En el sentido político de la palabra, la masa —llamada también muchedumbre o multitud— es la numerosa y apretujada congregación de seres humanos unidos transitoriamente por un estímulo emocional, que constituye un ente colectivo autónomo, dotado de vida propia, cuya naturaleza es diferente de la de los individuos que la integran.
El fenómeno de la masa tiene siempre esta peculiaridad: es un producto distinto de sus componentes. Porta una sinergia especial. Ella no es la mera agregación mecánica de seres humanos sino la fusión orgánica de ellos para formar un ente distinto, que tiene sus propias características y se rige por sus propias leyes. Lo cual explica el fenómeno de las conductas de la multitud, con frecuencia violentas e irreflexivas, que serían impensables en el comportamiento individual de los hombres que la forman. Esto ha llevado a crear la >psicología de multitudes —diferente de la psicología formal que rige la conducta del hombre individual— como una ciencia especial para estudiar los estímulos, percepciones y comportamiento de las muchedumbres, que son distintos de los que tienen los hombres en su vida individual. La muchedumbre posee un “alma”, según Gustavo Le Bon, y ella es el objeto de estudio de la psicología de multitudes. Los caracteres psicológicos que genera la muchedumbre se sobreponen a los caracteres individuales y de esto resulta que los hombres reunidos en multitud son distintos —en sus sensibilidades, reacciones y actos— de lo que serían individualmente.
Sigmund Freud (1856-1939) habló de la “modificación psíquica que la influencia de la masa impone al individuo“. La multitud, en efecto, absorbe al individuo. Arrasa su originalidad, su inteligencia, su racionalidad y sus valores morales y estéticos, al propio tiempo que le libera de sus limitaciones físicas. Una sensación todopoderosa invade su ánimo. Todo es posible con la fuerza de la masa. Lo que el individuo solo no podría hacer, lo puede con la masa. El individuo experimenta una voluptuosa sensación de poder al fundirse con ella y entregarse a sus pasiones.
La muchedumbre es intolerante, impulsiva y tornátil. Está llena de sentimientos simples y extremados. Su nivel de reflexión baja drásticamente. Los matices no existen para ella. No abriga la menor duda sobre la verdad o el error. Esto la coloca a merced del agitador. La sospecha que alguno le sugiere respecto de algo o de alguien se transforma rápidamente en certeza y odio feroz. Sólo falta la menor iniciativa para que se desencadene el mecanismo de la imitación y el contagio y para que la masa empiece a actuar. La sugestión, el contagio y la imitación operan implacablemente sobre el espíritu de los individuos en multitud. Si alguien tira una piedra o prende fuego a un vehículo o pretende asaltar un almacén, la masa inmediatamente sufre el efecto de la sugestión y por la vía de la imitación y el contagio prosigue la ejecución de la idea o de la imagen sugeridas.
Se ha visto a personas de altas calidades intelectuales y éticas cometer actos de vandalaje en el seno de una multitud enardecida. Tales actos no tienen otra explicación que la superposición de los caracteres psicológicos de la masa sobre los individuales. Es el hombre sometido y enajenado a la multitud, en su acción incoercible. Al día siguiente buscará, sin encontrar, una explicación para sus actos. Se arrepentirá de ellos. Sabe que en su vida individual jamás hubiera cometido tales desmanes.
En un interesante y original estudio, el escritor y dramaturgo búlgaro Elías Canetti, en su libro “Masa y Poder” (2000), afirma que la muchedumbre tiene un fuerte “impulso de destrucción” que le lleva a arremeter contra lo que encuentra a su paso. Pero su predilección son los edificios y, dentro de ellos, las puertas, las ventanas y los escaparates. Contra ellos descarga su furia. El estruendo de la destrucción le produce un placer sensual. Las puertas y ventanas cerradas tienen para ella una simbología particular: representan las distancias sociales imperantes. Son el “límite” entre “ellos” y “nosotros”. Los que están adentro son sus enemigos. Y por eso arrasa con ellas. La masa enfervorizada todo lo ve en forma de Bastilla. Rompe puertas y ventanas para destruir los exclusivismos y, al atacar los escaparates, ataca la injusticia de la propiedad privada. La destrucción de imágenes —monumentos, estatuas, retratos, banderas, mausoleos— representa la destrucción de jerarquías que ella en ese momento no reconoce. Las masas cristianas destruyeron las cabezas y los brazos de los dioses griegos. Y las masas revolucionarias bajaron de sus pedestales las imágenes de los santos. La fachada de la iglesia gótica de Lyon, con sus santos sin cabeza, es un testimonio elocuente.
Los psicólogos sociales suelen dividir a las masas en cuatro categorías: masas disgregadas, masas congregadas, masas difusas y masas complejas.
Detrás de la aparente antinomia de hablar de “masas disgregadas” o “masas difusas” están razonamientos muy importantes que echan luz sobre este fenómeno social. No se trata de una disgregación física sino psicológica. Las masas disgregadas son las que coinciden en un lugar sin que exista interacción entre sus miembros, como la de los usuarios de un servicio público, los bañistas en una playa, los asistentes a un espectáculo deportivo o a escuchar un cantante. Las que ellos constituyen no son masas políticas aunque pueden eventualmente hacer actos políticos si se presenta un estímulo desencadenante. Allí están reunidas personas de diferente pensamiento y de distintas capas sociales. Los 3,59 millones de espectadores que asistieron a los estadios durante el Campeonato Mundial de Fútbol en los Estados Unidos en 1994 o los 3,18 millones que lo hicieron en el campeonato mundial de Sudáfrica en julio del 2010 formaron masas disgregadas porque en ellas no hubo ni podía haber una unidad espiritual. Pero toda masa pasiva es potencialmente activa y toda masa activa es potencialmente violenta. Es decir, toda masa puede ser virtualmente política, de acuerdo con las circunstancias.
Masa congregada es la que se reúne en un lugar y momento determinados, convocada para un fin político. Hay en ella una fuerte motivación política, homogeneidad e interacción entre sus miembros. Esta es la masa propiamente dicha.
En expresión ciertamente paradógica, llaman los psicólogos sociales masas difusas a las comunidades que tienen intereses concretos comunes pero no proximidad física, como los “teleauditorios” con respecto a algún programa o los partidarios de un candidato que sintonizan la televisión o la radio para escucharlo o “los públicos” que participan y siguen con atención desde sus casas los acontecimientos deportivos y el rendimiento de su equipo favorito. Pero en rigor estas llamadas “masas difusas” son en realidad <comunidades y no masas en el sentido político y sociológico de la palabra. La masa entraña, por definición, una proximidad física, una yuxtaposición de individuos. No puede haber masa sin contigüidad de personas.
Queda claro, entonces, que la masa política es otra cosa: es la muchedumbre en la calle, el contacto magnético entre los cuerpos, la “electricidad” que corre por ellos. Es la multitud con todo su poder y vitalidad, con sus reacciones lógicas y paralógicas, con sus fetichismos y veleidades, con toda su fuerza emocional para respaldar una idea o un líder —o para condenarlos— en el escenario de la vida democrática.
El líder político tiene influencia determinante sobre la masa congregada en la plaza, a la que modela con su palabra en concordancia con sus ideas e intereses; pero también la masa ejerce un poder estimulante o alucinógeno sobre el líder, especialmente cuando éste es inmaduro, inexperto o populista. La multitud, como una droga heroica, afecta su sistema nervioso central. Ejerce sobre él un poder embriagante o enloquecedor, que le conduce con frecuencia a cometer excesos retóricos y gubernativos. Algunos de los crasos errores de los gobernantes se han debido al poder enajenante de la masa, la tribuna y el micrófono.
Un inédito episodio de masas ocurrió en España el 15 de mayo del 2011: miles de jóvenes de diferente procedencia política y económica se concentraron en la plaza Puerta del Sol de Madrid para expresar su desencanto con la crisis económica, el desempleo, la falta de oportunidades —España tenía en ese momento el índice más alto de desocupación juvenil: 43%—, la corrupción de los políticos, la voracidad de los empresarios, los abusos de los bancos y el malestar social que imperaba en España. Fue un movimiento no violento, con desbordes de alegría. Exhibieron pancartas y emitieron consignas de condena a la situación política y socioeconómica española. Demandaron “¡democracia real, ya!”. Se autodefinieron como “un grupo de ciudadanos de diferentes edades y extractos sociales” cabreados por “las traiciones que se llevan a cabo con el nombre de democracia”.
Denominaron a su movimiento la rebelión de los indignados, bajo la inspiración, sin duda, del opúsculo “Indignez-Vous!” que había publicado poco tiempo antes el diplomático y escritor judío francés Stéphane Hessel —excombatiente de la resistencia francesa, torturado por la GESTAPO, cautivo en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial y uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos—, en el que, a sus 93 años de edad, exhortaba a los jóvenes a abandonar la indiferencia e indignarse porque “el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que acaparan todo”.
Del pequeño opúsculo de Hessel —32 páginas— se vendieron alrededor de cuatro millones de ejemplares en el mundo. Su autor murió en París dos años después, el 26 de febrero del 2013.
La rebelión de los indignados fue en sus orígenes un acto de descontento generacional, pero en los siguientes días se ampliaron su composición y el contenido de la protesta cuando la Puerta del Sol se copó de gente que compartía esas y otras preocupaciones. Y entonces se agregaron a las reivindicaciones originales: la condena a la corrupción, la separación de la religión y el Estado, la educación pública laica, el cierre de las centrales nucleares, la sostenibilidad ecológica, la reducción del gasto militar y el repudio a los políticos, a los partidos políticos y a los sistemas electorales que les “perpetúan en el poder”.
Los indignados permanecieron acampados un mes en la plaza madrileña, desde donde invocaron el derecho a la resistencia y la desobediencia civil, como cursos de acción a tomarse, y lanzaron al mundo una serie de consignas contestatarias.
El movimiento de los indignados —que se denominó Movimiento 15 de Mayo (15-M), por la fecha de su nacimiento— despertó simpatía dentro y fuera de España y tuvo ecos inmediatos en otros países europeos, asiáticos y latinoamericanos.
Un mes después —el 19 de junio— los indignados volvieron a las calles. Centenares de miles de ellos se manifestaron en sesenta y seis ciudades de España. En la Plaza de Neptuno en Madrid se reunieron 50 mil personas y alrededor de 100 mil en la Plaza de Cataluña en Barcelona. Cosa parecida ocurrió en Valencia, Bilbao, Granada, Málaga y otras ciudades españolas, con contagios menores en Francia, Portugal, Grecia, Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Eslovaquia, Holanda, Inglaterra, Italia, Irlanda, Islandia, Luxemburgo, Mónaco, Noruega, Polonia, República Checa, Rumania, Serbia, Suecia, Suiza, Turquía, Israel, Chile, Brasil, Rusia.
Pero el movimiento de los indignados no fue una rebelión, en el sentido propio de esta palabra, sino una movilización de masas que demandaba a los gobiernos determinados cambios imprecisamente señalados.
El movimiento tuvo después réplicas en muchas otras ciudades del mundo —Nueva York, Washington, Atlanta, Los Ángeles, Buenos Aires, Ciudad de México, Guatemala, Montevideo, Roma, Lisboa, Bruselas, Hong Kong, Taiwán, Atenas, Tokio, Berlín, Londres y otras más— donde se clamó por “cambio” global” y “democracia real” y se gritó contra los políticos, los banqueros, los grupos de poder económico, las corporaciones transnacionales y los empresarios de Wall Street.