecho de los pueblos a conocer las capacidades y limitaciones de sus líderes.
El Presidente de Estados Unidos Ronald Reagan fue un hábil lector de teleprompter y Bill Clinton sorprendió al mundo con un largo discurso “improvisado” ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 27 de septiembre de 1993. Muy pocos se percataron de que lo leía en las pantallas del teleprompter estratégicamente situadas frente al pódium de la inmensa sala. Barack Obama, al tomar posesión de su cargo de Presidente de Estados Unidos el 20 de enero del 2009, leyó en el teleprompter su elocuente y corto discurso ante una impresionante multitud de tres millones de personas que coparon la explanada y la alameda adyacentes al Capitolio en Washington. Obama resultó también un experto lector de teleprompter y durante los períodos de su mandato muy pocas ocasiones se separó del apuntador electrónico. En una ocasión, mientras hacía un enérgico discurso en defensa de su proyecto económico anticrisis en el auditorio del Eisenhower Executive Office Building de la Casa Blanca el 15 de julio del 2009, cayó la pantalla del teleprompter al piso y el Presidente se quedó sin el discurso.
En la mañana del 21 de septiembre del 2011 Obama habló en la ceremonia inaugural del 66º período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Fue un discurso bien estructurado. Empezó por leerlo en unos papeles que tenía en el podio y luego, para que el engaño fuera completo, se “emancipó” de ellos y siguió muy hábilmente la lectura en las pantallas colocadas en los dos puntos diagonales de la tribuna.
La ONU ha institucionalizado el uso del teleprompter en la Asamblea General. Ha instalado las pantallas muy bien disimuladas en dos muebles laterales agregados al estrado tradicional.
Gobernantes y políticos de todo el mundo se valen del teleprompter para sus discursos en la era digital porque les ahorra el esfuerzo de escribir o de improvisar sus alocuciones. Y pueden hablar de lo que no saben.
Pero ¿es esto un engaño? ¿es un fraude a la opinión pública? Creo que sí. Porque se presenta, con la utilización de medios artificiales y engañosos, un líder político diferente del real. El inculto puede aparecer erudito, el que tiene dificultad para expresarse se convierte en un Demóstenes, el político de memoria frágil apabulla con datos e informaciones minuciosas. Se crea un personaje que no existe en la realidad. Para hablar en términos de cibernética: se crea un político “virtual”. Y con ello se vulnera el derecho de los pueblos a conocer las reales capacidades y limitaciones de sus líderes, que leen ante las cámaras de televisión lo que les han escrito sus <ghostwriters. Allí hay una adulteración de la verdad o, por decir lo menos, una falta de autenticidad en el líder. Ciertamente que nada le obliga a improvisar pero, si prefiere leer, el público tiene derecho a saberlo.
Ya que tanto se habla de “transparencia” debería reglamentarse el uso de este aparato en la vida política. La transparencia no es sólo no robar: es también hacer las cosas a la luz del día y sin engaños. Si los políticos quieren leer sus discursos, que los lean; pero que el público sepa que lo están haciendo. Antes de la invención del teleprompter se los veía dar lectura a sus papeles. Y eso estaba bien porque nadie se llamaba a engaño. Hoy no. Simulan improvisar cuando en realidad leen. Y ese es un gran fraude. Es el gran fraude político en que los “escritores fantasmas” redactan en la sombra aquello que después leen como suyo los políticos.
Los grandes oradores de la historia —Demóstenes, Esquines, Catón, Cicerón, Marco Antonio, Craso, Julio César, Hortensio, Mirabeau, Napoleón, Castelar, Gaitán, en las diversas épocas— resultarían insignificantes en comparación con los modernos políticos dotados de un teleprompter. Su agilidad mental, la impecable construcción de sus frases, las profundidades insondables de su “cultura”, su memoria electrónica, la acumulación de datos y cifras empequeñecerían a todos ellos, que no tuvieron la suerte de tener al frente un “apuntador electrónico” para impresionar a sus desprevenidos auditorios.
Supuse que el presidente norteamericano George W. Bush, como sus antecesores, era un devoto del teleprompter. Cuando vi y escuché por la televisión el trascendental informe a su país del 28 de enero del 2003, en vísperas del conflicto con Irak, pensé que hizo un buen uso del apuntador electrónico. Sorprendió a los televidentes del mundo con un magnífico discurso, escrito sin duda por sus mejores ghostwriters. Pero Jay Weidner, guionista de cine, radio y televisión, me sacó de mi error. En una crónica publicada en septiembre del 2003 en la prensa norteamericana y reproducida en internet sostuvo que Bush no podía usar el teleprompter porque sufría de dislexia, que es una enfermedad cerebral que vuelve difícil o penosa la lectura o que impide a una persona entender lo que lee.
Weidner escribió en esa ocasión que “mucha gente se admira de que nuestro presidente George W. Bush pasó de sus atascos, propensión a las equivocaciones y desarticulada forma de hablar a ser un presentador completamente coherente en los últimos nueve meses. Es bien sabido en los círculos internos que nuestro bien amado presidente tiene dislexia. Este hecho enturbia las aguas ya que es altamente improbable que un serio desorden de lectura como la dislexia pueda ser superado ni siquiera con la tutoría y la práctica de expertos”.
Al ver una comparecencia de Bush en la televisión, el guionista norteamericano —buen conocedor de estos aparatos por haber sido director de cine— concluyó que el Presidente no leía. Sus ojos no tenían la típica oscilación de la lectura. En realidad, cuando el televidente se acerca a la pantalla puede descubrir que los ojos del orador se mueven rítmicamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda al compás de la lectura de las líneas del teleprompter. Eso no ocurría con Bush. El guionista estaba desconcertado. El Presidente “de pronto se volvió erudito”. Era obvio que no leía. Había largas pausas entre sus frases. Finalmente Weidner descubrió el truco: por medio de un pequeñísimo y casi imperceptible audífono FM en el oído, el Presidente recibía por radio, frase por frase, el texto de su exposición oratoria. Y la repetía. Por eso tenía la mirada errática, perdida en el infinito.
Weidner comentó, sin embargo, que hay varios problemas con esta técnica —que en inglés se llama earpiece prompt—, razón por la cual se la usa cada vez menos entre los actores de cine. Se la emplea únicamente cuando un actor tiene dificultades con la lectura del teleprompter. Siempre hay el riesgo de que una falla en el sistema de transmisión despoje al orador de su “sabiduría”. Pero aparte de los problemas técnicos, el sistema resulta muy lento por las forzadas pausas que se tienen que hacer entre las frases. Lo cual incluso obliga a que la escritura del discurso, de frases concisas y cortas, sea hecha especialmente para adecuarla al sistema a fin de que el orador, narrador o actor no incurra en equivocaciones. Obviamente que para usar el earpiece prompt se requiere mucho entrenamiento y una precisa coordinación entre quien lee el mensaje en la una punta de la radio y quien lo repite desde el pódium.
En el debate entre el entonces candidato republicano a la reelección, George W. Bush, y el postulante demócrata John Kerry en la Universidad de Miami, el 30 de septiembre del 2003, la televisión norteamericana enfocó una pequeña prominencia rectangular en la espalda de Bush, que presumiblemente era un aparato receptor de radio que le transmitía las respuestas dadas por sus asesores a las preguntas formuladas por el candidato demócrata. A pesar de que las oficinas de la campaña lo negaron, quedó la duda de que en realidad la pequeña protuberancia bajo la chaqueta pudo haber sido un radiorreceptor y no “una arruga”, como dijeron sus asistentes de comunicaciones.
El uso del teleprompter se ha generalizado entre la dirigencia política de Estados Unidos y del mundo entero. Nadie hace reparo alguno respecto al engaño a la opinión pública que éste representa. Incluso se han abierto cursos y formado instructores que enseñan a leer en el teleprompter —teleprompter training and coaching—, en los que los políticos “tramposos” siguen aprendizajes rápidos y se adiestran en el uso del aparato.
Sin embargo, el senador Jim Bunning de Estados Unidos fue acusado el 13 de octubre del 2004 de haber trampeado en la grabación de un debate político en la televisión al leer en teleprompter varios textos en el curso de la discusión. Que yo sepa, esta fue la primera vez que se cuestionó el uso del aparato en Estados Unidos, donde éste forma parte del quehacer ordinario de la vida pública, y que se acusó a un político de hacer “trampa” al presentar su intervención como “espontánea” cuando era escrita, preparada y leída, línea a línea, en el mágico aparato.