Se llaman nuevos derechos o derechos de la tercera generación a los que se han incorporado recientemente a la órbita de las prerrogativas de la persona humana como resultado de las nuevas circunstancias imperantes en la vida internacional. Los principales son el derecho a la paz, al medio ambiente sano, a la injerencia humanitaria, al reconocimiento de las diferencias, a la planificación familiar y al <desarrollo humano. De ellos se empezó a hablar desde finales de la década de los 60 del siglo XX con ocasión del envío de los french doctors a prestar sus servicios asistenciales a los habitantes de Biafra, bajo la inspiración del ministro socialista francés Bernard Kouchner, a quien se suele asignar la autoría de la expresión “injerencia humanitaria”.
Así empezó la formación de los nuevos derechos.
a) El derecho a la paz. El primero de ellos es el derecho a la paz: a la paz interna y externa, a la paz en su más amplia concepción y no sólo en la dimensión militar de la palabra. Esta es una de las grandes aspiraciones de los pueblos sacudidos por las mil formas de la >violencia en el mundo contemporáneo.
El derecho de los pueblos a vivir en paz y libres del temor de la violencia y de la amenaza de la guerra responde a una necesidad vital de nuestros días y es una demanda profundamente sentida por la humanidad, después de haber experimentado los horrores de la guerra y de haber soportado por largo tiempo el torturante ajedrez geopolítico adelantado por las superpotencias en el curso de la llamada <guerra fría en su afán de marginarse zonas de influencia política en el planeta y de controlar sus recursos perecibles. Como es lógico suponer, la paz, en el ámbito externo, es un bien transnacional: no puede ser sino el resultado de una concertación entre los Estados.
En el ámbito interno, la concordia social y la paz son también anhelos hondamente sentidos por el mundo contemporáneo. La paz, como forma de vida que resulta de la cotidiana actitud de la gente, es uno de los recursos económicos más importantes para el desarrollo de un país. La violencia institucionalizada por leyes y sistemas inicuos —violencia de arriba— y la violencia contestataria que combate la violencia con más violencia debilitan la capacidad de producción y detienen el progreso de los pueblos.
Hemos vivido, en cierto modo, la cultura de la violencia: desde la violencia lúdica, que se expresa en las competencias deportivas —que en el fondo tienen también inconscientes motivaciones agresivas—, hasta la violencia necrófila de ciertos psicópatas que alcanzaron posiciones de dominación política o religiosa a lo largo de la historia.
Sin embargo, es muy complicado hacer una etiología de la violencia. No hay respuestas monocausales. Muchos son los factores que la generan, así en su dimensión interna como internacional. La intolerancia cultural y política, los afanes agresivos que anidan en el corazón del hombre, su egoísmo —y su egotismo—, la envidia, la venganza, su inclinación destructora —el individuo que no puede crear quiere destruir—, los complejos de inferioridad que conducen al furor, los fanatismos étnicos y religiosos, los nacionalismos patológicos, la misantropía, el <maniqueísmo, la megalomanía. Hay muchos factores en la generación de la violencia. Y es innegable que ella ha jugado un papel protagónico en la historia humana, hasta el punto de que el Primer Ministro de la India, Pandit Jawaharlal Nehru (1889-1964), en su libro autobiográfico, afirmó que, “históricamente, la paz sólo ha sido una tregua entre dos guerras, una preparación para la guerra y, hasta cierto punto, la continuación del conflicto en la esfera económica y en otros campos”.
La importancia del derecho a la paz se puso en evidencia con la conclusión de la guerra fría. La humanidad pensó que, al terminar esa jornada de violencia que en varias ocasiones puso al mundo al borde de la guerra nuclear, advendría una etapa de concordia y buen entendimiento entre los hombres y los pueblos. Pero no fue así. Nuevos conflictos sustituyeron a los anteriores y progresivamente se desvaneció la ilusión de que el fin de la confrontación Este-Oeste traería un período de paz, prosperidad económica y reversión de los presupuestos militares. La realidad fue diferente. Conflictos nuevos y nuevas tensiones surgieron o se reactivaron en el Golfo Pérsico, Somalia, Sudáfrica, la antigua Yugoeslavia, la desaparecida Unión Soviética, Checoeslovaquia, Polonia, Bangladesh, Angola, Chad, Etiopía, Burundi, Ruanda, Yemen, Angola, Sudán, Uganda, Zaire, Zimbabue, Corea, Haití, Chechenia, Sri Lanka, Liberia, Israel, Palestina, Argelia, Sierra Leona, Albania, Senegal, Kosovo, Congo, Eritrea, Timor Oriental, Cachemira, Degustán, Indonesia, Liberia nuevamente, Afganistán, Irak, Irán, Líbano, Georgia y otros lugares del planeta. Las guerras “entre” Estados fueron sustituidas por las guerras “dentro” de los Estados por motivos políticos, culturales, étnicos o religiosos. Aun en países de refinada cultura y avanzado desarrollo económico surgieron brotes de >racismo, >xenofobia e insanos <nacionalismos que parecían superados por la historia y la civilización.
Eso fue desconcertante.
La existencia de enemigos parece ser una necesidad psicológica del ser humano. Si no hay se los inventa. No puede vivir en paz. Los hombres y los Estados buscan superar los fracasos íntimos y las contradicciones internas por el arbitrio de crear adversarios nuevos. Con la desaparición del enemigo tradicional queda un espacio vacío en la vida individual y social que es preciso llenar con enemigos nuevos.
b) El derecho al medio ambiente sano. Este derecho empezó a conformarse a partir de la Conferencia de Estocolmo en 1972, en la que se tomó conciencia de que el hombre debe disfrutar un entorno físico sano y agradable y de que, como deber correlativo, cosa que ocurre con todos los derechos, estaba obligado a preservarlo así para legarlo a las futuras generaciones.
La contaminación del aire, el suelo y el agua pone en peligro la vida y el bienestar de los 6.890 millones de habitantes de la Tierra. El problema, por tanto, no es sólo de incumbencia de algunos, por más que ellos sean los mayores responsables de la contaminación ambiental, sino de la humanidad entera. Los efectos de la contaminación, en la medida en que degradan las condiciones de habitabilidad del planeta y disminuyen su capacidad de carga para sustentar la vida humana, animal y vegetal, son muy graves. De ahí nace el derecho de todos los seres humanos —dondequiera que vivan y cualquiera que sea el signo político que les regimente— a respirar aire puro, beber agua cristalina, cultivar tierra fértil, mirar paisaje verde y consumir alimentos no contaminados. Este es otro de los derechos de la tercera generación: es el derecho al medio ambiente.
Su defensa, como la de todos los nuevos derechos, implica una acción transnacional que sólo puede provenir de la concertación de los Estados o de la decisión comunitaria internacional. Este es el rasgo común de los derechos de la tercera generación. Su tutela excede las capacidades de los Estados individualmente considerados y demanda acciones coordinadas entre varios de ellos o de la comunidad internacional para impedir la degradación del medio ambiente por la emisión de gases contaminantes, el uso de plaguicidas químicos inadecuados, la descarga de desechos industriales tóxicos, la deforestación y otros factores que deterioran el aire, el suelo y el agua del planeta.
c) El derecho de solidaridad o de injerencia humanitaria. Este es un derecho en proceso de formación. Se refiere a la protección de las víctimas inocentes de un conflicto armado al interior de un país. Ha nacido como respuesta a la demanda de defensa de los derechos humanos en todos los territorios, en los casos de agudos procesos de descomposición estatal, ruptura de la paz y destrucción de las garantías civiles y políticas en un país. Pero la injerencia humanitaria que el ejercicio de este derecho supone sólo puede provenir de la comunidad internacional y se justifica en los casos en que las condiciones de convulsión interna no permiten la rehabilitación endógena del aparato estatal.
El antecedente del derecho de injerencia humanitaria debe encontrarse en la resolución aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 8 de diciembre de 1988, con ocasión del terremoto de Armenia, en la que se hizo referencia a la “asistencia humanitaria” de la comunidad internacional sin perjuicio de la soberanía de los Estados. Empezó entonces a tomar cuerpo este derecho. En 1990 las Naciones Unidas crearon la figura del “corredor humanitario” para encaminar el abastecimiento y la ayuda internacional a un país afectado por un conflicto armado interno que podía poner en peligro a la población civil. Y finalmente se institucionalizó la injerencia humanitaria en la resolución 688 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, tomada el 5 de abril de 1991, que autorizó el envío de una fuerza militar internacional a Irak para proteger a los dos millones y medio de kurdos amenazados por el gobierno de Saddam Hussein, operación a la que los norteamericanos denominaron provide comfort. En un discurso pronunciado el 14 de julio de 1991 el presidente de Francia François Mitterrand, al referirse al tema, habló del “deber de injerencia en el interior de un país cuando una parte de la población es víctima de persecución”. Un año después el papa Juan Pablo II, en una conferencia internacional, se refirió a la “obligación de la injerencia humanitaria”
Se ha acuñado una nueva palabra para designar el proceso de destrucción violenta del orden jurídico y de la autoridad pública en un Estado y la vulneración masiva de los derechos humanos, a causa de la acción de grupos rivales en lucha por el poder: somalización. La palabra proviene de Somalia —Estado situado en el este de África— en donde durante los años 1992, 1993 y 1994 desaparecieron violentamente la autoridad, la ley, los signos del poder y todos los presupuestos básicos de la convivencia social por obra de la encarnizada lucha entre tribus rivales. Allí murieron, según informaciones de las Naciones Unidas, 350.000 somalíes por efecto directo de la guerra civil o por la hambruna a que condujo el colapso de la producción.
Cuando estos fenómenos ocurren en un país, se habla de >somalización, para significar la desintegración del Estado.
En tiempos recientes se han dado algunos casos dramáticos de acciones gubernativas o convulsiones internas que han producido violaciones masivas de los derechos humanos, como la brutal represión del gobierno de Saddam Hussein en Irak contra la población kurda en 1991 —inmediatamente después de la guerra del golfo—; las luchas tribales en Somalia; el conflicto armado por causas étnicas, culturales y religiosas en la antigua Yugoeslavia, que en cuatro años de guerra civil produjo 250 mil muertos, tres millones de desplazados y centenares de miles de heridos y mutilados; la implacable lucha entre las tribus hutu y tutsi en Ruanda, que estalló con renovada ferocidad después de que el presidente Juvenal Habyarimana fue asesinado el 5 de abril de 1994 con un cohete tierra-aire que echó abajo su avión al aterrizar en el aeropuerto de Kigali, que en tres años causó cien mil muertos y un número mucho mayor de heridos y desplazados.
Después de la muerte del mariscal Josip Broz Tito ocurrida en 1980, la República Federal Socialista de Yugoeslavia —que reunía a seis grupos nacionales: Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Montenegro y Macedonia— entró en un agudo proceso de disgregación en medio de una grave crisis económica y durísimas contradicciones étnicas, culturales y religiosas. Los croatas, eslovenos, macedonios, bosnios, montenegrinos y, después, los kosovares se independizaron y formaron sendos Estados.
En esa trama infernal se entrecruzaron intereses territoriales, fanatismos religiosos, odios étnicos, incomprensiones culturales, diferencias de lenguaje, fricciones políticas, pugnas militares y viejas cuentas pendientes. Los serbios —que son cristianos ortodoxos— con su mayor poder militar, puesto que heredaron los equipos bélicos y los grandes arsenales de la anterior Yugoeslavia, intentaron formar la “Gran Serbia” con todos los territorios en que hay población mayoritaria de su etnia. Consideraron que cualquier parte de Bosnia donde vivía una mayoría serbia debía ser incorporada a su territorio. Los croatas, mayoritariamente católicos, tenían un proyecto semejante. Los musulmanes bosnios, defensores de una Bosnia multiétnica y pluricultural, atenazados por estos dos movimientos, se vieron forzados a buscar una alianza con los croatas y formaron la Federación Croata-Musulmana, con un parlamento común y fuerzas armadas unificadas, a fin de evitar la pérdida de nuevas porciones de su territorio. El 27 de junio de 1991 los serbios invadieron Eslovenia con sus fuerzas militares y poco tiempo después el conflicto se extendió a Croacia y a Bosnia-Herzegovina. Así empezó una de las más sangrientas guerras civiles de la historia, encendida por los viejos odios religiosos y étnicos entre los eslavos de Serbia y los musulmanes de Bosnia y por los milenarios rencores entre los serbios y los croatas.
En el fuego cruzado entre los tres principales bandos de la guerra civil —musulmanes, serbios y croatas— la población indefensa se desangró en medio de las balas, la penuria de alimentos, la destrucción de sus casas, el frío invernal y la carencia de todo. En tales circunstancias, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en ejercicio del derecho de injerencia humanitaria, envió 14.000 cascos azules a Croacia en febrero de 1992 para proteger a la población civil de las zonas ocupadas por las fuerzas armadas serbias. Éstas se replegaron de Croacia y, en nombre de la “gran Serbia” y de la “limpieza étnica”, invadieron Bosnia-Herzegovina, donde se trabó una feroz lucha que dejó más de 250.000 muertos y tres millones de refugiados.
Después de casi cuatro años de guerra civil y tras largas y complicadas negociaciones auspiciadas por el presidente norteamericano Bill Clinton, los presidentes Slodovan Milosevic de Serbia, Franjo Tudjman de Croacia y Alija Izetbegovic de Bosnia firmaron un acuerdo de paz el 14 de diciembre de 1995, en una ceremonia especial celebrada París, para dar término al conflicto más sangriento desde la Segunda Guerra Mundial.
La paz retornó a los Balcanes aunque no por mucho tiempo. Se desvaneció el sueño de la “Gran Serbia” alentado por Slodovan Milosevic, presidente de los serbios, y por Radovan Karadzic, jefe del enclave serbio en Bosnia. El acuerdo dividió el territorio de Bosnia-Herzegovina en dos partes: el 49% para la Republika Srpska de los serbios y el 51% para la Federación Croata-Musulmana, en el seno del mismo Estado federal y multiétnico cuya capital es Sarajevo y, por ende, bajo un solo gobierno pero con la representación de las tres autonomías —serbobosnios, musulmanes y croatas— en el parlamento.
Tres años más tarde los serbios de Yugoeslavia, bajo el liderazgo racista del presidente Slobodan Milosevic (1941-2006) —este siniestro personaje lleno de megalomanía y crueldad—, emprendieron una nueva limpieza étnica, esta vez contra la población albano-kosovar en la provincia de Kosovo, situada al sur del país, lindante con Albania y Macedonia. Sus aldeas fueron atacadas con armas de artillería y quemadas las casas de sus habitantes para obligarlos a abandonar Kosovo. Los soldados serbios cometieron las más repugnantes violaciones de los derechos humanos. Decenas de miles de kosovares dejaron sus hogares y huyeron hacia territorio albanés en lo que fue “el mayor éxodo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La Organización Mundial exhortó al gobierno serbio a detener la matanza contra la población indefensa. El Secretario General Kofi Annan denunció las “atrocidades cometidas por los serbios” y condenó la nueva “limpieza étnica”. La comunidad internacional organizó un grupo de contacto integrado por Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Alemania, Italia y Rusia para buscar la paz en la región. Sin embargo, a mediados de 1998 se iniciaron los choques entre los rebeldes separatistas de Kosovo, organizados en el Ejército de Liberación (UCK), y las fuerzas policiales y militares de Belgrado que cometieron toda clase de crímenes contra la población civil. Los albano-kosovares han pugnado por su independencia de Yugoeslavia desde la muerte del mariscal Tito y habían conseguido una cierta autonomía que en 1989 fue revocada por Milosevic junto con la disolución de la asamblea y el gobierno provinciales. Formaron en 1992 el UCK, como un movimiento armado para alcanzar la independencia de Kosovo, que tenía aproximadamente 15.000 efectivos en seis principales frentes de lucha: en la región de Drenica, en la zona de Llapp, en Challa, en las montañas de Zatrici, en el valle de Pagaruce y en los montes de Dukagjin.
Después de ver frustrados sus planes de pacificación por la intransigencia del gobernante serbio, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) decidió iniciar bombardeos aéreos contra Yugoeslavia, en nombre del derecho de injerencia humanitaria, para detener la “catástrofe humana” en Kosovo, defender la integridad de su población y promover el retorno de los refugiados a sus hogares. El 23 de marzo de 1999 su Secretario General Javier Solana dio la orden a las fuerzas aliadas comandadas por el general norteamericano Wesley Clark para que iniciaran las acciones bélicas a cargo de los bombarderos B-2, B-52, B-1B Lancer, F-117-A, F-15, F-16, Mirage 2000-D, Jaguar,Tornado, Harrier, EA-6B Prowler, aviones radar AWACS y helicópteros Apache AH-64 y A-10, con apoyo de portaaviones, buques y submarinos armados con misiles de crucero tomahawk.
La ciudad de Belgrado recibió el impacto principal de los misiles tomahawk y AGM-86-C disparados como medio de obligar al presidente Milosevic a retirar sus tropas de Kosovo y a cesar en su limpieza étnica y de forzar un acuerdo de paz. Fueron destruidos el Ministerio del Interior de la Federación Yugoeslava, el cuartel general del primer ejército, la jefatura de la fuerza aérea, las instalaciones de la defensa antiaérea, los “centros de decisión”, varios aeropuertos (entre ellos el de Surcin), varias estaciones televisivas, fábricas de armas, centros de mando del ejército y la policía, depósitos de combustibles y numerosos blancos militares, así como los puentes sobre de Danubio y centrales eléctricas.
Yugoeslavia rompió relaciones diplomáticas con Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania. El gobierno ruso de Boris Yeltsin, aliado histórico de los serbios, impugnó el uso de la fuerza por la OTAN sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, acusó a Estados Unidos de “querer imponer al mundo su dictamen político, económico y militar” y, como muestra de su inconformidad, envió unidades de su flota naval del Mar Negro hacia la zona del Adriático. El gobernante ruso hizo la ominosa advertencia de que si persistían las acciones bélicas de la alianza atlántica podría desencadenarse la tercera guerra mundial. China, por su parte, acusó a los aliados de haber “pisoteado la alianza histórica” y un desafortunado incidente agudizó aun más su crítica contra la OTAN: misiles teledirigidos alcanzaron la sede de su embajada en Belgrado el 7 de mayo de 1999, con el saldo de tres muertos y veinte heridos. La OTAN aceptó que este fue un error de identificación de su servicio de inteligencia. El gobierno chino expidió una indignada protesta en la que acusó a la alianza, bajo la conducción de Estados Unidos, de haber cometido una “acción bárbara”. En Pekín hubo masivas movilizaciones populares ante la embajada norteamericana. Los personeros de la alianza atlántica explicaron que fue un lamentable error: uno de los ocho o diez errores cometidos en aproximadamente dos mil misiones de bombardeo contra objetivos yugoeslavos.
Fue ésta, sin duda, la primera gran disensión desde la terminación de la guerra fría.
Pero, al margen del episodio, la discusión de fondo fue si la alianza atlántica tenía facultad jurídica para disponer acciones armadas fuera de su zona sin la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los norteamericanos, ingleses y franceses respondieron afirmativamente y favorecieron una mayor autonomía de la OTAN. Los alemanes tuvieron sus reticencias al respecto. Los rusos y chinos se colocaron abiertamente en contra de esa posibilidad. El tema formó parte del debate en torno a las competencias de la alianza atlántica y a su facultad de ejercer el derecho de injerencia humanitaria y desplegar acciones armadas en defensa de poblaciones inocentes.
Sin embargo, la cumbre de los 19 Estados miembros de la OTAN realizada en Washington el 24 de abril de 1999, con ocasión de la celebración del 50º aniversario de su fundación, reiteró su decisión de seguir adelante en su acosamiento a Milosevic ya que “la crisis de Kosovo pone en cuestión los valores que la OTAN defiende desde su fundación: democracia, derechos humanos y primacía del Derecho”, valores que han sido vulnerados por “una política deliberada de opresión, limpieza étnica y violencia por el régimen de Belgrado bajo la dirección del presidente Milosevic”, que ha implantado los primeros campos de exterminio en suelo europeo desde los años 40.
Finalmente el autócrata de Belgrado capituló en junio de 1999, después de 78 días de bombardeos. Retiró sus tropas de Kosovo y aceptó el plan de paz unilateralmente impuesto por la alianza atlántica. Las Naciones Unidas enviaron una fuerza de paz internacional compuesta de 48.000 efectivos para resguardar el orden en Kosovo, propiciar el regreso de los centenares de miles de refugiados y garantizar el respeto a sus derechos.
Estos sucesos movieron al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en aplicación de los preceptos del Capítulo VII de su Carta constitutiva, a enviar a esos países fuerzas militares de tierra, mar y aire —los llamados cascos azules— para restaurar la paz, el orden y los derechos humanos.
Estas acciones colectivas internacionales fueron tomadas por decisión del Consejo de Seguridad de la Organización Mundial —excepción hecha de la adoptada por la OTAN en marzo de 1999, al margen de las Naciones Unidas, con referencia a Kosovo— y han sido posibles gracias a que, después de terminada la guerra fría, ninguno de sus miembros permanentes —los cinco grandes: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Federación Rusa y China— ha hecho uso del >veto que consagra el artículo 27 de la Carta de la Organización Mundial en las decisiones del Consejo de Seguridad.
Este organismo intervino también en Haití. A mediados de 1993 dispuso un <bloqueo económico a fin de forzar al gobierno de facto, encabezado por el general Raoul Cedras, a retornar a los cauces constitucionales. Como el bloqueo no dio resultados, la Organización Mundial ordenó la intervención militar, que se produjo el 19 de septiembre de 1994. Sin embargo, el día anterior el dictador haitiano, ante la inminencia de la acción militar, llegó a un acuerdo con el representante norteamericano Jimmy Carter para dejar el poder y permitir la restitución del presidente derrocado por el golpe militar, Jean Bertrand Aristide. De modo que el desembarco de las tropas multinacionales se hizo sin violencia y en medio de la alegría de la población.
Sin duda, uno de los casos más dramáticos de injerencia humanitaria fue el de Sudán a mediados del 2007. Este país, situado en el noreste del continente africano, alcanzó su independencia nacional de Inglaterra en 1953, pero dos años después se vio envuelto en una feroz, sangrienta y dilatada guerra civil entre los grupos islámicos del norte y los grupos cristianos y multiétnicos del sur. Se produjeron atroces violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad. Las milicias árabes trataron de exterminar a la población negra del oeste y del sur de Sudán como parte de la “limpieza étnica” que propugnaban los líderes islámicos del norte. Aldeas enteras de población negra fueron saqueadas y quemadas por las bandas armadas de janjawid. Sus habitantes fueron masacrados o tuvieron que fugar. Los campesinos se vieron forzados a abandonar sus pequeñas y pobres fincas. Sufrieron el saqueo de sus ganaderías. Fueron décadas de crímenes inenarrables. Y, como consecuencia de esos acontecimientos, amplios sectores de su población quedaron sumidos en la miseria, principalmente en la provincia occidental de Darfur, que fue un sultanato independiente hasta 1916. El conflicto de Sudán copó 40 de sus 54 años de vida independiente y, según las Naciones Unidas, desde 1953 hasta marzo del 2008 significó la muerte de 300 mil personas y el desplazamiento de varios millones, desperdigadas en los campos en Sudán y en los países vecinos.
Amnistía Internacional afirmó que los atroces desafueros contra los derechos humanos fueron cometidos por todas las facciones involucradas en el conflicto: el gobierno, los grupos armados de oposición, las organizaciones fundamentalistas musulmanas y las milicias aliadas con las bandas contendientes. El fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) solicitó al tribunal el 14 de julio del 2008 el arresto del presidente de Sudán, Omar Hassan el-Bashir, bajo la acusación de genocidio, crímenes de guerra y actos contra la humanidad cometidos durante el conflicto de Darfur.
Esos grupos recibieron apoyo logístico del exterior. Las milicias árabes musulmanas janjawid fueron armadas por Irán y apoyadas por el ejército sudanés; y los combatientes del Movimiento de Liberación de Sudán —movimiento negro, también musulmán—, recibieron respaldo de Uganda, Etiopía y Eritrea, países fronterizos de Sudán. El conflicto tendió a internacionalizarse. Lo cual preocupó a su vecino del norte: Egipto, que temía una intervención militar directa de Irán en apoyo al gobierno sudanés para ejercer control del mar Rojo y de la parte baja del Nilo. El gobierno militar de Omar Hassan Ahmad al-Bashir, que tomó el poder en Jartum en 1993, fue incluso acusado de intentar asesinar al presidente egipcio Hosni Mubarak en Addis Abeba en 1995. En las montañas del noreste del país se reportó la existencia de campos de entrenamiento secretos de al Qaeda.
En tales circunstancias, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, considerando que aquella era la peor crisis humanitaria que se había producido hasta ese momento, dispuso el 31 de julio del 2007 el despliegue de una fuerza internacional compuesta por 26 mil soldados de diversas nacionalidades en la provincia sudanesa de Darfur para detener la guerra civil en el país africano, contener el tráfico de armas, proteger a la población e impulsar un acuerdo de paz.
Aquella fue la mayor operación internacional de injerencia humanitaria realizada hasta esa fecha.
En todo caso, tales acciones han conformado progresivamente un derecho de solidaridad o de injerencia humanitaria de la comunidad internacional en países que han caído en procesos de disolución estatal. Es un derecho que protege a las víctimas inocentes de los conflictos armados. Se considera que este derecho no es incompatible con el principio de <no intervención en los asuntos internos de un Estado.
Formalmente éste no es un derecho que los Estados puedan ejercer unilateralmente sino una facultad de la comunidad internacional, aunque en la práctica son los países poseedores de vigorosas infraestructuras militares los que ejecutan las decisiones del Consejo de Seguridad, con todos los riesgos que ello implica. De ahí que este derecho, no obstantes sus finalidades humanitarias y democráticas, se ha tornado controversial por los riesgos que en la práctica suponen las operaciones militares a cargo de los países poderosos. Sin embargo, a veces no hay otro método para devolver a los pueblos la paz, la seguridad, la vigencia de los derechos humanos —cuya universalidad, indivisibilidad, interrelación e interdependencia fueron proclamadas por las Naciones Unidas en la conferencia mundial de los derechos humanos de Viena en 1993— e impedir que el orden democrático de un país naufrague en la vorágine de las luchas internas.
En el ejercicio de la injerencia humanitaria, el Consejo de Seguridad debe dar prioritaria atención al pleno restablecimiento del Estado de Derecho en el país intervenido, al respeto de los derechos humanos y sus garantías, a la implantación de un régimen de paz y de tolerancia, a la negación de la amnistía para los responsables de genocidio o crímenes de guerra, a la no participación en tribunales de justicia que contemplen la pena de muerte y a la celebración pronta de elecciones para designar a las autoridades locales y reorientar al país por la senda de la democracia y de la ley.
Es importante señalar que no es lo mismo el derecho de injerencia humanitaria que el <Derecho Internacional Humanitario surgido de los convenios de Ginebra y de las conferencias de La Haya para defender ciertos principios de solidaridad humana durante los procesos bélicos, proteger a las víctimas de la guerra —heridos, enfermos, inválidos, madres en gestación, prisioneros, muertos en combate y población civil— y prohibir el asesinato, la mutilación, la tortura, el trato cruel, la captura de rehenes y las ejecuciones de los combatientes o de miembros de la población civil.
d) El derecho al reconocimiento de las diferencias. Consiste en asumir y procesar pacíficamente las diferencias de orden étnico, cultural o religioso de los grupos minoritarios en la sociedad, sin que esas diferencias sean razón ni causa de políticas represivas o excluyentes en contra de ellos.
Con frecuencia en las sociedades estatales se suelen formar grupos minoritarios en función de sus especificidades étnicas, culturales, religiosas o lingüísticas. Esos grupos tienden a unirse por obra de sus afinidades y a abrir distancias con el resto de la sociedad. A veces incluso se forman guetos dentro de las ciudades. Lo cual eventualmente conduce hacia políticas de discriminación y de marginación contra esos grupos.
En tiempos más o menos recientes se han dado casos patéticos de violación de los derechos de las minorías. Recordemos los de Bosnia, Kosovo e Irak en la última década del siglo XX.
Por el irrespeto total de las diferencias, Saddam Hussein emprendió en 1991 una terrible limpieza étnica contra la población kurda asentada en el norte de su territorio. Fue una nueva operación de limpieza puesto que años antes ya había ordenado el empleo de armas químicas contra ella. Fue tanta su brutalidad que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se vio obligado a tomar una acción de injerencia humanitaria y a establecer una zona de exclusión de actividades militares iraquíes para proteger a la población kurda de la política de exterminio del tirano de Bagdad.
A mediados de septiembre de 1999 se realizó una operación de injerencia humanitaria en la isla de Timor Oriental, cuyos ciudadanos, pocos días después de haber decidido plebiscitariamente independizarse de Indonesia y formar un nuevo Estado, fueron brutalmente masacrados por las tropas enviadas por el gobierno de Yakarta, que desconoció los resultados de la consulta popular. La violencia fue tan brutal que en pocos días causó 200 muertos y 200.000 desplazados. De ella no se libraron ni los representantes de las Naciones Unidas —cinco de cuyos miembros fueron también asesinados— ni los funcionarios de la Cruz Roja Internacional ni el obispo católico y premio Nobel de la Paz en 1996, Carlos Ximenes Belo, en cuya casa fueron asesinadas decenas de personas que habían solicitado asilo. En tales circunstancias, tuvo que intervenir el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para imponer el respeto al derecho a las diferencias de los ciudadanos
Frecuentemente el derecho al reconocimiento de las diferencias está ligado al de injerencia humanitaria porque para proteger a las poblaciones agredidas y asegurar el respeto a sus derechos básicos las Naciones Unidas se han visto precisadas a establecer en los lugares de conflicto zonas de seguridad, o sea espacios territoriales custodiados por sus cascos azules. Por lo general, estas zonas no se establecen con el consentimiento de las partes en disputa sino por una disposición impuesta por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Tales fueron los casos de Srebrenica y Zepa en la antigua Yugoeslavia para proteger a la población bosnia de la agresión de los serbios, o la zona de seguridad en torno a los kurdos del norte de Irak para defenderlos de Saddam Hussein.
e) El derecho a la planificación familiar. Este es otro de los nuevos derechos humanos: es el derecho de los padres a decidir libre, informada y responsablemente el número y espaciamiento de los hijos que desean tener.
En la actualidad, la variable demográfica forma parte de la planificación del desarrollo. La fecundidad se ha convertido en cuestión de interés público por las implicaciones que tiene en la vida de los países y en el bienestar de los pueblos. Así lo reconoció la III Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo reunida del 5 al 13 de septiembre de 1994 en El Cairo. La autoridad política se ha visto precisada a tomar acciones en este campo. La nueva legislación de los Estados reconoce el derecho de los padres a limitar el número de hijos que desean traer la mundo y, para tal propósito, les entrega toda la información y los medios necesarios a fin de que puedan planificar la familia responsable y libremente. Este es un derecho de los padres, en primer lugar, pero también de la sociedad que tiene interés en que la explosión demográfica no estropee sus afanes de desarrollo.
Los dogmas religiosos no tienen derecho a impedir esta legítima aspiración de la humanidad, angustiada por el explosivo crecimiento demográfico del planeta. Con mucha razón el entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Butros Butros Ghali, expresó en su discurso inaugural de la III Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo, que “no es posible aceptar que una creencia o concepción filosófica pueda oponerse al progreso de la humanidad”.
Esta conferencia se reunió durante los días 5 al 13 de septiembre de 1994 en El Cairo, bajo el auspicio de las Naciones Unidas, con la asistencia de representantes de 182 países, para intentar definir una política encaminada a controlar la explosión demográfica en el planeta. La primera de estas conferencias sobre población se realizó en 1974 en Bucarest y la segunda en México en 1984. Ninguna de las dos pudo llegar a conclusiones de validez general y la última aprobó un documento que mereció demasiadas reservas de los países católicos e islámicos.
En la conferencia de El Cairo, después de encendidas discusiones, atizadas por los dogmas religiosos y prejuicios políticos, se arribó a un relativo consenso en torno a un programa de alcance mundial destinado a limitar el crecimiento de la población, durante los próximos veinte años, a la cifra de 7.270 millones de personas y a 7.800 millones para el año 2050.
Este programa incluye políticas sobre planificación familiar, control de la fecundidad, la mujer, la educación, las enfermedades de transmisión sexual, salud pública, migración y distribución espacial de la población.
Los derechos a la paz, al medio ambiente sano, al desarrollo sostenible y a la planificación familiar pueden ser considerados como derechos de las futuras generaciones, cuya contrapartida es el deber de las presentes de legarles un mundo sin conflictos armados, sin contaminación ni superpoblación, sin agotamiento de los recursos naturales. Estos son los derechos imprescriptibles e inalienables de las futuras generaciones.
f) El derecho al desarrollo humano. La tesis del desarrollo como un derecho humano empezó a incorporarse al debate en los años 50 y 60 del siglo XX, a raíz del proceso de descolonización de algunos de los países del tercer mundo y de su creciente participación en la política mundial. El primer reconocimiento del derecho al desarrollo se dio en los países de la Unión Africana cuando se aprobó el Convenio Africano sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos en Banjul, capital de Gambia, en 1981, cuyo ejercicio se atribuyó a los pueblos y no a los individuos. Más tarde, en 1986, la Asamblea General de las Naciones Unidas formuló la Declaracion sobre el Derecho al Desarrollo, en medio de una cierta preocupación de los Estados industrializados que temían que aquel fuera un “derecho a todo”, exigible por los países subdesarrollados a los países ricos mediante condiciones que hicieran posible el desarrollo social, político, económico y cultural de los primeros. En tal Declaración se establecía que “el derecho al desarrollo es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y las libertades fundamentales”. Esta prerrogativa “implica también la plena realización del derecho de los pueblos a la libre determinación” y su “plena soberanía sobre todas sus riquezas y recursos naturales”.
En 1993 la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, que reunió a 171 Estados, adoptó la Declaración y el Programa de Acción de Viena que consagró el derecho al desarrollo como un “derecho humano inalienable, del cual cada ser humano y todos los pueblos deben gozar por virtud propia”. Más tarde los jefes de Estado y de gobierno reunidos en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York del 6 al 8 de septiembre del 2000 aprobaron la denominada Declaración del Milenio en la que ratificaron la vigencia de los objetivos del desarrollo, la erradicación de la pobreza en todos los pueblos del mundo y la necesidad de sumar esfuerzos para “hacer realidad para todos ellos el derecho al desarrollo y a poner a toda la especie humana al abrigo de la necesidad”.
Para conseguir este objetivo, las Naciones Unidas formalizaron una alianza mundial, en un marco de responsabilidades compartidas, capaz de vencer los obstáculos estructurales que impiden el desarrollo, y conminaron a los Estados a que, como uno de sus deberes fundamentales para con la sociedad, generen las condiciones nacionales e internacionales favorables para la realización del derecho al desarrollo y para la liberación de todos los seres humanos de las “condiciones abyectas y deshumanizadas de la pobreza extrema”.
En consecuencia, los Estados se obligaron a adoptar, individual y colectivamente, políticas que promuevan plenamente el ejercicio de este derecho, entre ellas, la rendición de cuentas, la transparencia, la no discriminación, la equidad, la participación y el imperio de la ley.
En medio de la retórica espumosa que con frecuencia envuelve a las organizaciones internacionales, el Grupo de Trabajo sobre el Derecho al Desarrollo, en su reunión de Ginebra en noviembre del 2005, estableció ciertos parámetros para definir el grado de desarrollo de los países del tercer mundo —proporción de sus exportaciones que ingresa a los mercados desarrollados, grado de endeudamiento y monto del servicio de la deuda, tasas de desempleo, acceso de la población a medicamentos esenciales, índice de abonados a líneas telefónicas, porcentaje de computadores personales y de usuarios de internet, etc.— y propuso “estrategias prácticas” para el cumplimiento de los objetivos del desarrollo: impulsar un sistema comercial y financiero abierto, previsible y no discriminatorio; atender las necesidades especiales de los países menos adelantados; posibilitar el acceso de sus exportaciones, libres de aranceles y cupos, a los países industriales; aplicar programas de alivio de su deuda externa, con inclusión de la cancelación de las deudas bilaterales oficiales; brindar asistencia financiera y técnica para el desarrollo a los países atrasados, especialmente a los que carecen de litoral y a los pequeños países insulares; y asistirles con tecnologías de la información y las comunicaciones.
Posteriormente se habló del derecho al <desarrollo humano, es decir, el derecho al disfrute de una serie de bienes tangibles e intangibles que no son medibles en términos monetarios y que están más allá del consumo material. El contenido de este derecho es la suma de libertad, dignidad humana, salud, seguridad jurídica, confianza en el futuro, estabilidad económica, bienestar, cultura, educación, medio ambiente sano, satisfacción por el trabajo desempeñado, buen uso del tiempo libre y una amplia gama de otros valores.
El derecho al desarrollo humano, que es una forma específica de desarrollo, es mucho más que el crecimiento económico o que la acumulación de bienes materiales.
El crecimiento económico no supone por sí mismo ni automáticamente <desarrollo humano. Hay países que tienen altos índices de crecimiento y bajos niveles de desarrollo humano y, a la inversa, otros que registran exiguos ingresos per cápita y que sin embargo han conquistado apreciables índices de progreso humano. El crecimiento económico es un elemento necesario pero no suficiente para el desarrollo humano: es solamente un medio para la consecución del bienestar social.
En consecuencia, las políticas estatales deben dirigirse hacia el acceso de la población a ese conjunto de bienes tangibles e intangibles que forman el desarrollo humano.