Es la abusiva injerencia de las fuerzas armadas, como institución, o de sus miembros individualmente, en la conducción política de un Estado. Es también el sistema de privilegios que, en algunos países, se concede a los elementos militares.
En mayor o menor medida las fuerzas armadas constituyen en todas partes una importante estructura de poder puesto que normalmente son la única institución que posee armas y que además, en razón de su propia organización, se distingue por su disciplina, jerarquías y espíritu de cuerpo. Esto hace de ellas una entidad usualmente influyente sobre los mandos del Estado. Con frecuencia, en medio de sociedades desordenadas y dispersas, ellas son el único signo de orden y disciplina. De modo que no se puede negar que las fuerzas armadas tienen un poder gravitante en la vida estatal, sobre todo en sociedades políticas inmaduras y poco consolidadas.
Pero el militarismo es más que eso: es el afán por el poder político, por el mando social y por los privilegios. Considera que “lo militar” es la esencia misma del Estado y entrega a los militares poder de mando y decisión. Eleva el gasto militar y promueve el <armamentismo. Lleva implícita la transposición de principios y formas de comportamiento específicamente castrenses a otros ámbitos sociales, en que resultan extraños e inadecuados. Por tanto, el militarismo no solamente es la toma del poder sino también la imposición a la sociedad de los valores y categorías castrenses.
La palabra militarismo apareció en Francia, bajo el segundo imperio, utilizada por los republicanos y socialistas franceses para denunciar el <golpe de Estado militar promovido por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que restableció el Imperio hereditario y le proclamó emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III.
El fenómeno del militarismo surgió en Europa con la formación de los ejércitos permanentes dirigidos por oficiales profesionales. Fue distinto del pretorianismo de la Antigüedad romana y de las levées en masse de la Edad Media, con ejércitos ocasionales que se disolvían después de las guerras y cuyos miembros retornaban a sus casas. El militarismo surgió en las sociedades occidentales de Europa a partir de la profesionalización de los ejércitos, después de que el rey de Prusia fundó la primera escuela militar de especialización en 1808 —la kriegsakademie— como respuesta a las derrotas de Jena y Auerstadt infligidas por las fuerzas napoleónicas.
Con la creación de la kriegsakademie el monarca prusiano produjo un cambio fundamental en la estructura y composición de las fuerzas militares, cuyos lugares de mando hasta ese momento habían sido ocupados por miembros de la nobleza. El “improductivo” oficio de las armas sólo pertenecía entonces a los aristócratas tanto porque era un signo de distinción social como porque la burguesía estaba dedicada al comercio y a las nacientes actividades manufactureras. Pero a partir de la formación de la escuela militar prusiana comenzó un proceso de profesionalización de los oficiales y se abrieron nuevas perspectivas. El mando militar estuvo a cargo de especialistas que habían estudiado el arte de la guerra. Nacieron los conceptos de ejército permanente y de militar profesional. Y empezaron las difíciles relaciones entre civiles y militares. La demanda de nuevas de armas y de ampliación de los presupuestos militares empezó a ejercer presión desde los cuarteles sobre los gobiernos. En muchos momentos de desorden social los militares se sintieron tentados a imponer la disciplina. En otros casos hubo oficiales que se consideraron “predestinados” al mando político.
En ciertos países y en determinadas épocas el militarismo fue la consecuencia del éxito espectacular de las acciones de armas, como en Alemania bajo Federico el Grande, Suecia bajo Gustavo Adolfo o Rusia bajo Pedro III. Lo cierto es que nació el militarismo con su dos aberraciones principales: el pretorianismo, o sea la destrucción del poder civil y la implantación del dominio militar sobre el Estado (según la expresión que se originó en los sangrientos excesos de la guardia pretoriana que mantuvo al Imperio Romano en permanente convulsión durante las décadas siguientes al asesinato del emperador Helvio Pertinax); y el <cesarismo, o sea el régimen político en el cual la autoridad se concentra en la persona del gobernante, que impone un fuerte poder personal con apoyo militar.
El militarismo se entendió bien con el <fascismo. Los cuadros militares de Italia, Portugal, Alemania y España miraron con simpatía y apoyaron la insurgencia fascista en Europa durante la primera posguerra y, por su parte, los movimientos fascistas —con sus réplicas en América Latina y en otros lugares—, no sólo que imitaron las formas militares de las rígidas jerarquías, el culto al uniforme, la nomenclatura militar, las milicias, los saludos marciales, las marchas y los estandartes, que con frecuencia llegaron hasta lo grotesco, sino que ejercieron la violencia y la represión con respaldo militar. Los grupos paramilitares fascistas desataron el terror callejero contra sus adversarios y por este medio asumieron el control total de la organización social.
El militarismo tiene que ver con las patológicas relaciones civil-militares y, más concretamente, con la intromisión de la jefatura militar en la formación de la voluntad política del Estado. Se produce cuando “los militares participan en discusiones sobre objetivos políticos, a las que aportan poca cualificación y experiencia”, como dice R. N. Goodwin. El militarismo es, en este sentido, un síntoma de debilidad del sistema político y un factor erosionante de la democracia.
El concepto de militarismo se relaciona con los de belicismo, guerrería, armamentismo, military-industrial complex, defence-establishment, warfare o weapons culture state aunque no es sinónimo de ellos. Quiero decir con esto que ellos mantienen estrechas vinculaciones entre sí pero no son conceptualmente la misma cosa. Por consiguiente, lo contrario de militarismo no es pacifismo ni antiarmamentismo sino civilismo —aunque el vocablo no es castizo—, entendido como la adhesión de los ciudadanos a la tesis de la subordinación de las fuerzas militares bajo la autoridad civil del Estado.
Las fuerzas armadas, dentro del Estado de Derecho, deben estar sometidas al poder civil nacido de la voluntad popular mayoritaria expresada en las urnas electorales. Ellas no son políticamente deliberantes, es decir, no pueden tomar decisiones de orden político con las armas que les ha confiado el pueblo. Sus funciones y deberes están taxativamente señalados en la Constitución y en las leyes del Estado. Son, generalmente, la defensa de la integridad territorial, de la soberanía nacional y de la vigencia del orden jurídico, así como la colaboración en las tareas del desarrollo económico y social.
Los militares no deben entrar en la lucha de los partidos ni el virus disgregante de la política debe penetrar en los cuarteles. La política es el arte de la controversia mientras que la milicia es el arte de la disciplina. La primera obligación del soldado es aprender a obedecer como requisito para saber mandar cuando le llegue su tiempo.
El militarismo es uno de los tantos síntomas del subdesarrollo político de una sociedad. En las sociedades avanzadas el sometimiento de las fuerzas militares al poder civil es un axioma. El militarismo es, por tanto, un problema del tercer mundo.
En lo que a América Latina y el Caribe se refiere, se pueden diferenciar dos períodos en el militarismo: el primero fue el que se estableció en las décadas de los años 30, 40 y 50 del siglo XX sobre algunos países de la región, con las dictaduras de los Trujillo, Batista, Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza, Perón, Rojas Pinilla, Odría, Duvalier (y con la reproducción tardía de la dictadura de Pinochet en Chile, que pese a haber surgido en 1973 obedeció a los viejos designios conservadores de estos gobiernos de facto). Fueron dictaduras muy represivas y conservadoras al servicio de los intereses de los grupos dominantes. El segundo período se extendió durante las décadas de los años 60 y 70 en que irrumpieron las dictaduras nasseristas inspiradas por los mandos medios de las fuerzas armadas, que demostraron cierta sensibilidad social. Todas ellas adoptaron como doctrina política la seguridad nacional, establecieron institutos de altos estudios militares, adoptaron ciertas reformas sociales (reforma agraria, reforma tributaria), aumentaron el tamaño del Estado, lo modernizaron, crearon entidades públicas para el manejo de los principales recursos naturales. Fueron regímenes tecnocráticos con respaldo militar —algunos de ellos con ideas progresistas— que en alianza con profesionales y tecnócratas modernizantes instrumentaron ciertas reformas sociales e impulsaron programas desarrollistas. Tal fue el caso de los gobiernos de Ovando en Bolivia, Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá, Rodríguez Lara en Ecuador.
Estos gobiernos extendieron la gestión del Estado hacia nuevas áreas —las llamadas áreas estratégicas de la economía— y al comienzo marginaron de la influencia pública a los grupos tradicionales aunque después se alejaron progresivamente de sus metas sociales originarias y, penetrados por las oligarquías, perdieron su compromiso con los estratos más pobres de la población y con la justicia social que invocaron para tomar el poder.
Mucho tuvo que ver en ello la llamada doctrina de la >seguridad nacional, que fue el nombre con que se designó durante el período de la guerra fría al conjunto de principios político-militares formulados en la década de los años 60 del siglo pasado por los ideólogos militares norteamericanos con el propósito de contrarrestar la amenaza comunista en los países del tercer mundo.
Estos principios fueron recogidos por las elites militares de Brasil, Argentina, Chile y de otros países de América Latina, que contribuyeron a desenvolverlos y a difundirlos en lo que llamaron la doctrina de la seguridad nacional con la pretensión de suplantar a las ideologías políticas y de subsumir en su planteamiento global todos los objetivos nacionales permanentes del Estado.
En la difusión de ellos fue una pieza clave la “Escuela de las Américas” fundada por el gobierno norteamericano en 1946 con el nombre de “Centro Latinoamericano de Adiestramiento” en el Fuerte Amador de la zona del canal de Panamá, con el propósito de capacitar a los oficiales de las fuerzas armadas de la región. En 1949 esta institución y todas las demás escuelas de servicio que funcionaban en la zona del canal fueron unificadas en el Fuerte Gulick de Panamá bajo el nombre de “U.S. Army Caribbean School”, que en 1963 fue cambiado por “U.S. Army School of the Americas” (mejor conocida como “Escuela de las Américas”). Finalmente, bajo las estipulaciones de los tratados Torrijos-Carter sobre el Canal de Panamá, firmados en 1977, la “Escuela de las Américas” fue reubicada en Fort Benning, Georgia, en 1984, y designada como escuela de entrenamiento y doctrina del ejército de los Estados Unidos. Hasta 1990 por esta institución habían pasado más de 53.000 oficiales, cadetes y personal de tropa de 22 países de América Latina y el Caribe, que recibieron entrenamiento en operaciones militares conjuntas, técnicas de contrainsurgencia, armas combinadas, operaciones especiales, conflictos de baja intensidad, lucha contra el narcotráfico y decenas de cursos diferentes basados en la teoría de entrenamiento del ejército norteamericano.
La doctrina de la seguridad nacional se presentó como un típico producto de la <guerra fría. Su tesis de fondo fue que entre la “civilización occidental” y el comunismo había un “estado de guerra”, por lo que era menester formar en cada país un frente interno de lucha contra esa ideología “foránea”. Imbuidos de la mentalidad “pentagonista” de ese tiempo, los jefes militares latinoamericanos y del Caribe equipararon al “enemigo interno” con el agresor externo. El Pentágono propuso como solución alternativa las dictaduras militares frente a las democracias de tipo liberal, consideradas demasiado débiles para la “construcción nacional” (nation-building) y para la lucha anticomunista.
Este fue el origen del militarismo de los años 60 y 70 del siglo pasado en América Latina y en otras latitudes del mundo subdesarrollado.
En África el militarismo se presentó a partir de la independencia de los Estados africanos y tuvo los más variados matices y direcciones, desde dictaduras de profunda raigambre conservadora hasta gobiernos revolucionarios de inspiración marxista, como los de Angola, Etiopía y Mozambique en la década de los 80.