El tráfico de drogas no es nuevo. Alrededor del año 1620 los monarcas europeos persiguieron el comercio y el uso del tabaco. Decapitaron a Sir Walter Raleigh (1554-1618) por haber inventado la pipa. Durante los primeros años del siglo XX tuvo un gran auge el comercio ilícito del opio. En los años 20 los Estados Unidos prohibieron la fabricación, venta y consumo de bebidas alcohólicas. En las décadas de los 60 y 70 vino la ola de la marihuana y el hachís. Después la producción de cannabis procedente de Marruecos, Nigeria y Zaire inundó los mercados clandestinos de Europa. A partir de los años 80 advino el boom de la cocaína, acompañada en los 90 por la heroína.
Según datos del año 2006, más de doscientos millones de personas en el mundo consumían drogas ilícitas. El uso de drogas por vía intravenosa ha propagado el VIH/SIDA y la hepatitis. El crecimiento de la delincuencia y de la violencia ha sido, también, consecuencia directa del consumo de drogas. Con el dinero mal habido del narcotráfico se han financiado conflictos armados sangrientos. La extensión de los tentáculos de la corrupción hacia todas las esferas de la vida social —gobiernos, tribunales, parlamentos, fuerzas armadas, policía, medios de comunicación, partidos políticos— se ha debido, en buena medida, al dinero de las actividades ligadas a la producción, refinación y comercialización de drogas.
El azote del narcotráfico se ha extendido de manera impresionante.
Todas las acciones represivas, nacionales e internacionales, han fracasado, como lo demuestran las cifras. A ese fracaso no son ajenas las Naciones Unidas y sus organismos especializados. La Junta Internacional para la Fiscalización de Estupefacientes, llamada a supervisar el cumplimiento por los gobiernos de los tratados antidrogas, ha tenido mal éxito. Igual cosa se puede decir del Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas (PNUFID) y del Centro de Prevención del Delito Internacional (CPDI), que cuentan con altos presupuestos, cuya misión es fiscalizar la producción y distribución de alrededor de ciento diez y seis estupefacientes (opio y sus derivados, morfina, codeína, heroína, cannabis, cocaína y estupefacientes sintéticos, como la metadona y la petidina) y ciento once sustancias sicotrópicas, que en su mayor parte son productos farmacéuticos que actúan sobre el sistema nervioso central (alucinógenos, estimulantes, depresores).
Se han incumplido o cumplido muy parcialmente la Convención Única sobre Estupefacientes (1961), el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas (1971), la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas (1988) y otros instrumentos internacionales de diverso alcance. Tampoco los programas internacionales para la erradicación del consumo ilícito de estas sustancias han sido exitosos. Han abundado las declaraciones meramente declamatorias de los organismos internacionales. Y, sin que sea mi intención formular críticas contra esas iniciativas, inspiradas todas en los más loables propósitos, me limito a expresar mi escepticismo respecto del éxito de ellas en la dirección prohibicionista en que se las ha manejado.
Desde la declaración formulada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su vigésimo período extraordinario de sesiones, celebrado del 8 al 10 de junio de 1998, quedó claro que la acción contra el azote de las drogas era una responsabilidad común y compartida de todos los Estados miembros de la Organización Mundial y que debía ser abordada en escala multinacional. De ahí que se han formado en el ámbito internacional varios organismos encargados de luchar contra la fabricación, el uso indebido y el tráfico de drogas: la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), la Comisión de Estupefacientes y la Junta Internacional para la Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), entre otros.
Y a partir de 1961 se han celebrado, bajo el auspicio de las Naciones Unidas, numerosos tratados y convenciones internacionales para concertar esfuerzos en el combate contra la producción, distribución, comercialización, posesión y uso de drogas ilícitas, blanqueo de dinero y tráfico de precursores químicos. En ellos se han establecido las normas que rigen la sanción y extradición de los narcotraficantes, la confiscación de sus ingresos, activos y propiedades, y la extradición de ellos, para lo cual se prevé la ejecución en el extranjero de trámites procesales en materia penal. La Junta Internacional para la Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), creada en 1968 por la Convención Única, es el organismo dependiente de las Naciones Unidas e independiente de los Estados miembros encargado de velar por la aplicación de las convenciones internacionales sobre estupefacientes y sustancias sicotrópicas.
Junto con la droga ha surgido un nuevo poder económico: el narcotráfico, que se ha convertido en una de las más grandes organizaciones internacionales, capaz de movilizar centenares de millones de dólares diariamente, de quebrar el concepto de soberanía estatal, producir acciones impensables de violencia, financiar guerrillas y alimentar el >terrorismo.
Este es un fenómeno singular y preocupante de la era contemporánea. Sus propulsores constituyen una nueva “transnacional” que con su colosal poder económico y su red de corrupción ha modelado una verdadera “narcoeconomía” en muchos lugares del mundo. Ha penetrado los mandos del Estado y de la fuerza pública. Ha roto la imparcialidad de la justicia. Ha corrompido políticos. Ha atemorizado policías. Ha creado un nuevo poder social levantado sobre la corrupción, el crimen y el terror.
Si las cosas siguen como están, con el explosivo enriquecimiento de los carteles de la droga alrededor del planeta y la expansión de su poder político y económico, el mundo se encamina hacia un narcocapitalismo destinado a regir los gobiernos, las cuestiones económicas, los problemas financieros y las relaciones internacionales de los Estados.
En la búsqueda de mayor seguridad y eficacia para sus negocios y sus agentes, los carteles han modificado su estructura en los últimos años. Ya no son organizaciones centralizadas bajo el mando de un capo todopoderoso —con un andamiaje piramidal de poder—, que sufrían una cierta fragilidad y peligro porque si apresaban o mataban al jefe toda su estructura se iba al suelo. Hoy son varios los capos que gobiernan o cogobiernan los carteles dentro de sus respectivos segmentos, en forma descentralizada, dentro de una estructura horizontal del poder mafioso.
La modernidad ha entrado en los carteles de la droga, que responden mejor a la globalización de su negocio, favorecidos por el rotundo fracaso de las políticas prohibicionistas.
Y los gobernantes de los grandes países consumidores de droga generalmente guardan silencio sobre el tema, lo mismo que las organizaciones internacionales de las que forman parte. Ellos han guardado silencio sobre un asunto de tanta trascendencia para el destino de la humanidad.
Estados Unidos y Europa son los principales mercados de la <droga procedente del tercer mundo. Y nueve países son los principales proveedores del mercado norteamericano. La heroína proviene de Pakistán (que es el mayor productor del mundo), México, Birmania, Turquía y Afganistán. Colombia, Bolivia y Perú son los principales abastecedores de cocaína. Según cifras de las Naciones Unidas del 2006, Colombia era responsable del 50% del cultivo mundial de coca, Perú del 33% y Bolivia del 17%. La mayor parte de la mariguana procede de México, Paraguay, Colombia, Jamaica y Belice. Y desde el 2008, desplazando a Colombia, Paraguay se convirtió en el mayor productor de mariguana de Sudamérica, con cosechas anuales de alrededor de 5.900 toneladas, y en el segundo del mundo, después de México (7.400 toneladas), según el World Drug Report 2008.
Los países que principalmente sirven de puente para el tránsito de la droga hacia Estados Unidos son Panamá, México y las Bahamas, en Occidente, y Tailandia, en el Oriente, para la que se produce en Asia sudoriental. Turquía ocupa un lugar estratégico para el comercio entre Asia y Europa. Nigeria ha desarrollado estrechas vinculaciones entre los productores de heroína en Pakistán y las principales ciudades de Estados Unidos y de Europa. Este es parte del intrincado esquema del narcotráfico mundial.
Algunos movimientos guerrilleros latinoamericanos, abandonando su romanticismo revolucionario original, se convirtieron parcialmente en agentes del narcotráfico. Eso ocurrió en Colombia y Perú a comienzos de este siglo. El ministro de defensa colombiano Juan Carlos Pinzón, en un informe presentado el 23 de octubre del 2012 en el Center for Hemispheric Policy de la Universidad de Miami, afirmó que los ingresos anuales netos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), procedentes del narcotráfico, iban de US$ 2.400 millones a US$ 3.500 millones, puesto que, de las 350 toneladas de cocaína que se producían anualmente en su país, alrededor de 200 toneladas —el 57%— tenían relación con el grupo armado colombiano.
A mediados de marzo del 2009 "The New York Times" publicó que el movimiento guerrillero Sendero Luminoso había adoptado en Perú el mismo esquema colombiano y se había convertido en un cartel de la droga para financiar sus acciones insurgentes. Afirmó el diario norteamericano que Sendero Luminoso, si bien seguía profesando su ideología maoísta, se dedicaba al negocio de proteger a narcotraficantes, extorsionar hacendados y operar sus propios laboratorios de cocaína, con lo cual financiaba sus acciones en el valle del Apurímac, donde murieron 70 mil personas a causa del terrorismo.
Esto coincidía con el interés de los traficantes colombianos y mexicanos en convertir a Perú en uno de los eslabones de la producción mundial de heroína, especialmente en los departamentos del Amazonas, Huánuco, Apurímac-Ene, Cajamarca, Huallaga y Lima, donde los cultivos de adormidera y de coca habían crecido notablemente en esos años.
Según cifras del año 2005, el tráfico de drogas movía alrededor de 500.000 millones de dólares anualmente y se sustentaba en el consumo de centenares de millones de personas en el mundo. Colombia era el principal productor mundial de cocaína y el segundo de mariguana, después de Estados Unidos, según afirmaba "La Plataforma Política del Partido Liberal Colombiano" (2001).
El 30 de octubre del 2007, en un puerto del Occidente mexicano, se capturó el mayor cargamento de droga en los anales del narcotráfico hasta ese momento: 23 toneladas de cocaína procedentes de Colombia, destinadas a Estados Unidos, cuyo precio comercial fue calculado en 400 millones de dólares.
El diagnóstico de Washington es que los orígenes del problema de la droga se encuentran en el lado de la oferta mientras que los países productores afirman que es en la demanda, puesto que mientras ésta subsista y se amplíe siempre habrá alicientes para el cultivo, procesamiento y comercialización de ella. Es una simple cuestión de lógica del mercado. Y aquí reside la principal discrepancia entre los países productores y los consumidores.
Pero detrás de esta discrepancia existen muchos otros intereses concretos.
El tema no puede ser reducido a un debate meramente moral, como plantean los países del norte. El cultivo de la coca o de la adormidera forma parte de las economías de los países productores. Decenas de miles de campesinos pobres se dedican a él. No es tan fácil, por tanto, erradicarlo sin causar un problema social de enormes proporciones. Hay muchos elementos y realidades en el problema, algunos de ellos dramáticos, que tienen que ver con las precarias condiciones de vida de amplios sectores de la población campesina de los países productores, que han optado por estos cultivos como la única oportunidad que les ha ofrecido la sociedad para alcanzar una relativa prosperidad.
La decisión de los campesinos de la región andino-amazónica de Bolivia y de Perú para convertir sus pequeñas parcelas de agricultura tradicional en plantaciones de coca, por ejemplo, ha sido forzada por las necesidades de su propia subsistencia y no puede esperarse una sustitución de cultivos mientras no se les garantice un nivel de ingresos equivalente a los que actualmente perciben. Este es el problema de fondo en los países productores del tercer mundo. Porque aunque es abismal la diferencia de rentabilidad entre lo que reciben los cultivadores primarios y lo que perciben en la calle los distribuidores del producto refinado —la proporción es de doscientos a uno— de todas maneras los ingresos que obtienen los campesinos son mucho mayores que los que pudieran obtener de los cultivos tradicionales.
El cultivo de mariguana no es, como generalmente se cree, un negocio exclusivo de algunos países del tercer mundo. Según informaciones publicadas en Estados Unidos a finales del 2006, los granjeros norteamericanos de California, Tennessee, Kentucky, Hawaii, Washington, North Carolina, Florida, Alabama, West Virginia y Oregon cultivaron más de 56,4 millones de plantas de mariguana al aire libre y 11,7 millones de plantas bajo techo, y cosecharon en ese año más de 22,3 millones de libras de mariguana, que representaron un valor de 35,8 billones de dólares. Y a pesar de todos los esfuerzos desplegados por las agencias del gobierno para erradicar esos cultivos, la producción se ha incrementado en los últimos 25 años de 1.000 toneladas métricas (2,2 millones de libras) en 1981 a 10.000 toneladas métricas (22 millones de libras) en el 2006, según estimaciones del gobierno federal.
Desde el año 1982 al 2005 el Drug Enforcement Administration’s Domestic Cannabis Eradication/Suppression Program (DCESP) erradicó más de 103 millones de plantas de marihuana. En doce de los estados norteamericanos la marihuana es el cultivo más rentable y en 30 estados es uno de los tres primeros cultivos. Los terrenos sembradíos de mariguana son más extensos que los de algodón en Alabama; de uvas, legumbres y heno juntos en California; de maní en Georgia; y de tabaco en Carolina del Norte y Carolina del Sur. Lo cual significa que, a pesar de todos los esfuerzos de erradicación emprendidos por el gobierno, la marihuana ha formado parte de la economía norteamericana durante el último cuarto de siglo.
Esto hará pensar a los líderes de ese país en la necesidad o conveniencia de legalizar su consumo.
Crece una corriente de pensamiento que postula la conveniencia de despenalizar la producción, el comercio y el consumo de algunas de las drogas, como la marihuana, el hachís, el cannabis y la cocaína, puesto que el “prohibicionismo” y su consecuente represión, gracias a los cuales el narcotráfico se ha convertido en el mejor negocio del mundo, causan daños mayores que el propio comercio de la droga.
Muchos intelectuales, escritores, políticos, periodistas y conductores de opinión pública del mundo subdesarrollado se han pronunciado por la despenalización y algunos importantes exponentes del pensamiento del mundo desarrollado —entre ellos Milton Friedman, el líder de la escuela de Chicago; Jocelyn Elders, que desempeñó la dirección general del Ministerio de Salud de Estados Unidos; y Charles Pasqua, exministro del interior de Francia— comparten este criterio. Consideran que el combate contra el narcotráfico ha sido un fracaso no sólo porque no ha podido detener el consumo de estupefacientes, que ha crecido en Estados Unidos y Europa, sino porque además ha generado corrupción, violencia, criminalidad y actividades conexas como el contrabando de los llamados precursores químicos suministrados por las industrias europeas y norteamericanas y el lavado de narcodólares en los sistemas financieros del mundo.
Se han gastado sumas inmensas de dinero en esta lucha sin resultados importantes. Se han llenado las cárceles con cocainómanos y heroinómanos, con las “mulas” transportadoras de la droga y con los pequeños “blanqueadores” de las ganancias, pero los principales capos andan libres y el negocio prolifera por todo el mundo. Los entendidos afirman que las capturas de droga apenas llegan al 10% de su tráfico total y que una gran proporción de ella vuelve a entrar al comercio ilícito por obra de la corrupción de las autoridades. Este solo dato revela el fracaso de la guerra contra la droga. Los éxitos de la entidad especializada norteamericana: la Drug Enforcement Administration (DEA), han sido muy limitados. El propio Milton Friedman, con su obsesión por la competencia, asegura que la proscripción de la droga beneficia a los grandes carteles que, gracias al sistema, acrecientan sus utilidades. El economista norteamericano afirmó en la revista “Cambio 16 – Colombia", el 13 de diciembre de 1993 —con palabras que no han perdido actualidad—, que la prohibición “hace del negocio algo altamente peligroso y por cuenta de esos riesgos toda la actividad termina por quedarse en las manos de quienes tienen las organizaciones más grandes y preparadas: los carteles”.
En marzo del 2001 el presidente mexicano Vicente Fox se declaró partidario de la legalización de las drogas para acabar con la delincuencia, la corrupción, el <narcolavado y el crimen organizado que genera este negocio, a condición de que se lo haga a escala mundial. Los gobiernos de Suiza y Canadá propusieron también en junio del mismo año la despenalización del consumo de marihuana. Sin embargo, en noviembre del 2008 los ciudadanos suizos, convocados a referéndum para decidir sobre la despenalización de la tenencia y consumo del cannabis propuesta por los partidos de izquierda, se pronunciaron con el 63,2% de los votos en contra de tal iniciativa.
Los defensores de la legalización argumentan que la guerra contra el narcotráfico no sólo que no ha dado los resultados esperados sino que ha tenido efectos contraproducentes. Es la ilegalidad la que ha determinado los altos precios de los estupefacientes y la altísima rentabilidad del negocio. Afirman, por ejemplo, que si el comercio fuera lícito el precio de la cocaína sería diez veces menor y mejor su calidad. Invocan, en respaldo de su tesis, los efectos negativos que tuvo en los años veinte del siglo pasado la prohibición del alcohol en Estados Unidos, a cuyo amparo se amasaron inmensas fortunas, se originó el gansterismo y se generaron violencia y criminalidad. Y que el temido aumento del consumo de bebidas alcohólicas no se produjo con la despenalización. Por lo que prevén que lo mismo sucedería si se legalizara el comercio y el consumo de drogas. Ponen como ejemplo lo ocurrido en Holanda, donde las autoridades toleran la posesión de hasta 30 gramos (1,2 onzas) de cannabis por persona y en cuyas principales ciudades —Amsterdam, Rotterdam, Arnheim, Venlo, Maastricht— se han abierto centenares de cafés donde se expende la droga libremente, sin embargo de lo cual la adicción se ha estabilizado y no ha crecido, aunque es verdad que ha dado lugar al narcoturismo de los jóvenes de diversos países de Europa que viajan a Holanda a pasar un “fin de semana de yerba”.
Habrá que poner en una balanza los factores positivos y negativos de la decisión, al margen de las simplificaciones, los slogans publicitarios, los mitos, las fantasías, las satanizaciones e, incluso, las politizaciones del tema.
La despenalización de la droga dejará de crear las condiciones comerciales para la formación de las inconmensurables fortunas de los carteles a lo largo y ancho del planeta, destinadas a comprar presidentes, sobornar ministros, paralizar la fuerza pública, silenciar a ciertos círculos financieros y poner la venda en los ojos a la justicia. Y será una droga más pura y, por tanto, menos nociva que la actual —mezclada con codeína, yeso, talco, leche en polvo y otras sustancias y cuyo grado de pureza alcanza apenas el 59%— y con menores estragos para la salud de sus consumidores. El control de calidad estará a cargo del Estado. Se podrá informar libremente a la sociedad sobre sus estragos y desaparecerá todo el aparato de violencia y corrupción que hoy existe para proteger su comercialización y consumo.
De este modo será factible desmontar el gigantesco negocio transnacional y el incoercible poder de su riqueza malhabida, que operan a escala planetaria.
El “lavado de dinero” proveniente del comercio ilícito de drogas, que se suele denominar <narcolavado, es la compleja actividad de incorporar, a través de operaciones económicas aparentemente lícitas, las ingentes cantidades de billetes —porque el negocio en la calle se hace en billetes de bajas denominaciones— al sistema financiero de un país para ocultar su origen. A través de este proceso los portadores de dinero “sucio” lo “lavan” para que quede “limpio”.
Con el propósito de combatir este delito conexo con el tráfico de drogas, la Convención de Viena, celebrada en 1988 bajo el patrocinio de las Naciones Unidas para la persecución del tráfico ilícito de drogas narcóticas y sustancias psicotrópicas, eliminó el secreto bancario para efecto de investigar documentos financieros y comerciales referidos a estos delitos, cuyos autores están sujetos a extradición, y autorizó la confiscación de los bienes y activos de su propiedad. Dispuso además que las partes contratantes tipifiquen como delito penal el lavado de dinero.
El ”lavado de dinero” se denomina también “lavado de activos” o “blanqueo de capitales”.
Con las facilidades tecnológicas que ofrece el mundo de la globalización, los delincuentes pueden transferir con rapidez inusitada sus fondos de un país a otro. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional estimaron en el 2005 que el lavado de dinero movió en ese año 600 billones de dólares, de los cuales 500 billones correspondieron al narcotráfico.
La expresión “lavado de dinero” surgió de las actividades delictivas de Al Capone en los años 20 del siglo pasado, porque el famoso gangster de Chicago, juntamente con Lucky Luciano, George “Bugs” Moran, Meyer Lansky y otros capos de la mafia que controlaba en ese tiempo el tráfico de cerveza y bebidas alcohólicas, instaló como negocio de pantalla una red de lavanderías de ropa, a través de la cual pudo ocultar sus ganancias ilícitas.
Hay, sin embargo, remotos antecedentes de encubrimiento de operaciones ilícitas. La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón, creada después de la primera cruzada en el año 1118 —mejor conocida como los templarios—, había amasado una enorme riqueza y, para ocultarla y eludir la prohibición eclesiástica de los préstamos monetarios con interés en varios países europeos, ingenió con sobra de astucia el procedimiento para tapar sus movimientos financieros.
Los historiadores estiman que fueron los templarios los precursores del “lavado de dinero”. Práctica que prosiguió en la baja Edad Media para encubrir las utilidades de los préstamos agiotistas, que estaban prohibidos.