Expresión con que los juristas latinoamericanos solían designar a lo que más tarde fue la zona económica exclusiva creada por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar en 1982.
Esta Convención dividió las aguas marinas en tres grandes segmentos: un mar territorial de hasta 12 millas marinas, una zona económica exclusiva de hasta 188 millas y el altamar.
Hasta donde he podido investigar, fue el canciller de Chile Gabriel Valdés, en la década de los años 70, quien primero usó públicamente esta expresión. Al referirse al tema, en un discurso pronunciado en aquellos días, señaló que la zona sujeta a jurisdicción de los Estados ribereños debería comprender “un mar patrimonial de hasta doscientas millas donde existiera libertad de navegación y sobrevuelo”.
Después empezó a difundirse esta expresión en los medios políticos y diplomáticos latinoamericanos vinculados con el Derecho marítimo. En 1971 el internacionalista chileno Edmundo Vargas Carreño la presentó ante el Comité Jurídico Interamericano y ella ingresó más tarde a las deliberaciones preparatorias de la III Conferencia sobre el Derecho del Mar.
La expresión, sin embargo, me parece equívoca, al juzgar por las elaboraciones conceptuales que sobre ella se han hecho. Todas hablan, con respecto al mar patrimonial, de “soberanía sobre los recursos naturales”.
Pero eso de hablar de soberanía sobre los recursos mas no sobre el ámbito físico que los contiene no resiste el menor análisis, como tampoco lo resiste la afirmación, ligada a la anterior, de que sobre el mar patrimonial puede darse una “soberanía semiplena”.
El Estado es una entidad esencialmente territorial. Todas sus manifestaciones, incluida la soberanía, están referidas al territorio. Por tanto, no cabe prescindir del territorio y dirigir la soberanía solamente a los recursos naturales que en él existen. Este es un contrasentido.
Y en cuanto a la soberanía, ella es plena o no es soberanía. La soberanía no puede estar limitada al aprovechamiento de los recursos naturales. Su concepto es mucho más amplio e incluye el poder y el dominio estatal plenos sobre un territorio inviolable. Si no hay esos factores, no hay soberanía. La facultad de explotar los recursos naturales del mar patrimonial adyacente, que es sólo una parte de la soberanía, no significa el ejercicio de ésta si existen limitaciones y restricciones en favor de otros Estados, como la de otorgarles el derecho a navegar libremente por aguas patrimoniales ajenas, o realizar investigaciones científicas en ellas, o sobrevolar la zona, o tender tuberías o cables submarinos, sin permiso del Estado ribereño.
La >soberanía implica el completo y excluyente control sobre el >territorio estatal, como un todo indivisible.
Por tanto, el mar patrimonial es una figura completamente distinta de la del mar territorial. Sobre el primero el Estado no tiene realmente poderes soberanos sino atribuciones meramente económicas, reconocidas por el Derecho Internacional, mientras que sobre el segundo —parte componente de su territorio— ejerce la plenitud del poder, de la conducción, de la libre determinación, de la <jurisdicción, del dominio, de la explotación y del control en que la soberanía consiste. Estas facultades estatales no pueden tener otras limitaciones que las autoimpuestas.
Con el afán de dar término a la incertidumbre jurídica imperante en los asuntos marítimos internacionales, la Asamblea General de las Naciones Unidas convocó una nueva conferencia del mar que trabajó por nueve años consecutivos en la elaboración de la Convención sobre el Derecho del Mar, que fue finalmente aprobada el 30 de abril de 1982 y suscrita el 10 de diciembre del mismo año.
Esta convención codificó en 320 artículos las normas llamadas a regir internacionalmente la soberanía, jurisdicción, uso y aprovechamiento de los mares y de sus recursos.
En el curso de las deliberaciones y en razón de sus diferentes puntos de vista sobre el mar territorial, los delegados de los Estados participantes se dividieron entre los llamados territorialistas, que pugnaban por extender el mar territorial hasta doscientas millas marinas, como parte integrante del territorio del Estado ribereño; y los patrimonialistas, que eran partidarios de la tesis de la zona económica exclusiva de hasta 188 millas, situada entre el mar territorial y el altamar, que no era considerada territorio del Estado costero sino sólo área de explotación económica.
Al final se impusieron los segundos al aprobar el 30 de abril de 1982, por 130 votos favorables, 4 en contra y 17 abstenciones, la referida Convención en la que se consagra la zona económica exclusiva, cuya dimensión está sujeta a la voluntad del respectivo Estado ribereño. Este, dentro del límite máximo de 200 millas marinas medidas desde la costa, puede fijar el tamaño de su mar patrimonial. Sin embargo, esto depende de la extensión que el mismo Estado haya señalado para su mar territorial. Los que la han fijado en 12 millas marinas tienen derecho a las 188 complementarias. Esta zona es adyacente al mar territorial y en ella el Estado ribereño tiene el derecho a reglamentar la pesca y la caza marinas, sea reservándolas exclusivamente para sus nacionales o autorizando a los extranjeros para que las emprendan, y de regular la exploración y explotación de sus recursos minerales.
Bajo las aguas del mar patrimonial —o zona económica exclusiva— yace la plataforma continental de los Estados que la tienen hasta esa distancia, que es la prolongación sumergida de su suelo, dentro de la isóbata de 2.500 metros, que comprende el lecho del mar y el subsuelo, hasta el borde exterior de ella, si está más allá de las 200 millas marinas medidas desde la costa, o hasta el límite de las 200 millas, en caso de que el borde de la plataforma no llegue a esa distancia.
Aunque el Art. 77 de la Convención señala impropiamente que “el Estado ribereño ejerce derechos de soberanía sobre la plataforma continental a los efectos de su exploración y de la explotación de sus recursos naturales”, la verdad es que no hay tal soberanía sino sólo el ejercicio de derechos económicos.
De acuerdo con esta Convención, en la zona económica exclusiva rigen para los Estados no ribereños las mismas libertades que en el altamar, salva la de la explotación de los recursos naturales. Sin duda el propósito, al establecerla, fue conciliar las aspiraciones de la comunidad internacional, en materia de navegación, comunicaciones y desarrollo científico, con los derechos económicos de los Estados costeros.
En las discusiones de la conferencia los juristas latinoamericanos propusieron la denominación de mar patrimonial para esta área pero prevaleció la de zona económica exclusiva sugerida por los juristas africanos.
De acuerdo con este instrumento internacional —que se demoró 12 años en reunir el número necesario de ratificaciones para poder entrar en vigencia— los Estados ribereños tienen soberanía sobre el mar territorial, que es parte del territorio estatal, y derechos exclusivos de explotación de la riqueza marina y jurisdicción sobre investigaciones científicas y preservación ambiental, pero no soberanía, sobre la zona económica exclusiva, que es adyacente a sus aguas territoriales pero que no forma parte de su territorio. Los demás Estados sólo tienen respecto de ella el derecho de libre navegación marítima y aérea, así como el de tender tuberías y cables submarinos. La investigación científica en esta zona está sujeta al consentimiento del Estado costero, aunque éste sólo podría negarla en caso de que tal actividad constituyera una amenaza para la paz internacional o para su interés nacional.
Según este instrumento jurídico, el >mar territorial comprende el agua, los fondos y el lecho marinos, las capas subterráneas y el espacio aéreo encerrados dentro del límite de las doce millas. En cuanto a la zona económica exclusiva: todos los Estados tienen la libre navegación en sus aguas y el derecho a tender tubos y líneas submarinas, pero solamente el Estado costero puede disfrutar de las riquezas que guardan sus entrañas. Se ratifica que el altamar, con todos sus elementos, constituye patrimonio común de la humanidad, de modo que no puede estar sujeta a la apropiación de ningún Estado ni grupo de Estados.