En el siglo XV, después del colapso de la etapa medieval, se produjeron graves convulsiones en las sociedades europeas azotadas por el desempleo. Ellas tenían muchos puntos de estrangulamiento que impedían la creación de nuevas oportunidades de trabajo. Se llenaron de vagabundos y pordioseros, en completa miseria, que eran auxiliados por la caridad privada y la asistencia pública. La legislación isabelina en Inglaterra, con la llamada Ley de Pobres —Poor Law— de 1601, trató de sistematizar la ayuda a esos desvalidos aunque con resultados insatisfactorios. Esta ley, que fue el antecedente de la seguridad social, impuso una contribución que se cobraba a los ciudadanos en las parroquias para financiar la asistencia a los pobres.
En la segunda etapa de la <revolución industrial, a mediados del siglo XIX, comenzaron las preocupaciones de los pensadores políticos por la situación social y económica de los trabajadores fabriles. Es abundante la literatura de denuncia formulada por el pensamiento socialista de esa época. El <Manifiesto Comunista hizo en 1848 un ataque demoledor contra el orden de cosas imperante en el capitalismo libreconcurrente de su tiempo. Entonces empezaron a establecerse las bases de la defensa sistemática de los <proletarios.
El primer régimen de seguros sociales fue instituido en Alemania en 1883, bajo el programa social de Otto von Bismarck. Envolvía protección frente a accidentes del trabajo, enfermedad, invalidez y vejez. El sistema era financiado por las cotizaciones de los patronos y de los asalariados.
En Francia el primer sistema de protección para accidentes del trabajo se puso en práctica en 1898 y la primera ley sobre la materia data del 5 de abril de 1928, aunque anteriormente se habían otorgado garantías parciales en beneficio de funcionarios, mineros, marinos, ferroviarios y obreros de los arsenales.
En Inglaterra la National Insurance Act de 1911 estableció el seguro de enfermedad, invalidez y de paro forzoso. Con el paso del tiempo el sistema alcanzó un extraordinario desarrollo por el impulso que le dio el Partido Laborista.
En Estados Unidos empezó a regir en 1937 la ley de seguros sociales que protegió a los trabajadores norteamericanos de los riesgos de la edad avanzada y del paro laboral. Después el sistema se amplió hacia otras prestaciones.
Sin embargo, la expresión seguridad social, entendida como un sistema de protección colectiva de los riesgos de la vida, se debe al Social-security Act del Presidente Franklin D. Roosevelt de Estados Unidos en 1935, recogida más tarde en la Carta del Atlántico en 1941, en la Conferencia Internacional del Trabajo reunida en Filadelfia en 1944, en la Carta de las Naciones Unidas de 1945, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en la Convención Europea para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales de 1950 y en muchos otros documentos posteriores.
A partir del Plan Beveridge publicado en 1942 —inspirado por el economista inglés sir William H. Beveridge (1879-1963), autor del libro “Empleo Total en una Sociedad Libre”, publicado en 1911, que alcanzó resonancia mundial— Inglaterra incluyó en la seguridad social a toda la población, al igual que lo hicieron los países escandinavos, y desenvolvió un programa de protección denominado “desde la cuna hasta la tumba” —con la Family Allowances Act de 1945, la National Insurance Act de 1946, la National Insurance Industrial Injuries Act de 1946, la National Health Act del mismo año y la National Assistance Act de 1948— destinado a atender las necesidades básicas de todas las personas a partir de su nacimiento, y aun antes. El sistema les asistía durante su vida, les ayudaba con ingresos cuando se encontraban desempleadas, enfermas o habían llegado a la edad de retiro y asumía los gastos funerales y auxiliaba a los familiares que de ellas dependían con pensiones especiales cuando morían.
En momentos en que estaba en curso un proceso histórico de sustitución de la caridad privada por la beneficencia pública y de ésta por el seguro social, el profesor Beveridge de las universidades de Londres y de Oxford dirigió la comisión que llevó su nombre encargada de diseñar la organización política y social de Inglaterra y planteó la urgencia de suprimir la necesidad absoluta y la necesidad parcial que sufre la población, mediante la provisión de la suma de cosas que ella requiere o del dinero para obtenerlas, ya sea que lo gane con su trabajo o que el Estado le proporcione a través de los sistemas de seguridad social. Su propuesta incluyó “un plan general de cuidados médicos de todas clases para todo el mundo”. Esos cuidados abarcaban servicios dentales, oftálmicos, de medicina general, medicina especializada, consulta, asistencia y toda clase de auxilios médicos en el hogar y en el hospital. Así entendía Beveridge la seguridad social.
Había nacido un nuevo concepto de protección a la gente, que se diferenciaba del de seguro social u otros similares en que entrañaba un programa de amparo en favor de toda la población —y no sólo de los trabajadores— en los casos de quebranto de la salud, embarazo, vejez, invalidez, muerte, desempleo, disminución o falta de ingresos y otros riesgos de la vida social.
La diferencia fundamental entre seguro social y seguridad social es que el primero atiende con sus prestaciones solamente a los trabajadores mientras que la segunda abarca a la totalidad de la población.
Durante la segunda postguerra los sistemas de seguro social se desarrollaron en todo el mundo para proteger a los trabajadores. Sus tres características esenciales fueron: 1) que era obligatorio, 2) que tenía como antecedente una relación de trabajo y 3) que poseía un régimen financiero legal.
Para la seguridad social el sujeto de las prestaciones es la familia y no el trabajador individual. Esto es muy importante porque se considera que la familia es el núcleo indivisible que debe ser atendido. Las eventualidades previstas son: enfermedad, lesiones, maternidad, invalidez, ancianidad, muerte, viudedad, orfandad, desocupación y otras privaciones graves.
La gran ventaja de los seguros sociales estatales —comprendidos dentro del gran marco de la seguridad social— es que, por el gran número de sus afiliados, las aportaciones de los trabajadores son relativamente bajas y los servicios que reciben muy completos. Sin embargo, hay la tendencia a privatizar los seguros sociales. Lo cual resulta muy peligroso porque, bajo la lógica de la optimización de beneficios, hay razones para temer que las empresas privadas aseguren exclusivamente a la gente joven, sana y rica, que le representa menos egresos, y dejen para el desfinanciado seguro social del Estado la protección de los pobres, los viejos y los enfermos.
En general, la seguridad social considerada como mercancía tiene graves inconveniencias. Las empresas aseguradoras, para maximizar sus utilidades, disminuyen todo lo que les es posible sus gastos en perjuicio del asegurado. Evitan los médicos prolijos que piden muchos exámenes. Eluden los tratamientos caros. Presionan para dar de alta a los pacientes en los hospitales lo antes posible. Porque todas estas operaciones les representan mucho dinero. Y eso conspira contra sus posibilidades de lucro. Esta es, en el fondo, la gran discusión de nuestros días, especialmente en América Latina, entre los “privatizadores” de la seguridad social y los que quieren mantenerla como un servicio público del Estado.
En 1980, durante la dictadura de Augusto Pinochet, la seguridad social del Estado fue reemplazada en Chile por un sistema privado de pensiones basado en la capitalización individual de los trabajadores. Unas entidades particulares constituidas como compañías anónimas, llamadas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), gestionan los recursos de los trabajadores cotizantes, los invierten en el mercado de capitales y con parte de sus rendimientos atienden, en su momento, las pensiones de vejez, invalidez y sobrevivencia de los trabajadores. Cada afiliado tiene una cuenta individual en la AFP de su preferencia, donde deposita sus aportaciones. Éstas se capitalizan y ganan intereses. Parte de ellos se canaliza como dividendos para las empresas administradoras —que perciben utilidades impresionantemente altas—, parte va hacia los inflados gastos de administración, publicidad y marketing de ellas, y parte se distribuye entre los trabajadores pensionistas o sus herederos en forma de pensiones de vejez, invalidez o sobrevivencia, cuya cuantía depende directamente del monto aportado por cada trabajador durante su vida activa. Aquí no hay cabida para solidaridad ni rigen los principios del <mutualismo. El trabajador que más cotiza tendrá una pensión mejor.
El sistema se extendió hacia unos siete u ocho países latinoamericanos, con resultados diversos pero con el unívoco designio de suprimir la igualdad, la universalidad y la solidaridad en la prestación de los servicios sociales.
La denominada reforma previsional chilena, que privatizó el sistema de pensiones, respondió a la tendencia liberalizadora de la economía que soplaba fuertemente sobre América Latina en los años 80. Se convirtió, por eso, en un importante “producto de exportación” chileno hacia otros “mercados” latinoamericanos, que estaban en la misma onda de <liberalización de la economía y de <privatización de los activos públicos. Un grupo de economistas jóvenes —los denominados “Chicago boys”—, bajo la conducción de Miguel Kast, recién llegado de la Universidad de Chicago, trabajaron en la reforma dentro del ODEPLAN desde 1974, al abrigo de la dictadura de Augusto Pinochet, para sustituir el sistema de reparto de la seguridad social estatal por el de capitalización individual y privatizar la administración de los ahorros de los trabajadores en todas sus etapas: recaudación, manejo, inversión y pago de pensiones.
Los resultados de esta reforma se han discutido acaloradamente en Chile a lo largo de mucho tiempo. Los sectores políticos de la derecha chilena han defendido apasionadamente el manejo privado de los aportes laborales por las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) mientras que las izquierdas lo han condenado radicalmente. Mas, en medio de la controversia, algo ha quedado muy claro: la previsión social, convertida en negocio privado, ha rendido espectaculares utilidades a un reducido número de AFP, que han manejado los cuantiosos recursos institucionales de la seguridad social.
En Argentina se produjo la reversión de este sistema. Por iniciativa de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner —en consonancia con la opinión de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)— el Senado argentino aprobó el 20 de noviembre del 2008 la estatificación de la administración de los fondos de jubilación y pensiones de los trabajadores, que había sido privatizada en 1994 por el gobierno del presidente Carlos Menem y su ministro de economía Domingo Cavallo, en pleno auge de las ideas neoliberales en la América Latina de aquellos años. La privatización trajo muy negativas consecuencias para los intereses de los trabajadores, ya que sumas muy importantes de sus ahorros se perdieron en las especulaciones e inversiones de la Bolsa por parte de las administradoras privadas de esos fondos. Fueron además muy magros los resultados de sus inversiones y muy altas las utilidades de las AFP argentinas, que se llevaron un promedio de 33 pesos por cada 100 aportados por los afiliados.
Fue para evitar este ruinoso manejo de los fondos de los trabajadores argentinos que el Estado asumió la gestión de ellos a través del Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA), aprobado por iniciativa del Congreso Argentino el 20 de noviembre del 2008.