Fue el nombre del movimiento político de los judíos, fundado en Basilea por el pensador y escritor austro-húngaro de origen judío Teodoro Herzl en 1897, para luchar por el establecimiento del Estado de Israel en sus tierras ancestrales. La palabra viene de sion, que es el nombre de una de las colinas de Jerusalén. Por extensión, sin embargo, los judíos solían llamar sion a su patria. Sionismo, por tanto, era el proyecto político de retornar a ella.
La historia es que los judíos vivieron durante mucho tiempo dispersos por el mundo —fue la diáspora— a causa de las invasiones y el dominio de otros pueblos en distintas épocas —asirios (722 a. C.), babilonios (586 a. C.), persas (530 a. C), romanos (70-313 d. C.), bizantinos (313-636 d. C.), árabes (636-1091), seléucidas (1091-1099), cruzados (1099-1291), mamelucos (1291-1516), turcos otomanos (1517-1917) e ingleses (1918-1948)— que les despojaron de sus tierras. Pero ellos nunca renunciaron a su propósito de retornar algún día a la eretz Israel —tierra de Israel— y fundar allí el Estado judío.
Este proyecto nacional tomó el nombre de sionismo.
En sus inicios el sionismo fue una noción de carácter histórico: el retorno de los judíos dispersos por el mundo a su patria originaria: eretz Israel. A fines del siglo XIX y durante la primera posguerra se convirtió en un concepto político referido al movimiento para crear el Estado de Israel sobre las tierras de Palestina. Actualmente es un concepto polivalente: histórico, geográfico, político, cultural y social.
El sionismo se originó en el siglo XIX pero sus raíces se remontan al siglo VI a. C. cuando los judíos, expulsados de Palestina, iniciaron la denominada cautividad de Babilonia confiados en que un día su dios les permitirá regresar a la tierra de sus antepasados. Los más religiosos asociaban la esperanza del retorno con la venida del mesías enviado por la divinidad para liberarlos. Mientras esperaban ese día, algunos de ellos emigraron a Palestina para unirse a las pequeñas comunidades vernáculas enclavadas en la población árabe y formaron las primeras granjas colectivas: los kibbutzim.
En el proceso de colonización y en la construcción del Estado de Israel el sistema de granjas colectivas desempeñó un papel fundamental, puesto que ellas se encargaron de tomar posesión y cultivar los terrenos que después fueron parte de Israel. La obra colonizadora se inició mucho antes de la proclamación del Estado de Israel. En 1882 se desplazó la primera alya, es decir, la primera promoción de inmigrantes judíos hacia el campo. A través de los kibbutzim los jóvenes inmigrantes fueron a trabajar en la agricultura y la ganadería. Estos asentamientos agrícolas fueron muy eficaces en la obra colonizadora que se inició mucho antes de la proclamación del Estado de Israel. La colonización agraria fue portadora de la intención de convertir el territorio de Palestina en la añorada eretz Israel. Y además forjó entre los colonos la ideología del kibbutz, de perfiles socialistas, solidarios, igualitarios y austeros.
Pero la coexistencia con la población árabe de Palestina se convirtirtió en un problema cada vez más difícil para los pobladores judíos. Fueron frecuentes los disturbios aun antes de la fundación del Estado israelí. Desde 1936 hasta 1939 hubo una rebelión de gran escala de los judíos. El líder laborista David Ben Gurión —que en 1948 se convirtió en el primer gobernante del nuevo Estado— afirmaba en ese momento que la única manera de llegar a un acuerdo con los árabes era mediante una acción de fuerza por parte de los judíos. Es que éstos, que representaban alrededor del 22% de la población de Palestina, constituían un enclave ilustrado en medio de la gran masa de población árabe portadora de una ignorancia, pobreza y atraso seculares. Los pioneros israelíes trajeron consigo elevados niveles educativos, talento organizador, modernos métodos de trabajo, severa disciplina, amor por su tierra y una incansable capacidad de trabajo. La población árabe no estaba en capacidad de competir con ellos. Los judíos progresaron, se enriquecieron y asumieron influencia en la vida cultural, económica e incluso política de la comunidad. Lo cual generó tensiones y conflictos graves.
Estas diferencias cualitativas entre los tradicionales enemigos se ahondaron en el tiempo, hasta el punto de que el pequeño Estado de Israel, representando el 0,02% de la población del planeta —con 14 millones de personas, de las que aproximadamente la mitad habitaba en su territorio—, había conseguido hasta finales del 2009, por medio de judíos o de personas de origen judío que ostentaban otras nacionalidades en razón de la diáspora: 52 premios Nobel en Medicina, 49 en Física, 28 en Química, 23 en Economía, 12 en Literatura y 9 de la Paz. En cambio, la población islámica de 1.322 millones de personas —asentadas en 55 países de mayoría musulmana—, que representaba alrededor del 20% de la población mundial, había obtenido solamente seis premios Nobel: 2 en Física, 2 en Medicina y 2 de la Paz.
Desde el siglo XVII se planteó la idea de la creación del Estado judío en Palestina. Y no necesariamente por pensadores judíos. Isaac de la Peyrére, muy influido por Hugo Grocio, la propuso a mediados de ese siglo. Y después Gerhard John Vossius (1577-1649), Petrus Serrarius (1650-1700) y Paulus Felgenhauer exigieron el regreso de los judíos a la tierra santa. Lo mismo planteó Napoleón, como parte de sus planes geopolíticos y estratégicos.
En 1896 el periodista vienés Teodoro Herzl publicó un pequeño libro llamado “Der Judenstaat” (El Estado judío), en el que sugirió la creación del nuevo Estado pero no consiguió el apoyo del emperador alemán Guillermo II ni del sultán otomano Abdülhamit II, ni tampoco logró que los judíos acaudalados aportaran el dinero necesario para respaldar su proyecto.
Venciendo las dificultades, Herzl organizó en Basilea en 1897 el I Congreso Sionista, al que asistieron casi 200 delegados. Éste fundó la Organización Sionista Mundial (OSM) y formuló el Programa de Basilea que postulaba un hogar en Palestina garantizado por el Derecho Público para el pueblo de Israel.
El filósofo judío de nacionalidad austriaca Nathan Birnbaum fue quien en 1890 utilizó por primera vez el término sionismo para designar al movimiento y doctrina políticos que propugnaban la reunión de los judíos de la diáspora en Palestina.
Sin renunciar al proyecto del nuevo Estado, Herzl dirigió también sus gestiones diplomáticas hacia Inglaterra en procura de un espacio para la colonización judía en el este de África, mediante la aplicación del Plan Uganda, que estuvo a punto de causar un rompimiento en el seno del movimiento sionista internacional. Pero el VII Congreso Sionista reunido en 1905 rechazó este proyecto.
El sionismo sufría una serie de resquebrajaduras por las diferentes corrientes que se expresaban en su seno: los sionistas culturales del periodista ruso Ahad Ha-am, la denominada “religión del trabajo” propuesta por A. D. Gordon, el sionismo socialista que pretendía dar un contenido marxista al sionismo y el sionismo religioso que, apartándose de los originales parámetros librepensadores y laicos bajo los cuales se formó en Basilea, pretendió hacer una simbiosis con el judaísmo ortodoxo y con el fanatismo religioso.
En vísperas de la II Guerra Mundial, en un intento de apaciguar al mundo árabe, el gobierno británico cambió su política con respecto al Oriente Medio. Rompiendo su acercamiento con el sionismo, en medio de las protestas violentas en el yishuv, los ingleses dieron por terminado su compromiso con los judíos en mayo de 1939, propugnaron el aplazamiento de la fundación del Estado judío y garantizaron mientras tanto la permanencia y la seguridad de la mayoría árabe de Palestina al tiempo que limitaron la inmigración de judíos a 75.000 durante los cinco años posteriores.
En mayo de 1942 los líderes sionistas reunidos en el Hotel Biltmore de Nueva York exigieron la creación de su Estado sobre la parte occidental de Palestina. En 1944 el Irgún Tzevaí Leumí, que era la organización guerrillera sionista liderada por Menajem Beguin, inició una revuelta armada contra la dominación británica en Palestina y realizó una cadena de atentados contra los oficiales y soldados británicos de ocupación y los palestinos árabes.
Antes de la Segunda Guerra Mundial los judíos estaban diseminados por el mundo. Había 3’300 mil en Polonia, 3’020 mil en la Unión Soviética, 800 mil en Rumania, 504 mil en Alemania, 445 mil en Hungría, 385 mil en Inglaterra, 357 mil en Checoeslovaquia, 260 mil en Francia, 185 mil en Austria, 175 mil en Lituania, 80 mil en Turquía, 75 mil en Yugoeslavia y en varios otros países.
No obstante su dispersión, que duró desde el año 722 a. C. en que les invadieron los Asirios hasta 1948 en que se retiraron los ingleses, los poderosos vínculos históricos, étnicos, religiosos, culturales, idiomáticos y de costumbres, exacerbados por la persecución de siglos, fueron los que mantuvieron unificada a la nación judía, a pesar del tiempo y la distancia, para persistir en su propósito de volver al Oriente Medio y fundar el Estado de Israel.
Pudieron cumplir este designio, que fue el objetivo más importante del sionismo, en 1948 cuando la Organización de las Naciones Unidas, por resolución de la Asamblea General tomada el 29 de noviembre de 1947, les entregó una pequeña franja de territorio aprisionada entre el río Jordán y el Mediterráneo.
Esta decisión del Organismo Internacional tuvo como antecedente la resolución de la Liga de las Naciones en 1922 de entregar esos territorios bajo mandato a Gran Bretaña con la misión de poner al país en condiciones políticas, administrativas y económicas que aseguren el establecimiento de un hogar nacional judío.
Durante el largo período de la diáspora los judíos constituyeron una <nación pero no un <Estado, porque no tuvieron territorio. Fueron una nación tan bien cohesionada, cuyos miembros estuvieron animados por tan fuertes sentimientos de nacionalidad, que la milenaria persecución y dispersión no hicieron mella en su propósito de retornar al territorio que los romanos llamaron Palestina.
Durante el mandato británico, que duró desde 1920 hasta 1948, el yishuv —o sea el conjunto de los grupos judíos asentados en Palestina— pasó de 50.000 a 600.000 habitantes, la mayoría de los cuales estaba compuesta de refugiados judíos que habían escapado de la persecución nazi. Ellos procedían de 69 países de la diáspora. Inglaterra tenía el firme propósito de abandonar los territorios palestinos antes del 1 de agosto de 1948, fecha en que terminaba su administración. Para este efecto, el 29 de noviembre de 1947 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adoptó un plan de partición de Palestina en dos Estados: uno árabe y otro judío, con Jerusalén como zona internacional bajo su jurisdicción. Esta resolución generó protestas árabes y ataques contra los asentamientos judíos, que degeneraron en una guerra de grandes dimensiones. Pero pese a toda la hostilidad árabe, en la medianoche del 14 de mayo de 1948 el Consejo Provisional del Estado (antiguo Consejo Nacional), en representación del pueblo judío de Palestina y del movimiento sionista mundial, proclamó en Tel Aviv el establecimiento del Estado de Israel.
La fundación del Estado de Israel fue, sin duda, la realización máxima del sionismo, como movimiento político. Después el sionismo se convirtió en la causa nacional de los judíos para defender el territorio de Israel ante las acechanzas de los Estados árabes, que apenas 24 horas después de instalado el nuevo Estado invadieron su territorio en una operación combinada de los ejércitos de cinco países —Egipto, Líbano, Siria, Jordania e Irak— y abrieron un enfrentamiento bélico que duró más de un año y que terminó con el armisticio de 1949, tras el triunfo de las armas israelíes.
Desde entonces se han producido cuatro guerras totales entre árabes y judíos: la de 1948, a raíz de la decisión de la ONU de partir Palestina y entregar un territorio de 15.500 km2 al Estado de Israel; la guerra relámpago de octubre de 1956, en que las fuerzas militares de Moshé Dayán, desalojando a los egipcios, ocuparon el Sinaí e incorporaron 5.200 kilómetros cuadrados a su inicial territorio; la “guerra de los seis días”, que se inició con un ataque aéreo israelí por sorpresa que destruyó los aeropuertos militares egipcios el 5 de junio de 1967 y que puso fuera de combate a los países árabes; y la denominada “guerra del yom kippur” que se inició en las alturas de Golán y el Sinaí el 6 de octubre de 1973 —día del ayuno sagrado de los judíos— con un ataque sorpresivo de las fuerzas combinadas de Siria y Egipto, financiadas por Arabia Saudita y Kuwait y dotadas de sofisticado armamento soviético, para recuperar los territorios perdidos en 1967.
La verdad es que, como afirma el embajador ecuatoriano Ramiro Silva del Pozo en su “Misión en Jerusalén” (1985), “el minúsculo Estado hebreo no tiene a su alrededor un país amigo. Lo rodean cuatro Estados enemigos más o menos hostiles: Egipto, Jordania, Siria y Líbano, a los que cabría añadir más de un millón de refugiados árabes de Palestina, desterrados desde hace años, que cultivan un odio vigilante contra los sionistas y unos doscientos mil ciudadanos de raza, religión y costumbres árabes que, pese a las afirmaciones en contrario de la propaganda isaraelí, de presentárseles la ocasión, harían de caballo de Troya…”
Como resultado de las cuatro confrontaciones militares Israel cuadruplicó el tamaño de su territorio pero con ello creó otras tantas bombas de tiempo en el camino de la paz con los países árabes. A partir de 1967 el mantenimiento de los territorios ocupados se convirtió en la principal preocupación de la política israelí. Los líderes y partidos de la Derecha, con inclusión de los grupos religiosos, se opusieron tenazmente a la devolución de Cisjordania y Gaza, que consideraban parte de Israel, en tanto que en el Partido Laborista las opiniones estaban divididas: unos deseaban la retirada y otros el mantenimiento únicamente de aquellos territorios que tenían importancia estratégica para la seguridad de Israel. Los partidos pequeños —el Partido Comunista, entre ellos— eran contrarios a la ocupación de los territorios conquistados. Bajo el liderazgo de Menajem Beguin el movimiento Likud —formado en 1973 por grupos nacionalistas— se oponía ardientemente a cualquier concesión territorial a los árabes.
Sin embargo, el caso de la ciudad de Jerusalén era especial: una amplia mayoría de los israelíes apoyaba la anexión a Israel de la parte oriental de ella y su unión con el sector judío para formar una sola ciudad unificada. Eso fue lo que hizo el gobierno laborista: integró formalmente ambos sectores pocos días después de la guerra de 1967 y en 1980 la Kneset aprobó una ley que declaraba a Jerusalén “completa y unificada” como capital “eterna” de Israel.
La guerra del yom kippur trajo a Israel consecuencias políticas y económicas muy graves. Produjo un verdadero “terremoto” político. Se levantaron durísimas críticas contra los dirigentes estatales y los mandos militares por la conducción de una guerra que, aunque ganada por Israel, tuvo un costo demasiado alto de sacrificios humanos, militares y económicos. La primera ministra Golda Meir se vio forzada a dimitir en abril de 1974 y fue reemplazada por Isaac Rabin, de las mismas filas laboristas.
La contrapartida de la ocupación israelí fue la exaltación del nacionalismo árabe. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) —que alcanzó un cierto apoyo internacional en las fuerzas de izquierda de varios lugares del mundo y que incluso fue reconocida por la ONU— consumó repetidos actos terroristas contra escuelas, mercados, estaciones de autobús y aeropuertos israelíes. En los Juegos Olímpicos de 1972 en Munich un comando palestino asesinó a 11 atletas judíos, acto que conmovió la opinión pública de Israel.
Pero en noviembre de 1977 ocurrió un hecho impensable que cambió el curso de los acontecimientos en el Cercano Oriente: el presidente egipcio Anwar al-Sadat viajó sorpresivamente a Jerusalén y se presentó en el parlamento israelí para proponer la iniciación de conversaciones de paz. Acto que dejó absorto al mundo. Esas conversaciones se realizaron en la residencia vacacional del presidente norteamericano Jimmy Carter en Camp David (Maryland). Y después de duras y prolongadas negociaciones los líderes archienemigos firmaron en Washington el 26 de marzo de 1979 un tratado de paz. Sin embargo, este tratado dejó abiertos muchos temas, el principal de los cuales fue el de la autonomía de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania.
A comienzos de los años 80 Israel alarmó a la comunidad internacional al mandar destruir con una flotilla de bombarderos un reactor nuclear que el gobierno iraquí construía cerca de Bagdad para la producción de armas nucleares, que eventualmente podían haber sido utilizadas contra Israel. En ese mismo año el gobierno judío dispuso la anexión de los altos del Golán a su territorio. Estos dos hechos dañaron los efectos positivos del acuerdo de paz de Camp David y crearon tensiones en el Oriente Medio. Anwar al-Sadat fue asesinado en octubre de 1981. Dos meses más tarde las fuerzas armadas israelíes invadieron Líbano para liquidar a la OLP, que había sentado allí las bases de sus operaciones terroristas contra el territorio de Israel. Y a causa de la intervención militar israelí la OLP se vio obligada a abandonar Líbano.
Beguin dimitió su función de primer ministro y de jefe del Likud en agosto de 1983 y fue sustituido por el ministro de asuntos exteriores, Isaac Shamir. En las elecciones de julio de 1984, de las 120 curules de la Kneset, el Partido Laborista consiguió 44 y el Likud 41. En esas circunstancias, las dos formaciones políticas rivales se vieron forzadas a integrar un gobierno de unidad nacional encabezado por Shimon Peres, líder del Partido Laborista, hasta octubre de 1986, año en que Shamir reasumió el cargo. En 1992, tras perder las elecciones el Likud, Shamir fue sustituido por el laborista Isaac Rabin.
En diciembre de 1987 surgió en los territorios ocupados la <intifada —palabra árabe que significa “revuelta”, “alzamiento” o “rebelión”— de los palestinos de Judea, Samaria y la Franja de Gaza contra las fuerzas de ocupación israelíes. Durante los años 1989 y 1990 más de 200.000 judíos procedentes de la disuelta Unión Soviética se establecieron en Israel.
En octubre de 1991 se iniciaron en Madrid nuevas conversaciones entre árabes e israelíes, en el seno de la Conferencia de Paz sobre el Oriente Próximo.
El 13 de septiembre de 1993, en una ceremonia especial realizada en los jardines de la Casa Blanca —en presencia del primer ministro israelí Isaac Rabin, del jefe de la OLP Yasser Arafat y del Presidente de Estados Unidos Bill Clinton— el ministro de relaciones exteriores de Israel Shimon Peres y Abu Mazen, representante de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), firmaron un histórico acuerdo de paz que buscó poner fin a 46 años de guerras, terrorismo y hostilidad entre judíos y palestinos.
Como consecuencia de este acuerdo, tras un exilio de 27 años, Arafat hizo una visita a la Franja de Gaza —de la que es originario— y recibió una apoteósica bienvenida de la población palestina. Poco tiempo antes este territorio, junto con la ciudad de Jericó, había recobrado su autonomía después de la ocupación israelí desde la “guerra de los seis días” en 1967. Este fue un paso muy importante en el camino de la paz y en el proyecto de formación del Estado palestino. Después vinieron otros. Se formalizó un acuerdo jordano-israelí el 25 de julio de 1994 para asegurar la paz entre los dos pueblos después de 46 años de beligerancia. El documento fue firmado en Washington, con el presidente Bill Clinton de Estados Unidos como testigo, por el rey Hussein de Jordania y el primer ministro de Israel Isaac Rabin, quien a comienzos de noviembre del año siguiente fue asesinado por un estudiante israelí vinculado con los grupos religiosos y ultraderechistas de su país opuestos a los acuerdos de paz. Después se produjo el entendimiento para la autonomía de Cisjordania entre la OLP y el gobierno israelí. En la ceremonia en que se lo suscribió, celebrada el 24 de septiembre de 1995 en Taba, ciudad situada en la costa egipcia del mar Rojo, fue emocionante ver a través de la pantalla de la televisión el estrechón de manos entre los dos viejos y tenaces enemigos: Shimon Peres, el acerado canciller laborista de Israel, y Yasser Arafat, el indomable guerrillero de la OLP.
Sin embargo, el proceso de paz se vio detenido un año depués por los gravísimos incidentes producidos a fines de septiembre de 1996 entre la policía judía y los manifestantes palestinos en Jerusalén oriental, Gaza y Cisjordania que protestaban por la apertura del túnel de los Hasmoneos ordenada por el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. El túnel es una reliquia arqueológica de hace más de dos mil años que se extiende a lo largo de 488 metros bajo las mezquitas de Omar y Al Akba, en la zona palestina de Jerusalén, consideradas el tercer lugar santo del islam después de La Meca y Medina. Los choques, que duraron cuatro días y en que murieron 80 personas, fueron los más graves desde que en 1987 los palestinos declararon la intifada —rebelión musulmana contra Israel— con repercusiones en la Liga Árabe y en los movimientos integristas Yihad y Hamás. Lo cual obligó al presidente Bill Clinton a convocar el 2 de octubre de 1996 una reunión de emergencia en la Casa Blanca al primer ministro israelí Netanyahu y al jefe palestino Yasser Arafat, con resultados muy poco auspiciosos para los fines de la paz.
Por iniciativa del Presidente norteamericano, en julio de 1994 se reunieron en la <Casa Blanca el primer ministro israelí Isaac Rabin y el rey Hussein de Jordania para firmar un tratado de paz destinado a poner fin a 46 años de guerras, conflictos y tensiones entre sus Estados.
Rabin fue asesinado el 4 de noviembre de 1995 en Tel Aviv por un judío perteneciente a un grupo de extrema derecha. Lo sustituyó el líder laborista Shimon Peres. El rey Hussein murió el 7 de febrero de 1999, después de 46 años de ejercicio del poder. Vino una ola de atentados terroristas cometidos por miembros del grupo fundamentalista Hezbolá, que recibió como represalia el bombardeo israelí del sur del Líbano en 1996.
El proceso de paz sufrió una suspensión a causa de la derrota de Shimon Peres y el triunfo del candidato del Likud Benjamín Netanyahu en las elecciones de mayo de ese año. Prosiguieron los ataques terroristas de grupos islámicos contra objetivos judíos, especialmente promovidos por el grupo Hamás. En respuesta, agentes del Mossad —que es el servicio secreto israelí— intentaron sin éxito asesinar en la capital jordana a Jaled Meshal, líder del Hamás. Las negociaciones entre Israel y Siria que siguieron a la Conferencia de Paz celebrada en Madrid se vieron afectadas por la violencia. Sin embargo, en enero de 1997 se suscribió un acuerdo que obligaba a Israel a retirar sus tropas del centro urbano de Hebrón, aunque podía mantenerlas alrededor de los asentamientos judíos.
Las celebraciones del 50º aniversario de la fundación del Estado de Israel a mediados de 1998 se dieron en medio de un clima de violencia y desconfianza entre los tradicionales enemigos. Los temas fundamentales de las negociaciones de paz estaban estancados. El acuerdo concluido en octubre entre ambas partes —gracias a la mediación de la secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright y a la participación del joven monarca jordano Hussein I— contemplaba la retirada israelí de un 13% del territorio de Cisjordania a cambio de que la autoridad palestina se comprometiera a reforzar la seguridad en la zona. Se entró en un círculo vicioso: Arafat rehusó conversar hasta que Israel cumpliera su compromiso de replegar sus fuerzas militares de Cisjordania mientras que el gobierno israelí se negó a retirarlas hasta que los palestinos empezaran a controlar a los grupos terroristas que amenazaban su seguridad. La Kneset convocó elecciones parlamentarias en el mes de mayo con la idea de que de los comicios pudiera surgir una nueva mayoría parlamentaria que acometiera las conversaciones con un talante distinto al de Netanyahu. Triunfó el candidato laborista Ehud Barak, quien prometió la lucha por una paz estable, para lo cual formó un gabinete de coalición que contó con el respaldo de un parlamento escorado hacia la izquierda.
Pero los odios ancestrales, los rencores acumulados, los fanatismos religiosos y la mutua desconfianza entre los dos pueblos tornaron muy difícil el avance del proceso de paz.
Las acciones de violencia irracional de algunos fanáticos integristas ciegamente convencidos de las ofertas de ganar el cielo previstas en el Corán —algunas de las cuales fueron perpetradas por sujetos suicidas con cargas de explosivos— han torpedeado sistemáticamente las conversaciones de paz durante todos estos años. Dentro de la trágica semiología político-religiosa, actos más o menos intrascendentes, como la visita del líder del Likud Ariel Sharon (1928-2014) al monte del templo en Jerusalén —donde están situadas las mezquitas de Al-Aqsa y de Omar—, considerado lugar sagrado por los islámicos, desencadenaron furiosos enfrentamientos.
Tanto los líderes judíos como los palestinos recibieron grandes presiones internas para endurecer sus posiciones. El primer ministro israelí Ehud Barak tuvo que hacer frente más de una vez a mociones de censura en el parlamento por sus “concesiones y capitulaciones a Arafat”. Y éste fue también objeto de feroces agresiones bajo la acusación de conducir una política de “apaciguamiento” con Israel. Ambos quedaron entrampados en las redes del más grosero fanatismo de sus opositores políticos internos.
La intifada se reactivó el 28 de septiembre del 2000 con un saldo, en los cinco primeros años, de 4.764 víctimas mortales, de las cuales 3.700 fueron palestinas y 1.064 israelíes. Se hicieron esfuerzos persistentes de carácter internacional para favorecer el proceso de concordia. El presidente Clinton consagró muchas de sus horas de trabajo y preocupaciones a la causa de la paz en el Oriente Medio. Promovió varias reuniones cumbres con tal propósito. No se cansó de pedir “paciencia, creatividad y coraje” a los protagonistas y de ofrecerles multimillonarias recompensas en caso de que sus diálogos concluyeran exisosamente. Hasta el último momento de su mandato el gobernante norteamericano realizó gestiones por la paz. En vísperas de la navidad del año 2000 formuló un nuevo plan a los árabes y a los judíos. En las últimas horas de ese año les propuso una “base de discusión” para reanudar las negociaciones, que fue aceptada por el gobierno israelí mas no por los palestinos.
Pero los avances fueron muy limitados y alternaron con retrocesos espectaculares.
El advenimiento del nuevo milenio encontró a los árabes y judíos enredados en una feroz escalada de violencia. El primer ministro judío Ehud Barak mantuvo largas consultas con el presidente egipcio Hosni Mubarak con miras a realizar una reunión tripartita a comienzos del 2001 con el Presidente de la autoridad palestina Yasser Arafat para deliberar acerca del plan propuesto por Clinton, pero la reunión abortó. No hubo acuerdo alguno de sustancia en las cumbres que se efectuaron en Camp David en julio del 2000 y en la Casa Blanca el 2 de enero del 2001 entre el Presidente norteamericano, obsesionado por conseguir un acuerdo de paz antes de terminar su mandato el 20 de enero, y el líder de la autoridad palestina Yasser Arafat.
Los principales temas de la discordia fueron:
1) Las características y atribuciones que debe tener el Estado Palestino a levantarse en los territorios de Cisjordania y Gaza.
2) El status de Jerusalén —ciudad de Cristo, de Allah, del mesías, en la que árabes y judíos han ido a orar, a llorar y a soñar—: si ha de ser la capital “completa, unificada y eterna” de Israel, como quieren los judíos, o si la parte oriental de ella, donde está la ciudad antigua —conquistada por los israelíes en la guerra de 1967—, debe convertirse en la capital del nuevo Estado de Palestina.
3) La suerte de más de un millón de palestinos desplazados por las guerras de 1948 y 1967, que viven principalmente en los campamentos de refugiados de Neirab en Siria y de Talbieh en Jordania en las más precarias condiciones, a quienes el gobierno de Israel se ha negado a recibirlos a pesar del “derecho de retorno” que les reconoció la ONU en 1948.
4) El dominio y control sobre las fuentes acuíferas vitales para el desarrollo de la región, dado que aproximadamente la tercera parte del agua que utiliza Israel proviene de las capas freáticas de Cisjordania y de Gaza.
5) La devolución por Israel de los territorios conquistados militarmente en 1967 y el desmantelamiento de 194 asentamientos en los que viven alrededor de 158.000 colonos judíos sobre territorios palestinos.
Pero estos temas, y todos los que están involucrados en la confrontación árabe-israelí, tienen tal carga emotiva, tan alto contenido de fanatismo, tan encendidas pasiones y tanta sangre derramada en su torno, que hay que hacer indecibles esfuerzos para poder tratarlos con una cierta ecuanimidad, objetividad e imparcialidad. Encontrar fuentes de información confiables es el primer problema porque, parafraseando a Alejandro Magno, en esta guerra, como en todas las guerras, la primera víctima ha sido la verdad.
La “verdad” sionista nada tiene que ver con la “verdad” palestina. Sus versiones sobre los mismos hechos son absolutamente contradictorias. El sionismo, de un lado, y el islamismo, del otro, en medio de su hojarasca propagandística, impiden ver objetivamente los hechos.
Desgastado por los conflictos armados palestino-israelíes, Barak cayó ampliamente derrotado por el líder del Likud Ariel Sharon en las elecciones generales de febrero del 2001. Sharon —que se posesionó de su cargo el 7 de marzo— formó un gobierno de coalición de amplio espectro en el que participaron el Likud, los laboristas y los ultranacionalistas para hacer frente a la intifada palestina. Las cosas se agravaron. La intifada intensificó sus acciones terroristas. En mayo del 2001 Ariel Sharon ordenó operaciones de aviones militares contra reductos facciosos árabes de Gaza y Cisjordania. Inmediatamente los cancilleres de ocho Estados árabes —Egipto, Siria, Arabia Saudita, Jordania, Marruecos, Túnez, Yemen y Bahréin—, reunidos en El Cairo, resolvieron suspender los contactos políticos y diplomáticos con el gobierno de Jesusalén. Los palestinos promovieron una serie de actos terroristas —los más sangrientos de ellos fueron el que protagonizó un joven suicida palestino, miembro del grupo fundamentalista Yijad Islámico, que dio muerte a 21 personas en la discoteca Dolfinarium de Tel Aviv el 1º de junio del 2001; y el del suicida palestino que penetró a la pizzería “Sbarro” en el centro de Jerusalén el 9 de agosto del mismo año y activó una bomba explosiva que mató a 18 personas inocentes, incluidos seis niños, y causó heridas graves a 90—, actos que fueron respondidos por Israel con golpes contundentes: la clausura y toma de posesión de la Orient House, que era la sede central de la OLP y el símbolo de la presencia palestina en Jerusalén, el bombardeo de un puesto policial palestino en la ciudad cisjordana de Ramalá, la incursión de vehículos blindados en Gaza y la destrucción total por helicópteros artillados del cuartel general de la policía palestina que, según el servicio de inteligencia israelí, albergaba una fábrica de armas.
Durante el debate de la Asamblea General de las Naciones Unidas en noviembre del 2001 se produjo un hecho inesperado: el ministro de relaciones exteriores y líder laborista de Israel, Shimon Peres, declaró formalmente que había la posibilidad de crear un Estado Palestino en los territorios de Cisjordania y Gaza. Éste fue un hito histórico. Nunca antes funcionario alguno de Israel había dicho tal cosa. La declaración, por supuesto, fue duramente condenada por los sectores de la Derecha israelí, encabezados por el ex primer ministro Benjamín Netanyahu, que pidieron al primer ministro Sharon la remoción de Peres.
Los cuatro enfrentamientos bélicos —el de 1948, el de 1956, la guerra de los seis días de 1967 y la del yom kippur de 1973— fueron ganados por las fuerzas israelíes, no obstante que Israel tiene algo más de 20.000 kilómetros cuadrados de territorio frente a los 9 millones de km2 los países árabes. Como consecuencia de sus victorias militares Israel ocupó la Franja de Gaza, parte de Jerusalén, el Sinaí, las alturas de Golán, Jericó y otros territorios, de los cuales han sido devueltos a los palestinos Gaza y Jericó en razón del acuerdo de paz celebrado en Washington el 13 de septiembre de 1993 entre el Ministro de Relaciones Exteriores israelí, Shimon Peres, y el representante de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Abu Mazen. Este acuerdo implicó el reconocimiento recíproco entre el Estado de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), como parte de un esfuerzo para poner fin a los enfrentamientos y consolidar la paz en el Oriente Medio.
Durante la segunda administración del presidente Bill Clinton de Estados Unidos (1998-2001) se hicieron persistentes esfuerzos por consolidar la paz entre árabes y judíos. Clinton promovió una serie de reuniones al más alto nivel entre los líderes israelíes y el jefe de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Yasser Arafat. Los esfuerzos fueron vanos. Más pudo la carga de odio y rencor de las poblaciones árabes y judías que causaron serios disturbios a lo largo de los años 2000 y 2001. Los palestinos reactivaron la <intifada en los territorios de Cisjordania. En suma: los líderes palestinos e israelíes fueron desbordados por los grupos de fanáticos de sus respectivos países. Y la tela de Penélope del Oriente Medio volvió a ser destejida.
Después de que Israel y el propio primer ministro Sharon habían aceptado la creación de un Estado palestino como parte de la fórmula de paz en el Oriente Medio, una mayoría del partido gobernante Likud, liderada por el ex primer ministro Benjamín Netanyahu, en una acalorada convención partidista en Tel Aviv el 12 de mayo del 2002, votó en contra de esa posibilidad. Lo cual ocurrió en medio de una escalada terrorista de kamikazes islámicos y de devastadoras represalias armadas israelíes, y creó un serio obstáculo en el camino de la paz, desarmó a Sharon —que había contraído este compromiso— y agudizó la preocupación del mundo por la situación tan explosiva y complicada del Oriente Medio. Arafat, por su lado, de visita a la Basílica de la Natividad en Belén —que poco tiempo antes había sido tomada durante cinco semanas por guerrilleros islámicos—, proclamaba que “Jerusalén es la capital de nuestro Estado independiente de Palestina, no importa quién esté de acuerdo y quién no”.
La segunda intifada se originó el 28 de septiembre del 2000 como indignada protesta de los integristas palestinos por la visita del líder de la oposición derechista de Israel, Ariel Sharón, a la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, llamada por los judíos Monte del Templo, porque allí se levantaron en la Antigüedad los templos de Salomón y Herodes; y reivindicada por los palestinos porque en ella se encuentran las mezquitas de Al-Aqsa y de Omar, desde donde Mahoma ascendió al cielo a horcajadas de su yegua alada, según la tradición musulmana.
Agudizada a lo largo del año 2002, la escalada de violencia llegó a niveles demenciales en el 2003, 2004, 2005, 2008, 2012, 2014. Desde Gaza se lanzaron misiles kassam 2 contra Israel. Las fuerzas armadas israelíes respondieron golpe por golpe. Demolieron con misiles los principales edificios de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en Gaza, muy cercanos al campamento principal ocupado por Yasser Arafat, quien fue reducido a una total inmovilidad.
Según informaciones del ejército judío, en los cinco primeros años la segunda intifada causó 4.764 víctimas mortales, de las cuales 3.700 fueron palestinas y 1.064 israelíes.
En noviembre de 2002, con ocasión del asesinato de doce israelíes en una emboscada —9 militares y 3 colonos— por los miembros de la Yihad Islámica, el primer ministro de Israel Ariel Sharon declaró que el acuerdo de Hebrón, firmado en 1997 con la mediación de Estados Unidos en concordancia con el proceso de paz de Oslo, que reconoció un régimen autonómico a los asentamientos palestinos en la ciudad cisjordana de Ramallah, quedaba anulado y, en consecuencia, ordenó que el ejército israelí tomara.
En abril de 2003, bajo la presión de Washington y en un esfuerzo por bajar los niveles de confrontación, el gobierno palestino encabezado por Yasser Arafat creó la función de primer ministro y nombró a Mahmud Abbas —cuyo nombre de guerra era Abú Mazen— para desempeñarlo. Con lo cual fraccionó el poder antes centralizado de Arafat. El 4 de junio se realizó en la ciudad jordana de Aqaba una reunión cumbre entre los primeros ministros de Israel y de Palestina, con la presencia del presidente George W. Bush de Estados Unidos y del rey Abdala de Jordania, en el marco del plan de paz denominado “road map” (que se tradujo al castellano como “mapa de caminos” u “hoja de ruta”) propuesto por el gobernante norteamericano para la conclusión de la intifada y la creación de un Estado palestino en el año 2005. En esa reunión Ariel Sharon se comprometió a desmantelar algunos asentamientos judíos ilegales como expresión de su voluntad de paz y, por su lado, Abbas ofreció poner fin al terrorismo. “La intifada armada debe terminar —expresó el primer ministro de Palestina— y debemos recurrir a medios pacíficos en nuestra búsqueda de terminar con la ocupación y con el sufrimiento de los palestinos e israelíes”. Pero las buenas intenciones de los dos líderes se vieron contrariadas por la Derecha ultranacionalista israelí y por los grupos extremistas palestinos, especialmente Hamás y la Yihad Islámica, que repudiaron la reunión, condenaron a muerte a Sharon y desataron una nueva y brutal escalada de violencia contra la población civil. Todo lo cual derivó en una declaración de guerra total contra Israel por parte de las Brigadas Ezzedin al Qassam, brazo armado de Hamás, y en una declaración de guerra del gobierno israelí contra este grupo terrorista, cuyos dirigentes fueron considerados objetivos militares.
Se frustró así un nuevo y renovado intento de alcanzar la paz.
No obstante, dos años después —el 8 de febrero del 2005—, con la intermediación del presidente Hosni Mubarak de Egipto, el nuevo Presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, y el primer ministro israelí Ariel Sharon se reunieron en el balneario egipcio de Charm el Cheij para acordar el fin de los cuatro años de la intifada y de la operación de las fuerzas armadas islaelíes en Cisjordania y la Franja de Gaza. Esto aconteció después de la muerte de Yasser Arafat el 11 de noviembre del 2004. Sin embargo, los movimientos radicales palestinos Yihad y Hamás impugnaron la reunión porque, según dijeron, ella “no expresó la posición de los movimientos palestinos”, y también lo hicieron los líderes de la ultraderecha nacionalista israelí. Se volvió a producir lo de siempre: que los esfuerzos de paz de los gobernantes palestinos e israelíes fueron saboteados desde dentro por los sectores violentos. Se repitió el proceso de los acuerdos de 1993 en Oslo entre Yitz Rabin y Yasser Arafat, después de los cuales se abrió una sanguinaria ola de terrorismo y violencia.
A partir del 16 de junio del 2002 el gobierno israelí, presidido por Ariel Sharon, empezó a levantar la llamada “valla de seguridad” para separar Israel de Cisjordania e impedir los ataques terroristas palestinos. La valla tiene 705 kilómetros de largo y se compone, en el 3% de su longitud, de muro de hormigón de casi nueve metros de alto y, en el tramo restante, de alambrada electrificada. Ella sigue en la mayor parte de su trazo la denominada “línea verde” —pactada en el armisticio de Rodas firmado en 1949, tras la guerra que dio paso a la creación del Estado de Israel—, que desde ese momento fue considerada por las Naciones Unidas como la frontera entre ambos países aunque ella en realidad no era más que una línea de armisticio. En tres tramos la valla se adentró una milla hacia el este —para incorporar a los asentamientos judíos de Henanit, Shaked, Rehan, Dalit y Zofim— e implicó la toma de tierras. Hubo también una desviación de casi cuatro millas alrededor de las ciudades de Alfei Menashe y Elkanah y otra de seis millas en la zona del aeropuerto internacional “Ben Gurion” para asegurar el tráfico aéreo. Hubo otros tramos, en cambio, en que la barrera se desvió hacia el interior de la línea verde, en territorio israelí. Veintidós y medio kilómetros de la barrera corresponden al área oriental de Jerusalén.
Tramos de ella se levantaron en territorio israelí y otros en territorio palestino ocupado, teniendo como referencia la “línea verde”. La barrera está compuesta de muros, alambradas, fosas y torres que cubren entre cuarenta y cien metros de ancho y está dotada de sensores automáticos, cámaras de televisión y otros dispositivos electrónicos ultramodernos de control y vigilancia.
La construcción de la barrera, que empezó y concluyó durante las administraciones de Ariel Sharon, a un coste de alrededor de dos mil millones de dólares, fue muy controvertida. Los israelíes la defendieron en nombre de la protección de su población ante los ataques terroristas suicidas procedentes de Cisjordania, que habían dejado un alto número de víctimas inocentes. Los palestinos, en cambio, afirmaron que la cerca electrificada —a la que llamaron muro— era una forma de e implicaba la anexión a Israel de alrededor de 160 kilómetros cuadrados de territorio de Cisjordania. Una declaración del Banco Mundial afirmó que la valla afectaba a cerca de ciento veinte mil personas de dieciséis comunidades palestinas. Las asociaciones de derechos humanos impugnaron la barrera porque restringía la libertad de movimiento de la población palestina. El Tribunal Supremo de Justicia de Israel dictaminó el 30 de junio del 2004, en el curso de su construcción, que el país tenía derecho a levantar la barrera en guarda de su seguridad pero obligó al gobierno a que modificara su trazo original y regresara treinta kilómetros hacia la línea verde para no dañar a los residentes palestinos de la zona; y el 15 de septiembre del 2005 ordenó el derrocamiento de un tramo del muro en el distrito cisjordano de Tulkarem para evitar el encierro, dentro de un enclave, de mil campesinos palestinos. La Autoridad Nacional Palestina denunció que Israel buscaba anexarse territorios y obstaculizar la fundación del Estado palestino. El mundo árabe manifestó su oposición. El jeque Hasan Nasralah, líder del grupo terrorista libanés Hezbolá, expresó que los atentados eran la única respuesta posible a esta iniciativa.
El 8 de diciembre del 2003 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución en la que exhortaba a la Corte Internacional de Justicia de La Haya para que se pronunciara urgentemente, a la luz del Derecho Internacional, acerca de las consecuencias jurídicas de la construcción de la referida barrera sobre los territorios palestinos ocupados por Israel. La Corte de La Haya —que es el órgano judicial de las Naciones Unidas— emitió el 9 de julio del 2004 un fallo no vinculante en el que declaró que la barrera de seguridad era contraria al Derecho Internacional y que, por tanto, debía ser destruída. Israel respondió que tal fallo ignoraba “totalmente el terrorismo palestino” y obviamente se negó a cumplirlo. Argumentó que desde que se erigió la barrera el número de atentados terroristas había disminuido en el 82 por ciento, aunque la motivación de los terroristas era la misma. La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas aprobó días después una resolución, por 150 votos a favor, 6 en contra y 10 abstenciones, en la que exhortó a Israel a obedecer el dictamen de la Corte y a pagar indemnizaciones a los palestinos afectados por la barrera.
Nada de esto obedeció el gobierno israelí.
No obstante, su primer ministro Ariel Sharón, venciendo indecibles dificultades políticas internas, tomó la valiente decisión de levantar —después de treinta y ocho años de ocupación— las veintiuna colonias judías asentadas en la Franja de Gaza y cuatro de los ciento veinte asentamientos en el norte de Cisjordania, que habían sido condenados por las Naciones Unidas mediante resoluciones de 1967, 1979, 1980, 1981 y 1997, para despejar el camino de la paz. No le fue fácil a Sharón llevar adelante la dura operación de evacuar los ocho mil colonos de Gaza, que empezó el 15 de agosto del 2005, y luego demoler sus viviendas. El plan Sharón dividió en dos la opinión pública israelí. En Jerusalén se movilizaron multitudes para protestar por la desocupación, aunque hubo también en Tel Aviv movilizaciones populares de respaldo. Los dos principales partidos políticos —el Laborista y el Likud— se dividieron internamente.
Poco tiempo después el primer ministro israelí cayó gravemente enfermo y quedó descerebrado. Cien días después, de acuerdo con la ley, se le declaró mentalmente incapacitado para gobernar. Fue sustituido por Ehud Olmert. Pero antes de su postración, como consecuencia de sus discrepancias con su partido Likud en torno al plan de descolonización de Gaza y Cisjordania, fundó en noviembre del 2005 un nuevo partido —el Kadima, que en hebreo significa “adelante”—, que triunfó en las elecciones generales celebradas el 28 de marzo del 2006 y al que se alió el veterano líder socialista Shimon Peres, al margen de la línea política del Partido Laborista en que militaba. Lo hizo, según explicó, porque quería dedicar su tiempo a la paz, ya que “la paz es más importante que cualquier partido”.
Se diría que el plan Sharón desordenó la vida política de Israel. Los dos tradicionales partidos —el Laborista, de centro-izquierda, y el Likud, de la derecha tradicional—, que habían gravitado largamente en la vida política de Israel, entraron en una seria crisis por sus discrepancias internas respecto a la búsqueda de la paz en el Oriente Medio. El tema produjo la ruptura de sus máximos líderes con sus partidos: Sharón con el Likud y Peres con el Partido Laborista.
El factor detonante fue la decisión del jefe de su partido, Amir Peretz, de retirar al laborismo del gobierno de unidad nacional que había forjado Sharón para instrumentar su plan de paz. Peres consideró que esa era una decisión errónea. En alusión a su lucha por la paz explicó: “Aprendí de mi maestro (David Ben Gurión, el fundador del Estado de Israel) a preferir el interés nacional al interés partidista”. Y agregó que había llegado el momento en que “ya no es posible quitar el consenso a un Estado palestino, a la necesidad de dividir la bíblica tierra de Israel, o de alterar el mapa de asentamientos”. Y entonces, a sus 82 años, el veterano y recio líder laborista se juntó a su tradicional y enconado adversario de tantas batallas, Ariel Sharón, en la búsqueda de la paz para el Oriente Medio.
El caso de Shimon Peres era muy especial. Tenía una larga trayectoria política: militante de la organización armada clandestina Hagana que luchó por la implantación del Estado judío en 1948, cofundador y líder del Partido Laborista, líder de la oposición en la Kneset, primer ministro, canciller, ministro de defensa, ministro de transportes y comunicaciones, diputado en varios períodos, premio Nobel de la Paz (1994).
Junto a Sharón y a Peres se separaron de sus partidos varios importantes dirigentes, que en las elecciones del 28 de marzo del 2006 llevaron al poder al nuevo partido Kadima.
Pero la ejecución del plan de paz de Sharón causó también estragos al otro lado. El 25 de enero del 2006 ocurrió lo impensable: la banda terrorista Hamás —fundada en 1987 en la Franja de Gaza con el comienzo de la primera intifada— ganó las elecciones parlamentarias y obtuvo 74 de las 132 curules del parlamento palestino. Lo cual le dio el derecho de asumir el gobierno. Fue derrotado el movimiento Al Fatah —fundado por Yasser Arafat— que dominó la política palestina durante cuatro décadas y que en ese momento ejercía el poder.
Lo paradójico fue que en Israel triunfaron los moderados, que eran partidarios de una paz negociada, mientras que en Palestina ganaron los intransigentes, que sostenían la tesis de que Israel debía desaparecer.
El triunfo electoral de Hamás, como era lógico, produjo una conmoción en Israel y en sus países amigos porque entrañó un cambio fundamental en las correlaciones geopolíticas del Oriente Medio. El primer ministro interino de Israel, Ehud Olmert, no ocultó su preocupación por el triunfo de Hamás y descartó cualquier trato con el grupo que había asesinado a centenares de israelíes en atentados suicidas y que tenía como uno de sus objetivos la destrucción de Israel.
En marzo del 2006, previa la aceptación del presidente Mahmud Abbas y la ratificación por el parlamento —porque era un gobierno de corte parlamentario—, Hamás asumió el poder con Ismail Haniyeh como primer ministro. Como habían fracasado sus intentos de formalizar un entendimiento con la Organización de Liberación de Palestina (OLP), se produjo una “cohabitación” —para hablar en términos de la política francesa— entre la OLP, que ostentaba la jefatura del Estado con el presidente Mahmud Abbas, y Hamás que había asumido la jefatura del gobierno con Haniyeh, dos grupos islámicos que mantenían posiciones diferentes en cuanto al reconocimiento del Estado de Israel y a la validez de los acuerdos palestino-islaelíes. Haniyeh formó su primer gabinete compuesto de veinticuatro ministros, en el que había una mujer y un cristiano, cosa inusitada en tratándose de un integrista islámico. Mahmud al-Zahar —cofundador de Hamás, hombre de la línea dura y sobreviviente de un bombardeo israelí en el 2003— fue designado ministro de asuntos exteriores y Saeed Seyam, conocido por su posición pragmática, ministro del interior, bajo cuyo mando estaban las fuerzas de seguridad.
Hay que recordar que el fundador de Hamás, Sheikh Ahmad Yassin, fue declarado objetivo militar por las fuerzas israelíes y violentamente eliminado por ellas el 22 de marzo del 2004. Suerte que también corrió su sucesor Abdel Aziz Rantissi. Fue entonces cuando, por motivos de seguridad, varios líderes asumieron el mando colegiado de la organización: Ismail Hania, Jaled Mashaal, Mahmud al-Zahar, Hassan Yousef, Mohamend Abu Tir, Nizar Rian, Sa’id Siam, Sami Abu Zahari, con el soporte financiero y logístico de algunos países árabes.
El presidente ultraconservador de Irán, Mahmud Ahmadinejad, en un discurso pronunciado el 26 de octubre del 2005 ante una multitud de estudiantes, invocando el recuerdo del ayatolá Ruhollah Jomeini, expresó que “Israel debe ser borrado del mapa” y que este “no es el único objetivo de Irán, sino simplemente el primero”. Lo cual provocó una serie de protestas en el mundo, empezando por las Naciones Unidas y la Unión Europea.
Fanático religioso, aquejado de delirio de grandeza, el gobernante iraní pretendía la supremacía planetaria del islam para cambiar la historia del mundo, según decía. Lo cual explicaba su interés en desarrollar armas nucleares, con el financiamiento de su gran producción petrolera —cuatro millones de barriles diarios en el año 2005—, y su decisión de ampliar su ya gigantesco ejército de dos millones de efectivos.
El ayatolá Alí Jamenei, supremo líder de Irán, declaró a mediados del 2012 que Israel es “una excrecencia sionista artificial que desaparecerá del paisaje” de la región.
En las elecciones generales de Israel celebradas el 10 de febrero del 2009 triunfó, por estrecho margen, el líder de la derecha radical Benjamín Netanyahu, candidato del partido Likud. Consecuentemente, el presidente Shimon Peres le encargó formar el nuevo gobierno para reemplazar al del primer ministro cesante Ehud Olmert. Por este medio el líder del Likud volvió a la jefatura del gobierno, al frente de una coalición de fuerzas de la extrema Derecha israelí integrada por cuatro partidos: Likud, Yisrael Beiteinu, Shas y Unidad por la Torá, en la que no dejaba de extrañar la presencia del Partido Laborista, ubicado en la centro-izquierda de la política israelí, como quinto miembro de la alianza.
Se formó así una suerte de “cohabitación” entre Peres, Presidente de Israel, militante del partido Kadima, y el ultraderechista primer ministro Netanyahu.
Netanyahu era hombre duro. Sirvió, con el rango de capitán, en una unidad de comando del ejército de Israel en la guerra de 1973. Fue primer ministro de 1996 a 1999. Después se desempeñó como ministro de finanzas en el 2005. No apoyaba el proyecto del futuro Estado palestino y había sido un intolerante crítico del pacifismo propugnado por la izquierda en su país.
En su discurso de investidura el 30 de marzo del 2009, afirmó que estaba dispuesto a negociar la paz con los palestinos, aunque se abstuvo de hablar de un Estado palestino, y atacó duramente a Irán por sus designios de fabricar armas atómicas.
Se abrió un nuevo capítulo en la confrontación ideológica, política, económica, religiosa y militar entre judíos y palestinos.
El 18 de marzo del 2013 el parlamento israelí confió un tercer período de gobierno a Netanyahu. Y al presentar a su nuevo equipo de colaboradores, el líder conservador expresó que su mayor prioridad será “la seguridad de los ciudadanos y la negociación de un acuerdo de paz con Palestina que ponga fin al histórico conflicto”.
Años atrás, en 1975, en el marco de este largo proceso de hostilidad y a instancias de los países árabes y de sus aliados, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una declaración que señalaba que el sionismo es una forma de racismo. Declaración que los grupos radicalizados árabes y africanos adversos a Israel pretendieron que fuera ratificada por la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas sobre Racismo reunida en la ciudad de Durban, Sudáfrica, del 31 de agosto al 8 de septiembre del 2001, con la asistencia de 160 Estados, pero que fue denegada por un amplio sector de los delegados en medio de encendidos debates acerca de la situación del Oriente Medio y con el retiro de los representantes de Estados Unidos y de Israel. Finalmente prevaleció en la sala el criterio de que el sionismo era una forma especialmente intensa de <nacionalismo —en el sentido de la afirmación de la nación judía no obstante la dispersión de su gente en muchos lugares del planeta— y, en algunos casos, una expresión primitiva de fanatismo religioso, pero no una forma de racismo.
La Conferencia de la ONU sobre el racismo —conocida como Durban II— volvió a reunirse del 20 al 24 de abril del 2009, esta vez en Ginebra, con la participación de 103 Estados miembros de la Organización Mundial pero con la ausencia de Israel, Estados Unidos, Canadá, Alemania, Holanda, Italia, Nueva Zelandia, Polonia y Australia. En medio de bochornosos incidentes iniciados por el presidente Mahmud Ahmadinejad de Irán, se alcanzó por consenso una declaración de condena al racismo, la xenofobia y la discriminación pero en la que se dijo que el Holocausto “jamás debe ser olvidado”.
Abduleteef Al-Mulhim, editorialista árabe del diario “Arab News” de Arabia Saudita, en un artículo publicado el 6 de octubre del 2012, sostuvo que “el conflicto árabe-israelí es el conflicto más complicado que el mundo haya experimentado” y se planteó la pregunta: “¿cuál fue el costo real por no reconocer a Israel en 1948 y por qué los Estados árabes no gastan sus activos en educación, cuidado de la salud e infraestructuras en lugar de en guerras?” Agregó: “La destrucción y las atrocidades no eran hechas por un enemigo extranjero. El hambre, los asesinatos y la destrucción de estos países árabes son causados por las mismas manos que están supuestas a proteger y construir la unidad de estos países y salvaguardar al pueblo de estos países”. Y concluyó que “el mundo árabe desperdició cientos de billones de dólares y perdió decenas de miles de vidas inocentes luchando contra Israel, al cual consideraba su enemigo jurado, un enemigo cuya existencia nunca reconoció. Los enemigos reales del mundo árabe son la corrupción, la falta de buena educación, la falta de un buen cuidado para la salud, la falta de libertad, la falta de respeto por las vidas humanas y, finalmente, dictadores que utilizaron el conflicto árabe-israelí para oprimir a sus propios pueblos”, cuyas “atrocidades son peores que todas las guerras árabe-israelíes a gran escala”. Mientras tanto —afirmó Abduleteef Al-Mulhim— “Israel ahora tiene las instalaciones de investigación más avanzadas, las mejores universidades e infraestructura avanzada. Muchos árabes no saben que la expectativa de vida de los palestinos que viven en Israel es mucho más larga que la de muchos estados árabes y que ellos disfrutan de más libertad política y social que muchos de sus hermanos árabes”.
En la búsqueda de la paz en el Oriente Medio un paso necesario y conveniente era el evitar que Irán alcanzara sus fines de fabricación de armas nucleares, cuyo principal destino serían, sin duda, Israel. Ya lo había dicho y repetido pocos años antes el presidente iraní Ahmaninejad: “Israel debe ser borrado del mapa”.
El desarme de Irán era pues un objetivo fundamental en la búsqueda de la paz mundial.
Eso condujo a Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia, China y Alemania a abrir negociaciones con Irán sobre el problema nuclear.
El 2 de abril del 2015, después de un año y medio de negociaciones en la ciudad de Lausana, Suiza, alcanzaron un acuerdo preliminar con Irán sobre principios de la cuestión nuclear, que abría la posibilidad de negociar en el futuro inmediato un texto definitivo sobre el programa nuclear iraní que contemplaba un control escalonado sobre las actividades atómicas de Irán a lo largo de los próximos diez a veinticinco años, para lo cual el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), con sede en Viena, tendría acceso sin previo aviso a las instalaciones atómicas iraníes. Todo esto a cambio de suprimir las sanciones nucleares impuestas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y alivianar las represalias económicas, financieras y energéticas que las potencias de Occidente habían impuesto a Irán por sus gestiones atómicas y que habían asfixiado la economía iraní.
El levantamiento de esas sanciones dependerá de los informes que la OIEA presente acerca del cumplimiento de los compromisos asumidos por Irán. Bien entendido que si el Estado islámico las incumpliere, las sanciones volverán a entrar en vigor automáticamente.
El objetivo de tales negociaciones fue evitar que Irán fabricara armas atómicas, amenazara a sus vecinos —especialmente a Israel, del que el presidente iraní pocos años antes anunció que sería “borrado del mapa”— y desestabilizara la región. Irán no dejaría de enriquecer uranio pero lo haría con fines pacíficos, disminuiría el número de sus centrifugadoras, se sometería a la intensiva vigilancia internacional y orientaría su programa nuclear hacia fines pacíficos.
Obama aseguró que el eventual acuerdo bloqueará el acceso de Irán hacia la fabricación de armas nucleares. Afirmó que el país persa “ha accedido a la mayor cantidad de inspecciones y transparencia jamás negociadas por cualquier programa nuclear y sostuvo que “este acuerdo no está basado en confianza, sino en verificación sin precedentes”.
Sin embargo, en un acto inusual, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu fue recibido el 3 de marzo del 2015 en el seno del Congreso de Estados Unidos —de mayoría republicana—, a espaldas de la Casa Blanca, para impugnar las negociaciones que en ese momento se realizaban en la ciudad de Lausana, Suiza, entre el gobierno de Barack Obama e Irán acerca del programa nuclear iraní.
En su discurso ante los legisladores —con un inglés impecable— Netanyahu afirmó que ese tan complicado acuerdo en torno a la cuestión nuclear pondrá en pie la infraestructura de Irán para fabricar bombas atómicas y dejará a Israel, el Oriente Medio y el mundo bajo la amenaza de una “pesadilla nuclear”. Agregó que si los planes de Obama prosperaran el mundo tendrá que afrontar en los próximos años “un Irán más peligroso, un Oriente Próximo lleno de bombas nucleares y una cuenta atrás hacia una pesadilla nuclear potencial”.
El argumento central de Netanyahu fue que, aunque el acuerdo congelase el programa nuclear, a Irán le bastaría un año o menos para reactivarlo en la producción de armas nucleares. “Es por esto que es un acuerdo tan malo —afirmó Netanyahu— porque no bloquea el camino de Irán hacia la bomba” sino que “allana el camino para que Irán consiga la bomba”. Lo cual atentará contra los equilibrios del Oriente Medio.
Cerca de cincuenta parlamentarios del Partido Demócrata abandonaron la sesión en señal de protesta por la presencia y palabras del primer ministro israelí, que sin duda tendieron a socavar la autoridad del Presidente estadounidense en las negociaciones nucleares con Irán, en las que participaban, en estrecha alianza internacional, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia y China —los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas— más Alemania.
Pero el Presidente norteamericano aclaró que “el acuerdo no ha sido firmado” y que sólo es un principio de entendimiento. Y, en respuesta a las palabras del primer ministro israelí, dijo que “si Netanyahu busca la forma más efectiva de que Irán no tenga un arma nuclear, esta es la mejor opción”.
Y agregó, primero, que Irán no podrá desarrollar una bomba de plutonio porque no podrá generar plutonio del grado suficiente para fabricar armas, y, segundo, que el acuerdo bloquea el camino a una bomba con uranio enriquecido.
Argumentó que Irán, por su lado, “accedió a reducir el número de sus centrifugadoras de uranio en dos tercios, de modo que no podrá acumular los materiales necesarios para construir un arma. Si Irán hace trampa, lo sabremos. Si vemos algo sospechoso, lo investigaremos. A cambio de las acciones de Irán, la comunidad internacional ha accedido a aliviar ciertas sanciones”, detalló el presidente norteamericano.
Por su parte, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia saludó el acuerdo preliminar llamado a tener “un impacto positivo en la situación de seguridad global en Medio Oriente”.
En el curso de estas y otras graves tensiones internacionales el parlamento israelí, en la sesión celebrada el 19 de julio del 2018, aprobó por 62 votos favorables contra 55 negativos un controvertido proyecto de ley fundamental —de naturaleza constitucional— que definió a Israel como “el Estado nación del pueblo judío, donde se aplica su derecho natural, cultural, religioso, histórico, así como su derecho a la autodeterminación”, y que declaró al hebreo como su lengua oficial y a Jerusalén como la capital nacional.
En tal oportunidad, el Primer Ministro Benjamín Netanyahu declaró: “Es un momento decisivo en la historia del Estado de Israel que inscribe en el mármol nuestra lengua, nuestro himno y nuestra bandera”.
En el debate parlamentario, el diputado Avi Dichter del Likud —partido de Netanyahu—, dirigiéndose a los diputados árabes, les dijo: “ustedes no estaban aquí antes que nosotros y no se quedarán aquí después que nosotros”.
Pero las fuerzas de oposición formularon duras críticas contra la decisión parlamentaria. El diputado árabe Yusef Jabareen afirmó que esa ley alentaba “no sólo la discriminación sino también el racismo” y perpetuaba “el estatuto de inferioridad de los árabes en Israel”. Y Saeb Erakat, Secretario General de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), declaró que dicha ley “legalizaba oficialmente el apartheid”.
En el ámbito internacional, la Unión Europea (UE) expresó su preocupación porque esa ley podría “complicar” la solución del conflicto palestino-israelí, y la Liga Árabe la calificó de “peligrosa” porque consagraba “prácticas racistas”.