En febrero de 1950 el senador republicano de Estados Unidos de América, Joseph McCarthy (1907-1957), estremeció a la opinión pública norteamericana y mundial con su afirmación de que en el Departamento de Estado —que es el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país— había 57 funcionarios comunistas afiliados —”card carrying communists”— y 205 empleados filocomunistas.
Esta afirmación causó estupor aunque resultó absolutamente infundada. Y después vinieron otras en igual sentido, todas las cuales las hizo prevalido de su <inmunidad parlamentaria.
En su paranoia persecutoria, el senador McCarthy atribuyó los malos éxitos de la política exterior norteamericana de finales de la década de los 50 —el triunfo de la revolución china, la explosión de la primera bomba atómica soviética, la guerra de Corea— a la inflitración de “comunistas” en funciones claves de la administración pública de su país que, según él, trabajaban en favor de la Unión Soviética. Dijo, entre otras cosas, que “la CIA había contratado sin saberlo a un gran número de agentes dobles, individuos que, aunque trabajaban para la CIA, eran en realidad agentes comunistas cuya misión consistía en filtrar datos inexactos”.
Todo esto llevó a McCarthy, quien a la sazón era Presidente del influyente Senate Committee on Government Operations, a intentar someter a investigación al presidente Harry Truman y a varios oficiales del ejército norteamericano por sospechas de servir los intereses soviéticos. Lo cual produjo una muy dura reacción del propio Senado norteamericano, que aprobó en diciembre de 1954 una moción de censura contra McCarthy por sus actos y declaraciones.
Y es que al terminar la Segunda Guerra Mundial el senador McCarthy presidía el Comité de Actividades Antiamericanas que inició, en el año 1953, una serie de investigaciones a funcionarios públicos, miembros de las fuerzas armadas y ciudadanos bajo la sospecha de servir como espías o agentes infiltrados los intereses de la Unión Soviética.
Fue desde entonces que se acuñó en Estados Unidos la palabra mccarthyism para designar el anticomunismo demencial y la actitud de >maniqueísmo político que lo inspira.
El histerismo anticomunista de aquellos años penetró en el Congreso Federal, que aprobó leyes de seguridad interna y de inmigración inspiradas en el temor al peligro comunista.
Se persiguió a personas e instituciones sospechosas.
Se vio con gran desconfianza la inmigración, que ponía en peligro la identidad nacional y sus valores forjados por los blancos, anglosajones y protestantes que fundaron los Estados Unidos de América. Lo cual generó en algunos sectores de la sociedad la paranoia anticomunista y rasgos de xenofobia.
Fueron investigados e indagados algunos intelectuales, profesores y escritores extranjeros residentes en territorio estadounidense, entre ellos el poeta alemán Bertold Brecht.
Lo mismo ocurrió con algunos célebres actores y actrices de Hollywood que cayeron bajo sospecha y fueron investigados. Estuvo entre ellos el cómico inglés Charles Chaplin, quien abandonó el país para evitar ser investigado y nunca regresó.
En Hollywood colaboraron con la agencia de investigación los actores Robert Taylor, Ronald Reagan, Gary Cooper y otros, mientras que se opusieron a esa indigna tarea Gregory Peck, Kirk Douglas, Burt Lancaster, Lauren Bacall, Gene Kelly, John Huston y muchos actores.
La histeria anticomunista empezó a amainar a partir de 1954 con la destitución de McCarthy como miembro del Comité de Investigación Permanente del Senado y con su muerte poco tiempo después.
Pero el macartismo existió mucho antes de que apareciera Joseph McCarthy. La apreciación acrítica de que “lo nuestro” es mejor simplemente por ser “nuestro” es muy antigua y llevó a los pueblos a la “autoadoración” colectiva, al ensimismamiento y a los delirios etnocéntricos. Lo cual desembocó en el forjamiento de enemigos exteriores contra los que se descargaron todos los malos humores y frustraciones nacionales. Fue este un elemento constante de los macartismos a lo largo de la historia. Y, por supuesto, tales enemigos reforzaron la unidad interna y facilitaron la dominación de los opresores locales.
Fue el macartismo el que inspiró a principios del siglo XX la formación, entre otras, de l’Action Francaise de Charles Maurras en Francia, la Liga Pangermánica fundada por Alfred Hugenberg en Alemania, la Associazione Nazionalista italiana dirigida por Enrico Corradini y, en general, de los movimientos pangermanistas y paneslavistas que, postulando la defensa de la “seguridad”, la “dignidad” y el “poder nacional”, declararon la guerra a los principios democráticos, al credo de los derechos del hombre y a los regímenes de libertad.
Con frecuencia el macartismo —que, repito, existió antes de que asomara McCarthy— está impregnado de >racismo. La búsqueda desesperada de una identidad nacional por los cauces de la pretendida superioridad étnica le lleva hacia allá: hacia el macartismo de la “sangre y de la patria” (blut und boden) que preconizaban los fascistas. Macartismo elemental, cargado de >xenofobia y de <chovinismo, que menospreciaba irracionalmente todo lo extranjero.
Aunque sin postularlo explícitamente, fue un brote de macartismo en el gobierno norteamericano de Lyndon Johnson el que lo llevó a intervenir militarmente en la República Dominicana en abril de 1965 con el desembarco de 23.000 marines para reprimir al pueblo que se había alzado en armas con el propósito de restituir en el poder al derrocado presidente Juan Bosch.
Líder del Partido Revolucionario Dominicano, Bosch fue el primer Presidente elegido después de la dilatada tiranía de 31 años del “generalísimo” Rafael Leónidas Trujillo Molina. La era trujillista terminó el 30 de mayo de 1961, a las 9:50 de la noche, en una sangrienta emboscada en la que fue asesinado el tirano cuando iba en compañía de su chofer a una de sus citas amorosas. Los complotados: Antonio de la Maza, Tony Imbert Barrera, Amado García Guerrero, Salvador Estrella Sadhalá, Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño interceptaron su automóvil en la autopista Sánchez, al oeste de Santo Domingo, y abrieron fuego contra él. Concluyó así un vergonzoso capítulo de la historia dominicana. Después de los frustrados intentos de Ramfis Trujillo, hijo del dictador, general del ejército desde que tenía uso de razón y jefe del estado mayor de las fuerzas armadas antes de los 30 años —el hermano menor, Rhadamés, no contaba para estos menesteres: era el “brutito” y el “feíto” de la familia, dice Vargas Llosa en su novela “La Fiesta del Chivo” (2000)— y de los corifeos militares y civiles del trujillato por controlar la situación, se abrió el período democrático.
Fueron desmantelados todos los instrumentos de la tiranía y se convocaron a elecciones presidenciales para el 20 de diciembre de 1962.
Triunfó ampliamente en ellas el profesor Juan Bosch y asumió el mando el 27 de febrero de 1963 en medio de grandes festejos populares. En esa ocasión me permití aconsejarle, por su propia seguridad, que pasara a retiro al alto mando militar trujillista. No lo hizo. Y fue depuesto siete meses más tarde por una conjura cuartelera originada en la negativa del gobernante a autorizar la compra de una flotilla de aviones de combate, negocio en el que tenían sospechoso interés unos cuantos generales y coroneles de la vieja guardia trujillista, a quienes el gobierno democrático, según explicó Bosch en uno de sus libros, “no les permitía seguir cobrando el 10 y el 15% de comisión en las compras, no les aceptaba recomendaciones de familiares en los cargos públicos, no les exoneraba automóviles ni ropa ni muebles”. Desde el exilio en San Juan de Puerto Rico, Juan Bosch me escribió una carta el 19 de febrero de 1964 en la que, recordando aquella sugerencia, me decía: “El burro, según dicen los campesinos de mi país, no tropieza dos veces en la misma piedra; yo no estoy dispuesto a tropezar por segunda vez”.
Un triunvirato presidido por Donald Reid Cabral surgió de la asonada, pero un año y medio más tarde estalló la guerra civil que enfrentó a las huestes de la dictadura contra las fuerzas constitucionalistas conducidas por el coronel Francisco Caamaño Deñó, como jefe militar, y por el joven y valiente líder del Partido Revolucionario Dominicano José Francisco Peña Gómez, como jefe civil, quienes buscaban la restitución del poder al profesor Juan Bosch.
Ante el evidente triunfo de las fuerzas constitucionalistas llegó a la costa dominicana el 28 de abril de 1965 el portaaviones estadounidense “Boxer” y de su cubierta desembarcaron los marines para detener la insurgencia popular e imponer el “gobierno de reconstrucción nacional” del general Antonio Imbert. La ocupación militar, cohonestada por la OEA, se prolongó hasta fines de junio del año siguiente.
La razón exhibida por el gobierno norteamericano para la intervención militar fue que la insurrección tenía carácter “comunista”, cuando bien conocida era la tendencia socialista democrática de sus líderes. El propio Juan Bosch estaba a la sazón exiliado en San Juan de Puerto Rico, o sea en territorio controlado por Estados Unidos. Fueron los residuos del macartismo en las esferas oficiales norteamericanas los que llevaron a este exceso.
anticomunismo exagerado e irreflexivo, inspirado en las palabras del Senador republicano Joseph McCarthy, quien en 1950 estremeció a la opinión pública norteamericana y mundial con su infundada afirmación de que en el Departamento de Estado —Ministerio de Relaciones Exteriores de su país— había 57 funcionarios comunistas afiliados y 205 empleados filocomunistas.