Dejando de lado la significación que esta palabra tiene en el ámbito de la economía —el marginalismo fue una teoría económica surgida en los años 70 del siglo pasado, que después se dividió en varias escuelas con Menger, Mayer, Mises, Walras, Pareto, Marshall— este vocablo tiene tres acepciones en el campo de las ciencias sociales: la exclusión de los países del tercer mundo del proceso económico y del progreso de los Estados centrales, el atraso de las zonas geográficas deprimidas dentro de un mismo país con relación a las zonas avanzadas y la exclusión de las grandes masas pobres del proceso de la producción, consumo, servicios públicos, trabajo, cultura, educación, propiedad, vivienda, ingreso y participación política.
En los dos últimos sentidos, que son los usuales y que están íntimamente vinculados entre sí, la marginación señala una situación de desintegración social en un país, muchos de cuyos grupos permanecen fuera de las relaciones económicas y de las formas habituales de vida de los sectores integrados, que están situados en las partes altas y medias del escalafón social.
La marginalidad —para usar una palabra aún no aceptada por nuestra lengua— es un fenómeno peculiar de las sociedades dualistas que se caracterizan por la existencia de un centro económico desarrollado, compuesto de actividades productivas modernas e internacionalizadas, y una amplia periferia rezagada de quehaceres económicos primitivos y desintegrados del sistema central.
Este fenómeno, que se da entre las regiones, se reproduce también entre las personas dentro de las regiones, en que coexisten sectores minoritarios de la población económicamente aventajados —dotados de gran capacidad endógena de crecimiento y políticamente dominantes— con amplios estratos atrasados, excluidos de todo, productivamente deprimidos y sometidos a la dependencia de los primeros.
Una de las expresiones más dramáticas de exclusión social es la de aquellos que el sociólogo francés Alain Touraine, en su libro “¿Cómo salir del Liberalismo?” (1999), llama “los sin”: los “sin techo”, los “sin tierra”, los “sin hogar”, los “sin papeles”, los “sin trabajo”, quienes desde su profunda sumersión social cuestionan duramente la organización política.
En Brasil los sem terra, organizados desde 1979, se han convertido en el movimiento de reivindicación social más grande e importante de América Latina. Constituyen una organización autónoma, sin vinculación a partido político alguno, aunque han recibido el apoyo de algunos miembros de la clerecía y de marxistas disidentes de los dos partidos comunistas que existen oficialmente. Mantienen vinculaciones con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) de México y con los movimientos indios de Ecuador y de otros países. Se han constituido en un grupo de tensión en favor de la reforma agraria, del cambio de los sistemas de tenencia de la tierra y de la organización de la producción agropecuaria para el mercado interno. Han invadido zonas agrícolas para tratar de resolver el problema de los campesinos pobres e impulsan una de las acciones reivindicatorias más vigorosas de Latinoamerica en respuesta a la concentración de la tierra y de los ingresos que ha imperado tradicionalmente en el Brasil, en donde el 1% de la población posee cerca del 40% de la tierra agrícola y hay más de 30 millones de pobres en el campo. Reclaman sus derechos y el cumplimiento de viejas promesas y ofertas electorales. Su táctica es invadir, ocupar y resistir. Montan campamentos en las propiedades invadidas, organizan su vida colectiva y establecen su propio sistema educativo. Los latifundistas han montado milicias y guardias de choque armadas para defender su extensas propiedades.
Pero el fenómeno de la marginación obedece no sólo a motivos económicos sino también a una serie de razones de exclusión que tienen que ver con la cultura, la religión, la etnia, la lengua y otros factores. En algunos países basta ver los rasgos étnicos de una persona para saber a qué capa social pertenece. Las capas pobres están compuestas por los llamados “desechables” en Colombia, que son individuos que por su bajísima preparación y carencia de destrezas tienen pocas posibilidades de trabajo y no son tomados en cuenta dentro de la vida social.
El porcentaje de marginación en el mundo subdesarrollado es altísimo: la mitad de la población nunca ha hecho una llamada telefónica, el 95% de los computadores personales están en el norte industrializado.
El proceso de marginación social ha sido concomitante con el de concentración de la riqueza y el ingreso. Durante mucho tiempo se lo combatió como uno de los peores males sociales. Ese combate se inició, en nombre de la igualdad, a partir de las proclamas que se enunciaron en la Revolución Francesa. Pero esa lucha parece que hoy ha sido abandonada. Pocos hablan ya de igualdad y de justicia social. Al contrario: vivimos un mundo en que se fomenta la desigualdad en forma desenfadada y cínica. Como consecuencia de lo cual los índices de marginación han aumentado terriblemente. Por supuesto que hay también la concurrencia de varios otros factores, como la explosión demográfica, la inmovilidad social, la “informatización” de la producción en la moderna sociedad digital, la “globalización” de la economía y la invasión de mercados. Pero el abandono de los valores de convivencia social por los que la humanidad luchó durante los últimos doscientos años es flagrante y vergonzoso. Se lo ve todos los días en el capitalismo “salvaje” que se ha implantado. Y como consecuencia de ello las diferencias sociales se han marcado más, los desniveles económicos se han agudizado y ha crecido la marginación.