Fue en los días de la Revolución Francesa en que empezó a usarse este término. Allí fue cuando apareció en el discurso político, aunque su sentido no estuvo muy claro y tendió a confundirse con el de Estado. Posteriormente, en el >romanticismo alemán —con el filósofo y teólogo Johann Gottfried von Herder (1744-1803) y el pensador Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), especialmente— la palabra cobró una significación lingüístico-cultural, que fue la que se proyectó hacia el futuro para referirse a las naciones germánica, eslava, árabe, anglosajona, andina u otras, independientemente de los Estados que sobre ellas se habían constituido. No obstante, hacia la mitad del siglo XIX, con el político italiano Giuseppe Manzini (1805-1872) se volvió atrás y se reincidió en la vieja confusión entre los términos nación y Estado, que incluso fue incorporada a muchos textos constitucionales.
La nación es, según la definición más clásica, una comunidad humana de la misma procedencia étnica, dotada de unidad cultural, religiosa, idiomática y de costumbres, poseedora de un acervo histórico común y de un común destino nacional.
Según esta definición, la nación tiene varios elementos: unidad étnica, cultural y religiosa; comunidad de lenguaje y de costumbres; comunidad de historia; sentimiento de nacionalidad compartido por todos sus miembros y adhesión de ellos a los “puntos sagrados” que cada comunidad tiene.
Es bien conocida la afirmación del escritor francés Ernest Renan (1823-1892): la existencia de una nación es un plebiscito ininterrumpido, del mismo modo que la existencia de un individuo es una afirmación perpetua de vida.
El pensador, filólogo e historiador francés aludió aquí, como elemento básico de la existencia de una nación, a “la voluntad de vivir juntos” que comparten todos sus miembros.
Lo que caracteriza a la nación es la comunidad étnica, cultural, religiosa y lingüística formada dentro de un grupo humano a lo largo de siglos de convivencia. La vecindad geográfica acerca entre sí a todos sus miembros. Con la fuerza irresistible de la <imitación se homogeneizan los usos y costumbres. La tradición los transmite hacia el futuro y forma entre las generaciones una continuidad en el tiempo. La nación está integrada más por los muertos que por los vivos. Esto genera un sentimiento de nacionalidad a partir de que la comunidad de vida es sentida subjetivamente por todos como un valor compartido. Y así se va forjando, en el tiempo y en el espacio, la entidad nacional con todas sus características típicas y diferenciales.
Aunque los procesos de unificación nacional se han realizado sobre la base de un espacio geográfico —ya he dicho que han sido el resultado de un acondicionamiento espacio-temporal—, el >territorio no es un elemento de la nación, al menos no lo es esencialmente. Puede haber una nación sin territorio, como lo demuestran el caso judío, el polaco, el kurdo y algún otro que pudiera citarse en la historia.
A pesar de la diáspora de siglos y de la carencia de un territorio, la nación judía se mantuvo viva. La dispersión de los judíos, que duró desde el año 722 a. C., en que les invadieron los Asirios, hasta 1948 en que se retiraron los ingleses, no destruyó los poderosos vínculos históricos, étnicos, religiosos, culturales, idiomáticos y de costumbres, exacerbados por la persecución de siglos, que fueron los que mantuvieron unificada a la nación judía más allá del tiempo y la distancia, para persistir en su propósito de volver al Oriente Medio y fundar el Estado de Israel, como lo hizo en 1948.
Lo propio ocurrió con Polonia. En aras del equilibrio europeo fue invadida en 1793 por el ejército ruso de la emperatriz Catalina II y el prusiano del káiser Federico Guillermo II. Bajo la ocupación militar, su territorio fue repartido entre Rusia, Prusia y Austria el 24 de octubre de 1795. En realidad, esta fue la tercera repartición progresiva, puesto que las dos primeras se realizaron en 1772 y en 1793. Las provincias del norte fueron anexadas a Prusia, las del sur a Austria y las del este a Rusia. El Estado polaco se extinguió, su nombre desapareció del mapa europeo y su rey Estanislao Augusto tuvo que exiliarse.
Sin embargo, en noviembre de 1918, cuando se aproximaba la derrota de las potencias centrales y se vislumbraba la terminación de la Primera Guerra Mundial, los patriotas polacos reiniciaron sus heroicas luchas para reconquistar sus territorios y ciudades de las manos usurpadoras y recuperar su independencia nacional. Por obra de su fuerte sentimiento nacional y de su cohesión cultural, étnica y religiosa, la nación polaca pudo rehacer su unidad estatal a partir de 1918, aunque precariamente porque en 1939 fue víctima nuevamente de la invasión de los ejércitos alemanes y de los manejos militares y diplomáticos de la Unión Soviética. En todo caso, Polonia vive hoy. Ha soportado estoicamente las más dramáticas vicisitudes históricas, de las que ha sobrevivido gracias a la fuerza de su sentimiento nacional, de su eslavismo y de su cultura.
Kurdistán es otro caso de nación sin Estado. Su pueblo seminómada de veintiséis millones de habitantes —según cifras de inicios del siglo XXI— está distribuido en varios Estados: Turquía (donde vive más de la mitad), Irán, Irak, Siria, Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Kasajstán, Kirguistán y Turkmenistán.
Esta es la “diáspora” kurda.
Los kurdos se establecieron hace siete mil años, antes de que llegaran árabes y turcos, en la región montañosa del Kurdistán que se extiende sobre el sureste de Turquía, el norte de Siria e Irak, el oeste de Irán y el suroeste de Armenia, con aproximadamente trescientos mil kilómetros cuadrados de ámbito geográfico. La región formó parte de la antigua Asiria. En el siglo VII de nuestra era los árabes impusieron su dominio sobre ella y obligaron a sus habitantes a adoptar la religión musulmana en la rama sunita, es decir, la que reconoce la autoridad de los imanes-califas descendientes de la tribu de los qurayshíes, a la que perteneció Mahoma. En el siglo XV fue incorporada al Imperio Otomano. En 1920 las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, mediante el Tratado de Sèvres del 10 de agosto de 1920, al disponer la desmembración del vencido Imperio Otomano que se había alineado junto a las potencias centrales —Prusia, Austria-Hungría y Bulgaria— y al liquidar con ello lo que quedaba de su fuerza imperial, reconocieron el derecho de la comunidad kurda a su autonomía, pero esas promesas británicas y francesas nunca se cumplieron.
El Tratado de Sèvres, que estableció la paz entre el Imperio Otomano y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, despojó al Imperio de todas sus posesiones europeas, a excepción de la zona que rodeaba a la ciudad de Constantinopla —la actual Estambul—; entregó a Grecia la Tracia oriental, Imbros, Tenedos e Izmir —hoy Esmirna—; reconoció la independencia de Armenia y otorgó, en el papel, la autonomía de la región kurda. Arabia, Palestina, Siria, Mesopotamia y Egipto fueron también desprendidos de la soberanía otomana y se estableció la libertad de navegación por los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos, que quedaron bajo el control de una comisión internacional.
Pero el Tratado de Sèvres, aceptado por el último sultán otomano Mehmet VI, no fue reconocido por el dirigente nacionalista turco Mustafá Kemal (Atatürk), quien encabezó la oposición al acuerdo y estableció en 1923 la República de Turquía. En su lucha por forjar una fuerte identidad nacional turca, suprimió la cultura e identidad kurdas en su territorio. Sus victorias frente a los ejércitos franceses, italianos y griegos, que habían ocupado la península de Anatolia a finales de la guerra, condujeron a la firma de nuevos acuerdos. El Tratado de Lausana, resultante de la Conferencia de Lausana (1922-1923), permitió a los turcos recuperar las zonas de influencia francesa e italiana, la mayor parte de Armenia y Tracia oriental y configurar el territorio aproximado de la actual Turquía.
En el siglo XIX surgió entre los kurdos un fuerte sentimiento independentista. Y desde 1925 se han producido rebeliones de este pueblo en aquellos países que cuentan con minorías kurdas importantes.
En 1970, después de más de ocho años de lucha insurgente casi continua, el gobierno iraquí prometió a los kurdos la autonomía de una zona situada al noreste del país. La puesta en práctica de esta promesa en 1974 no satisfizo las exigencias del pueblo kurdo, por lo que se reavivó la guerra civil. La rebelión de los kurdos fracasó en 1975 al cesar Irán de prestarles apoyo militar después de firmar los Acuerdos de Argel con Irak, que delimitaban las fronteras entre ambos Estados. En 1988, después de que las guerrillas kurdas se aliaran con Irán en la guerra irano-iraquí, miles de kurdos murieron (algunos por armas químicas) y centenares de poblados fueron destruidos por las tropas iraquíes. En los meses de marzo y abril de 1991, inmediatamente después de la guerra del Golfo Pérsico, el gobierno iraquí de Saddam Hussein aplastó a sangre y fuego otra revuelta kurda. Más de un millón de kurdos huyó a Turquía, Irán y las zonas montañosas del norte de Irak. Pero muchos civiles murieron en el curso de los combates o durante su fuga de Irak.
Los kurdos insistieron a Hussein el cumplimiento de su promesa de concederles una región autónoma como patria kurda, pero el gobierno iraquí dio largas a estas negociaciones. Y a pesar de la existencia de una región kurda en el norte de Irak bajo la protección de las Naciones Unidas, los países vecinos (Irán, Siria y Turquía) apoyaron las demandas iraquíes sobre dicho territorio en contra de los anhelos kurdos de establecer en ese lugar un Estado autónomo. En 1992 unos 600.000 kurdos permanecieron en campos de refugiados del norte de Irak bajo la protección y ayuda de las Naciones Unidas. Asimismo, durante la década de 1990 prosiguió el conflicto entre el gobierno de Turquía y los grupos políticos que representan a los ciudadanos de etnia kurda, en especial el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), que a lo largo de más de quince años realizó una campaña militar a favor de la independencia en forma de atentados y enfrentamientos armados.
En marzo de 1995 Turquía envió una fuerza de 35.000 hombres al norte de Irak con el fin de reprimir y rechazar a los rebeldes kurdos de las fronteras surorientales de su territorio. Los combates entre Turquía y las guerrillas kurdas, que habían comenzado en 1984, causaron alrededor de treinta mil muertos hasta 1999, incluidos rebeldes kurdos, soldados turcos y civiles.
La historia demuestra, entonces, que el sentimiento de nacionalidad es un factor muy fuerte de aglutinamiento de una nación.
Aunque en el lenguaje común se los confunde con frecuencia, los conceptos nación y Estado son diferentes. El primero es un concepto eminentemente étnico y antropológico, referido a un grupo humano unido por vínculos naturales existentes desde muy remotos tiempos. El segundo es una estructura jurídica y política montada sobre la base natural de la nación.
Para decirlo de otra manera, el Estado es la vestidura orgánica y política de la nación. El Estado es la nación jurídica y políticamente organizada. Es una armazón colocada sobre la nación preexistente como unidad antropológica y social. La nación es, por tanto, el fundamento humano e histórico ab inmemorabili sobre el que aquél se establece. Por eso se habla de Estado nacional.
Pero la mayoría de los Estados se ha organizado sobre más de una nación, de modo que regimenta política y jurídicamente a diversos grupos étnicos, culturales y religiosos y los reduce a una sola unidad política bajo su orden jurídico. Hay también naciones que soportan más de una estructura estatal, en razón de que varios Estados se han organizado sobre ellas.
Sin embargo, el fenómeno general es el primero. La inmensa mayoría de los Estados tiene carácter plurinacional. No son muchos los que se han constituido sobre una sola nación. Durante las deliberaciones del Primer Congreso Latinoamericano de Relaciones Internacionales e Investigaciones para la Paz, reunido en Guatemala del 22 al 25 de agosto de 1995, escuché decir al profesor noruego Johan Galtung que existen aproximadamente 2.000 naciones y solamente 200 Estados, por lo que el fenómeno general es el de la multinacionalidad de la mayor parte de ellos. Según su opinión, sólo hay alrededor de veinte Estados nacionales. Todos los restantes son plurinacionales, cargados por lo mismo de latentes conflictos étnicos y culturales. Lo cual explica la eclosión actual de movimientos secesionistas y de guerras civiles dentro de los Estados por motivos étnicos, culturales y religiosos.
Esto pone en evidencia que los conceptos de “Estado” y “nación” no sólo que no son iguales sino que no siempre marchan juntos, pues un Estado puede levantarse sobre dos o más naciones al paso que una nación puede dividirse políticamente en más de un Estado.
El profesor y economista español Manuel Castells, en su extraordinaria obra “La Era de la Información” (2002), define a las naciones como “comunas culturales construidas en las mentes de los pueblos y la memoria colectiva por el hecho de compartir la historia y los proyectos políticos”. Afirma que la cantidad de historia que debe compartirse para que una colectividad se convierta en nación es generalmente grande.
El profesor español recoge las palabras del líder nacionalista catalán Jordi Pujol, quien dice que “Catalunya es una nación sin Estado” porque “tenemos nuestra lengua y cultura propias” pero “pertenecemos al Estado español”. La nación catalana, aunque todavía no se llamaba así, existió mucho antes que el Estado español puesto que formó parte del Imperio Carolingio hasta el año 988 en que el conde Borrell cortó sus lazos de unión; después fue asignada por el rey de Francia al conde Guifrè el Pelòs como recompensa por su combate contra la dominación árabe, para convertirse en un pequeño imperio mediterráneo que comprendía Mallorca, Valencia, Sicilia, parte de Grecia, Cerdeña y Nápoles. En el año 1137 se fusionó con el reino de Aragón y en virtud del matrimonio de Fernando, su rey, e Isabel de Castilla, ella fue incorporada al naciente Estado español y quedó por tanto sometida a la organización política estatal, con su poder independiente en lo externo y poder supremo en lo interno, con un mando militar unificado y con los recursos humanos y materiales para mantener su independencia y autoridad.
Castells cita varios casos, de los muchos que podrían mencionarse, de “naciones sin Estados” —Cataluña, el País Vasco, Escocia, Flandes, Valonia, Quebec, Kurdistán, Cachemira, Punjab, Timor Oriental y Kosovo, antes de su independencia de Serbia—, de Estados plurinacionales —la antigua Unión Soviética, Bélgica, España, el Reino Unido y la antigua Yugoeslavia—, de Estados uninacionales —Japón—, de naciones divididas por Estados —las dos Coreas— y de Estados que comparten naciones —suecos en Suecia y Finlandia, irlandeses en Irlanda y el Reino Unido—.
Por consiguiente, las fronteras políticas dictadas por el Estado no coinciden necesariamente con las fronteras naturales establecidas por la nación. Quiero decir con esto que las fronteras estatales, generalmente impuestas por las potencias coloniales o por los resultados de las guerras, son artificiales y se deben a diversos factores geopolíticos que poco o nada tienen que ver con las fronteras étnicas y culturales establecidas de modo natural por la sangre, el transcurso del tiempo y la geografía entre los grupos nacionales.
Esto ha producido un fenómeno característico de nuestro tiempo —me refiero al período inmediatamente posterior al colapso de la Unión Soviética— que es la desintegración de algunos de los Estados plurinacionales, como la URSS, Checoeslovaquia, Yugoeslavia, Etiopía, a causa de las contradicciones culturales, étnicas y religiosas que afloraron tan pronto como desapareció la ortopedia del poder autoritario. Ellos dejaron de ser Estados plurinacionales para convertirse en Estados uninacionales.
Resulta pertinente referirse al fallo expedido por el Tribunal Constitucional de España, en junio del 2010, sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña aprobado por el parlamento catalán y refrendado mediante un referéndum por el 73,90% de los votos regionales. El Tribunal español declaró inconstitucionales algunos de sus artículos, entre ellos el que reconocía a Cataluña como una “nación” dentro del Estado español. El fallo fue dictado después de cuatro años de encendida discusión ideológica, política y jurídica en la opinión pública y en los círculos políticos de España en torno a las aspiraciones del gobierno catalán de alcanzar un mayor grado de autonomía política, económica, fiscal y judicial para su comunidad. El Estatuto recogía además las históricas reivindicaciones catalanas referidas a sus singularidades, idiosincrasia, lengua y más particularidades regionales e históricas, pero fue duramente criticado por el Partido Popular (PP), cuyas impugnaciones contra muchos de sus artículos y preceptos fueron precisamente las que lo llevaron ante el Tribunal Constitucional.
Independientemente de las razones y motivaciones de los magistrados constitucionales al emitir su fallo, es evidente que, desde la perspectiva de la teoría política, Cataluña es una nación, es decir, una comunidad étnica, cultural, religiosa, idiomática y de costumbres, poseedora de un acervo histórico común y de un común destino nacional.