Proveniente de la palabra macho, que designa al animal de sexo masculino, se entiende por machismo la actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres en la vida familiar y social, que se traduce en una tendencia a exaltar irracional y desmedidamente las virtudes del sexo masculino y a discriminar a las mujeres en la vida pública y privada.
El machismo reclama implícita o explícitamente la superioridad del hombre sobre la mujer. Y tiene diversas direcciones. Tantas como actividades humanas.
En su expresión extrema, el machismo propugna la total subordinación de las mujeres bajo la autoridad de los hombres en la vida familiar, social y política. Esto significa una conculcación o, al menos, una limitación grande de los derechos femeninos.
La condición de sometimiento de la mujer es tan antigua como el ser humano y se debe a la creencia tradicional de que el hombre tiene calidades superiores y por tanto debe ejercer un rol dirigente en la organización de la vida familiar y social. La historia de esta discriminación es larga. Durante muchos siglos la mujer ocupó un lugar subalterno en la vida privada y en la pública. La hegemonía masculina fue por largo tiempo un concepto indiscutible.
El machismo tiene orígenes muy antiguos de orden “biológico” que, aunque completamente arbitrarios, se fundaron en las diferencias morfológicas entre los sexos, en la complexión física más fuerte del varón, en las limitaciones para el trabajo de la mujer a causa de la menstruación, el embarazo, el parto y la lactancia y en otros prejuicios de esta clase. Incluso se relacionó la discriminación con los períodos de celo de las hembras y la agresividad de los machos. Esto produjo una cultura de preponderancia masculina. Los griegos y los romanos la impulsaron y este fue el origen histórico del machismo en el mundo occidental.
Sus remotos gérmenes deben encontrarse en las antiguas opiniones y predicaciones de todas o la mayor parte de las religiones. Ellas consideraron al hombre como superior a la mujer y le otorgaron autoridad, mientras que a ella le impusieron el deber de obedecer. De hecho, ninguna de las religiones tiene como fundadora una mujer. Al parecer los dioses escogieron siempre intermediarios masculinos para comunicarse con los hombres: Moisés, Buda, Confucio, Zoroastro, Krishna, Cristo, Mahoma.
La mayoría de las religiones son machistas y reservan a los hombres el desempeño de las funciones sacerdotales y eclesiásticas.
Ocho siglos antes de Cristo el brahmanismo —religión de la India que adora al Brahma— enseñaba: “Para la mujer no hay otro Dios en la tierra que su marido” (Dubois, t. II, part. 2, Purana ). Zoroastro decía, en el siglo VII u VIII antes de nuestra era, que “la mujer que no obedece a su marido cuatro veces es digna del infierno” (Pastoret, Zoroastro, p. 60). En la antiquísima religión de los hebreos se mandaba que: “la mujer debe obedecer a su marido, evitar la cólera, las pendencias y permanecerle fiel” (Prov. V, 19; IX, 1; XII, 4; XX, 19).
Según los textos católicos, “las mujeres sean obedientes a sus maridos” (Epíst. Primera del Apóstol San Pedro, III, 1) y “las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor, por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia. De donde así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo” (San Pablo a los efesios V, 22, 23 y 24), “pues no permito a la mujer el hacer de doctora en la Iglesia, ni tomar autoridad sobre el marido; mas estése callada en su presencia”, “ya que Adán fue formado él primero, y después Eva como inferior” (San Pablo a Timoteo II, 12 y 13).
Seis siglos más tarde, en el Corán se escribió: “Dí, oh profeta, a las mujeres creyentes que los hombres son sus superiores porque Dios mismo lo ha establecido” (Cap. de la Luz, de las Mujeres).
Estos principios teológicos se volcaron, a través de la legislación y de la práctica, en la vida social, económica y política de los pueblos.
En los siglos pasados, después de conquistado el voto como uno de los trofeos democráticos, se lo escamoteó a las mujeres. Los hombres eran los únicos titulares del sufragio. Esto lo consagraban aun las Constituciones que se llamaban “democráticas”. Al derecho electoral e igualitario de los hombres se llegó en Francia y Estados Unidos hacia 1850, en la mayoría de países europeos en 1900 y en Inglaterra en 1918; pero las mujeres seguían discriminadas. Hasta comienzos del siglo XX, no obstante haberse proclamado ya el sufragio universal, sólo excepcionalmente se les había reconocido el derecho de votar.
La conquista del sufragio femenino se debió a la denodada lucha del <feminismo europeo y norteamericano.
Pero no sólo que ellas no podían votar sino que además no podían ser elegidas. Se tenía como “legítima” la discriminación femenina para el desempeño de cargos y funciones públicos. Y esta exclusión estaba sacramentada en la ley.
Ellas, además, no eran admitidas en las universidades. Su único destino era el hogar y el cumplimiento de sus obligaciones para con la familia. En 1723 se suscitó en la Accademia de Ricovrati de Padua la cuestión de si las mujeres debían ser aceptadas en el estudio de las ciencias y de las artes y se abrió una encendida polémica al respecto, frente a la cual algunos pensadores de la época cuestionaron la “utilidad” de que las mujeres estudiasen.
Pero parte de esto ha cambiado poco a poco. El movimiento de reivindicación de los derechos femeninos, originado ya en la última parte de la Edad Media y en el Renacimiento, en que valientes escritoras se atrevieron a condenar el ambiente misógino que generaron las ideas de la contrarreforma católica y se preocuparon del tema de la identidad social de la mujer y de su papel en la vida política, cobró fuerza. Hubo grandes batalladoras en defensa de las prerrogativas de la femineidad. Tal fue el caso, por ejemplo, de Christine de Pisan con su obra “El libro de la ciudad de las mujeres”, publicado en 1405. Pero la lucha no les fue fácil. El prejuicio machista —aunque el término aún no se había inventado— estaba muy arraigado en todos los sectores sociales. La desigualdad entre el hombre y la mujer era para entonces una cosa “natural”. Recordemos que, incluso, en la Convención francesa de los luminosos días de la Revolución se rechazó la propuesta de la igualdad política entre los dos sexos, a pesar de las ardorosas alegaciones de Condorcet, Fourier y Saint Simon.
Hoy ya no se discute el derecho de la mujer a una educación igual que la del hombre, a las mismas oportunidades en el desempeño de funciones públicas y privadas y al derecho de elegir y ser elegida en la vida política de la comunidad.
Sin embargo, la lucha por la consecución de los derechos civiles, políticos y económicos de las mujeres fue dura y persistente. Y aún no ha concluido. Inglaterra, sin duda, fue el país donde ella se desarrolló con mayor intensidad. Allí surgieron lideresas feministas tan importantes como Emmeline y Christabel Pankhurst en la segunda mitad del siglo XIX y organizaciones tan poderosas como la National Union of Women’s Suffrage Societies.
Arraigado en viejas tradiciones históricas y culturales, el machismo aún perdura, en pleno siglo XXI, en los países árabes, en China y en otros lugares.
En algunos de los países árabes las mujeres no pueden viajar, trabajar o ser intervenidas quirúrgicamente sin el permiso de su “guardián” —padre, marido u otro varón de la familia que ejerza su custodia— y les está prohibido conducir vehículos automotores. En la vida política, no tienen derecho a votar o lo han conseguido bien entrado el siglo XXI. Y las leyes penales son especialmente duras contra ellas, especialmente en la relación marital y en los derechos sexuales.
En la Iglesia Anglicana de Inglaterra, después de muchos años de posponer los conflictivos debates y votación sobre el sacerdocio femenino, tan anhelado por la mayoría de los fieles ingleses, se ratificó la ordenación de mujeres sacerdotes establecida veinte años antes pero no el derecho de ellas a alcanzar el obispado. El sínodo anglicano reunido en Londres el 20 de noviembre del 2012, después de una ardiente discusión entre el sector conservador y el reformista del clero anglicano, que por momentos puso las cosas al borde del cisma, volvió a rechazar en una ajustada votación la ordenación de mujeres obispos, no obstante que había ya una veintena de ellas en pleno ejercicio del obispado en Australia, Nueva Zelandia, Suiza, Canadá y Estados Unidos. Para oponerse a las posiciones aperturistas los grupos tradicionalistas invocaron, como siempre, la tesis de que “Jesús eligió sólo a hombres entre sus apóstoles”.
Y en China las cosas no han sido muy diferentes, aunque no por razones religiosas sino culturales y políticas que vienen de viejos tiempos. En pleno siglo XXI la postergación civil y política de las mujeres resulta sorprendente. En el XVIII Congreso del Partido Comunista reunido en Pekín del 8 al 14 de noviembre del 2012, sólo el 23% de sus 2.270 delegados fueron mujeres. El Comité Central que de allí salió, compuesto por 205 miembros, tuvo apenas el 5% de integración femenina, cuyo papel, por lo demás, se limitaba a ratificar las decisiones tomadas por los círculos dirigentes, esencialmente masculinos. En el Buró Político del Comité Central —el denominado politburó— apenas dos de sus 25 miembros eran mujeres —Liu Yandong y Sun Chunlan—; y no había rastro femenino en el Comité Permanente del Buró Político —integrado por siete personas y presidido por el Secretario General del partido—, que era la más alta instancia partidista y política.
Durante el régimen maoísta la esposa de Mao Tse-tung y la esposa de Lin Bao, el número dos del gobierno, ocuparon asientos en el Buró Político. Pero desde la muerte del líder chino en 1976 este órgano colegiado no ha admitido mujeres en su seno por casi cuatro décadas.
Todo esto responde a una cuestión cultural que viene desde remotos tiempos: considerar que el mejor papel de las mujeres es quedarse en casa.
El <feminismo ha sido y sigue siendo un fenómeno complejo. Hoy es fundamentalmente un movimiento de exaltación de la mujer en todas las situaciones de la vida pública y privada, en el seno de una sociedad cuyos mecanismos de conducción han sido tradicionalmente dominados por los hombres.
Muchos factores han determinado un cambio de mentalidad y han contribuido a modificar la actitud de la gente frente a los derechos de las mujeres y a crear la conciencia de que deben recibir un tratamiento igualitario en la vida de la sociedad.
Se ha ampliado la aceptación social del trabajo femenino en áreas tradicionalmente reservadas a los hombres. Uno de los campos en que se han experimentado profundas modificaciones es el de la educación. Un número creciente de mujeres busca una carrera profesional.
Con el cambio en la educación ha venido el cambio en el trabajo. El porcentaje de las mujeres en la fuerza laboral de los países ha crecido rápidamente. Lo cual ha tenido incidencia en la vida familiar. La tradicional figura de la mujer en la casa y el hombre en el trabajo ha cambiado. Es muy alto el porcentaje de mujeres casadas que laboran fuera del hogar. El machismo, por consiguiente, se bate en retirada.