Expresión acuñada por el economista escocés Adam Smith (1725-1790), en su célebre libro “An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations” (1776), para significar que los individuos, en la vida económica de la comunidad, están “guiados” por una suerte de poder imperceptible que les impele a buscar su propio bien particular y que, al hacerlo, les lleva a actuar de la manera más conveniente para todos, dada la plena identificación que existe entre el interés individual y el bienestar social.
La llamada “mano invisible” (invisible hand) de Adam Smith se refiere, por tanto, a la “inteligencia” que se atribuye al mercado para resolver, por la vía de la confrontación de intereses individuales y de la formación de los precios, los intrincados problemas de la producción y distribución de bienes. Según el criterio de Smith y de sus seguidores de la escuela clásica y neoclásica, ella es la que determina el qué, el cómo y el para quién de la producción económica de un país. Es la que pone “orden” en el intercambio y “guía” la marcha del proceso económico global.
En concordancia con esta hipótesis, sostiene Milton Friedman, profesor de la Universidad de Chicago y alto exponente de la escuela neoclásica, que el mercado es eficiente para coordinar las actividades de un inmenso número de personas a fin de asegurar que se fabriquen los productos adecuados, en las cantidades precisas, para estar disponibles en los lugares necesarios.
Pero eso puede ser verdad —verdad parcial, en todo caso— en los países de amplios mercados, en los que puede darse realmente una libre <competencia. No lo es en los de mercado insuficiente y competencia imperfecta. En éstos todo tiende a la concentración, al monopolio y al oligopolio, y por tanto el Estado debe estar presente allí para corregir las distorsiones mercantiles.
El automatismo del mercado, ni aun en los lugares en que puede funcionar, resuelve necesariamente el problema social. Es incuestionable, lo mismo en los países grandes que en los pequeños, que las fuerzas del mercado son absolutamente insensibles respecto de la justicia social, la protección del medio ambiente, la defensa de los recursos naturales, el fomento de la cultura y otra serie de valores que se relacionan con el <desarrollo humano de los pueblos. Estas preocupaciones no entran en la agenda de las <fuerzas del mercado. La promoción de tales valores requiere una acción deliberada y eventualmente coercitiva de la autoridad pública.
Si lo que se espera de la “mano invisible” es que conduzca la economía de modo que los bienes y los servicios lleguen a quienes pagan más por ellos, el sistema puede funcionar; pero no funciona, en cambio, si se le pide que entregue las cosas a quienes las necesitan. La “inteligencia” del mercado no llega a tanto ni las fuerzas mercantiles tienen la sensibilidad necesaria para ello. Puede la “mano invisible” llevar la leche para engordar al perro de un millonario pero no para combatir el raquitismo de un niño desvalido.
Hay que recordar el conocido diálogo en el hogar de un minero inglés:
— Madre, enciende la chimenea que tengo frío
— No puedo, hijo, porque no tengo carbón
— ¿Por qué no lo tienes?
— Porque no tengo dinero para comprarlo
— ¿Y por qué no tienes dinero?
— Porque tu padre está sin trabajo
— Y ¿por qué está sin trabajo?
— Porque hay mucho carbón…
Estas son las paradojas de las fuerzas del mercado.
Hace no mucho tiempo, durante las dictaduras militares de las pasadas décadas en el cono sur de nuestra América, “la mano invisible” se entendió bien con la “manu militari” de aquellos regímenes para engendrar la fórmula de autocratismo político combinado con liberalismo económico. Hoy, en la etapa de restauración democrática —o, por lo menos, restauración jurídica—, mucho me temo que en lugar de la “mano invisible” de Adam Smith funciona en nuestros países la “mano visible” de los ventajistas, especuladores, agiotistas, acaparadores y toda esa gente de mal vivir económico que manda y desmanda en las economías desguarnecidas.