Esta palabra tiene varias significaciones en el ámbito del Derecho. En la rama civil y en la mercantil el mandato es un contrato por el cual una persona confía a otra la gestión de uno o más negocios o cometidos jurídicos. Llámase mandante a la que confiere el encargo y mandatario a quien acepta desempeñarlo. En todo caso, el mandato entraña el otorgamiento de un poder al mandatario para que actúe en nombre y en representación del mandante, de modo que los actos de aquél sean imputables a éste, como si los hubiera realizado personal y directamente.
Pero para efectos políticos las significaciones que importan son las que forman parte del Derecho Público y del Derecho Internacional.
En su acepción política, mandato es el encargo o cometido que, a través del sufragio, dan los electores al gobernante de naturaleza representativa y a los legisladores para que hagan algo o cumplan determinada instrucción desde el poder. Mandante es quien otorga el encargo. En este caso: la comunidad política. Y mandatario —como también se denomina al gobernante— es el que debe cumplirlo.
De manera que en el Derecho Público el mandato es, dentro del régimen democrático de organización estatal, el poder que otorgan los ciudadanos, a nombre propio y en representación de la masa social, para que sus mandatarios gobiernen el Estado durante un período determinado y bajo condiciones específicas. Esta ficción jurídico-política supone: primero, que el mandatario —que es el gobernante— actúa en nombre y representación de la colectividad; segundo, que sus actos en el ejercicio del poder son imputables a los mandantes; tercero, que el mandatario debe rendir cuenta de sus actos a los mandantes; y, cuarto, que el mandato le puede ser eventualmente revocado.
La dualidad mandantes-mandatarios es el eje de la operación política de gobierno.
Esta es la teoría de la >representación política, formada por analogía con la vieja institución de la representación en el Derecho Civil, que consiste en que, para efectos de asumir derechos y contraer obligaciones, una persona puede ocupar el lugar de otra que está ausente, de modo que los actos jurídicos realizados por la primera producen sus efectos directa e inmediatamente para con la segunda, como si ésta los hubiera celebrado.
Se afirma que un gobierno es representativo cuando quienes lo ejercen, elegidos por el pueblo para gestionar sus negocios, obran en nombre del pueblo y sus actos valen como celebrados directa e inmediatamente por el pueblo.
Fue en Inglaterra donde se originó la teoría de la representación política. La idea de que todo ciudadano inglés estaba presente en el parlamento por medio de sus representantes fue ya claramente expresada por la literatura política inglesa a partir del siglo XVI. La teoría de la representación pasó luego a formar parte del Derecho positivo de los Estados Unidos de América a la hora de declarar su independencia y de la Francia revolucionaria. En estos países se amplió el contenido de la representación, que en la concepción inglesa estaba circunscrito al parlamento, tenido entonces no como órgano del gobierno sino del pueblo frente al monarca. En la Constitución francesa de 1791, antes de la decapitación del régimen monárquico, se consagró el principio de que, bajo el sistema representativo, “les représentants sont le Corps Législatif et le roi”. Principio que se extendió después por todo el mundo civilizado.
En términos reales no cabe otra forma de democracia que la representativa, en la que el pueblo ejerce el poder político por medio de sus “representantes”. Esta es la única modalidad democrática compatible con la creciente complicación técnica de las funciones de gobierno en la sociedad contemporánea y con el incesante crecimiento demográfico de los Estados.
Hay dos clases de mandato: el mandato imperativo y el mandato libre. El primero consiste en la determinación por los representados de lo que el representante debe hacer. El segundo atribuye al representante una amplia esfera de libertad para actuar de acuerdo con su propia voluntad en el ejercicio de sus funciones electivas.
Fue en los Estados Generales de la Francia anterior a la revolución donde primero se concibió la teoría del mandato imperativo como vínculo jurídico entre los representantes de la nobleza, el clero y el estado llano y sus respectivos estamentos sociales. A consecuencia de este sistema, los representantes llegaban a los Estados Generales del Reino con las instrucciones recibidas de sus electores, juntamente con los estipendios que éstos les pagaban por su trabajo. Tales instrucciones estaban contenidas en los célebres cahiers que, por su rigidez, llegaron a convertirse en un grave obstáculo para el desenvolvimiento de las asambleas que convocaba el rey.
Después del cambio revolucionario algunos sectores insistieron en la tesis de que los diputados franceses estaban sometidos al mandato imperativo de sus electores. Pero en las deliberaciones de la asamblea surgían con frecuencia asuntos que estaban fuera de la previsión de los electores. Entonces se pusieron en evidencia las inconveniencias del mandato imperativo. Entre los diputados franceses, Emanuel Sieyés, a la sazón tan influyente, fue un ardiente defensor del mandato libre que diera a los representantes la necesaria independencia. Esta tesis se impuso finalmente. En la Constitución francesa de 1791 se estableció que “les represéntants nommés dans les departements ne seront pas représentants d’un département particulier, mais de la nation entiére, et il ne pourraleur étre donné aucun mandat” (los representantes nombrados dentro de los departamentos no serán representantes de un departamento en particular sino de la nación entera y no podrán ceder en modo alguno su mandato). Y a partir de ese momento el principio de la representación libre ha formado parte del constitucionalismo francés hasta nuestros días. Los diputados no representan a un departamento o distrito determinado ni a una fracción del cuerpo electoral, aunque hayan sido elegidos por ellos, sino al pueblo en su conjunto, por lo que deben gozar de una amplia libertad de acción no coartada por mandato imperativo alguno.
Sin embargo, el mandato libre no implica la ruptura de los vínculos que unen a los elegidos con los electores: sólo cambia la naturaleza de esa relación. Los electores no les dan instrucciones concretas, como antaño, pero se reservan el derecho de fiscalizar permanentemente los actos de los elegidos.
Según dije antes, la antiquísima institución del mandato en el Derecho Civil fue la que sin duda sugirió, por analogía, la teoría del mandato político y, como consecuencia de ella, el principio de la >responsabilidad de los gobernantes. Supuesto el gobernante como un mandatario de la colectividad y ésta como la mandante de aquél, vinculados entre sí por una relación de mandato que se formalizaba con el acto electoral, se concluía que el gobernante estaba obligado a rendir cuenta de sus actos ante la comunidad de la misma manera que el mandatario lo estaba de los suyos ante su mandante.
Según la vieja teoría del mandato —que hacía del gobernante un simple mandatario de los electores— él estaba obligado:
1) a ejecutar el mandato con todo cuidado y aplicación y a responder del eventual dolo o culpa en que incurriere;
2) a ceñirse rigurosamente a los términos del mandato, y
3) a dar cuenta de sus actos al mandante.
Para esta teoría la responsabilidad gubernativa era la consecuencia necesaria de considerar a los gobernantes como meros mandatarios de los electores.
Pero la Ciencia Política moderna ha descartado, por ilusa e irreal, la condición de “mandato imperativo” en que pudiera estar colocado el gobernante con relación a sus electores. La teoría del mandato aparece cada vez más como una ficción carente de todo contenido real. Resulta muy forzado suponer que los electores, al momento de votar, confieren un “mandato imperativo” que circunscribe las funciones del elegido. Esta tesis tiene muy poco contenido de realidad. La tendencia hacia la >realpolitik la ha desechado. El pensamiento político actual apunta a considerar que, una vez elegido, el gobernante tiene total autonomía para actuar de acuerdo con su conciencia y su leal saber y entender en el ejercicio del poder, sin menoscabo de su deber de rendir cuenta de sus actos ante el pueblo, bien en forma difusa a través de la >opinión pública, bien en forma concreta por medio de los órganos de fiscalización y control especialmente establecidos para este fin.
En el Derecho Internacional, en cambio, el mandato era la entrega de uno o más territorios, “habitados por pueblos aún incapaces de regirse por sí mismos”, a la custodia de Estados adelantados que, “gracias a sus recursos, su experiencia o su posición geográfica, están en mejores condiciones para asumir esta responsabilidad”.
La institución del mandato internacional se estableció en el Art. 22 del Pacto de la Sociedad de las Naciones, suscrito el 28 de junio de 1919 en Versalles, al amparo del cual los territorios y colonias dominados a la sazón por Alemania y Turquía —perdedoras de la Primera Guerra Mundial— fueron colocados bajo la tutela de la comunidad internacional.
La Sociedad de las Naciones encubrió el colonialismo tradicional con la institución del mandato, en virtud de la cual entregó a los gobiernos de las metrópolis triunfadoras de la guerra la administración de varios territorios “como una misión sagrada de civilización”, destinada real o supuestamente a alcanzar el bienestar y desarrollo de sus pueblos y a prepararlos para que pudieran en un futuro cercano asumir su independencia política y la plenitud de gobierno propio.
Para cumplir con este cometido entregó a Francia el mandato sobre Siria, Líbano y Camerún; a Inglaterra la administración de Irak (Mesopotamia), Palestina, Transjordania, Togo, Nauru y otros territorios menores que antes estuvieron bajo el dominio alemán; a Bélgica el mandato sobre África Oriental; y a Nueva Zelandia la administración de Samoa.
En 1945, a comienzos de la segunda postguerra, la institución del mandato fue reemplazada por el régimen internacional de administración fiduciaria previsto en el capítulo XII de la Carta de las Naciones Unidas, que dispuso que se sometieran a él: a) los territorios que al término de la Segunda Guerra Mundial estaban bajo mandato; b) los territorios desagregados de los “Estados enemigos” tras el fin de la conflagración; y c) los territorios voluntariamente colocados bajo este régimen fiduciario por los Estados que en ese momento eran responsables de su administración.
En consecuencia, quedaron sujetos a este régimen administrativo, entre otros, los territorios que a la sazón estuvieron bajo mandato. Y las autoridades administradoras —que podían ser uno o más Estados o la propia ONU— asumieron entonces la obligación de capacitarlos para que pudiesen alcanzar la independencia nacional y el autogobierno.
El Consejo de Administración Fiduciaria era el organismo especializado de las Naciones Unidas en la supervisión y vigilancia de la administración de esos territorios —denominados territorios fideicometidos— colocados bajo la tutela de la comunidad internacional después de la última guerra mundial y entregados a determinados Estados miembros, como un “encargo sagrado”, para que los gobernasen. Esos territorios, hasta aquel momento, habían sido colonias de las potencias vencidas. La misión de este organismo era supervisar que la administración de ellos se dirigiese a promover el adelanto político, económico, social y educativo de sus habitantes, y a prepararlos para su independencia nacional y autogobierno, en el marco del respeto a sus culturas vernáculas y a las aspiraciones políticas de sus pueblos y en concordancia con los principios que inspiraron la creación de la Organización Mundial.
La administración fiduciaria terminaba cuando el territorio fideicometido estaba en posibilidad de iniciar su vida estatal independiente y de ejercer la plenitud del gobierno propio.
Pero a partir de 1960, en que se inició el proceso masivo de <descolonización de los territorios de África, que dio lugar a la formación de numerosos nuevos Estados, se desmanteló el Consejo de Administración Fiduciaria y fue reemplazado por un comité especial de las Naciones Unidas encargado de impulsar la independencia de los pueblos y territorios coloniales.