Desde que en el curso de la historia de las sociedades políticas la tierra sustituyó a la sangre como factor de cohesión social, no se concibe un Estado que no posea una base física sobre la cual se asiente y desenvuelva su actividad.
Esa base física, mirada desde el punto de vista jurídico y referida al Estado, recibe el nombre de territorio.
Por tanto, este es un concepto complejo formado por un elemento objetivo: el suelo, y un elemento subjetivo: la relación jurídica entre el suelo y el Estado. Para decirlo en otras palabras, el territorio es el espacio al que se circunscribe la validez del orden jurídico estatal y, por tanto, marca el límite espacial de la acción de los gobernantes.
El >territorio es un elemento indispensable para que exista un Estado. No hay Estado sin territorio.
Desde el punto de vista objetivo, el territorio es un cuerpo tridimensional de forma conoide, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en la atmósfera. No es una figura plana de dos dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera dimensión: la profundidad.
De esta manera, el ámbito soberano de un Estado comprende: el territorio superficial o suelo, el territorio subterráneo o subsuelo, el territorio aéreo y el mar territorial.
El espacio aéreo está compuesto por las capas atmosféricas que gravitan sobre el suelo, hasta el límite con el espacio interplanetario. El suelo es la costra terrestre que se extiende dentro de las fronteras estatales. El subsuelo comprende los estratos subyacentes, hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo está integrado por la masa de agua, el lecho marino y el subsuelo, adyacentes a la costa, que se extienden hasta el mar patrimonial.
El mar territorial o territorio marítimo está sometido al dominio soberano del Estado ribereño. Así lo señalan desde remotos tiempos las leyes y las costumbres de los Estados. Se extiende desde las llamadas líneas de base en las partes más salientes de la costa hasta una distancia, mar afuera, que ha sido fijada de diversa manera por los Estados y por las convenciones internacionales.
Se consideran parte inseparable del mar territorial los fondos marinos, el lecho del mar y el subsuelo que yace bajo sus aguas.
El límite del dominio territorial de los entes políticos sobre sus mares adyacentes se ha discutido desde tiempos antiguos. Para señalarlo se aplicó primero el jus gentium del Derecho Romano, cuyos principios siguieron las pautas tradicionales del derecho civil, dado que para los juristas de Roma había un paralelismo entre las sociedades políticas y los individuos en cuanto al ejercicio de sus derechos de propiedad sobre las cosas.
Más tarde, los primeros tratadistas de cuestiones internacionales consideraron que el dominio territorial de los Estados sobre el mar debía llegar hasta la línea de la baja marea de sus costas. El jurista inglés John Selden escribió en 1635 que los mares contiguos a la línea de costa de un Estado tenían una condición jurídica diferente de la del altamar y que, por tanto, a Inglaterra le correspondía el dominio único sobre esos ámbitos marinos. En 1702 el jurista holandés Cornelius Van Bynkershoek propuso que la distancia de las aguas territoriales fuese el alcance de una bala de cañón disparada desde la ribera, de acuerdo con su célebre fórmula: “imperium terrae finiri ubi fintur armorum potestas”. Este criterio se generalizó. Cincuenta años más tarde la fórmula sirvió de base para crear la llamada regla de las tres millas en la fijación de la anchura del mar territorial, que era la distancia que en ese tiempo podía alcanzar una bala de cañón disparada desde la orilla. Hacia mediados del siglo XVIII se habló de la legua marina, que equivale a las tres millas, como el límite del mar territorial, y durante el siglo XIX la tesis del disparo de cañón —quousque tormenta exploduntur— fue aceptada por muchos Estados, entre ellos Gran Bretaña y los Estados Unidos de América, cuya influencia fue decisoria para impulsarla. Thomas Jefferson, a la sazón Secretario de Estado norteamericano, en una nota sobre el tema dirigida el 8 de noviembre de 1793 a los ministros de relaciones exteriores de Gran Bretaña y Francia, les informó que su gobierno considera que el mar territorial tiene “la distancia de una legua marítima, es decir, tres millas geográficas, a partir de la costa” y que “esta distancia no podría admitir oposición, ya que está reconocida por tratados entre algunos de los Estados con los cuales mantenemos relaciones de comercio y de navegación”.
Esta tesis se inscribió dentro del criterio prevaleciente en esa época de que el dominio de la tierra sobre el mar debía ir hasta donde termina el poder de las armas de fuego manejadas por el hombre. La regla de las tres millas recibió aplicación en varios tratados bilaterales suscritos en el siglo XIX por las grandes potencias marítimas. Sin embargo, otros Estados reclamaron zonas más grandes de mar territorial. Rusia pidió doce millas, Suecia y Noruega cuatro, Italia, España y Portugal seis, México nueve, los países escandinavos cuatro, los sudamericanos acordaron cinco millas en el Tratado de Derecho Penal Internacional de Montevideo en 1889. Estas discrepancias impidieron, ya entrado el siglo XX, que se llegara a un acuerdo internacional sobre la extensión de las aguas territoriales. En la conferencia celebrada en 1930 en La Haya no pudo alcanzarse un consenso sobre la dimensión del mar territorial, no obstante lo cual la práctica de los Estados prosiguió con la tesis de las tres millas.
La adhesión de los Estados Unidos dio a ella mucha fuerza. A este país siempre le convino el más estrecho mar territorial en beneficio del <altamar, por eso desde mucho antes había proclamado la libertad de los mares —que en la práctica sólo los países poderosos pueden aprovechar— como principio del Derecho Internacional. En general, a todas las grandes potencias marítimas les convino siempre estrechar al máximo el mar territorial de los Estados, puesto que ellas no tienen necesidad de recibir de las normas internacionales una protección para sus aguas territoriales ni facultad para aprovechar económica y tácticamente la amplitud de los mares: su propio poder les basta para tomarlos. Esto explica la actitud asumida por ellas, a lo largo del tiempo, en las conferencias internacionales.
El tema de la libertad de los mares se planteó con mucha fuerza durante la Primera Guerra Mundial. El presidente norteamericano Woodrow Wilson afirmó en 1917, en un documento dirigido al Senado, que “la libertad de los mares es el sine qua non de la paz, igualdad y cooperación”. Fue tan rígida la posición norteamericana en este asunto, que cuando México expidió en 1935 una resolución que ampliaba su zona marítima a nueve millas, el Departamento de Estado comunicó al gobierno mexicano que su país se reservaba todos los derechos sobre la franja excedente reivindicada por México.
El mar territorial ha sido materia de incontables conferencias y declaraciones internacionales. Se hicieron muchos esfuerzos para lograr consensos sobre el tema pero ellos resultaron vanos. La conferencia de La Haya en 1930, promovida por la Liga de las Naciones, y las de Ginebra en 1958 y 1960, auspiciadas por las Naciones Unidas, fracasaron en tal intento. La primera de ellas terminó en un desacuerdo total en cuanto a la dimensión del mar territorial: los países grandes consideraron a las tres millas como la anchura máxima y los países pequeños como la anchura mínima.
La lucha siempre fue entre los países desarrollados, que pugnaban por imponer mares territoriales reducidos, a fin de ampliar por este medio sus posibilidades de dominio y de explotación de los recursos marinos, y los países pobres que, en su afán de precautelar la riqueza de sus aguas adyacentes, pretendían extender sus zonas de mar territorial.
Ante la falta de acuerdos, la extensión territorial del mar se la estableció por actos unilaterales de los países ribereños.
En 1952 ocurrió un hecho muy importante para los intereses de los países pequeños. El 18 de agosto Ecuador, Chile y Perú suscribieron en Santiago la Declaración de Zona Marítima, en la que proclamaron “como norma de su política internacional marítima, la soberanía y jurisdicción exclusivas que a cada uno de ellos corresponde sobre el mar que baña las costas de sus respectivos países hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas”, y afirmaron además que “la jurisdicción y soberanía exclusivas sobre la zona marítima indicada, incluye también la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el suelo y subsuelo que a ella corresponden”.
Había nacido una nueva tesis sobre la dimensión del territorio marítimo, llamada a producir en el mundo una larga controversia. Los países grandes se apresuraron a impugnarla mientras que los pequeños la vieron con simpatía. En todo caso, ella ejerció mucha influencia en las deliberaciones de las tres conferencias mundiales que se reunieron en 1958, 1960 y 1973 para intentar crear un régimen jurídico de validez internacional sobre las dimensiones del mar y el aprovechamiento de sus recursos.
En realidad, se han hecho cuatro intentos importantes de orden mundial para establecer un <Derecho del mar que tuviese amplio espectro y fuese obligatorio para todos los Estados. Ninguno de ellos tuvo éxito. El primero fue la conferencia internacional de La Haya en 1930, el segundo y el tercero las conferencias de Ginebra en 1958 y 1960, y el cuarto la conferencia que se inició en 1973 y concluyó en 1982. La primera de ellas estuvo patrocinada por la Liga de las Naciones y las tres últimas por las Naciones Unidas.
La idea fue establecer normas claras y de validez mundial sobre los complejos problemas del mar: el territorio marítimo, el altamar, la plataforma continental, los fondos marinos, el lecho del mar, el subsuelo, la situación de los Estados sin litoral, los Estados-archipiélagos, las islas, los mares cerrados, los archipiélagos pertenecientes a Estados continentales, la navegación por los estrechos, los recursos del mar, experimentos nucleares en altamar, la deposición de desechos industriales, la solución de controversias y tantos otros problemas del complejo mundo marino.
Sin embargo, la contraposición de intereses entre los Estados no ha permitido hasta la fecha llegar a un acuerdo de carácter general y vinculante.
Las primeras conferencias terminaron sin acuerdo y la última, no obstante haber sido aprobada en abril de 1982 por una amplia mayoría de votos (130 contra 4 y 17 abstenciones), no pudo entrar en vigencia sino doce años después de su firma, por falta del número necesario de ratificaciones.
En ella se establecieron tres segmentos marítimos principales:
1) el mar territorial cuya anchura debe ser señalada por cada Estado ribereño hasta la distancia de 12 millas marinas de la costa y sobre el cual ejerce soberanía aunque está obligado a permitir el paso inocente de naves extranjeras;
2) la zona económica exclusiva, adyacente y complementaria del mar territorial, cuyo límite, mar adentro, no podrá pasar de 200 millas marinas medidas desde la costa. Su extensión, por tanto, depende de la anchura que cada Estado ribereño haya dado a su mar territorlal. Los que lo hubieren fijado en 12 millas tendrán derecho hasta a 188 millas complementarias, situadas entre el mar territorial y el altamar. Sobre esta zona se reconocen al Estado costero derechos exclusivos de explotación de los recursos naturales y <jurisdicción —en el sentido amplio de la palabra— sobre investigaciones científicas y preservación ambiental, pero no soberanía; y
3) el altamar —con sus respectivos espacio aéreo, fondos marinos, lecho y subsuelo— que se reputa patrimonio común de la humanidad y sobre el cual ningún Estado ni grupo de Estados puede reivindicar derechos soberanos ni patrimoniales.
El mar territorial comprende, según este instrumento internacional, el agua, el lecho marino, las capas subterráneas y el espacio aéreo encerrados dentro del límite de hasta doce millas medidas desde las líneas de base, es decir, desde la bajamar de los puntos más salientes de la costa de cada país. En cuanto a la zona económica exclusiva de hasta 188 millas marinas: todos los Estados tienen la libre navegación sobre sus aguas y el derecho a tender tubos y líneas submarinas, pero solamente el Estado costero puede disfrutar de las riquezas que guardan sus entrañas.
Sin embargo, esta convención demoró 12 años en reunir el número necesario de ratificaciones, debido a la disconformidad de varios países pequeños con la dimensión fijada al mar territorial y la de los Estados industriales con las normas relativas a la explotación de los recursos minerales oceánicos. Como la ratificación es un requisito esencial para el perfeccionamiento de los tratados y convenciones internacionales, y ella sólo pudo completarse en este caso el 17 de noviembre de 1993 con la adhesión de Guayana, la Convención sobre el Derecho del Mar recién ha podido entrar en vigencia el 17 de noviembre de 1994, o sea un año después de reunir el número básico de ratificaciones, según su Art. 308.
Ante este vacío, la fijación de la anchura del mar territorial se ha hecho, en diferente manera, por actos unilaterales de los Estados ribereños.