La palabra proviene del latín nascere que significa “nacer” o “nacimiento”. Es el vínculo jurídico-político entre una persona y el Estado al que pertenece por nacimiento o por >naturalización. Esta relación impone al individuo determinados deberes para con el Estado al tiempo que le confiere ciertos derechos y le hace objeto de una especial protección jurídica.
Los derechos que le confiere son los políticos, que se juntan con los civiles, los sociales y los nuevos derechos, inherentes a todos los seres humanos.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 15, proclama que “toda persona tiene derecho a una nacionalidad” y que “a nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad”.
Ella puede ser de dos clases: de origen o adquirida. Nacionalidad de origen, llamada también originaria, es la que pertenece al individuo por el solo hecho del nacimiento, de acuerdo con las normas legales de cada Estado. Nacionalidad adquirida, denominada también derivativa, es la que obtiene en virtud de un acto voluntario mediante el cual cambia su nacionalidad de origen por otra. El matrimonio es también, según la legislación de algunos Estados, causa de cambio de nacionalidad para la mujer, quien asume la de su marido. Toda persona puede renunciar voluntariamente a su nacionalidad.
Para determinar la nacionalidad de origen hay tres sistemas: el jus soli, que impone a la persona la nacionalidad del suelo donde ha nacido, cualquiera que sea la nacionalidad de sus padres; el jus sanguinis, que le confiere la nacionalidad de sus padres con prescindencia del lugar de nacimiento; y el mixto, que combina los dos sistemas anteriores, con predominio de uno de ellos.
La teoría tradicional sostiene que toda persona debe tener una nacionalidad y que ninguna puede tener más de una. Quien no tenga nacionalidad es un apátrida y por lo mismo no puede ejercer sus derechos políticos ni tiene un Estado que le preste amparo diplomático. Los regímenes totalitarios solían expedir leyes racistas o persecutorias —Alemania en 1933 e Italia en 1934— que sancionaban con la pérdida de la nacionalidad a los miembros de los grupos discriminados. Durante la ocupación nazi de Francia, Hungría, Rumania, Eslovaquia, Bulgaria y Croacia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se dictaron leyes semejantes en los países ocupados y mucha gente fue privada de su nacionalidad.
Una persona, según los principios clásicos de la materia, sólo puede tener una nacionalidad, sea originaria o sea adquirida. Podría obtener otra pero con la renuncia de la anterior. La razón de esta teoría reside en los posibles conflictos de lealtad que pueden presentarse para la persona que ostenta la nacionalidad de más de un Estado. La única excepción que esta regla admitía era la de la nacionalidad honorífica —llamada gran nacionalidad— que los Estados suelen conceder a los ciudadanos extranjeros que les han prestado relevantes servicios. Pero esta nacionalidad tiene más efectos simbólicos que reales. Sin embargo, hoy las cosas han cambiado. Se ha producido una transformación profunda del concepto mismo de nacionalidad que se había manejado tradicionalmente. Ella ya no tiene la importancia y las rigideces de antaño. Son usuales hoy los convenios de doble nacionalidad entre Estados afines cultural o étnicamente, en virtud de los cuales los ciudadanos extranjeros pueden adquirir la nacionalidad del Estado en que residen sin renunciar a la originaria.
En sus comienzos la nacionalidad era una condición exclusiva de las personas en su relación jurídica con el Estado. Sin embargo, por extensión, se adjudica también una nacionalidad a las personas jurídicas, a las naves y a las aeronaves. Se trata de una nacionalidad especial. Las naves y aeronaves tienen la nacionalidad de su pabellón en función del lugar de su matrícula. Y las compañías adoptan la nacionalidad del Estado donde se constituyen y donde fijan su domicilio.