Es el punto de encuentro entre los oferentes y los demandantes de bienes y servicios en una economía de libre concurrencia. Cualquier organización que sirva para poner en contacto a vendedores y compradores y que establezca precios de intercambio es un mercado o forma parte de él.
El mercado envuelve un sistema de intercambio entre vendedores y compradores al que se supone capaz de determinar no solamente el precio de las cosas sino también el volumen de su producción.
Pero ese punto de encuentro entre oferentes y demandantes puede no ser un lugar físico. De hecho, a raíz de la >revolución digital, el principal lugar de encuentro entre vendedores y compradores es internet. Es un lugar de encuentro virtual, en el cual comparecen los ofertantes y demandantes de bienes y servicios para ajustar sus negocios. Esta es parte de la denominada >nueva economía que ha hecho del planeta un solo y gran mercado comercial,financiero, cambiario y monetario que funciona las veinticuatro horas del día.
En el comercio electrónico —e-commerce— de la sociedad del conocimiento el mercado es virtual, es decir, no tiene un lugar físico sino un espacio en internet, en el que se negocian mercaderías, materias primas, productos agrícolas, artesanías, dinero, títulos, commodities, información electrónica y otros bienes y servicios. Es en la red global donde se acuerdan las compras electrónicas y se realizan los pagos. De modo que el mercado de nuestros días tiene una dimensión global y opera como una unidad en tiempo real y a escala planetaria.
En los mercados financieros, globalmente integrados, el capital se moviliza las veinticuatro horas del día, en flujos financieros internacionales descomunales. Miles de millones de dólares se negocian en pocos segundos a través de los circuitos electrónicos que abarcan el planeta.
En la denominada economía de mercado —que es aquella que gira en torno al mercado y se rige por sus leyes— los recursos se asignan por el libre funcionamiento de las fuerzas mercantiles. La oferta y la demanda guían el proceso económico sin ser interferidas por regulaciones gubernamentales u otras intervenciones. El sistema se basa en la propiedad privada del capital y de los instrumentos de producción y en la libre decisión de los agentes económicos privados acerca del uso que han de dar a esos factores.
En la economía de mercado el señalamiento de los fines económicos y la orientación del proceso productivo competen enteramente a la iniciativa privada. Es ella la que organiza la producción, determina con qué técnicas se ha de trabajar, en qué lugares se producirán los bienes y para quién se deben producir. El afán de lucro individual y la “soberanía” del consumidor rigen el proceso económico. El consumidor es quien solicita en el mercado los bienes que desea y emite una “orden” a los productores acerca de los bienes que han de producir y la cantidad de ellos. Y se supone que el productor que quiera vender sus mercancías tiene que acatar los deseos de los consumidores.
Esto, sin embargo, no es tan cierto, porque en la práctica ocurre que los productores manejan el mercado, lo cautivan por medio de la publicidad y al final son ellos y no los consumidores quienes señalan lo que debe consumirse y el volumen de bienes y servicios que han de producirse.
En las sociedades capitalistas el productor termina por domesticar el mercado y someterlo a sus conveniencias. Utiliza la >publicidad para crear nuevas necesidades o nuevas maneras de satisfacer viejas necesidades. Se vale del formidable poder de envejecimiento prematuro que tiene la moda. Condiciona al consumidor, lo cautiva, lo induce a comprar y, al final, no son las demandas de éste las que determinan la producción sino que son los imperativos del productor los que determinan el consumo. Lo cual contradice la afirmación de los economistas clásicos y neoclásicos de que el mercado señala lo que se ha de producir. En la práctica ocurre todo lo contrario: el productor es quien indica lo que ha de consumirse. Y para eso se vale de una publicidad persecutoria, alienante y ubicua.
Nada más fácil, en efecto, que manipular el mercado con la ayuda de las tecnologías modernas de la información. Se suponía en los tiempos del liberalismo que el mercado dictaba al productor lo que había de producir. Pero los hechos pronto demostraron que eso no siempre es así y que los productores están en aptitud de manipular el mercado, crear apetitos, estimular el consumo y generar en la gente ansias de compra de determinadas mercancías.
De este modo, en la sociedad de consumo —consumer society— los productores manejan el mercado, lo cautivan por medio de la publicidad taladrante y, al final, son ellos los que señalan lo que debe consumirse y el volumen de bienes y servicios que han de producirse.
Las operaciones mercantiles, además, pueden sufrir interferencias provenientes del gobierno, de los >monopolios, de los <carteles, de los >trusts y de otras fuerzas que gravitan sobre la economía.
Mucho se ha discutido sobre el papel del mercado en el proceso económico. Los economistas liberales y neoliberales tienen fe ciega en las virtudes del mercado para regular la economía. Creen que es un sistema que organiza la producción y el intercambio de manera automática y eficiente. Están convencidos de que el interés personal desata las iniciativas de la producción, el libre juego de las decisiones individuales opera como factor de regulación de la vida económica, la ley de la oferta y la demanda mantiene los equilibrios entre productores y consumidores, la libre competencia señala los precios y los volúmenes de producción necesarios, éstos, a su vez, determinan el desplazamiento de la mano de obra redundante hacia otras actividades económicas y, finalmente, que la ganancia premia los aciertos de los empresarios y la quiebra sanciona sus errores.
Estas ideas rigen desde los tiempos del economista inglés Adam Smith (1725-1790), para quien el mercado libre, al estimular el afán de lucro de las personas, las mueve a actuar en beneficio de la sociedad aunque no sea esa su intención. Lo cual ocurre, según afirmaba Smith, porque ellas están conducidas por una “mano invisible” que promueve un fin que aun cuando no forma parte de los designios personales se alcanza inintencionalmente por la suma de los esfuerzos individuales.
Sostienen los seguidores de la escuela clásica que cualquier “intromisión” del Estado en el mercado dañaría el juego de sus leyes económicas —que son leyes naturales— y “corrompería” la eficiente operación de ellas. Por consiguiente, se debe dejar que las fuerzas del mercado funcionen libremente para que sus mecanismos de autocontrol y de equilibrio den sus frutos.
Según ellos, no hay mecanismo más eficiente que el mercado, en los términos en que afirma el profesor de la Universidad de Chicago, Milton Friedman, para coordinar las actividades de un inmenso número de personas a fin de asegurar que se fabriquen los productos adecuados, en las cantidades precisas, para estar disponibles en los lugares necesarios.
Eso puede ser parcialmente verdadero en los países de amplios mercados, en los que es factible aproximarse a la libre competencia, pero no lo es en los de mercado insuficiente y competencia imperfecta, en los que todo tiende a la concentración, al monopolio, al oligopolio, al monopsonio, al oligopsonio y a la manipulación.
El conocido diálogo en el hogar de un minero inglés en el siglo pasado desmiente a Friedman:
— Madre, enciende la chimenea que tengo frío
— No puedo, hijo, porque no tengo carbón
— ¿Por qué no lo tienes?
— Porque no tengo dinero para comprarlo
— ¿Y por qué no tienes dinero?
— Porque tu padre está sin trabajo
— Y ¿por qué está sin trabajo?
— Porque hay mucho carbón…
Por eso el Estado debe estar presente para corregir las distorsiones del mercado, que se ve afectado gravemente por el poder económico de ciertos grupos —los monopolios y oligopolios, los trusts y los carteles— que fructifican en las economías totalmente abiertas. Ellos cautivan al mercado. Lo modelan. Y terminan por colocarlo al servicio de sus intereses.
Lo cual puede desembocar en dramáticas crisis económicas y políticas, con gravísimos efectos recesivos sobre los procesos productivos de los países.
Los historiadores señalan un total de diecisiete crisis generales de la economía ocurridas desde 1780 hasta la primera década de este siglo: en 1787, 1826, 1836, 1847, 1857, 1864, 1873 a 1877, 1882 a 1884, 1890-1893, 1900-1904, 1907, 1913, 1920-1922, 1929, 1970, 1989 y 2008.
Cuatro de esas crisis han sido de amplio alcance: la de 1929, la de 1970, la de 1989 y, por supuesto, la del 2008. En el siglo XX y en los anteriores las crisis se limitaban a dos o tres países importantes pero hoy ellas alcanzan dimensiones internacionales por obra de la intensificación de los intercambios y la creciente <interdependencia de las economías.
La que se inició en 1929 fue una crisis recesiva del sistema capitalista, que trajo depresión en el mercado de valores, quiebra de empresas, recesión en la industria, descenso de precios, baja de la producción y crecimiento del desempleo. La secuela de la crisis, como siempre, fue miseria y malestar social.
Una nueva crisis estalló en las economías avanzadas en la década de los años 70. Fue la segunda gran crisis del siglo XX, con características singulares, cuya onda expansiva se extendió por el mundo hasta bien entrados los años 80. Hubo terribles desequilibrios en los sectores internos y externos de la economía. En Europa Occidental y los Estados Unidos se redujeron las tasas de crecimiento del producto interno bruto del 5% (que habían tenido entre 1960 y 1970) al 3,1% en la década de los 70. Su índice inflacionario más que se duplicó. Alcanzó dos dígitos. Las tasas de desempleo se elevaron en un 50%. Países que antes habían tenido superávit empezaron a sufrir problemas de <balanza de pagos por la baja de productividad y de competitividad de sus economías. El Japón, considerado en los años 60 como un “milagro económico”, después de crecer a más del 10% anual durante tres lustros, disminuyó su crecimiento a un poco más de la tercera parte en la década de los 70 y en algunos años registró niveles de inflación superiores al 20% anual.
Aquella fue una crisis de rasgos peculiares: fue una mezcla de recesión e inflación, que desconcertó a los economistas, cuyas opiniones sobre sus causas, naturaleza y soluciones fueron discrepantes. Sólo con el tiempo pudo verse que se trataba de una crisis cuantitativa y cualitativamente diferente de las anteriores. Cuantitativamente, porque tuvo una universalidad hasta entonces desconocida puesto que afectó a los países desarrollados y a los subdesarrollados, a los del norte y a los del sur, a los capitalistas y a los socialistas, a los exportadores e importadores de petróleo, a los deudores y a los acreedores. Todos ellos, de una u otra manera, sufrieron las consecuencias de la crisis. Y era también cualitativamente distinta, porque fue una crisis a la vez aguda y prolongada, recesiva e inflacionaria. Cosa que desconcertó a los economistas, quienes incluso tuvieron que inventar una nueva palabra para describirla: stagflation en inglés y <estanflación en castellano.
Décadas más tarde, la fe ciega de los gobernantes, políticos, académicos y empresarios norteamericanos en las bondades del mercado, al que le atribuían efectos estabilizadores y equilibrantes sobre el proceso de la producción, circulación y distribución de bienes y servicios, produjo la crisis financiera de Wall Street, que estalló el lunes 15 de septiembre del 2008 con la declaración de quiebra del Lehman Brothers Holdings Inc. —el cuarto más importante banco de inversión estadounidense—, la absorción de Merrill Lynch & Co. por el Bank of America, la insolvencia de muchas otras instituciones financieras norteamericanas y las drásticas caídas de las bolsas de valores en el mundo entero.
En ese momento se pusieron en evidencia las deficiencias de la supervisión y regulación gubernativas sobre la banca y las fallas de los sistemas de calificación de riesgo.
Recuerdo que por aquellos días, en plena campaña electoral, el entonces candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, Barack Obama, culpó de la crisis a la “filosofía económica del mercado libre” e hizo deprimentes referencias a la teoría del “goteo” o trickle-down de los neoliberales ingleses y norteamericanos. Y en su discurso de asunción del mando el 20 de enero del 2009 volvió a referirse al tema y expresó: “La crisis debe recordarnos que si no hay un ojo vigilante el mercado puede salirse de control”.
Cuando estalló la “burbuja” inmobiliaria los bancos promovieron en el 2006 más de 1,2 millones de ejecuciones judiciales contra sus clientes morosos para tratar de cobrar su dinero respaldado con cauciones hipotecarias de muy mala calidad. Muchos deudores, al no poder pagar las cuotas de su hipoteca, optaron por vender sus casas. Se devaluó el mercado inmobiliario. En muchos casos el valor de la deuda hipotecaria era mayor que el precio de la casa que con ella se había comprado o construído. La mora acumulada en el sector bancario norteamericano, a agosto del 2007, fue de alrededor de 500.000 millones de dólares. Los bancos prestamistas afrontaron dificultades y sus activos —especialmente los vinculados a las hipotecas devaluadas o incobrables— empezaron a “evaporarse”. La crisis de las hipotecas contaminó a las otras actividades financieras y a las bursátiles. Se produjeron corridas de fondos en los bancos. Los inversores —llenos de desconfianza y hasta pánico— retiraron su dinero de las instituciones afectadas y las debilitaron. En tales circunstancias, los tenedores de bonos o de acciones de esas corporaciones intentaron venderlos antes de que su depreciación fuera mayor. Advino un proceso recesivo. Se vinieron abajo los dos sustentos del capitalismo moderno: la confianza y el crédito. Y así fue profundizándose y extendiéndose la crisis de Wall Street, dado que en ese momento la economía de los Estados Unidos representaba alrededor del 29% de la economía mundial.
La crisis afectó en diversa proporción al mundo entero. Ningún país pudo abstraerse de sus consecuencias. La disminución del consumo en la sociedad estadounidense, que era la principal compradora de productos fabricados en China y Japón —pagados con dólares depreciados—, no dejó de afectar a estos países. Y la desaceleración de la economía china perjudicó a las exportaciones de América Latina y de otras regiones del mundo subdesarrollado. Bajaron, además, las inversiones norteamericanas en las llamadas economías emergentes de Asia y Latinoamérica.
La pérdida masiva de empleos, la restricción del crédito, la inestabilidad de los mercados, la desconfianza de los inversionistas, la baja de los niveles de consumo y las tendencias recesivas de la economía norteamericana y mundial obligaron al presidente George W. Bush, en las postrimerías de su período gubernativo, a instrumentar una gigantesca operación de salvamento financiero por 700.000 millones de dólares —la mayor operación de rescate bancario en la historia de los Estados Unidos— para auxiliar a las entidades crediticias privadas con problemas en sus carteras de crédito hipotecario.
Días después, cuando los efectos recesivos de la crisis llegaron a Europa, los gobiernos europeos asignaron también enormes cantidades de dinero para el rescate de sus sectores financieros en problemas. Y esas sumas, en conjunto, superaron largamente a las cifras norteamericanas.
Pero lo paradógico es que en los momentos de las crisis económicas y financieras aun las economías de mercado y los regímenes más comprometidos con las políticas del laizzes faire acuden a la intervención del Estado para superar los problemas y ponen en marcha amplias operaciones de salvamento a cargo del gobierno. Eso fue precisamente lo que ocurrió en octubre del 2008, cuando explosionó la aguda crisis financiera de Wall Street, que llevó a la quiebra al Lehman Brothers Holdings Inc., a la absorción de Merrill Lynch & Co. por el Bank of America, a la insolvencia de muchas otras instituciones financieras norteamericanas y a las drásticas caídas de las bolsas de valores en el mundo entero.
Esta nueva crisis volvió demostrar que la “sabiduría” de las fuerzas del mercado no llega a tanto y que el abstencionismo estatal ante el proceso económico conduce con demasiada frecuencia a injusticias grandes y a desajustes críticos.
En aquellos turbulentos días Alan Greenspan, que había sido presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos desde 1987 hasta 2006, declaró ante un comité de la Cámara de Representantes que estaba sorprendido por el “tsunami crediticio” que afectaba a su país y que no fue previsto, y se declaró “parcialmente equivocado” al haber optado por la “desregulación” cuando presidía el ente público encargado de controlar el sistema financiero norteamericano. Henry Waxman, presidente del comité, lo acusó de “haber tenido en sus manos la autoridad para impedir las prácticas de préstamo irresponsables que llevaron a la crisis de las hipotecas de alto riesgo”.
En aquel lunes negro de Wall Street se produlo la peor quiebra bancaria en los Estados Unidos desde 1929, que desató gravísimas turbulencias financieras a escala global. Estuvieron al borde de la bancarrota varios bancos e instituciones de crédito y de seguros, con repercusiones inmediatas de pánico en la Bolsa de Valores de Nueva York y en las bolsas de valores europeas, asiáticas y latinoamericanas, que experimentaron fuertes caídas. El índice bursátil Dow Jones —el más representativo del valor de las acciones en Wall Street, nacido hace más de cien años— bajó 777,68 puntos. Se estremecieron las estructuras del Morgan Stanley, Washington Mutual, Merrill Lynch & Co., Deutsche Bank, Barclay’s, Union des Banques Suisses, Goldman Sachs, Royal Bank of Scotland, Wells Fargo, Wachovia, American International Group Inc., Fannie Mae, Freddie Mac, Bear Stearns y otras instituciones bancarias y financieras norteamericanas y europeas.
La crisis empezó a gestarse en agosto del 2007, a partir del proceso de hundimiento del sistema de hipotecas subprime en los Estados Unidos, e hizo explosión catorce meses después, con terribles efectos planetarios de recesión, desempleo y caída del producto interno bruto.
La trama financiera fue muy complicada. Los bancos, en su afán de captar cada día más clientes y colocar sus préstamos hipotecarios, flexibilizaron los controles y las regulaciones. En su voracidad por prestar y prestar cada vez a más clientes se vieron precisados a captar fondos en el mercado, y, para ello, ofrecieron en garantía las mismas devaluadas hipotecas que tenían en cartera. Hicieron eso repetidamente. De modo que los gravámenes hipotecarios se convirtieron en el soporte de una amplia gama de obligaciones financieras de los bancos de inversión y eso complicó terriblemente la solvencia bancaria en los Estados Unidos. En el marco de tanta liberalización, los créditos hipotecarios fueron a parar a personas de solvencia menor. Advino el auge del negocio inmobiliario. Subió desmedidamente el precio de los inmuebles. Los bancos de inversión obtuvieron enormes utilidades con la emisión y venta de títulos respaldados por hipotecas. Pero cuando muchos de los deudores no pudieron honrar sus obligaciones, cuyas tasas de interés habían subido por decisiones de la Reserva Federal en su empeño de frenar la inflación, estalló la “burbuja” inmobiliaria. Entonces, para tratar de cobrar su dinero, los bancos promovieron en el 2006 más de 1,2 millones de ejecuciones judiciales contra sus clientes morosos. Muchos de ellos, al no poder pagar las cuotas de su hipoteca, optaron por vender sus casas. Se devaluó el mercado inmobiliario. En muchos casos el valor de la deuda hipotecaria era mayor que el precio de la casa que con ella se había comprado o construído. La mora acumulada en el sector bancario norteamericano, a agosto del 2007, era de alrededor de 500.000 millones de dólares. Los bancos prestamistas afrontaron dificultades y sus activos —especialmente los vinculados a las hipotecas devaluadas o incobrables— empezaron a “evaporarse”. La crisis de las hipotecas contaminó a las otras actividades financieras y a las bursátiles. Se produjeron corridas de fondos en los bancos. Los inversores —llenos de desconfianza y hasta pánico— trataron de retirar su dinero de las instituciones afectadas y las debilitaron. En tales circunstancias, los tenedores de bonos o de acciones de esas corporaciones intentaron venderlos antes de que su depreciación fuera mayor. Advino un proceso recesivo. Se vinieron abajo los dos sustentos del capitalismo moderno: la confianza y el crédito. Y así fue profundizándose la crisis de Wall Street, que estalló aquel lunes negro de septiembre.
Dado que la economía de los Estados Unidos representaba alrededor del 29% de la economía mundial, ningún país pudo abstraerse de sus consecuencias. La crisis afectó en diversa proporción al mundo entero. La disminución del consumo en la sociedad estadounidense, que era la principal compradora de productos fabricados en China y Japón —pagados con dólares depreciados—, no dejó de afectar a estos países. Y la desaceleración de la economía china perjudicó a las exportaciones de América Latina y de otras regiones del mundo subdesarrollado. Bajaron, además, las inversiones norteamericanas en las llamadas economías emergentes de Asia y Latinoamérica.
Días después, cuando los efectos de la crisis llegaron a Europa, los gobiernos europeos asignaron también enormes cantidades de dinero para el rescate de sus sectores financieros en problemas. Y esas sumas, en conjunto, superaron largamente a las cifras norteamericanas.
Pero lo sorprendente fue que la asignación de tan ingentes recursos de rescate estuvo acompañada por una política de intervención gubernativa en áreas celosamente protegidas por los sectores privados, en las que tradicionalmente estuvo siempre vedada la incursión estatal. Dijo el Secretario del Tesoro norteamericano, Henry Paulson, en aquella ocasión: “Nunca he sido partidario del intervencionismo estatal, pero creo que tenemos una situación sin precedentes que requiere medidas sin precedentes”. Y añadió: “No existe ninguna forma de estabilizar los mercados que no sea la intervención estatal”. Las medidas propuestas fueron la supervisión de los instrumentos financieros de la banca privada, la imposición de límites máximos a las remuneraciones de los altos ejecutivos de las grandes empresas financieras, la participación del Estado como accionista de las corporaciones que utilicen los fondos públicos de rescate y el control estatal de una parte del mercado hipotecario. Aproximadamente la tercera parte de los fondos públicos de salvamento se dirigió hacia la compra de paquetes de acciones de los mayores bancos norteamericanos: Citygroup, JP Morgan Chase, Bank of America, Wells Fargo, Goldman Sachs, Bank of New York Mellon. Lo cual dio pie para que el diario The Washington Post dijera que se había producido una “nacionalización parcial” de la banca en los Estados Unidos.
Tales políticas gubernativas no se habían visto en los Estados Unidos desde la gran depresión de los años 30.
Como era de esperarse, hubo oposición y críticas dentro y fuera de Estados Unidos a la utilización de la descomunal suma de dinero para el salvamento de los sectores financieros norteamericanos.
El economista norteamericano Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001 y exjefe del consejo de asesores económicos del presidente Bill Clinton de los Estados Unidos, sostiene que en ninguna parte —y, por supuesto, menos aun en los países del mundo subdesarrollado— los mercados funcionan a la perfección como “suponen los modelos simplistas que presumen competencia e información perfectas”. Eso no se da. En su análisis de la economía de la información afirma el profesor de la Universidad de Columbia que en todas las economías surgen profundas y generalizadas asimetrías de información entre el empresario y el trabajador, el prestamista y el prestatario, el asegurador y el asegurado, de manera que ni en los países desarrollados y menos todavía en los subdesarrollados hay realmente una competencia perfecta fundada en una información eficiente.
La realidad demuestra, sobre todo en países de mercados pequeños, que la ley de la oferta y la demanda funciona para llevar las cosas a quien paga más por ellas pero no a quien las necesita. Es eficiente para entregar la leche al perro de un millonario pero no para suministarla a los niños pobres que la requieren para combatir su raquitismo. Esto es lo que hace de la oferta y la demanda una ley ciega e insensible. Opera para entregar los bienes a quienes tienen poder de compra pero no resuelve el problema social ni es de su incumbencia la injusticia económica. La “inteligencia” del mercado no llega a tanto. Es cierto que el mercado eventualmente puede resolver, sin una inteligencia que lo dirija, el triple problema económico de qué producir, cómo producir y para quién. Lo hace por la línea de los menores costes y de los mayores beneficios para los productores. Pero no puede llevar los bienes y servicios hacia quienes los necesitan.
Por eso los impugnadores del sistema sostienen que las del mercado son fuerzas ciegas e insensibles para las demandas sociales, que no tienen la menor preocupación por la justicia económica, el desarrollo humano, la cultura, la salud, la defensa de los recursos naturales y su racional explotación, la protección del medio ambiente y una serie de valores muy apreciables de la convivencia social, y postulan entonces la necesidad de la intervención estatal para suplir las insuficiencias del mercado. Esa intervención puede ir desde la estatificación total de la economía, que propugnan los marxistas, hasta otras formas más tenues de intervención que buscan la corrección de las desviaciones del mercado a fin de impedir el proceso concentrador de la riqueza.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha sido, desde su fundación en 1944, un devoto del llamado “mercado libre”, en los términos del más añejo liberalismo, y en su afán de “destrabar los mercados” ha propugnado la absoluta liberalización de ellos. No lo digo yo. Lo dice nada menos que el profesor Stiglitz de la Universidad de Columbia, en su libro “El malestar en la globalización” (2002): el FMI ha abordado los problemas de la economía “con una perspectiva estrechamente ideológica” que le llevó, entre otras cosas, a sostener que “la privatización debía ser concretada rápidamente” y, en el caso de los países de Europa del este que habían emprendido la transición del comunismo al sistema de mercado, que “los que privatizaban más deprisa obtenían las mejores calificaciones”, razón por la cual, según afirmó el profesor de la Universidad de Columbia, “la privatización muchas veces no logró los beneficios augurados”.
La economía que se basa en las fuerzas del mercado —que son la oferta y la demanda, la libre competencia, la iniciativa privada, la libertad de emprender, el apetito de lucro— se denomina <economía de mercado. En ella se produce la mediatización de la acción estatal y el protagonismo de las fuerzas del mercado en la planificación de la producción, en la distribución y circulación de bienes y en la asignación de recursos a las diversas áreas productivas.
Las ideologías políticas discrepan en cuanto a la importancia que tiene el mercado en la conducción de la economía y a las funciones que éste debe ejercer. Simplificando las cosas hay dos grandes tesis en juego: la que confía al mercado la conducción de la economía —y le da incluso la atribución de dictar lo verdadero, lo bello, lo bueno y lo justo en la comunidad— y la que entrega al Estado la responsabilidad absoluta de manejarla. Las corrientes liberales, neoliberales, conservadoras y neoconservadoras se adhieren a la primera tesis, mientras que las corrientes socialistas, en sus diversas versiones, se inscriben en la segunda, aunque con alcances diferentes. Ninguna de las dos tesis ha sido eficiente. La una ha fracasado desde la perspectiva de la equidad, puesto que ha contribuido a concentrar la riqueza, y la otra ha hecho agua por el flanco de la eficiencia, puesto que ha bajado la cantidad y la calidad de la producción, como quedó demostrado con el colapso de los países comunistas. Parece evidente que el mercado —que en buena parte es el conjunto de los consumidores, con sus egoísmos, prejuicios, ignorancias, rastacuerismos, caprichos, frivolidades y esnobismos— no tiene la capacidad de tomar decisiones económicas con sentido nacional y que el Estado megalómano tampoco es una solución. La prudencia aconseja, por tanto, buscar una fórmula mixta capaz de conjugar las virtudes del mercado con los atributos del Estado.
Esto plantea la cuestión de las relaciones entre el Estado y el mercado. Más exactamente: entre el Estado democrático y el mercado. ¿Cuál es el límite de injusticia económica que puede tolerar la democracia sin desvirtuarse? ¿Cuánta desigualdad le es soportable? ¿Cuáles son los alcances admisibles del poder económico dentro del sistema democrático? No es verdad, como suele afirmarse con frecuencia, que la democracia y el mercado son enteramente compatibles. Es evidente que ellos tienen diferentes puntos de vista acerca de la distribución del poder político y del poder económico.
No comparto la afirmación de que el mercado abierto es el fundamento principal de la democracia. Esa es una de las tantas argucias con que nos envuelve la retórica interesada. En realidad, mientras la democracia busca la igualdad y la justicia como valores fundamentales del sistema social que auspicia, el mercado tiene otros valores éticos y distintos objetivos. No le importa que los individuos o corporaciones económicamente fuertes desplacen a los demás y los sojuzguen. Acepta como un derecho que los primeros expulsen a los incompetentes y les condenen a la extinción económica. La libre competencia consiste, en la mayoría de los casos, en arrebatar a los otros toda oportunidad de ganancia y condenarlos a la desaparición. Y esto es sólo el comienzo puesto que después el dinero genera más dinero y la riqueza acumulada abre oportunidades de ganancia que están fuera de las posibilidades de los que no la tienen. La <democracia no es compatible con estos procedimientos. Ella acepta la diferencia de opiniones y de creencias pero no las diferencias económicas. La libertad de la democracia es distinta de la libertad del zorro en el gallinero que implanta el mercado.
Para la democracia hay ciudadanos, para el mercado hay consumidores. Los ciudadanos tienden a la igualdad mientras que los consumidores buscan los privilegios. Todos los ciudadanos poseen o deben poseer los mismos derechos en tanto que los derechos y prerrogativas de los consumidores dependen de su poder de compra.
En efecto, si la injusticia económica favorecida por las leyes del mercado es ingente, si se agudiza la desigualdad, si el poder económico suplanta al poder político o lo condiciona de alguna manera, entonces la democracia habrá desaparecido para dar lugar a la >plutocracia.
Es evidente que el poder —entendido como la facultad de imponer la propia voluntad sobre los demás— proviene de la posición política o de la riqueza. Estas son sus fuentes principales. De ellas nacen el poder político y el poder económico. Los dos poderes con frecuencia han entrado en conflicto a causa de sus afanes de dominación social. A menudo han luchado por la supremacía. En los regímenes marxistas se impuso el primero y en los neobeoliberales el segundo. Sin embargo y paradójicamente ambos sistemas tienen algo en común: tienden a juntar el poder político con el económico y a depositarlos en las mismas manos. En las de la tecnoburocracia estatal el uno y en las del empresariado privado el otro. Con lo cual multiplican el dominio social de quienes los ejercen, en perjuicio de la libertad de todos los demás. En el primer caso los portadores del poder hablan en nombre del Estado y en el segundo en nombre del mercado. Pero son poderes imbricados. Es muy fácil convertir el poder económico en político y a la inversa. Y el abuso de ambos deja una estela de humillación y de pobreza para mucha gente.
Por eso considero que, ya que resulta tan difícil podar la influencia económica en las sociedades de mercado, el arte de la buena organización social es separar y en lo posible independizar los dos poderes. Cosa que no es fácil de lograr, por cierto. Pero esa debe ser la meta de la organización del Estado y del gobierno para dar a las personas la mayor suma de libertad y de justicia social.
En el moderno movimiento bursátil se ha acuñado la expresión mercado de futuros para designar la operación de venta de productos o mercancías en una fecha posterior determinada. Esta transacción se formaliza a través de un contrato en que los futuros compradores y vendedores acuerdan el precio y las condiciones en una compraventa que no se realiza en el acto sino que se realizará en una fecha futura, con todos los riesgos que una operación de esta clase implica por la volatilidad de los precios.
En el mercado de futuros se puede negociar la compraventa de una determinada cantidad de materias primas u otras mercancías o productos por adelantado, es decir, negociar hoy la compra de algo que se entregará después de cierto tiempo —un mes, un año o cualquier otro plazo que se acuerde—. El mercado de futuros tiene la ventaja de que elimina la incertidumbre, tanto para el comprador como para el vendedor, respecto a los precios y permite que los especuladores obtengan ganancias, si saben prever las fluctuaciones de ellos. Por ejemplo, supongamos que el precio del mercado de futuros a 30 días es un 5% inferior al que habría en el mercado spot transcurrido ese tiempo. Si el especulador es capaz de prever esta diferencia, comprará hoy en el mercado de futuros y venderá dentro de 30 días en el mercado spot un 5% más caro, obteniendo este porcentaje de beneficio (sin tener en cuenta el pago de comisiones y los costes de cada transacción). Sin embargo, si el precio en el mercado spot dentro de 30 días cayera por debajo del precio que el especulador pagó en el mercado de futuros, entonces registrará pérdidas.
Las ingentes cantidades de préstamos hipotecarios incobrables, la pérdida masiva de empleos, la restricción del crédito, la inestabilidad de los mercados, la desconfianza de los inversionistas, la baja de los niveles de consumo y las tendencias recesivas de la economía obligaron al presidente George W. Bush, en las postrimerías de su período gubernativo —con la pertinente autorización del Congreso—, a instrumentar una gigantesca operación de salvamento financiero por 700.000 millones de dólares —la mayor operación de rescate bancario en la historia de los Estados Unidos— para auxiliar a las entidades crediticias privadas con problemas en sus carteras de crédito hipotecario blando otorgado a personas y familias de bajos ingresos —los denominados “préstamos basura—, cuyos titulares no pudieron atender el servicio de sus deudas y causaron severos problemas a las instituciones crediticias norteamericanas.