Si bien la utopía es tan antigua como el hombre —ya Platón en su "República" y Aristófanes en "Las Aves" imaginaron sociedades tan ilusorias como felices— las raíces históricas del socialismo utópico deben encontrarse en ciertos movimientos políticos que se produjeron en la Edad Media como protesta contra la desigualdad social y la explotación económica que sufrían las capas inferiores de la sociedad, aunque estos movimientos, en la mayor parte de los casos, sólo alcanzaron la fantasía literaria.
Más tarde vinieron las ideas del humanista inglés Tomás Moro (1478-1535) en su obra “Utopía” publicada en 1516 y del filósofo y poeta italiano Tomasso Campanella (1568-1639) en su libro “Ciudad del Sol”, que apareció en 1627. El nombre que tomó esta versión socialista provino precisamente del título de la obra de Moro porque, en su derroche de fantasía, el escritor y humanista inglés designó como “Utopía” a un país imaginario situado donde estuvo la antigua Atlántida, en el que no existía la propiedad privada, todas las autoridades eran electivas incluido el rey, cuya base social era la familia compuesta de cuarenta miembros y dos esclavos. Cada treinta familias componían un filarco, cada diez filarcos un protofilarco. Los protofilarcos eran doscientos y elegían al príncipe entre dos candidatos propuestos por el pueblo. Era una sociedad sin ejército y había tolerancia absoluta de cultos. Todo era común menos las mujeres. Se viajaba sin gastos. Todos debían saber un arte, excepto quienes mostraban especiales disposiciones para las ciencias. Las personas dedicaban seis horas diarias al trabajo y durante las horas de recreo se daban lecciones públicas. En las noches de verano cultivaban los jardines y en las de invierno se entretenían con un juego parecido al ajedrez. Despreciaban el oro y con este metal confeccionaban cadenas para los delincuentes. Comían en común exquisitos manjares, entre músicas y cantos. En la sociedad utópica reinaba el placer sin excesos, el trabajo sin fatiga, la comodidad sin lujo y el recreo sin ocio.
Platón, en sus diálogos Timeo y Critias, habló de la Atlántida: el rico, grande y mítico continente sumergido que estaba situado, según el filósofo griego, al otro lado de las Columnas de Hércules —el estrecho de Gibraltar—, y que fue habitado por los atlantes, descendientes de Atlas, cuyos hombres de ciencias transmitían conocimientos a los demás pueblos de su tiempo. La Atlántida se hundió con sus palacios y templos —que yacen en el fondo del océano que tomó su nombre: el Atlántico— a causa del castigo impuesto por los dioses cuando su pueblo se tornó sacrílego, arrogante y corrupto.
Los socialistas utópicos de principios del siglo XIX incurrieron efectivamente en la fantasía al plantear sus postulados políticos. Algunas de sus propuestas fueron realmente absurdas e inaplicables. Una de las características principales del utopismo socialista fue que, después de hacer un severo análisis crítico del sistema político, económico y social imperante, saltó directamente a bosquejar su quimera del futuro sin señalar los medios para alcanzarla. Por eso, precisamente, recibió el nombre de socialismo utópico: porque se limitó a dibujar la imagen de un mundo perfecto pero no determinó con precisión los procedimientos que habrían de materializarlo. Sus principales exponentes fueron François-Nöel Babeuf (1760-1797), Henri de Saint-Simon (1760-1825), Charles Fourier (1772-1837), Robert Owen (1771-1858), Etienne Cabet (1788-1856), Louis Blanc (1811-1882), William Ogilvie (1736-1813), Thomas Spende (1750-1813), Thomas Peine (1737-1809), Charles Hall (1740-1820), Saint-Amand Bazard (1791-1832), Bathéllemy Prosper Enfantin (1796-1864), Pierre Henri Leroux (1797-1871), Constantin Nicolas Séraphim Pecqueur (1801-1887), Philippe-Joseph-Benjamin Buchez (1796-1865), Víctor Prosper Considérant (1808-1893) y Wilhelm Weitling (1808-1871).
Carlos Marx los combatió duramente. Puso mucho énfasis en calificarlos de socialistas “utópicos” para marcar las diferencias con quienes sustentaban el “socialismo científico”, que era el suyo. En general, convencido de que sus ideas tenían el rigor de lo científico, denominó “utópico” a todo socialismo de su tiempo que no fuera marxista. En esa categoría incluyó a estos soñadores extravagantes a quienes consideraba poco serios y de quienes dijo repetidamente que contribuían a desprestigiar la palabra “socialismo”. Federico Engels atribuyó precisamente a esa circunstancia el hecho de que Marx se haya negado a utilizarla como título de su manifiesto en 1848 y haya optado por la de “comunista”.
Pero no se puede negar que fue una utopía humanitaria y generosa que propugnó la igualdad de derechos entre todos los hombres, la difusión de la educación estatal gratuita a todos los sectores de la población, la supresión de la propiedad privada de los instrumentos de producción —especialmente de la tierra que, por entonces, era el más importante de ellos—, la abolición de la herencia porque contribuía a crear una riqueza injustificada, la eliminación de la empresa privada capitalista cuyo lugar debía ser ocupado por un sistema cooperativo de producción destinado a proveer directamente a la sociedad de lo que ella necesitara para su subsistencia, la descentralización del Estado en diversos organismos funcionales desprovistos de poder político y dotados tan sólo de atribuciones administrativas.
Tampoco se puede negar que el diseño de las sociedades ideales se formuló siempre por contraste y en protesta contra la miseria y las injusticias sociales del presente. Los mundos imaginarios y felices nacieron a partir de la crítica a los órdenes políticos y económicos imperantes. La propiedad socializada, que es uno de los elementos constantes en las utopías, fue siempre una protesta contra las durezas de la propiedad privada. La sociedad igualitaria fue el contraste necesario de la sociedad estamental, en la que el nacimiento determinaba el lugar que cada persona había de ocupar en el escalafón social. Y todas las demás fantasías no fueron más que sublimaciones de las deficiencias reales de las sociedades injustamente organizadas.
De modo que la utopía —y en este caso, la utopía socialista— cumplió un gran papel de denuncia y de oferta de nuevos ideales en una sociedad diferente.
En este sentido no cabe duda de que el socialismo utópico fue el antecesor del socialismo marxista aunque sus exégetas no lo reconozcan y sus líderes maldigan a los utopistas franceses e ingleses.
El economista austriaco y profesor de Harvard, Joseph A. Schumpeter (1883-1950), prefirió denominar “socialismo asociativo” a esta forma de pensamiento porque todos sus exponentes tenían en común la tesis de que la producción debía ser administrada por asociaciones de trabajadores y cooperativas de producción. Consideró que este socialismo era “extracientífico” o “anticientífico” puesto que no se ocupaba primariamente del análisis crítico sino de la formulación de sus proyectos fundados en meros supuestos acerca del comportamiento humano y de las posibilidades administrativas y tecnológicas que “no resistían ni un momento de análisis científico”.
En la historia de las ideas políticas se inscriben en esta línea los llamados “socialistas utópicos” que soñaron con mundos de justicia, de fraternidad y de paz, aunque no señalaron los caminos para llegar a ellos.