Se suele usar esta expresión para denotar una política de simulación, engaño y felonía, alejada por completo de cánones éticos, en la que el fin justifica los medios.
El origen del vocablo se remonta al Renacimiento florentino. Nicolás Maquiavelo (1469-1527), a cuyo apellido se debe la palabra, fue un típico hombre renacentista: iconoclasta, racionalista, irrespetuoso, desgarrador de prejuicios religiosos y morales, con una encendida pasión por buscar y descubrir y profundamente orgulloso de su emancipación intelectual.
Desdeñoso del reino de los cielos, Maquiavelo se empeñó en tomar posesión del reino de la tierra con todos sus embelesos estéticos e intelectuales. Escribió —fiel representante de las virtudes y defectos renacentistas— un libro sobre política sin sospechar siquiera que con el pasar del tiempo habría de ganar tanta celebridad y que su propio apellido, procedente de la burguesía toscana, habría de dar un sustantivo: maquiavelismo, y un adjetivo: maquiavélico, a la literatura política de la posteridad.
Dedicó su libro “El Príncipe” (escrito en 1513 y publicado en 1532) al “magnífico” Lorenzo de Médicis, nieto del papa León X. En él vertió toda su experiencia de cortesano de la vida política florentina, llena de intrigas y rivalidades implacables en la lucha por el >poder. Según él mismo lo dice en la carta a su amigo Francesco Vettori, se propuso indagar “cuál es la esencia de los principados, de cuántas clases los hay, cómo se adquieren, cómo se mantienen y por qué se pierden”. Dicen las malas lenguas que su libro se pudo inspirar en dos personajes: César Borgia o Fernando el católico, gobernantes que tuvieron en común la pasión por el poder, la codicia de mandar y la carencia de escrúpulos para alcanzar sus objetivos.
Maquiavelo fue el primero en tratar la política desde un punto de vista científico, esto es, libre de las ataduras religiosas que la aprisionaron durante la Edad Media, y sus principales libros —”El Príncipe” y “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”— fueron, a pesar de las limitaciones propias de su tiempo, los precursores de la ciencia política moderna.
Los capítulos en los que los críticos han encontrado la esencia del maquiavelismo son aquellos en que él habló del arte del gobierno. Son las páginas en que sostuvo que el primer deber del gobernante es mantenerse en el poder y, para ello, aconsejó a los príncipes que “es más seguro ser temidos que amados”, que “es preferible ser impetuoso y no cauto porque la fortuna es mujer y se hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpearla y zaherirla”, que los gobernantes han de conducirse con la astucia de la zorra y la fuerza del león, que “el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina”, que “nunca faltarán razones legítimas a un príncipe para cohonestar la inobservancia de sus promesas” y que los príncipes sabios se deben preocupar tanto “de contentar al pueblo como de no descontentar a los nobles hasta el punto de reducirlos a la desesperación”.
Esta es la esencia del llamado maquiavelismo.
Hay también por allí una máxima de gobierno que ha resultado muy controversial. Pidió Maquiavelo “que el príncipe piense en conservar su vida y su Estado; si lo consigue, todos los medios que haya empleado serán juzgados honorables y alabados por todo el mundo”. Así formuló el célebre principio de que el fin justifica los medios, que desde entonces se consideró parte de la política maquiavélica.
Los conceptos de Maquiavelo están, sin duda, inspirados en la sombría percepción que tenía de la naturaleza humana. “Los hombres se cuidan menos de ofender a quien se hace amar que a quien se hace temer, porque el amor es un lazo débil para los hombres miserables y cede al menor motivo de interés personal, mientras que el temor nace de la amenaza del castigo, que no los abandona nunca”, decía en “El Príncipe”.
El pequeño libro de Maquiavelo, poco leído al comienzo, levantó después el furor de la Iglesia y de otros sectores. El arzobispo de Canterbury, Reginald Pole (1500-1558), lo condenó como “escrito por la mano del diablo”. En 1557 su autor fue denunciado por el papa Paulo IV por “impuro y malvado”. Más tarde el Concilio de Trento, reunido a mediados del siglo XVI, condenó el libro y éste fue a parar al Índice. Los jesuitas de Baviera quemaron en efigie a su autor porque “fue un hombre trapacero y astuto, un inventor de diabólicos sistemas y el mejor auxiliar del peor demonio”.
Maquiavelo fue infamado en Francia como consejero póstumo de Catalina de Médicis (1519-1589) y como jefe de una corte de italianos “maquiavélicos”. Víctor Hugo acusó a Napoleón III, a quien solía llamar “Napoleón el pequeño”, de que “no leía más que un libro: El Príncipe”.
Nacieron así los términos maquiavelismo y maquiavélico, llamados a formar parte de la literatura política de los últimos cinco siglos.
En la célebre Enciclopedia francesa —“Encyclopédie, ou Dictionnaire Raissoné des Sciences, des Arts et des Métiers”, dirigida por Diderot y D’Alambert—, se define la palabra maquiavelismo como “una especie de política detestable que se puede explicar en dos palabras: el arte de tiranizar, cuyos principios ha difundido Maquiavelo en sus obras”.
El libro de Maquiavelo, más frecuentemente citado que leído, ha sido muy controversial. Se lo ha rodeado de una atmósfera de maldad y de perfidia. Hay una abundante literatura en torno a sus tesis. No pocos han tratado de impugnarlas y denigrar a su autor mientras que otros han hecho la apología de ellos.
Maquiavelo ha tenido, a lo largo del tiempo, encendidos enemigos y también apasionados amigos. El filósofo inglés Francis Bacon, en su defensa, escribió en 1623 que “Maquiavelo expone lo que los hombres hacen y no lo que deberían hacer”. Requerido por la princesa Isabel, el filósofo francés Renato Descartes (1596-1650) desaprobó duramente las afirmaciones del florentino. El enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784) llamó a Maquiavelo “un infame apologista de la tiranía” y, refiriéndose a su libro, expresó que los capítulos XV y XXV bien podrían titularse: “De las circunstancias en que conviene al príncipe ser un canalla”. El cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII, encargó al abate Luis Machon que escribiera una apología de Maquiavelo. Gimma, en cambio, lo llamó “impío y malvado” por haber enseñado a los tiranos las fórmulas de sojuzgar. Rousseau ensayó una explicación optimista sobre su obra: dijo que Maquiavelo, “fingiendo dar enseñanzas a los reyes, se las dio, y muy grandes, a los pueblos”. Mancini dijo que Maquiavelo fue el autor “de la más sabia y perentoria condena de la monarquía absoluta”. El historiador y político británico Thomas Macaulay (1800-1859) se impuso la tarea de reivindicar a Maquiavelo, de quien dice “que hay pocos escritos en los cuales se manifieste más elevación de miras que en los de Maquiavelo, amor más acendrado y puro por el bien público y aspiraciones más nobles y más justas en cuanto a los derechos y deberes de los ciudadanos”. Más tarde Benito Mussolini, tratando de ensalzar a su autor, lo desprestigió en su “Preludio a Maquiavelo” escrito en 1924 para la Universidad de Bolonia, al acoger las tesis del escritor florentino. A los peores tiranos de la historia moderna, en diversas épocas, se les acusó siempre de tener el libro de Maquiavelo en la cabecera de su cama.
Toda una leyenda negra se elaboró en torno a Maquiavelo y a su obra. Las críticas de sus adversarios y los elogios de sus simpatizantes fueron tan tormentosos como la vida del célebre secretario florentino. Profundamente herida por su irreverencia religiosa, la Iglesia Católica contribuyó a proyectar una imagen tremendamente negativa de Maquiavelo, cuyos libros fueron a parar al Índice de los libros de prohibida lectura. Especial odiosidad le tuvieron los jesuitas, que incendiaron su imagen en la plaza de Ingolstadt en Alemania como “coadjutor del demonio”. También los protestantes le fueron hostiles. En 1576 el hugonote francés Innocent Gentillet publicó su obra “Antimaquiavelo”.
Pero no hay duda de que él fue el precursor de la moderna ciencia política. Fue el primero en tratar las cosas del Estado desde un punto de vista eminentemente humano. Emancipó a la política de los prejuicios religiosos. Introdujo en el estudio de ella el libre examen, el espíritu crítico y el método de observación histórico. No estuvo interesado en lo que decían las sagradas escrituras, ni en la teoría del derecho natural, ni en las ideas de los padres de la Iglesia, ni en las argumentaciones tomistas. Desgarró los dogmas y habló con una impresionante franqueza, no exenta de cinismo.
No dijo algo nuevo, ciertamente, porque todas sus lucubraciones teóricas, fruto de su observación de la política florentina del Renacimiento, hace tiempo que fueron normas de conducta de reyes y gobernantes de la Edad Media y de la Antigüedad. Sin embargo, sus ideas sobre estos viejos temas escandalizaron porque nunca antes fueron expuestas tan audaz y descarnadamente. Y, con el correr de los tiempos, se llamó maquiavelismo en el habla común a la práctica política sinuosa y simuladora que, con tal de alcanzar sus objetivos, acude a cualquier clase de métodos, independientemente de la moralidad de ellos.