La gente siempre se ha preguntado acerca de la “soledad del poder” de la que frecuentemente han hablado y hablan los gobernantes. Supone que se trata de una soledad física, de la falta de compañía. Y no es así. La compañía física le sobra a un gobernante. Tanto que con frecuencia busca espacios de individualidad y de retiro, alejados de la gente y de las estridencias del poder, para reencontrarse a sí mismo. Huye por momentos de la aturdidora parafernalia del gobierno para rescatar su equilibrio emocional.
La “soledad del poder” es otra cosa. Es el trance desolador que con frecuencia precede a la toma de decisiones trascendentales de gobierno, cuyos efectos resultan generalmente duros para la sociedad. El gobernante sabe que está solo en esa responsabilidad. Puede tener muchos o pocos asesores, puede escuchar pocas o muchas opiniones, pero al final son él y su conciencia, envueltos en la más absoluta soledad, los únicos que han de asumir la responsabilidad de la resolución tomada. A todo gobernante le halaga la sensación de ser popular, de gozar de estima y de tener popularidad, pero a veces la popularidad es incompatible con la toma de ciertas decisiones y, en ese trance, un gobernante responsable debe sacrificar aquélla en aras de ésta.
Los asesores permanecen en la penumbra. Carecen de visibilidad pública. Dan su opinión y se marchan. El gobernante es el único responsable de sus aciertos y sus errores. Es quien debe afrontar las consecuencias. Por acompañado que esté físicamente —y la compañía de los gobernantes es usualmente nutrida—, las hondas cavilaciones y preocupaciones que preceden a la toma de una decisión fundamental le recluyen en la más absoluta soledad espiritual. Sabe bien que no podrá compartir con nadie esa responsabilidad. Hay en esta materia gran distancia con los actores de los órganos parlamentarios o colegiados de gobierno en los cuales la responsabilidad se diluye entre sus numerosos miembros.