Según el profesor italiano Norberto Bobbio (1909-2004), la palabra nacionalismo fue acuñada en un texto de 1798 —Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme— por el abate francés Augustín Barruel (1741-1820) en su denuncia contra la intolerancia del jacobinismo francés de los días de la Revolución. “El nacionalismo —escribió— tomó el lugar del amor general (…) y a partir de entonces está permitido despreciar a los extranjeros, engañarlos y ofenderlos”.
Esta palabra suscita, por su amplitud semántica, problemas de definición. Puede ser enfocada desde diversos ángulos. Tiene, a lo menos, una triple acepción:
a) la defensa denodada de los valores vernáculos de una comunidad frente a la intervención o a la interferencia extranjera en sus asuntos domésticos;
b) la exacerbación del sentimiento nacional, generalmente acompañada de >xenofobia y belicismo, al estilo de la que promovieron los nazis en Alemania en la década de los años 30 del siglo pasado; y
c) los afanes separatistas o de autonomía política de grupos nacionales en Estados multiculturales y multiétnicos.
Por lo visto, el término nacionalismo resulta equívoco e impreciso. Puede significar desde la sana y positiva adhesión y lealtad a la causa nacional frente a las acechanzas extranjeras de naturaleza política, cultural, económica o militar, hasta el <chovinismo irracional y la mitología patriotera.
Por ejemplo, los líderes independentistas latinoamericanos de diversas épocas —Bolívar, San Martín, Miranda, Martí y muchos otros— profesaron un nacionalismo sano, que se resolvía en la creación de gobiernos estatales propios. Fue también legítima la afirmación nacionalista de pensadores republicanos como el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979) o el argentino Raúl Prebish (1901-1986), en su búsqueda de la identidad y de la independencia nacionales.
Hay, por tanto, un nacionalismo que podríamos llamar “sano” y otros “enfermizos” o “morbosos”. El nacionalismo sano consiste en la lealtad de los ciudadanos a los intereses de su nación o país y en la defensa celosa de su <libre determinación y de sus valores. El nacionalismo patológico —que es el que, por ejemplo, fomentaron los fascismos— es fruto de la perversión del sentimiento nacional. Este nacionalismo es el padre del expansionismo territorial, del belicismo, la guerra y otras expresiones de la imposición de la fuerza, de la megalomanía colectiva y de la intolerancia.
Este tipo de nacionalismo mantiene la convicción de que el carácter de los individuos que componen el grupo nacional —definido en términos de costumbres, leyes, lenguaje, creencias, arte, memorias, religión y formas de vida comunes— está dado por el grupo mismo y no puede ser entendido al margen de él. La creencia en el valor y superioridad de lo propio, simplemente porque “es nuestro”, constituye otra de sus características. Desde esta perspectiva nacionalista, la validez de las ideas, doctrinas y principios está dada porque son valores de la nación con los que los individuos tienen forzosamente que identificarse.
Como consecuencia de ello, ninguna consideración ética o política puede cambiar la admiración que el nacionalista siente por los “héroes nacionales” que, aun cuando sea por caminos descarriados —asesinatos, atentados terroristas, dinamitazos—, tronchan la vida de los demás en nombre de los “ideales de la nación”.
La apreciación acrítica de que “lo nuestro” es mejor simplemente por ser “nuestro” lleva a los pueblos a la “autoadoración” colectiva, al ensimismamiento y a los delirios etnocéntricos. Lo cual desemboca forzosamente en el forjamiento enemigos exteriores contra los que se descargan todos los malos humores y frustraciones nacionales. Este ha sido un elemento constante en muchos de los nacionalismos. Tal enemigo refuerza la unidad interna y facilita la dominación de los opresores locales cargados de invocaciones nacionalistas.
Fue este tipo de nacionalismo el que inspiró a principios del siglo XX la formación de l’Action Francaise de Charles Maurras en Francia, la Liga Pangermánica fundada por Alfred Hugenberg en Alemania, la Associazione Nazionalista italiana dirigida por Enrico Corradini y, en general, los movimientos pangermanistas y paneslavistas que, postulando la defensa de la “seguridad”, la “dignidad” y el “poder nacional”, declararon la guerra a los principios democráticos, al credo de los derechos del hombre y a los regímenes de libertad.
Con frecuencia este nacionalismo —nacionalismo crudo, tribal, primitivo— está impregnado de >racismo. La búsqueda desesperada de una identidad nacional por los cauces de la pretendida superioridad étnica le lleva hacia allá: hacia el nacionalismo de la “sangre y de la patria” (blut und boden), como el que preconizaban los fascistas. Nacionalismo elemental, cargado de >xenofobia y de <chovinismo, que menospreciaba irracionalmente todo lo extranjero.
Se han propuesto diversas tipologías de nacionalismo pero no se ha llegado a elaborar una teoría capaz de dar una explicación convincente sobre este fenómeno social. Como dije, hay sin duda varios tipos de nacionalismo: unos sanos y otros patológicos, legítimos unos e ilegítimos otros. Ciertos nacionalismos son compatibles con los principios democráticos y otros no. Hay nacionalismos aglutinantes, que contribuyen a la <cohesión social, y otros secesionistas y disolventes. Existen nacionalismos defensivos y nacionalismos ofensivos e imperialistas, así como nacionalismos hegemónicos y nacionalismos de minorías.
Se suele calificar de “buenos” a los nacionalismos propios y de “malos” a los ajenos. Hay una tipología histórica propuesta en los años 20 del siglo anterior por el educador y diplomático norteamericano Carlton J. H. Hayes en su libro “Nationalism: a Religion” (1960), donde distingue cinco categorías de nacionalismo: humanitario, jacobino, tradicional, liberal e integral. Es una tipología elaborada en función de la dimensión histórico-ideológica mas no regional.
Las raíces del nacionalismo están en la conciencia de la peculiaridad nacional que han tenido los pueblos desde épocas muy remotas y en su primario deber de lealtad para con su colectividad. Aunque la palabra aún no existía, los clanes y las tribus ya estaban aglutinados por el sentimiento corporativo de sus miembros, aunque muy difuso todavía.
Con el derrumbe del sistema social y económico feudal, a finales de la Edad Media, vino el desarrollo de comunidades políticas más grandes, interrelaciones sociales más amplias y dinastías que favorecieron los valores nacionales para fortalecer sus apoyos de dominación.
Fue entonces cuando empezó a tomar forma el nacionalismo.
Las entidades políticas, que hasta ese momento habían estado fundadas principalmente en los vínculos religiosos y dinásticos que obligaban a los ciudadanos a observar lealtad a la iglesia y al señor feudal, erigieron un poder más amplio y centralizador detrás de la égida de la monarquía absoluta. El nacionalismo nació entonces como un propósito de crear un Estado nacional que fuera la condición indispensable para realizar las aspiraciones sociales, económicas y culturales de un pueblo. Se inició como un sano sentimiento de comunidad derivado de unos orígenes, elementos e intereses comunes: la historia, la religión, el sistema de valores, la lengua, las costumbres, la contigüidad espacial, la memoria colectiva.
Por esos tiempos la vida cultural europea estaba basada en la herencia común de la misma religión —el catolicismo— y en ideas y actitudes transmitidas a través del latín, que fue el idioma de los conquistadores y de los estamentos dominantes. Para entonces, con la desintegración del orden feudal y el surgimiento de los Estados nacionales, la palabra Estado designaba una cosa enteramente nueva: la unidad de poder organizada sobre un territorio determinado, con un orden jurídico unitario, una competente jerarquía de funcionarios públicos, un ejército permanente, un sistema impositivo bien reglado y un régimen político en que los medios reales de gobierno y administración, que hasta ese momento fueron de propiedad de innumerables señores feudales, se transfirieron a favor de los monarcas absolutos.
El gran punto de inflexión en la historia del nacionalismo europeo fue la Revolución Francesa, que impuso instituciones y leyes comunes a todos los ciudadanos. Los sentimientos nacionales franceses, que hasta ese momento se habían encarnado en la figura del rey, fueron sustituidos por la lealtad hacia la >patria. Recordemos que la Marsellesa —canción de los marselleses que la Revolución convirtió en el himno nacional francés— empezaba con las palabras: “Marchemos, hijos de la patria” (“Allons enfants de la patrie”).
Las tropas napoleónicas transmitieron este espíritu nacional a otros pueblos y los procesos revolucionarios lo intensificaron. Surgieron literaturas nacionales de exaltación de las tradiciones y del espíritu de cada pueblo, se promovieron festividades conmemorativas de los sucesos de la historia nacional y se elevaron símbolos, emblemas e himnos patrios.
En Europa se considera como padre del nacionalismo al filósofo alemán Johann Gottfried Herder (1744-1803), si bien el suyo fue un “nacionalismo democrático”, libre de las siniestras desviaciones que más tarde sufrieron sus ideas por obra de los exégetas del “nacionalsocialismo” hitleriano. Herder rechazó las formas políticas autoritarias y, bajo la influencia de sus estudios sobre la historia y el lenguaje, consideró el nacionalismo como la unidad cultural de un pueblo. El nacionalismo fue para él la “autoexpresión” de la cultura, con sus rasgos específicos que le diferencian de otras culturas y cuyas especificidades marcan indeleblemente el estilo de la vida social. Su nacionalismo le llevó a afirmar que no existe pueblo “superior” a otro —ningún favoritvolk— con derecho a imponer sus modos y maneras culturales a los demás. Pero las ideas de Herder, muy a pesar suyo, se precipitaron por la pendiente de la autocracia y de los exclusivismos políticos por obra de pensadores autoritarios y racistas. Arndt, Görres, Jahn, Treitschke y otros las distorsionaron. Y ese proceso desembocó fatalmente en el nacionalsocialismo de Hitler (mejor conocido como >nazismo) y en el nacionalsindicalismo franquista en España (mejor conocido como <falangismo) que se emplazaron sobre dos grandes mitos políticos: el nacionalismo perverso y el racismo, en Alemania, y el nacionalismo y la religión, en España.
El otro nacionalismo exacerbado es el que produce la desintegración de los Estados compuestos por naciones distintas, esto es, por diferentes culturas, lenguas, religiones y costumbres. Fue el virus de este nacionalismo el que produjo en la primera mitad del siglo XIX la independencia de los griegos frente a los turcos, la separación de Bélgica y Holanda, los afanes de emancipación de Polonia ante Rusia y la consolidación de los Estados nacionales europeos. Y fue el que originó recientemente los conflictos armados de los nacionalistas irlandeses en el Reino Unido, de la organización separatista vasca Euskadi ta Askatasuna (ETA) que ha producido tres décadas de violencia en España bajo la reivindicación de la autodeterminación del País Vasco, de los bosnios musulmanes en lo que fue la antigua Yugoeslavia y de la secesionista república de Chechenia en la extinguida Unión Soviética. Y fue también el que dio lugar a finales del siglo XX a los procesos de >secesión en la URSS, en Checoeslovaquia y en Yugoeslavia.
Hay también un nacionalismo que se podría llamar de izquierda, que consiste en la afirmación nacional y de lo nacional frente al imperialismo real o inventado. Este nacionalismo tiene especial fuerza en los países de América Latina en que, como lo dice el político y escritor mexicano Jorge Castañeda, “la construcción nacional sigue inconclusa” y es menester rescatar la nación para el pueblo.
El nacionalismo de izquierda se empeña en la defensa de los valores vernáculos contra la agresión cultural extranjera y contra las actitudes antinacionales de elites extranjerizantes. Postula la defensa de su cultura, de su idioma, de sus instituciones, de su administración estatal, de sus recursos económicos, de su moneda, de su mercado. Este nacionalismo está fuertemente contaminado de antiyanquismo y fue exacerbado históricamente por el control extranjero de los recursos naturales, por el intervencionismo político, por los enclaves económicos, por la hegemonía de las corporaciones transnacionales, por algunos condicionamientos impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, por el neocolonialismo, por la dependencia exterior, por las disparidades sociales, por la marginación interna y, en general, por la percepción de que se toman fuera las decisiones cruciales de las políticas económicas. Este nacionalismo de alta carga emocional alienta el orgullo nacional —rebosante a veces de complejos de inferioridad— y con frecuencia asume actitudes xenófobas y chovinistas.
Los japoneses proclamaron el lema “Asia para los asiáticos” y consiguieron el apoyo de numerosos grupos nacionalistas durante la ocupación de sus territorios.
El colonialismo europeo en Asia y África, bajo los imperios británico, francés y holandés, produjo como reacción la agudización del nacionalismo en sus colonias que pugnaban por la liberación nacional. Y sus procesos de descolonización estuvieron insuflados por el nacionalismo de los pueblos coloniales, anhelantes de su independencia nacional.
La I Guerra Mundial fue fruto de la explosiva mezcla de nacionalismos, exclusivismos, expansionismos territoriales y afanes de dominación internacional. La radicalización del nacionalismo en la postguerra por obra de los regímenes fascistas preparó la nueva conflagración mundial. El nacionalismo xenófobo fue un componente esencial de las ideologías fascistas. Culpando a los judíos de haber apuñalado por la espalda a Alemania, Hitler revivió los viejos sentimientos y resentimientos nacionales del >prusianismo y con ellos maceró una ideología imperialista y dominadora que, al buscar el “espacio vital” para su pueblo —el lebensraum— a costa del territorio de los vecinos, desencadenó la II Guerra Mundial.
Durante la segunda postguerra la Unión Soviética cantaba “La Internacional“, repetía que “los trabajadores no tienen patria” —según se proclamó en el Manifiesto Comunista de 1848— y alentaba la liberación de las colonias; pero definía e impulsaba una política chovinista de exaltación nacionalista y de contornos bélicos.
La India, Pakistán, Ceilán (actualmente Sri Lanka), Birmania (hoy Myanmar), Malasia y otros dominios coloniales consiguieron su emancipación política. Los Estados Unidos otorgaron la independencia a las Filipinas y Holanda entregó el control de Indonesia. Después de una trágica guerra Francia perdió su imperio colonial en Indochina. Hacia finales de la década de los 50 del siglo anterior el nacionalismo había prendido con mucha fuerza en Asia y casi todos los imperios coloniales europeos se habían retirado de sus posesiones de ultramar.
Un proceso parecido se dio en el Oriente Medio y en África. A fines de esa década surgieron nuevos Estados nacionales: Israel, Marruecos, Túnez, Libia, Sudán, Ghana, Egipto, Siria e Irak, dentro del amplio proceso de descolonización impulsado por las Naciones Unidas. El choque de las aspiraciones nacionalistas de israelíes y palestinos generó un largo proceso de violencia, guerras, terrorismo e inestabilidad política en el Cercano Oriente.
Al comenzar los años 90, y aun antes, el nacionalismo entró en su ocaso en los países del primer mundo, aunque sentimientos xenófobos anidaban todavía en el espíritu de pequeños sectores reaccionarios, nostálgicos del nazismo. Esos grupúsculos, conocidos como los “cabezas rapadas”, mantuvieron una actitud de agresiva hostilidad contra los extranjeros. En Europa del este los sentimientos nacionales y nacionalistas que habían sido sometidos a la rígida ortopedia de los partidos comunistas desde que terminó la II Guerra Mundial explosionaron con fuerza tan pronto como la férula política desapareció y eso produjo la desintegración de la Unión Soviética, Checoeslovaquia y Yugoeslavia, donde se impusieron los nacionalismos de minoría con sus tendencias secesionistas. En los países del tercer mundo, particularmente de aquellos que se sienten víctimas de las maquinaciones neocoloniales, el nacionalismo sigue siendo una fuerza poderosa en su política interna e internacional. Y en algunos casos ha tomado la dirección de la integración regional o subregional para promover el desarrollo y hacer frente corporativamente a las amenazas externas.
La actual <globalización de la economía ha trastocado el significado de algunos viejos conceptos y ha tornado obsoletas antiguas posiciones. Recordemos que en Europa el movimiento obrero nació bajo la enseña del internacionalismo mientras que la burguesía era nacionalista. El marxismo postuló el <internacionalismo proletario y expresó que los derechos de los obreros trascienden las fronteras nacionales. Hoy se han cambiado los papeles: los obreros abrazan el nacionalismo ante las acometidas del internacionalismo financiero y las burguesías han adoptado una gran vocación transnacional en razón de que sus intereses económicos van más allá de los linderos patrios.
Es evidente, de todas maneras, que el nuevo rumbo de la economía mundial, al formar grandes bloques comerciales, sitúa en posición cada vez más precaria a los trasnochados nacionalismos tribales. La expansión de los medios de transporte y de las comunicaciones planetarias, que llevan y traen mensajes a 300 mil kilómetros por segundo, han desmitificado las fronteras nacionales y han desactualizado los nacionalismos viscerales.