Es un razonamiento engañoso que, a diferencia de la falacia, no pretende causar daño. Su nombre deriva de la famosa escuela de los sofistas en la antigua Grecia —durante parte de los siglos IV y V antes de la era cristiana—, cuyos miembros hacían toda clase de malabares con la palabra para lograr la persuasión que buscaban. Contrariamente a lo que por lo general se cree, los sofistas fueron un grupo de filósofos y pensadores muy importantes en la Atenas de su tiempo, que se dedicaron a la enseñanza de las letras, las ciencias y las artes. Fueron hombres cultos e innovadores que ejercieron mucha influencia en la sociedad. Lo que ocurrió fue que la imagen que de ellos tenemos es la que Platón, que fue su principal enemigo, proyectó en sus libros, con toda la fuerza de su enorme prestigio. De las obras de los sofistas, que debieron ser numerosas, quedan sólo pequeños fragmentos mientras que la de su mayor detractor nos ha llegado entera. Se sabe que mantuvieron con Platón encendidas polémicas. Platón les acusaban de “vender” sus conocimientos, de ser una suerte de “mercaderes” del saber, cosa que parecía indigna en aquella época.
Los sofistas fueron sólidos oradores y se constituyeron en maestros itinerantes que ofrecían sus servicios a cambio de una remuneración. Enseñaban filosofía, ciencias, literatura, retórica, música y adivinación. Fueron principalmente maestros de la elocuencia en un medio en el que, como en ningún otro, se otorgaba tan grande valor a la palabra hablada. En sus discursos hacían gala de hábiles razonamientos para convencer a sus discípulos y dar verosimilitud a sus afirmaciones. Pero Platón, Jenofonte y más tarde Aristóteles se encargaron de desprestigiar los razonamientos y métodos de enseñanza de los sofistas, de quienes que afirmaron que eran falsos y engañosos. Este probablemente es el origen de la palabra “sofisma”. Recordemos que en uno de los diálogos de Platón el joven Fedro comenta a Sócrates, con relación a la retórica, que ha oído decir que no es necesario que el orador exprese lo que es justo sino lo que “parece” justo a la multitud, como tampoco le es necesario saber lo que es útil o bueno sino lo que “aparece” como tal. Con lo que el interlocutor de Sócrates quería dar a entender que para ser convincente el orador debe ir por el camino de lo “verosímil” antes que de lo “verdadero”.
Uno de los grandes exponentes de esa escuela filosófica, Protágoras (490 a.C. – 420 a.C.), manifestó que el arte de la elocuencia es “poder convertir en argumentos más sólidos y fuertes los más débiles.” Y Gorgias (485 a.C. – 380 a.C.), otro de los sofistas griegos, sostenía que “la palabra es como un veneno con el cual se puede hacer todo, envenenar y embelesar”.
En todo esto debe encontrarse, sin duda, el origen de las connotaciones despectivas que tiene la palabra sofista, a pesar de los empeños de Hegel por rescatar el mérito de los filósofos de esta escuela del pensamiento helénico sepultada por el peso del prestigio platónico.
En todo caso, se entiende por sofisma un razonamiento aparentemente lógico que, partiendo de premisas verdaderas, llega a conclusiones falsas. Es un razonamiento aparente y efectista aunque no es malicioso como la falacia, que tiene el ánimo de causar daño. El sofisma es, en cierto modo, una proposición inocente.
Este falso razonamiento o, por mejor decir, este razonamiento engañoso que conduce a conclusiones falsas, se diferencia de la falacia en que no busca dañar ni perjudicar a nadie. Puede incluso ser un razonamiento inocente aunque engañoso: un paralogismo, fundado en razones aparentes. En la vida política se utiliza más la falacia que el sofisma para tratar de convencer o persuadir. Con frecuencia el sofisma se presenta en la forma lógica de un silogismo, o sea de un argumento que consta de tres proposiciones encadenadas, de las cuales la tercera es la deducción de las dos primeras. La lógica aristotélica se centra en los razonamientos silogísticos que constan de una premisa mayor, otra premisa menor y una conclusión. Pero para que el razonamiento resulte correcto deben observarse las reglas que rigen las inferencias del silogismo.