Hasta el siglo XIX fue usual que los Estados intervinieran en los asuntos internos de otros para precautelar su propia seguridad y sus intereses políticos y económicos. Se diría que ese fue casi un “derecho” establecido ante potenciales riesgos o amenazas.
Hoy, en cambio, la sociedad internacional se sustenta en el principio de la igualdad soberana de los Estados y la prohibición de que ninguno de ellos pueda intervenir directa o indirectamente en los asuntos de orden interno de otro. Este principio ha sido proclamado por la Carta de las Naciones Unidas y reiterado en la Declaración sobre principios de Derecho Internacional que rigen las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados, adoptada en 1970 mediante la resolución 2625 (XXV) por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
“Ningún Estado o grupo de Estados —dice la Declaración— tiene derecho de intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos y externos de cualquier otro. Por lo tanto, no solamente la intervención armada sino también cualesquiera otras formas de injerencia o amenaza atentatoria a la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, son violaciones del Derecho Internacional. Ningún Estado puede aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado a fin de lograr que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden. Todos los Estados deberán también abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por violencia el régimen de otro Estado y de intervenir en la guerra civil de otro Estado. El uso de la fuerza para privar a los pueblos de su identidad nacional constituye una violación de sus derechos inalienables y del principio de no intervención. Todo Estado tiene el derecho inalienable a elegir su sistema político, económico, social y cultural, sin injerencia en ninguna forma por parte de ningún otro Estado. Nada en los párrafos precedentes deberá interpretarse en el sentido de afectar las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas relativas al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales”.
La Corte Internacional de Justicia de La Haya, como es lógico, acogió este principio, que forma parte sustancial del Derecho Internacional contemporáneo, en su sentencia del 27 de julio de 1986, dictada en la demanda de Nicaragua contra los Estados Unidos de América. Lo importante de este fallo es que dejó en claro que no es lícito apoyar directa ni indirectamente a las fuerzas de oposición en otro Estado aun cuando su causa parezca particularmente digna de respaldo en razón de los principios morales y políticos en que se sustenta. Cada Estado debe resolver sus disensiones internas sin participación de fuerzas externas. En consecuencia, la Corte concluyó, en el fallo de mi referencia, que el apoyo brindado por Estados Unidos a las actividades militares y paramilitares de los <contras nicaragüenses, bajo la forma de asistencia financiera, entrenamiento, suministro de armas y ayuda logística, constituyó una violación del principio de no intervención.
En 1823 fue formulada por el quinto presidente norteamericano la denominada <doctrina Monroe, que al proclamar que para Estados Unidos no era admisible forma alguna de coloniaje europeo sobre América y que sería rechazada cualquier intervención de carácter extracontinental, parecía reafirmar el principio de no intervención de las potencias europeas en contraste con las tesis intervencionistas que sostenían importantes hombres de Estado del Viejo Continente en aquel tiempo, como el estadista irlandés lord Robert Castlereagh, el conde Guillaume de Nesselrode y el príncipe austriaco Clément de Metternich.
En realidad nunca quedaron claras las intenciones de Monroe.
Unos piensan que el suyo fue un gran alegato contra los designios intervencionistas de las potencias europeas sobre América Latina y que gracias a él se pudieron detener los propósitos de reconquista que, desde Alaska a la Patagonia, animaron a Rusia, los otros miembros de la santa alianza y España. Otros, en cambio, sostienen que el monroísmo fue una sutil expresión imperialista destinada a reservar para los afanes expansivos de Estados Unidos las tierras situadas al sur del Río Grande. Pero independientemente de las buenas o malas intenciones de James Monroe, lo que sí es cierto es que, al socaire de sus ideas, posteriores presidentes norteamericanos emprendieron en toda clase de atropellos a los derechos de los países del sur.
A principios de siglo surgió la llamada <doctrina del destino manifiesto de Theodore Roosevelt —cuyas raíces se pierden en el siglo XIX— que contenía el conjunto de sus ideas geopolíticas y geoeconómicas orientadas a justificar el expansionismo norteamericano y en virtud de las cuales se presentaba como lógica y necesaria la conquista de nuevos territorios para ampliar la herencia colonial de Estados Unidos. Por “la naturaleza de las cosas” ellos estaban llamados a extender sus fronteras hacia el oeste y hacia el sur para conformar un Estado de dimensiones continentales, limitado por los dos océanos.
Fueron estas ideas las que inspiraron la política expansionista e intervencionista de Estados Unidos durante el siglo XIX y principios del XX. La compra de Louissiana a Francia, la adquisición de Florida a España, la anexión de California, la guerra contra México, la incorporación de Texas, la intervención en Cuba, la retención de Guam y Puerto Rico, el protectorado económico sobre la República Dominicana, la promoción de la independencia panameña, la construcción del Canal de Panamá, la anexión de Hawai y varios otros actos de intervención dentro de lo que el viejo Roosevelt llamaba la “sphere of influence” de Estados Unidos, se deben a las ideas del “destino manifiesto”.
Fue el polémico internacionalista argentino Carlos Calvo (1822-1906) uno de los más importantes propugnadores del principio de no intervención en la región latinoamericana a fines del siglo XIX. Sus ideas y las de otros pensadores tuvieron eco en la VI Conferencia Interamericana de La Habana en 1928, aunque con cierta timidez ante el despliegue de la fuerza de la que ya era la primera potencia mundial.
En la VII Conferencia Interamericana reunida en Montevideo en 1933 se aprobó una Declaración de Derechos y Deberes de los Estados en la que se condenó más frontalmente la injerencia de un país en los asuntos de otro.
En la Conferencia de Consolidación de la Paz de Buenos Aires en 1936, de la que surgió el Protocolo de No Intervención, este principio alcanzó relevancia específica, que se plasmó en 1948, como norma del sistema jurídico interamericano, al incorporarse a la Carta de la Organización de los Estados Americanos aprobada en Bogotá, en la que se manda que “ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa ni indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. El principio anterior excluye no solamente la fuerza armada sino también cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen”.
Desde entonces, y no obstantes las frecuentes y graves violaciones que ha sufrido, la no intervención se convirtió en un principio de política internacional que veda a los Estados tomar injerencia en los asuntos internos o externos de otros. La Asamblea General de las Naciones Unidas ratificó este principio en términos muy claros y concluyentes en su resolución 2625 (XXV): “Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir directa ni indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. Por lo tanto, no solamente la intervención armada sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, son violaciones del Derecho Internacional. Ningún Estado puede aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado a fin de lograr que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden. Todos los Estados deberán también abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado y de intervenir en una guerra civil de otro Estado. El uso de la fuerza para privar a los pueblos de su identidad nacional constituye una violación de sus derechos inalienables y del principio de no intervención. Todo Estado tiene el derecho inalienable de elegir su sistema político, económico, social y cultural, sin injerencia en ninguna forma por parte de ningún otro Estado”.
Sin embargo, la práctica internacional ha consagrado el principio de que no constituyen actos de intervención, en los términos del Derecho Internacional, los cumplidos por un Estado a requerimiento de otro para protegerlo de asechanzas y peligros externos, como el envío de tropas que hizo Inglaterra entre 1945 y 1948 a Grecia, a petición de ésta, para coadyuvar al mantenimiento del orden interno, o las que envió diez años después por pedido del rey Hussein para defender la independencia de Jordania ante el acoso de Irak y de la entonces República Árabe Unida. Tampoco se consideró intervención el desembarco de tropas norteamericanas en el Líbano a finales de los años 50, por solicitud del gobierno de este país, o el envío de fuerzas navales a Tailandia en 1962 para protegerla de las amenazas de Laos. En definitiva, no se considera violatoria del principio de no intervención la movilización de fuerzas militares de un país para proteger a otro, siempre que la operación se realice a petición expresa de éste. Tal género de operaciones ocurrió muchas veces durante el proceso de la guerra fría a ambos lados de la <cortina de hierro.
Tampoco tiene visos intervencionistas la acción de la <comunidad internacional, en ejercicio del llamado derecho de <injerencia humanitaria, en defensa de las poblaciones civiles que son víctimas de conflictos armados entre facciones rivales en un país. Se estima que en casos como estos no existe el animus intervinendi, o sea el propósito de un Estado de imponer sobre otro unilateralmente su propia voluntad, que es uno de los elementos esenciales de la intervención.
En los últimos años se ha desarrollado un nuevo derecho humano denominado de “injerencia humanitaria”, en virtud del cual la comunidad internacional, representada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, puede intervenir militarmente o de cualquier otra manera —embargo comercial, bloqueo, aislamiento— a fin de imponer la paz en un país gravemente convulsionado en el que han desaparecido los signos vitales del Estado.
Este nuevo derecho se presenta como una legítima excepción al principio general de no intervención. Para decirlo en otras palabras, los límites de este principio fundamental de la convivencia internacional, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, están dados por el derecho de injerencia humanitaria que asiste en determinadas circunstancias a la comunidad internacional para detener los sangrientos desgarramientos internos que afectan gravemente a gente inocente y ponen en peligro incluso la propia subsistencia del <Estado, como forma de organización social.
La idea que subyace a estos conceptos es que la norma de la no intervención no puede invocarse para atropellar los derechos humanos. Si un Estado, como ha ocurrido en varios casos recientes, entra en un proceso de disolución institucional —proceso de >somalización— de modo que han perdido vigencia la autoridad y la ley, y se abre un período de violencia y caos que afecta a la población, el derecho de injerencia humanitaria se sobrepone al principio de no intervención, hasta que se restituya el orden social. No puede la comunidad internacional mirar impasible la orgía de muerte y destrucción que se desata sobre un Estado ni puede cruzarse de brazos ante las hecatombes sociales. Está moral y jurídicamente obligada a intervenir en defensa de los derechos humanos. Este es uno de los límites que encuentra en el Derecho Internacional contemporáneo el principio de no intervención.
Desde otra perspectiva, la determinación de las funciones que deben realizar los representantes diplomáticos es de la mayor importancia no sólo para establecer los tipos de acción a cuyo ejercicio no puede oponerse el Estado receptor sino también para evitar abusos e intromisiones de ellos en la vida política de los Estados ante los cuales están acreditados. Según el párrafo primero del artículo 3 de la Convención de Viena de 1961, las funciones de las misiones diplomáticas consisten principalmente en: a) representar al Estado acreditante ante el Estado receptor; b) proteger en el Estado receptor los intereses del Estado acreditante y los de sus nacionales, dentro de los límites permitidos por el Derecho Internacional; c) negociar con el Estado receptor; d) enterarse por todos los medios lícitos de las condiciones y evolución de los acontecimientos en el Estado receptor e informar sobre ellos al gobierno del Estado acreditante; y e) fomentar las vinculaciones amistosas y desarrollar las relaciones económicas, culturales y científicas entre el Estado acreditante y el Estado receptor.
Aunque esta enumeración no es taxativa, es decir, no constituye numerus clausus sino numerus apertus y caben desde luego otras posibilidades de acción para los diplomáticos dentro del marco del Derecho Internacional, cualquier rebasamiento constituye un acto de intervención no debida.
Las dos más importantes obligaciones de los agentes diplomáticos son la de respetar las leyes y reglamentos del Estado receptor y la de no inmiscuirse en sus asuntos internos. Esto lo dice muy claramente el artículo 41 de la Convención de Viena. Sin duda esta prohibición forma parte del principio de no intervención consagrado por el Derecho Internacional. La obtención de información por medios de corrupción o de espionaje no constituyen los instrumentos lícitos a que se refiere la Convención de Viena y pueden dar lugar a la declaración de persona non grata contra quien los haya realizado.