Es un hecho no sólo biológico —la mezcla de razas— sino también cultural: es la interpenetración de culturas para dar origen a una cultura nueva y diferente. En el mestizaje indoespañol de las tierras de América, por ejemplo, la cultura que vino de fuera y las culturas vernáculas se fusionaron en una síntesis dentro del curso de un proceso simbiótico. Cada una de ellas aportó lo suyo. Los españoles trajeron la brújula y el sextante para la navegación, el hierro industrializado, la rueda para la transportación, el arado, el molino, la destilación. Los indios aportaron, entre otras cosas, los secretos arrancados a la naturaleza (como el uso del frío para la conservación de los alimentos), las técnicas de purificación del oro, la utilización del platino (que era un metal desconocido para los europeos), los sistemas de riego en las tareas agrícolas, las técnicas de cultivo en terrazas, el maíz, la papa, el fréjol, el cacao, el tabaco, el maní, la papa real, el tornasol, la quina, el tomate, la piña, el zapallo, el mate, el ají, las cactáceas textiles, la coca, la cascarilla, la ipecuacana, la copaiba y muchos otros productos de la tierra. Recibimos de Europa la lengua, la escritura, la literatura, la religión, el derecho y las ciencias experimentales. Entregamos el sistema decimal de los Incas, la ingeniería de caminos y el uso de una multitud de plantas medicinales. Los españoles trajeron en arquitectura el arco y la bóveda, que permitieron cubrir grandes espacios. Y de aquí se llevaron plantas que no tenían nombre científico y animales que no estuvieron en el arca de Noé.
Con base en estos y otros elementos se produjo el encuentro de dos mundos que hasta ese momento no se conocían entre sí —descubrimiento recíproco— y se formó el mestizaje cultural.
Ese mestizaje empezó en la cocina, donde se mezclaron los sabores de Europa y América, y fue después a la cama. Como resultado del encuentro nacieron una nueva raza y una nueva cultura: la raza y la cultura mestizas indohispánicas que se extendieron principalmente por los Andes y mesoamérica.
A ellas se agregó la >negritud, porque de la cala de los barcos que trajeron a los conquistadores blancos salieron también los esclavos negros. Millones de ellos, desarraigados de África, fueron llevados a las Antillas y a las costas atlánticas en el curso del comercio esclavista que duró tres siglos. Ellos trajeron a América su bagaje de nostalgias, música, danzas, consejas y su concepción mágica del mundo. Pronto su presencia se hizo evidente y la cultura o las culturas africanas formaron parte del proceso del mestizaje americano. Surgieron el mulato, por la mezcla de negro y blanca o a la inversa, y el zambo, que es el híbrido de sangre negra e india.
La negritud alcanzó en estas tierras —con toda la fuerza de sus raíces y de su magia, de sus leyendas y cosmologías— expresiones muy importantes y muy hermosas en la danza, la música, el folclor y la literatura.
La cultura africana y su visión fetichista del mundo, después de un trabajoso proceso sincrético, se plasmaron en manifestaciones como el vudú haitiano, la macumba y el candomblé brasileños y la santería cubana: todas ellas hermosas muestras de superstición que se exteriorizaron en danzas y ritos de homenaje a los dioses, pero que también sirvieron para cultivar el africanismo de los negros y su inconformidad contra los blancos.
Detrás de las manifestaciones religiosas latía y germinaba su rebeldía. Por eso los amos blancos condenaron siempre el fetichismo de los esclavos negros. Pero los intelectuales progresistas resaltaron los valores plásticos de la negritud. Y muchos de sus elementos, incluidos los colores encendidos, tuvieron notable influencia en los pintores de vanguardia.
En los enclaves negros del Caribe, Estados Unidos, Brasil, Colombia, Venezuela, México, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Ecuador, Panamá y Perú nació el mulato, que es el mestizo que lleva en sus venas sangre blanca y sangre negra. Alegre y bullanguero, con temperamento comunicativo y desbordante, es persona que supera sus adversidades con exultación.
Los conocimientos, los saberes y los sabores de la nueva cultura estaban impregnados por el hombre, el barro y el paisaje americanos. El telurismo jugó un papel definitorio. La cultura que vino de fuera se transfiguró en el choque con la geografía y con las culturas vernáculas y, en un proceso de sincretismo original, ellas dieron a luz una nueva cultura como parte de un proceso de mestizaje más amplio: el mestizaje de la sangre, las ideas y los sentimientos. Muchos pensadores y antropólogos —entre ellos el poeta y ensayista cubano José Lezama Lima (1910-1976), con su teoría del espacio gnóstico— consideran que el paisaje condiciona la cultura. La pampa, la montaña, el mar, el desierto, que son los paisajes que hereda y conoce el hombre, modelan su espíritu e inspiran sus ideas. El mestizaje iberoamericano está impregnado de telurismo. Los filósofos del telurismo hablan por eso de la “mística de la tierra” como base de la identidad cultural de esos pueblos.
Cuando llegaron los españoles a tierras americanas, que eran desconocidas para ellos, encontraron una enorme población indígena —estimada entre 60 y 70 millones de habitantes— dispersa en grupos a lo largo de la extensa e indómita geografía, con grados muy diversos de desarrollo cultural. No había un centro político dominante. Los grupos estaban generalmente incomunicados entre sí. Hablaban diversas lenguas. Los españoles encontraron centenares de ellas. Tenían culturas orales aunque los grupos más avanzados, como los mesoamericanos y los andinos, contaban con anotaciones pictóricas y rudimentarios sistemas de contabilidad. En ellos se encontraron admirables expresiones de pintura, escultura, música, orfebrería y arte textil. La arquitectura era muy dispar, desde las elementales cabañas de las islas caribeñas hasta las colosales edificaciones de los mayas, los aztecas y los incas. Se construyeron grandes ciudades y la vida urbana fue muy desarrollada en algunos lugares.
Los conquistadores, que vinieron solos, iniciaron el mestizaje al día siguiente del descubrimiento.
Eso ocurrió a pesar de las instrucciones venidas de la lejana monarquía española de evitar el amancebamiento y procurar el matrimonio de los españoles con las indias. La Iglesia Católica tampoco pudo lograr mayores éxitos en esta materia. De manera que el cruzamiento de las sangres siguió su rumbo. Y el mestizo hizo su ingreso a la historia americana.
Comenta el joven intelectual mexicano Agustín Basave Benítez, en su libro “México mestizo” (2002), que “el español y la india engendraron un bastardo, el cual pronto fue marcado por el baldón de las castas para recibir la más despiadada discriminación. Mestizaje y bastardía, en efecto, pronto se volvieron sinónimos”.
En los altiplanos andinos de Ecuador, Perú y Bolivia llámase cholo al mestizo, aunque el término tiene para “los de arriba” cierta connotación despectiva. El cholo es generalmente un hombre complicado. El sistema social dentro del cual vive —sistema injusto y de poca movilidad— le ha conducido a pensar que, haga lo que haga, su vida no cambiará. El sistema es demasiado inflexible. Esto ha originado una fuerte disconformidad en su ánimo. Mezcla de resentimiento social y rebeldía, tiene temperamento introvertido, contradictorio y a veces violento. Menosprecia al indio, aunque sabe que por sus venas corre también sangre india, y no quiere al blanco, al que considera discriminador y abusivo. Su vida es una incesante búsqueda de identidad, como lo revelan su literatura y sus creaciones artísticas.
La revolución mexicana de 1910 dio comienzo a un proceso de reivindicación de los valores del mestizaje, a partir de ciertas ideas aisladas que se produjeron en el siglo XIX e incluso antes, a finales del XVIII, con Félix Azara y fray Servando Teresa de Mier. Este movimiento de identificación de los valores positivos del mestizaje tuvo su apoteosis con el pensador y político mexicano José Vasconcelos (1882-1959), quien fue uno de los más importantes reivindicadores del mestizaje indoespañol en los años 20 del siglo pasado. Consideró que con él había surgido una nueva raza, llena de posibilidades y originalidades, formada por todas las razas, porque la España que llegó a América trajo sangre ibera, celta, celtíbera, griega, fenicia, cartaginesa, visigoda, ostrogoda, sueva, árabe, judía —fue una España de rostro múltiple— que, al mezclarse con la india y con la negra, dio lugar a lo que Vasconcelos llamó la raza cósmica. Para él la misión de Iberoamérica era la de crear esta nueva raza, síntesis de todas las otras. Raza definitiva. ”Su predestinación obedece —escribió el mexicano— al designio de construir la cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos para remplazar a las cuatro que aisladamente han venido forjando la historia. En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad, por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes”.
En su ensayo “La raza cósmica” (1925) Vasconcelos trató de mediar entre las dos corrientes que marcaban sus diferencias en México: la europeísta y la indigenista, pero que tenían en común el odio al mestizo, al que consideraban como el “producto forzado del beso fisiológico, sin amor”, entre razas antagónicas, según escribió el abogado y político mexicano Carlos Trejo Lerdo de Tejada (1879.1945), a comienzos del siglo XX, en su libro “La Revolución y el nacionalismo: todo para todos”.
En contraposición a esas dos tendencias, Vasconcelos propugnó el mestizaje racial y el sincretismo cultural, como la esencia de la mexicanidad.
Con su vigoroso alegato en defensa del mestizaje el mexicano impugnó el estereotipo que pretendieron forjar por esos años ciertos racistas europeos —el francés Arthur de Gobineau, el alemán Richard Wagner, el inglés Houston Stewart Chamberlain, el alemán Alfred Rosenberg y otros—, quienes sostenían que las mezclas de sangres daban por resultado lo peor de cada una de ellas y que del producto de ese cruce salían seres no confiables y carentes de lealtad para con una u otra de sus mitades. Esquema que se difundió en la literatura de ese tiempo. El escritor y diplomático español Salvador de Madariaga (1886-1978), por ejemplo, afirmó que en la mezcla de indio y español debe encontrarse el origen del antihispanismo.
Pero Vasconcelos fue un hombre muy contradictorio a lo largo de las diferentes etapas de su vida. Al mismo tiempo que abogaba por la raza cósmica aborrecía a uno de sus componentes, que era el indio. Y decía que, sin lo español, México, habitado por “razas de segunda”, América Latina habría sido “una colección de tribus incapaces de gobierno propio”. Latinoamérica —afirmó— “debe lo que es al europeo blanco”.
Sin disimular su desilusión, Basave precisa en su libro las contradicciones del filósofo y educador oaxaqueño, que en la última etapa de su vida se debatió entre la hispanofilia y el menosprecio al indio. Dice Basave: “Del Vasconcelos promestizo apenas quedan rastros. Es, sin duda, una verdadera lástima que la mestizofilia haya perdido de esa forma a una de las mentes más brillantes que ha dado México”. Y concluye que, lamentablemente, lo que llevó a Vasconcelos a proclamar el mestizaje universal fue la adhesión a un fenómeno inevitable de su país: la hibridación de las dos razas. Fenómeno que nadie podía detener. Por tanto, concluye con tristeza Basave, “no es el miedo a los levantamientos indios de Pimentel ni el afán de diferenciación de Riva Palacio, ni el deseo de fortalecer a una clase social de Sierra, ni el anhelo de cohesión y justicia de Molina Enríquez, ni el ansia de redimir al indígena y homogeneizar a México de Gamio”, sino simplemente la ineludible adhesión a la “avasalladora e irreversible realidad del mestizaje” la que llevó a Vasconcelos a postular la raza cósmica.
Pero México tuvo, además de Vasconcelos —e, incluso, antes que Vasconcelos—, varios otros pensadores que se preocuparon y ocuparon del mestizaje, como Francisco Pimentel, Vicente Riva Palacio, Justo Sierra, Francisco Bulnes, Andrés Molina Enríquez, Manuel Gamio y algunos más, todos quienes proclamaron las bondades del mestizaje en su país y trabajaron en favor de la reivindicación del mestizo.
Curiosamente, el presagio de Vasconcelos no se ha cumplido plenamente en las tierras indoamericanas sino que lleva camino de cumplirse en las angloamericanas del norte, que se han convertido en el crisol de todas las razas del planeta. Los sesenta y seis millones de inmigrantes que a ellas ingresaron entre el año 1820 y el 2000 —ingleses, escoceses, irlandeses, alemanes, holandeses, suecos, italianos, polacos, latinoamericanos, africanos, asiáticos—, todos ellos portadores de sus propias culturas, han forjado un gigantesco sincretismo cultural sobre la base de la cultura anglo-protestante que los colonos del protestantismo disidente trajeron consigo al momento de la fundación de la Unión norteamericana.
No obstante ese largo e intenso proceso de hibridación, la matriz cultural anglo-protestante sigue siendo el principal factor de la identidad nacional. Continúan vigentes en la sociedad estadounidense, aunque con menos fuerza que antes, sus principios ético-sociales tradicionales: la libertad, el respeto a la ley, la convicción democrática, el gobierno sometido a normas jurídicas, el laissez faire económico, el individualismo, la propiedad privada, la ética del trabajo, el culto a la verdad, el respeto a lo ajeno, la responsabilidad de cada individuo por su éxito o fracaso, el uso de la lengua inglesa y las tradiciones legales británicas. Y en medio de la heterogeneidad étnico-cultural, la religión protestante es profesada por el sesenta por ciento de la población y se presenta como uno de los principales elementos de identidad del colectivo estadounidense. Ella forma la parte central del “credo americano” —expresión acuñada y popularizada por Gunnar Myrdal en 1944, en su libro “The American Dilemma”— y ha modelado a la sociedad a pesar de la fuerte inmigración católica procedente principalmente de Irlanda, Italia, Alemania, Polonia y los países latinoamericanos.
Pero México tuvo, además de Vasconcelos —e, incluso, antes que Vasconcelos—, varios otros pensadores que se preocuparon y ocuparon del mestizaje, como Francisco Pimentel, Vicente Riva Palacio, Justo Sierra, Francisco Bulnes, Andrés Molina Enríquez, Manuel Gamio y algunos más, todos quienes proclamaron las bondades del mestizaje en su país y trabajaron en favor de la reivindicación del mestizo.
El filólogo Francisco Pimentel —citado por Agustín Basabe—, quien fue uno de los primeros en abordar este tema en la segunda mitad del siglo XIX, sostenía que los dos ingredientes del mestizaje mexicano eran muy contradictorios entre sí: el indio, en su desdichada situación, es “grave, taciturno y melancólico, flemático, frío y lento, sufrido, servil e hipócrita”; mientras que el blanco, en cambio, tiene a su disposición “todos los conocimientos del siglo y todos los descubrimientos científicos”. Decía Pimentel que el blanco habla castellano o francés mientras que el indio tiene más de cien idiomas diferentes. Los contrastes que presentaba el México de su tiempio eran abrumadores: “el blanco es católico, o indiferente; el indio es idólatra. El blanco es propietario, el indio proletario. El blanco es rico, el indio pobre, miserable (…); el blanco vive en las ciudades en magníficas casas, el indio está aislado en los campos, y su habitación son miserables chozas”. Concluye que “hay dos pueblos diferentes en el mismo terreno; pero lo que es peor, dos pueblos hasta cierto punto enemigos”.
Francisco Bulnes, partiendo de la idea de que las razas se diferencian por el cereal con que se alimentan y que, en consecuencia, las razas del trigo —las europeas— son más poderosas que las razas del maíz y del arroz —las vernáculas americanas—, que son muy débiles, sostiene que los mestizos pueden desarrollarse si comen bien.
El historiador Justo Sierra abogaba por el nacimiento de una clase media mestiza de pequeños propietarios como base del futuro desarrollo urbano, industrial, económico y social de México.
Afirmaba Vicente Riva Palacio, a finales del siglo XIX, que era conveniente impulsar el cruzamiento de sangres para que, con el transcurso de uno o dos siglos, surja una “nueva raza”, diferente de la española y de la india, capaz de sustentar la nacionalidad mexicana.
Sin embargo, consideraba que el drama del mestizo es que tanto el español como el indio —en su duro enfrentamiento— veían en aquél al representante de la parte contraria.
En su obra “La Reforma y Juárez” (1906), Andrés Molina Enríquez sostiene que “una vez que la Conquista puso en contacto íntimo a la raza española y a la raza indígena, no era posible que con ellas se formara una verdadera nacionalidad, sino a virtud de su cruzamiento”, puesto que, según afirma Agustín Basabe al comentar su pensamiento, “ni los españoles solos hubieran podido desarrollarse en un medio ajeno, ni los indígenas hubieran sido capaces de crear una civilización tan avanzada como la europea sin el concurso de los conquistadores”.
En los años 30 del siglo anterior apareció el libro de Samuel Ramos, discípulo de Vasconcelos, titulado “El perfil del hombre y la cultura en México” (1934), en el que se lee: “Debemos aceptar que nuestras perspectivas de cultura están encerradas dentro del marco europeo (…) Tenemos sangre europea, nuestra habla es europea, son también europeas nuestras costumbres, nuestra moral, y la totalidad de nuestros vicios y virtudes nos fueron legados por la raza española”. El autor habla del “complejo inferioridad” que sufre el mexicano a causa de “su condición de impotencia pueril frente a la magna presencia de Europa”.
Las afirmaciones de Ramos abrieron en México muchas polémicas en torno a la mexicanidad. Y en 1949 surgió el grupo Hiperión que, con el lema de “México y lo mexicano”, publicó una colección de libros de importantes autores bajo la dirección de mi querido y recordado amigo Leopoldo Zea, cuyo gran aporte a la discusión fue privilegiar la cultura sobre la raza en el mestizaje mexicano. Zea afirma que “la cultura mestiza que ahora empieza a perfilarse es occidental, ni qué negarlo, pero a pesar de ello, distinta, inconfundible. Esta distinción se la da esa parte que el indígena ha aportado, así como también se la da ese espíritu o modo de sentir la vida que, hemos visto, es propio del mestizo, del hijo del blanco y de la india que un accidente hizo surgir”.
Ya en la contemporaneidad, el mexicano Agustín Basave Benítez acuñó las palabras ”mestizofilia” y “mestizofobia” para designar las dos posiciones largamente enfrentadas en México: la de los propugnadores de la mezcla de sangres entre los criollos y los indios, y la de los duros opositores del mestizaje.
El movimiento reivindicatorio del mestizaje tuvo ecos en Perú —con el pensador político José Carlos Mariátegui (1894-1930)— y en otros países mestizos de los Andes, en donde venía desarrollándose una batalla campal encargada de dramatizar la dicotomía entre el patrón blanco —inhumano y feroz— y el indio subyugado. El uno hablaba castellano y el otro quechua. La novela “Huasipungo” (1934) de Jorge Icaza fue en Ecuador una maravillosa expresión de ese mundo maniqueo. El mestizo era, hasta ese momento, el gran ausente de la realidad social y de la narrativa de los países andinos. En verdad, hasta las primeras décadas del siglo pasado las fotografías y dibujos de aquel tiempo sólo muestran criollos con chistera e indios emponchados. El mestizo no hacía su ingreso todavía al escenario social. El propio indigenismo marxista, mientras atribuía al indio el papel redentor que Marx confió al proletario, no tomó en cuenta al mestizo.
En medio de esos dos fuegos surgió el elemento fundamental de la realidad social andina y mesoamericana, protagonista de la literatura de denuncia. En sus venas corría sangre india y sangre blanca pero nació en contraposición al indio y al blanco. Lo cual llevó al historiador peruano Carlos Daniel Valcárcel (1911-2007) a afirmar que el mestizo “padece la doble tragedia de dos almas irreconciliables y el doble rechazo de los de arriba y de los de abajo”. Advino en el seno de la estructura de desigualdad social legada por la colonia, que era una compleja construcción cultural que había creado su propio derecho positivo para consagrar y defender el orden social establecido, que había generado dentro de él determinadas instituciones políticas y poderes fácticos, que había encomendado al blanco, al cholo, al indio, al negro y al mulato sus propias y distintas tareas productivas dentro de la peculiar división social del trabajo y que había confinado al indio y al negro a ocupar en la estratificación social un “nicho” subordinado e inamovible.