Los vencedores de la primera conflagración mundial (1914-1918) quedaron llenos de temor y desconfianza respecto de las reacciones de la Alemania derrotada, que había sido sometida por los aliados a muy duras represalias económicas, políticas y militares. Francia creía que una nueva guerra era inevitable. Y, previendo los acontecimientos, había emprendido desde 1928 la construcción de la denominada Línea Maginot —una gigantesca barrera fortificada de hormigón levantada a lo largo de sus 400 kilómetros de frontera con Alemania— para protegerse de cualquier agresión.
Los alemanes, por su parte, también levantaron a finales de la primera postguerra la Línea Siegfried, que fue otra gigantesca barrera fortificada sobre su frontera de 630 kilómetros con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Holanda, para protegerse de la “inminente invasión francesa”, que invocaban con frecuencia los líderes nazis para cohonestar su armamentismo.
Ambas líneas fortificadas —la Línea Maginot y la Línea Siegfried— contaban con voluminosos muros, búnkeres, túneles, centenares de kilómetros de galerías, trampas para tanques, minas, obstáculos de concreto, rieles cruzadas, alambradas, depósitos de municiones y de abastecimientos, equipos generadores de electricidad y otras instalaciones tácticas.
La fortificación francesa debió su nombre al ministro de guerra André Maginot, quien ejerció sus funciones desde 1924 a 1931 e inspiró la construcción de la obra —cuyos trabajos empezaron en 1928— con el apoyo del mariscal Henri Philippe Pétain y las oposiciones del político Paul Reynaud y del coronel Charles De Gaulle.
El precario orden internacional que surgió del Tratado de Versalles —firmado el 28 de junio de 1919 entre las potencias aliadas y Alemania— empezó a derrumbarse con la invasión japonesa a Manchuria en 1931. La comunidad internacional no pudo frenar al Japón en sus intenciones expansionistas. Hitler se anexó por la fuerza o la intimidación varios territorios. Empezó con Austria tres años después de que la Italia fascista invadiera impunemente Etiopía. Austria fue ocupada por las fuerzas militares nazis en la primavera de 1938 y anexionada al Tercer Reich, en cumplimiento del viejo sueño del führer, a vista y paciencia de la comunidad internacional que estaba paralizada de miedo ante el poderío militar nazi. En julio de 1936 se produjo el alzamiento falangista en España que destruyó el régimen republicano. Hitler y Mussolini ayudaron al caudillo falangista general Francisco Franco Bahamonde durante la guerra civil española con más de cien mil soldados, aviones, buques, submarinos, tanques, cañones antiaéreos y piezas de artillería. Recordemos la denominada Legión Cóndor de combatientes hitlerianos en suelo español. En la primavera de 1939 Alemania convirtió en “protectorados” a Bohemia y a Moravia. Arthur Neville Chamberlain y Edouard Daladier, primeros ministros de Inglaterra y Francia, hicieron en ese momento concesiones suicidas a favor de Hitler en el caso de los sudetes checos. “Ahora habrá paz” dijo Chamberlain a su regreso de Munich, pero Winston Churchill comentó: “Inglaterra y Francia tenían que elegir entre la guerra y el deshonor. Eligieron el deshonor. Pero tendrán la guerra”. El 21 de agosto de 1939 la Unión Soviética firmó con el líder nazi el vergonzoso acuerdo de no agresión, denominado pacto Ribbentrop-Molotov, que permitió a Hitler invadir Polonia y atacar el oeste y el norte europeos, y a Stalin, quedar con las manos libres para anexionarse Estonia, Letonia y Lituania —en el más puro estilo hitleriano— y después, en junio de 1940, exigir a Rumania la cesión de Besarabia y Bukovina. El ministro de asuntos exteriores de la URSS, Vyacheslav Molotov, se entrevistó con Hitler el 10 de noviembre de ese año y retornó a Moscú cargado de buena voluntad hacia Alemania, que se tradujo en la suscripción del convenio económico germano-soviético en enero de 1941.
Pero mientras transcurría la política de apaciguamiento entre los dos Estados y la actitud contemplativa de las potencias occidentales, Alemania rehacía su maquinaria militar y emprendía el rearme a gran escala. Su industria estaba dedicada a la producción para la guerra. El programa militar del III Reich, diseñado y ejecutado por Hitler, rompía el equilibrio europeo y apuntaba claramente hacia la guerra ofensiva. En la reunión secreta celebrada en la cancillería de Berlín el 5 de noviembre de 1937, Hitler, Goering, von Neurath y los altos jefes militares así lo decidieron. Las fuerzas armadas alemanas tenían en ese momento trece millones de soldados. La Unión Soviética siguió la misma dirección: aumentó el ejército rojo de 600.000 a 960.000 hombres. La Italia fascista puso en pie de guerra 600.000 efectivos. Los Balcanes, con su exacerbación nacionalista, eran un polvorín. En febrero de 1938 el führer reorganizó totalmente los altos mandos militares —que fueron confiados al general Wilhelm Keitel, de probada fidelidad al nazismo— y también los cuadros de la diplomacia, que fueron entregados al ministro de asuntos exteriores Joachim von Ribbentrop.
Finalmente, ocurrió lo previsible: Hitler invadió Polonia el primero de septiembre de 1939. A las 4:45 de la madrugada el acorazado alemán Schleswig-Holstein disparó los primeros cañonazos contra la base polaca de Westerplatte, en la bahía de Gdansk. Y, entonces, Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania.
Se inició la Segunda Guerra Mundial.
En la noche del 8 de abril de 1940 los ejércitos del Tercer Reich iniciaron la Operación Weserübung para invadir Dinamarca y posesionarse de la estratégica Noruega, que les permitiría contar con una magnífica base submarina para incursionar en el Atlántico norte y para cortar eventualmente la línea de abastecimiento de la Unión Soviética por el Océano Ártico. 125 divisiones alemanas, 7.500 tanques, 3.500 bombarderos y 1.500 aviones cazas atravesaron Dinamarca, cruzaron el Mar del Norte e ingresaron a Noruega. Los daneses no ofrecieron resistencia, pero los noruegos, débilmente auxiliados por Inglaterra y Francia, defendieron valientemente su territorio hasta que fueron vencidos por la superioridad numérica y tecnológica de Alemania, cuyas tropas se vieron adicionalmente favorecidas por la traición del tristemente célebre mayor Vidkun Quisling, jefe del pequeño partido pronazi Nasjonal Samling, quien les abrió la entrada a los fiordos de Oslo, Stavanger, Trondheim, Bergen y Narvik. El gobierno noruego tuvo que abandonar su sede para organizar la defensa desde el puerto de Narvik. Las tropas invasoras instalaron en Oslo un régimen títere para controlar el país. Y, con miras a su futuro enfrentamiento contra la Unión Soviética, formaron con noruegos nazis la división de granaderos SS Nordland, destinada a colaborar con las fuerzas alemanas.
En su rumbo hacia Francia, la wehrmacht alemana invadió el 10 de mayo, sin previa declaración de guerra, Luxemburgo, Holanda y Bélgica, rompiendo la neutralidad declarada por estos Estados. Pocos días después Holanda fue sometida y el rey Leopoldo III de Bélgica capituló tras una breve campaña de dieciocho días. El ejército alemán prosiguió entonces su camino hacia Francia. En junio sus tropas, comandadas por el general Heinz Guderian, apoyadas por la fuerza aérea —la luftwaffe—, bordeando la Línea Maginot por el Norte, no tuvieron problemas en cruzar por la zona boscosa de las Ardenas belgas —desguarnecida, porque los estrategos militares franceses la consideraban impenetrable—, ocupar París el día 14 de ese mes y desfilar a paso de ganso por los Campos Elíseos.
La Línea Maginot —tenida como infranqueable— pasó a la historia como uno de los más espectaculares y costosos fracasos estratégicos en los anales de la ciencia militar.
El 11 de agosto de 1940 comenzó el ataque aéreo contra Inglaterra. Los nazis bombardearon persistentemente Londres, Dunkerque —en donde los ingleses perdieron buena parte de sus equipos bélicos— y otras ciudades, en preparación para que sus diez divisiones pudieran avanzar y ocupar las islas británicas. Coventry fue borrada del mapa. El ataque duró hasta mayo del 41, en que Hitler se convenció de que su plan no era viable. Y tuvo que desistir, a pesar de que la aviación británica era inferior en número. Fue la primera gran decepción bélica del führer.
En pleno colapso del ejército francés tras el ataque alemán el mariscal Henri Philippe Pétain asumió la jefatura del gobierno de Francia el 16 de junio de 1940, tras la renuncia del presidente Paul Reynaud, y propició un armisticio con el Tercer Reich. En ceremonia presidida por Hitler se firmó ese armisticio el 22 de junio en el bosque de Compiégne —dentro del mismo vagón del ferrocarril donde veintidós años antes se firmó la capitulación del derrotado imperio alemán al final de la <Primera Guerra Mundial—, en el que el gobierno francés aceptó la ocupación de la mitad norte de su país —incluida toda la costa atlántica—, la reducción de sus fuerzas armadas, la desmovilización de gran parte de su flota, el pago de indemnizaciones de guerra, la entrega de los exiliados políticos alemanes que fugaron por la persecución nazi y otras condiciones deprimentes impuestas en el implacable diktat. Y, en garantía del cabal cumplimiento de sus estipulaciones, permanecieron en los campos alemanes millón y medio de soldados franceses, que habían sido recluidos por los nazis.
Siete días después el gobierno de Pétain se instaló en la ciudad de Vichy, ubicada en la zona no ocupada por el ejército alemán.
La respuesta del gobierno inglés al obsecuente gobierno de Vichy y al armisticio se produjo el 3 de julio: sus fuerzas armadas destruyeron la mayor parte de la flota francesa fondeada en la base africana de Mers-el-Kabir e inutilizaron los buques galos acoderados en puertos del Caribe. Estas operaciones, que costaron la vida a más de mil quinientos marinos franceses, se propusieron asegurar que la flota francesa no fuera utilizada por Hitler en contra de Inglaterra.
Hitler presionaba a Pétain para que entrara en la guerra junto con las potencias del eje. Fue eso lo que le pidió en la entrevista que mantuvieron el 24 de octubre de 1940 en Montoire.
Desde su exilio en Londres, a pocos días del ominoso 14 de junio, el general Charles De Gaulle repudió el armisticio y desconoció al gobierno de Vichy. Formó en Inglaterra el gobierno de la Francia libre en el exilio, cuya legitimidad fue reconocida internacionalmente, y desde allí ostentó la representación de su país ante el mundo democrático, aunque sin los medios de control sobre su territorio. Organizó y abasteció desde Londres a los grupos de la resistencia francesa, que golpearon con acciones clandestinas a las fuerzas de ocupación alemanas hasta el verano de 1944, en que las tropas aliadas liberaron Francia.
En el ambiente de miedo y debilidad moral en que se desenvolvía el gobierno ultraderechista de Pétain, se culpó del fracaso bélico a la democracia, al republicanismo y al sistema parlamentario. La alta burguesía financiera, comercial e industrial francesa compartía estos juicios de valor. En tales circunstancias, el Senado y la Cámara de los Diputados, en reunión conjunta celebrada en el Gran Casino de Vichy el 10 de julio de 1940 —cercados por grupos fascistas vociferantes—, aprobaron por una amplia mayoría de votos, en medio de alborotos y presiones visibles e invisibles, la propuesta gubernativa de sustituir, mediante la aprobación de una ley constitucional provisional, el régimen republicano fundado en la división de poderes por uno autoritario y regresivo confiado Pétain, sin cámaras legislativas ni limitaciones jurídicas.
Pero pronto se manifestó el rechazo de los ciudadanos a este orden de cosas. Insurgieron los movimientos de la resistencia organizados y abastecidos desde Londres, que golpearon mediante acciones clandestinas a las fuerzas de ocupación alemanas con toda clase de atentados y sabotajes.
Los grupos de la résistance se formaron espontáneamente a partir de la rendición de Francia en 1940. El general De Gaulle estableció en Londres el Consejo Nacional de la Resistencia, bajo la presidencia de Jean Moulin, para amalgamar a todos los grupos dispersos, organizarlos regionalmente y conducirlos en la lucha clandestina. El Consejo se reunió secretamente por primera vez en París el 27 de mayo de 1943. Pero el gobierno de Pétain fue muy duro contra la resistencia. La GESTAPO —policía secreta del régimen nazi— hizo arrestos masivos y desarticuló las fuerzas de la resistencia. Moulin murió en la cámara de torturas. La dirigencia fue diezmada. Lo cual obligó a los resistentes a concentrar su lucha en sabotajes y acciones paramilitares. El gobierno inglés formó en Londres el Special Operations Executive (SOE) con la misión de entregar apoyo logístico a los combatientes franceses y les proporcionó armas cortas, explosivos, equipos de comunicación y otros implementos de lucha clandestina.
En 1943, cuando los alemanes pretendieron aplicar en Francia un plan de trabajos forzados para trasladar obreros galos a las fábricas alemanas, miles de jóvenes franceses, apertrechados por el SOE inglés y por The American Office of Strategic Services (OSS) de Estados Unidos, se lanzaron a la lucha guerrillera contra las fuerzas de ocupación y contra el gobierno colaboracionista de Pétain.
En las heroicas acciones de la resistencia francesa —formada principalmente por los maquisards, o sea por los miembros de las organizaciones armadas en la <clandestinidad— murieron 107 mil de sus combatientes. Pero su lucha fue muy importante. Al debilitar y distraer internamente a las tropas de ocupación, la resistencia jugó un papel trascendental en la liberación de Francia y en la derrota final de los alemanes.
La suerte de Pétain, al terminar la conflagración mundial, fue muy penosa. Enjuiciado por la Suprema Corte de Justicia de Francia bajo la acusación de actividades de inteligencia con el enemigo y traición a la patria, fue condenado a muerte, degradación militar y confiscación de sus bienes. Sin embargo, el general De Gaulle conmutó su pena por la de cadena perpetua en consideración a sus acciones heroicas en la Primera Guerra Mundial y a su avanzada edad. Pétain terminó sus días en la reclusión de la isla de Yeu.
La posición de la Italia fascista no fue muy clara al comienzo de la guerra. Por orden del duce, en octubre de 1936, Galeazzo Ciano —Conde de Cortelazzo—, yerno de Mussolini y ministro de asuntos internacionales, visitó a Hitler en Berlín para estrechar la amistad entre los dos países totalitarios. El 22 de mayo de 1939 Italia se unió a Alemania para formar el eje Berlín-Roma. Sin embargo, durante la primera fase de la guerra Italia tuvo una equívoca posición de no beligerancia. Fue recién el 10 de junio de 1940, cuando las fuerzas alemanas sojuzgaron a las francesas, que Mussolini declaró la guerra a Francia y se incorporó a la lucha para participar de los despojos del vencido. Hitler, en el armisticio de Compiègne, se cuidó de satisfacer dos de las apetencias del duce: reivindicar Niza y Córcega para Italia. Bien es cierto que Italia no contaba mucho militarmente y que la guerra no era una de las fortalezas de los militantes fascistas. Los soldados italianos no podían compararse con los estadounidenses, alemanes, británicos ni soviéticos. Su flota fue puesta fuera de combate por los ingleses en la batalla de Tarento la noche del 11 de noviembre de 1940. La ofensiva italiana contra Grecia terminó en un desastre para las fuerzas fascistas en octubre de ese año. Y poco tiempo después ellas volvieron a ser derrotadas catastróficamente en Sidi el Barrani, cerca de la frontera egipcia con Libia, y en Tobruk, frente al Mediterráneo. Lo cual obligó a Alemania a reforzar con sus tropas el frente del Mediterráneo y, a los aliados, a enviar fuerzas a la frontera italiana, en desmedro del frente occidental. Mussolini clamó nuevamente la ayuda de Hitler y éste le envió a su Afrika Korps, que era un cuerpo especialmente preparado para la lucha en los arenales, bajo el mando del joven general Erwin Rommel —el zorro del desierto—, quien logró rechazar a los ingleses hasta Egipto pero se vio obligado a retirarse cuando las tropas británicas contraatacaron. En el invierno de 1940 Italia fue expulsada de África por los soldados ingleses conducidos por el general Archibald Wavell, que les tomaron 133 mil prisioneros.
Inmediatamente después de la liberación de África, el general Dwight D. Eisenhower, jefe de las fuerzas expedicionarias aliadas, emprendió la conquista de Italia. El 9 de julio de 1943 sus paracaidistas empezaron a descender sobre Sicilia —que estaba defendida por una guarnición de 350.000 soldados italianos y alemanes— y simultáneamente ingresaron a las costas sicilianas 160.000 efectivos ingleses y norteamericanos. Las tropas italianas no opusieron gran resistencia pero las alemanas lucharon tenazmente para defender el norte de la isla. Al final las tropas del eje se rindieron o escaparon hacia el norte de la península italiana, pero la operación significó para los aliados 40 mil bajas.
El desembarco en Sicilia produjo una terrible crisis en el gobierno italiano. El 25 de julio, después de la reunión del Gran Consejo Fascista, el rey Víttorio Emmanuel III destituyó a Mussolini de la presidencia del gobierno y lo reemplazó por el mariscal Pietro Badoglio. Cuando todo estaba perdido, Mussolini intentó escapar de Milán hacia Suiza pero, reconocido en Dorgo por los partisanos del Po, fue detenido, fusilado y colgado de un farol el día 28. Badoglio inició inmediatamente secretas negociaciones con los aliados para alcanzar un armisticio. Cosa que ocurrió el 3 de septiembre, a pesar de que ciertas zonas del territorio italiano estaban aún ocupadas por tropas germánicas en pie de guerra, que se atrincheraron detrás de la denominada Línea Gustavo —fortificación de cemento y hierro, con nidos de ametralladora, alambradas y campos minados—, en donde resistieron hasta la llegada de las tropas de desembarco norteamericanas en mayo de 1944. El 4 de junio éstas entraron victoriosas a Roma y fueron recibidas apoteósicamente por el pueblo romano. Pero la resistencia alemana continuó y la completa liberación de Italia solamente pudo conseguirse el 2 de mayo de 1945, en que el ejército nazi se rindió incondicionalmente.
El pacto Ribbentrop-Molotov —suscrito el 21 de agosto de 1939— despertaba desconfianza y sospecha mutuas entre los pactantes. Designio secreto de Hitler era lanzar sus ejércitos contra la URSS tan pronto como Francia e Inglaterra fueran derrotadas y la Unión Soviética, por su parte, esperaba la aniquilación de Alemania para expandirse hacia el Occidente. Era una fea relación de recíprocas desconfianzas y traiciones latentes, que se escondían detrás de cada uno de sus movimientos tácticos. Alemania y la URSS se dividieron el territorio polaco como parte del botín que buscaban. Y cuando Hitler ocupó Noruega, la URSS hizo lo mismo con Finlandia: estacionar allí sus tropas ante la posibilidad de un conflicto armado con Alemania. Finalmente, el 15 de mayo de 1941 el führer ordenó desatar la operación Barbarossa, que fue la invasión militar alemana sobre el Estado soviético. Lo hizo contra la opinión de su alto mando militar e incumpliendo el pacto de no agresión con la URSS. En dos semanas la wehrmacht nazi ocupó Letonia, Lituania y parte de Estonia, expulsó de Polonia a los soviéticos, reconquistó Besarabia y avanzó a sangre y fuego hacia Moscú, en cuyas inmediaciones fue detenida por los soldados soviéticos comandados por el mariscal Georgij Konstantinovich Zukhov y también por las inclemencias del invierno.
Para la suerte de la guerra en el frente oriental fue decisiva la batalla de Stalingrado. Entre junio de 1942 y febrero de 1943 las tropas alemanas y las soviéticas combatieron épicamente en las calles de la ciudad. Las fuerzas germanas —con su táctica de la blitzkrieg (guerra relámpago) que probó su eficacia en la invasión a Polonia en 1939— trataron de conquistarla y lanzaron a la lucha sus quince mejores divisiones, con 500 tanques, 1.400 piezas de artillería y cerca de mil aviones. Encarnizada fue la brega casa por casa. Los combates callejeros duraron 143 días. Alemanes y soviéticos conquistaron alternadamente la colina Mamaev Kurgan que dominaba el centro de la ciudad y que se convirtió, por eso, en un objetivo táctico de primer orden. Las banderas de ambos ejércitos ondearon en la cumbre a su turno. En noviembre del 42 una feroz contraofensiva soviética cercó y atrapó, en un movimiento envolvente, al 6º ejército alemán comandado por el general Friedrich von Paulus, que venía de combatir triunfante en Europa y del que Hitler dijo que era una de sus fuerzas invencibles. Stalin mandó: "ni un paso atrás". Y el líder nazi ordenó mantener la resistencia. El pueblo de Stalingrado se defendía bravamente. En las paredes de la ciudad se leía: resistir a muerte. Numerosos oficiales alemanes cayeron por la acción de los francotiradores. De los 284 mil soldados cercados por el ejército rojo, 146 mil murieron en los dos primeros meses de lucha y fueron evacuados alrededor de 34 mil heridos. Las tropas alemanas carecían de alimentos, agua y pertrechos puesto que el asedio soviético impedía su abastecimiento. Hermann Goering, ministro y comandante de la luftwaffe, cayó en desgracia ante Hitler por no haber podido aprovisionar a las tropas por aire. El hambre, el frío y las epidemias diezmaban a las fuerzas nazis. Sus heridos y enfermos se parapetaban detrás de un muro de dos metros de alto de cadáveres. Stalingrado era un infierno. Y todos los intentos de rescatar al 6º Ejército alemán fracasaron. En tales circunstancias, la 94º división germana comandada por el general Walther von Seydlitz-Kurzbach, en una retirada que contrariaba la orden de Hitler de no abandonar la ciudad, dejó su posición y trató de romper el cerco para salir de Stalingrado pero fue aniquilada por el 62º Ejército soviético, que no quiso tomar prisioneros. El 24 de enero de 1943 von Paulus, en un mensaje enviado a Berlín, aseveró: “Las escenas de la catástrofe son indescriptibles”. La respuesta de Hitler fue ascender a von Paulus a mariscal de campo con la orden de que se suicidara, ya que —según el führer— ningún mariscal hitleriano podía entregarse vivo al enemigo. Al día siguiente —el 31 de enero—, tras meses de infernales combates, el mariscal von Paulus firmó la rendición. Cerca de cien mil soldados alemanes cayeron prisioneros y la mayor parte de ellos murió en el cautiverio bajo el acoso del hambre, el frío polar de la estepa rusa y las enfermedades. Y Hitler —que en su delirio de grandeza creyó que podía mantener un frente de lucha desde el Mar Negro hasta el mar Báltico— experimentó su primera gran derrota en los campos de batalla.
La de Stalingrado ha sido la batalla más sangrienta en los anales de la historia. Hubo cerca de tres millones de bajas militares y civiles de ambos bandos. Ella significó para los alemanes el fin de su designio de conquistar el Cáucaso y el Volga y la pérdida de su liderazgo bélico en el frente oriental; y, para los soviéticos, el engrandecimiento de su país y la toma de la iniciativa en la guerra, no obstante haber sufrido un millón de muertos civiles y cerca de un millón de muertos militares y haber recibido una ciudad totalmente destruída.
En cuanto a los Estados Unidos de América, con fidelidad a sus viejas tradiciones se habían mantenido neutrales en la confrontación internacional. El pueblo norteamericano apoyaba masivamente el <aislacionismo. Pero cuando los países del eje Berlín-Roma-Tokio extendieron su beligerancia fuera de los confines europeos y amenazaron los intereses geopolíticos norteamericanos, el gobierno del presidente Franklin D. Roosevelt, abandonando sus deberes de neutralidad y su política de aislamiento, empezó a proporcionar a Inglaterra, Francia, Unión Soviética y China importantes cantidades de armamento, con inclusión de barcos y aviones.
En la madrugada del 7 de diciembre de 1941 se produjo el ataque por sorpresa de la aviación japonesa contra la base naval norteamericana de Pearl Harbor en Hawai, que causó la muerte de 2.800 soldados estadounidenses y destruyó por completo la flota naval del Pacífico anclada en ese lugar. Al día siguiente vino la <declaración de guerra de Estados Unidos contra las potencias del eje. Se acabó el aislacionismo norteamericano. Y la guerra experimentó, con eso, un viraje fundamental. La suerte de las potencias centrales quedó echada. Todo era cuestión de tiempo. Apenas a los seis meses de Pearl Harbor las fuerzas navales de Estados Unidos infligieron a las japonesas, en la batalla de Midway, al oeste de Hawaii, la mayor derrota naval que ellos hayan sufrido en su historia.
Hasta ese momento, las fuerzas militares aliadas habían sido derrotadas en casi todos los frentes y combates por las tropas hitlerianas. Varios países europeos —Francia incluida— estaban bajo la ocupación nazi. La situación era sombría. Hitler dominaba el Occidente europeo —en donde sólo Inglaterra se mantenía en pie de guerra— y los ejércitos alemanes se habían adentrado miles de kilómetros en la Unión Soviética. Italia, apoyada por los nazis, dominaba el Mediterráneo. Los japoneses habían conquistado buena parte de China, Indochina, Tailandia y Singapur y se preparaban para invadir Malaya, las Indias orientales holandesas y las Filipinas. En la primavera de 1942 dominaban el Pacífico occidental y tenían en su poder los grandes recursos del petróleo, caucho y estaño de Indonesia. Amenazaban Australia, hacia el sur, y Alaska hacia el norte.
En diciembre de 1941 parecía inminente el encuentro triunfal en la India de las tropas alemanas, que avanzaban hacia el Oriente a través del Cáucaso y del norte de África, con las japonesas, que se aprestaban a cruzar victoriosamente los territorios de China y de Birmania.
Fue en tales circunstancias que los Estados Unidos entraron a la guerra. Y lo primero que hicieron fue orientar gran parte de su infraestructura industrial hacia la fabricación de artefactos bélicos. Entre julio de 1940 y agosto de 1945 produjeron cerca de 300.000 aviones de combate, 86.000 tanques, 3 millones de cañones, centenares de miles de vehículos militares y 71.000 barcos de guerra, de los cuales entregaron a Inglaterra más de 100 mil camiones y jeeps, miles de aviones, 6 millones de toneladas de acero y otros pertrechos; y a la Unión Soviética, más de 400 mil camiones, 50 mil jeeps, 7.000 tanques y 420.000 toneladas de aluminio, aparte de grandes cantidades de alimentos y vituallas.
Lo cual desmintió a Herman Goering, el ministro nazi de la aviación, quien afirmó irónicamente al comienzo de la guerra que “los norteamericanos no pueden construir aeroplanos; no saben hacer más que refrigeradores eléctricos y hojas de afeitar”.
Con el ingreso de Estados Unidos la guerra tomó otro rumbo. Ellos enviaron más de cinco millones de sus soldados hacia los campos de batalla alrededor del planeta y contribuyeron a sostener, equipar y abastecer los ejércitos de Inglaterra, Rusia, China, Francia y otros aliados. Los barcos norteamericanos combatieron en todos mares. Después de las batallas alrededor de las islas Salomón, Gilbert, Marshall, Marianas y Bonin, terminaron con el dominio japonés en el Pacífico, reconquistaron las Filipinas y tomaron Iwo Jima y Okinawa.
A comienzos de la guerra el Presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y el Primer Ministro inglés, Winston Churchill, se habían reunido a bordo del yate presidencial norteamericano “Potomac” en algún lugar del Océano Atlántico el 12 de agosto de 1941 para firmar la denominada Carta del Atlántico, cuyos principios, destinados a sustentar el orden internacional del futuro “después de la destrucción total de la tiranía nazi”, fueron incorporados a la Carta de las Naciones Unidas en 1945. Este documento tiene importancia por eso. Fue el germen de algunos de los elementos fundamentales de la Organización Mundial. En él se proscribieron la expansión territorial y el uso o la amenaza de la fuerza entre los Estados, se proclamó la igualdad de éstos en el orden internacional y el derecho de sus pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual desean vivir, se instó a la cooperación internacional como medio de alcanzar el progreso económico y el mejoramiento de los niveles de vida, se reiteró el principio de la libertad de los mares y se proclamó el derecho de todos los hombres en todos los países para vivir libres del temor y de la necesidad.
Mientras la guerra seguía su curso, en octubre de 1943 se juntaron en Moscú los ministros de relaciones exteriores de Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión Soviética y China, y reconocieron públicamente la necesidad de establecer, lo antes posible, “una organización internacional general, basada sobre el principio de la igualdad soberana de todos los Estados amantes de la paz, abierta a todos ellos, ya fuesen grandes o pequeños, para el mantenimiento de la paz y seguridad”.
El proyecto de creación del organismo internacional avanzó rápidamente. Un año más tarde, la conferencia de las tres potencias, celebrada en Dumbarton Oaks, Washington, insistió en el establecimiento de una organización internacional general. A comienzos de febrero de 1945 —cinco meses antes de la rendición del Japón— fue la célebre conferencia de Yalta, conocida como la conferencia de los tres grandes, a la que asistieron Franklin D. Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill, en la que, entre otras decisiones, ellos acordaron convocar para el 25 de abril de 1945, en San Francisco de California, una conferencia internacional con el propósito de sentar las bases de sustentación de la futura Organización de las Naciones Unidas.
Un hecho determinante en el proceso bélico fue el desembarco de Normandía, que empezó en la madrugada del 6 de junio de 1944 —conocido en los anales de la historia militar como el “día D”— con la intervención de 1’750.000 soldados británicos, 1’500.000 norteamericanos y 250.000 franceses, canadienses, polacos y de otras nacionalidades, bajo el comando supremo del general estadounidense Dwight D. Eisenhower y los mandos adjuntos de los mariscales ingleses Bernard L. Montgomery, en las fuerzas terrestres, y Trafford L. Leigh-Mallory, en las fuerzas aéreas.
El desembarco de Normandía fue una colosal operación militar —la mayor invasión por mar de la historia—, en la que intervinieron tres millones y medio de combatientes con gigantescas cantidades de equipos bélicos. Comenzó en la madrugada de aquel día después de que los intensos bombardeos de las fuerzas aliadas alejaron de la costa a las tropas alemanas comandadas por el mariscal Erwin Rommel y destruyeron sus vías de comunicación con el interior del país. Logrado este objetivo, paracaidistas norteamericanos de las 82ª y 101ª divisiones aerotransportadas, junto con fuerzas especiales británicas a bordo de planeadores, se posaron detrás de la primera línea defensiva de las tropas alemanas —en la retaguardia enemiga— para detener la llegada de refuerzos. La víspera, el 2º batallón Ranger del ejército estadounidense, en una operación muy riesgosa, había desembarcado en la playa de Pointe du Hoc, a las 21:00 horas, para impedir que los cañones alemanes dificultasen el desembarco en las playas de Omaha y Utah.
Al anochecer del día D la cabeza de playa estaba tomada por los aliados y durante los días siguientes desembarcaron miles de sus soldados. La playa más difícil de conquistar —de las cinco en que se dividió la operación— fue la de Omaha, en donde las defensas alemanas estuvieron más concentradas. Allí murieron seis mil soldados norteamericanos y quince mil fueron heridos. Murió la mitad de los combatientes que tocaron tierra pero los que vinieron detrás pudieron atravesar las playas y destruir las fortificaciones hitlerianas.
Fue este uno de los episodios culminantes y decisorios de la Segunda Guerra Mundial. La cruenta operación militar inició la liberación de Francia de los cuatro años de ocupación alemana, dio comienzo a la reconquista de Europa y acercó el fin de la guerra mundial.
En febrero de 1945 los ejércitos inglés y canadiense, al mando del mariscal Montgomery, expulsaron a los alemanes de Holanda. Se produjo la ofensiva final de Eisenhower contra las tropas nazis. De ahí en adelante los aliados tomaron la iniciativa bélica y los ejércitos de Hitler se retiraron a la otra orilla del Rhin. En su persecución, los aliados cruzaron el emblemático río por los puentes no destruídos. Tres altos oficiales alemanes que no habían cumplido la orden de demolerlos fueron ejecutados. Von Rundstedt fue relevado del mando. Y, al comenzar abril, más de un millón de soldados aliados estaba en la riibera oriental del Rhin. Concomitantemente, los soviéticos avanzaron por el frente oriental y recuperaron Latvia, Estonia y Lituania. Antes habían tomado Austria, Checoeslovaquia, Rumania, Bulgaria, Yugoeslavia, Hungría y Polonia. El frente alemán quedó desecho y los aliados, en un movimiento envolvente, cercaron a 300.000 soldados nazis, incluídos 30 generales, y les obligaron a rendirse. Las tropas aliadas estaban a las puertas de Berlín. El 25 de abril los soldados norteamericanos e ingleses, procedentes de Normandía, se encontraron en el río Elba con las tropas soviéticas que venían de las orillas del Dnieper. Habían recorrido 3.200 kilómetros de combates para el encuentro. A finales de marzo comenzó el gran asalto soviético contra Berlín. Los nazis opusieron feroz resistencia bajo la órdenes que Hitler impartía desde su bunker, pero fueron destrozados. Cuando todo estaba perdido, Hitler se suicidó —poco tiempo antes Mussolini había sido colgado de un farol por un grupo de partisanos— o, según otras versiones históricas, fugó de Alemania en un submarino hacia la Patagonia argentina, y los restos del ejército nazi se rindieron incondicionalmente.
Terminó así la delirante paranoia hitleriana de los mil años del Tercer Reich.
La guerra en el frente europeo había concluido, pero subsistía el frente japonés en el Pacífico, donde la lucha era especialmente dura.
Los japoneses, aprovechando su predominio naval, conquistaron las Filipinas y después, en sucesivos éxitos militares, tomaron Tailandia, Malaya —la actual Malasia—, Guam, Hong Kong, el archipiélago de Bismarck, las islas Salomón, las islas Gilbert y Marshall, Singapur, las Indias Orientales holandesas, Rangoon, Burma, Nueva Guinea y las islas Aleutianas.
Su dominio se extendía en el Pacífico occidental: desde las islas Aleutianas en el norte hasta las Salomón en el sur.
Tres días después del ataque por sorpresa contra la base estadounidense de Pearl Harbor en Hawai —el 7 de diciembre de 1941—, que determinó el ingreso de los Estados Unidos en la conflagración mundial, los japoneses atacaron las Filipinas. Las tropas norteamericanas acantonadas allí, bajo el mando del general Douglas MacArthur, resistieron a lo largo de cuatro meses la feroz acometida japonesa, que dejó cien mil muertos en Manila —en uno de los más cruentos enfrentamientos de la Segunda Guerra Mundial—, pero al final fueron vencidas y se vieron obligadas a retirarse hacia la península de Bataan y a rendirse luego. Los prisioneros norteamericanos y filipinos fueron llevados desde Bataan en marcha forzada de más de cien kilómetros, sin agua ni alimentos, rumbo a los campos de concentración. Mil soldados norteamericanos fallecieron de inanición en el camino.
Eran los años 1941 y 1942, en que las tropas hitlerianas dominaban todo el occidente de Europa, habían penetrado profundamente en la Unión Soviética e imponían su hegemonía en el norte de África.
A raíz de la derrota militar en el escenario de operaciones del Pacífico, el presidente Roosevelt ordenó al general MacArthur en febrero de 1942 que abandonase las Filipinas y se dirigiese hacia Australia para asumir el comando de las fuerzas aliadas en el Pacífico sur y preparar la contraofensiva total. Vencido y humillado por el desastre militar y profundamente dolido por la situación del pueblo filipino, MacArthur entregó el mando de sus tropas al general Jonathan Wainwright y abandonó Bataan en cumplimiento de la orden presidencial. Fue cuando pronunció su célebre frase: “I shall return” —conocida como “volveremos”—, que se convirtió en la gran consigna político-militar de los aliados y de sus fuerzas armadas en la reconquista del Pacífico.
Dos años más tarde, como comandante en jefe de las tropas aliadas, MacArthur encabezó la sangrienta y dilatada lucha, isla por isla, para retomar los territorios perdidos en el Pacífico. Vinieron las épicas batallas de Midway —que fue un punto de inflexión en la guerra del Pacífico—, Guadalcanal, Tarawa en las Islas Gilbert, la base de Truk en las Carolinas, Hollandia en Nueva Guinea, las islas Marshall, Guam, Saipan, Tinian, las islas Palau, las islas Aleutianas, las Salomón, el golfo de Leyte en la costa oriental de las Filipinas y muchísimos otros combates en que las fuerzas navales y aéreas de Estados Unidos infligieron demoledores golpes a la flota japonesa. Fue en la batalla naval del golfo de Leyte —octubre de 1944— en que se dio el primer ataque kamikaze de los japoneses. Los kamikazes eran pilotos suicidas que estrellaban sus aviones cargados de explosivos contra los navíos norteamericanos. La palabra <kamikaze significa en japonés “viento divino” y con ella se designó a los escuadrones suicidas organizados por la fuerza aérea nipona durante los últimos meses de la guerra mundial. Los kamikazes, sacrificando sus vidas para detener el avance de las fuerzas navales norteamericanas, hicieron más de dos mil raids aéreos a bordo de aviones construidos para este fin y hundieron cuarenta barcos. Pero en la primavera de 1943 los norteamericanos habían dado ya un vuelco a la situación bélica, habían asumido la iniciativa de la lucha e impuesto su supremacía técnica. Y el 4 de febrero de 1945 MacArthur retornó victorioso a Manila y fue recibido como un libertador. Cumplió su palabra de redimir a ese martirizado pueblo y fue allí cuando cobró hondo significado su “¡volveremos!”.
Este fue el principio del fin del imperio japonés. Las fuerzas aliadas desplegaron su ofensiva total. Los riscos de Iwo Jima y la isla de Okinawa, en combates emblemáticos, fueron tomados por los infantes de marina norteamericanos a bayoneta calada y en lucha cuerpo a cuerpo. La ofensiva final contra el Japón había empezado. Estados Unidos, Inglaterra y China plantearon el ultimátum —al que se adhirió la Unión Soviética— para que su gobierno se rindiese, pero la única respuesta fue la resistencia. Hombre de grandes decisiones, Harry Truman —quien asumió el poder a la muerte del presidente Roosevelt el 12 de abril de 1945— ordenó lanzar las dos primeras bombas atómicas de la historia sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. El 6 de agosto de 1945, a las 8 horas y 15 minutos de la mañana, un bombardero B-29 de la fuerza aérea norteamericana lanzó la primera bomba atómica de la historia. Fue sobre Hiroshima. Y tres días después la segunda, en Nagasaki. El infierno nuclear produjo, cinco días más tarde, la rendición incondicional del emperador Hirohito —a quien los japoneses adoraban como a un dios— y del Imperio japonés, rendición que fue formalizada el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado norteamericano U.S.S. Missouri, anclado en la rada de Tokio.
El 6 de agosto del 2010, al cumplirse sesenta y cinco años del bombardeo, el Japón recordó la catástrofe con una ceremonia celebrada en el Parque de la Paz en Hiroshima —levantado en la explanada donde explosionó la bomba—, en la que alrededor de cincuenta mil personas guardaron un minuto de silencio en memoria de las víctimas y a la que por primera vez concurrieron representantes de Washington, Londres y París, junto con diplomáticos de setenta países. Asistió también el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon. Tres días después se repitió la escena en Nagasaki. La prensa del mundo dio un gran realce a estos actos. En esos días el único miembro de la tripulación del B-29 que estaba con vida, capitán Theodore Van Kirk, manifestó a la prensa sentirse orgulloso de su misión, que condujo a la rendición del Japón y a la terminación de la Segunda Guerra Mundial, con la salvación de muchas vidas.
Un episodio curioso y poco conocido de la Segunda Guerra Mundial fue la denominada batalla del Río de la Plata, ocurrida el 13 de diciembre de 1939 sobre aguas del Atlántico sur, que enfrentó a navíos de la armada de guerra inglesa contra el acorazado alemán Admiral Graf Spee —orgullo de los astilleros del Tercer Reich por su velocidad y poder de fuego, que había participado en la guerra civil española entre 1936 y 1938 en ayuda a las fuerzas franquistas—, cuya furtiva misión en esas aguas era hundir los buques mercantes que por allí surcaban, para evitar el abastecimiento de los países enemigos. Y fueron ocho los buques hundidos en los primeros días de la conflagración mundial.
Pero el Admiral Graf Spee, por los daños que sufrió en el combate contra la escuadra inglesa, tuvo que replegarse y acoderar en el puerto de Montevideo. Los cruceros ingleses se acercaron amenazantes a esas aguas. La guerra mundial había abierto un nuevo e inesperado escenario. Cuatro días después, el gobierno uruguayo —a pesar de que se había declarado neutral en la guerra— conminó al acorazado alemán a que abandonase sus aguas. Entonces su capitán, Hans Langsdorff, abrumado por la derrota naval, ordenó a su tripulación abandonar el barco, luego lo implosionó y echó a pique frente a las costas uruguayas para evitar que fuera tomado o destruído por la escuadra enemiga y después se suicidó.
No ha sido unívoca la contabilización de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. El ocultamiento deliberado de datos ha dificultado el estudio. Stalin, por ejemplo, reconoció en 1945 que las víctimas soviéticas llegaban a 7 millones pero los cálculos independientes señalaban que la cifra iba de 17 a 37 millones de muertos. Lo cierto es que los cálculos más optimistas han situado la cifra global de la conflagración entre 40 y 45 millones de bajas, de las cuales la mayoría perteneció a la población civil a causa de los bombardeos de las ciudades, de las masivas violaciones de los derechos humanos en algunas de las zonas en conflicto —el holocausto judío y la reclusión en campos de concentración fueron las mayores—, de las hambrunas provocadas por las guerras y los rigores climáticos, mientras que los cálculos más pesimistas sitúan las cifras sobre los 70 millones de muertos entre civiles y militares.
La Unión Soviética, China, Alemania, Polonia, Indonesia y Japón fueron, en ese orden, los países más afectados por el número de víctimas mortales.
Los aliados sufrieron también importantes bajas. Según el historiador alemán F. W. Putzger, Francia tuvo alrededor de 600.000 muertos, Inglaterra 390.000 y Estados Unidos 220.000. Y de acuerdo con el investigador histórico W. Van Mourik, Francia sufrió 520.000 bajas, Inglaterra 430.000 y Estados Unidos 220.000.
No ha sido unívoca la contabilización de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. El ocultamiento deliberado de datos ha dificultado el estudio. Stalin, por ejemplo, reconoció en 1945 que las víctimas soviéticas llegaban a 7 millones pero los cálculos independientes señalaban que la cifra iba de 17 a 37 millones de muertos. Lo cierto es que los cálculos más optimistas han situado la cifra global de la conflagración entre 40 y 45 millones de bajas, de las cuales la mayoría perteneció a la población civil a causa de los bombardeos de las ciudades, de las masivas violaciones de los derechos humanos en algunas de las zonas en conflicto —el holocausto judío y la reclusión en campos de concentración fueron las mayores—, de las hambrunas provocadas por las guerras y los rigores climáticos, mientras que los cálculos más pesimistas sitúan las cifras sobre los 70 millones de muertos entre civiles y militares.
La Unión Soviética, China, Alemania, Polonia, Indonesia y Japón fueron, en ese orden, los países más afectados por el número de víctimas mortales.
Los aliados sufrieron también importantes bajas. Según el historiador alemán F. W. Putzger, Francia tuvo alrededor de 600.000 muertos, Inglaterra 390.000 y Estados Unidos 220.000. Y de acuerdo con el investigador histórico W. van Mourik, Francia sufrió 520.000 bajas, Inglaterra 430.000 y Estados Unidos 220.000.