Este es un concepto típicamente marxista, aunque según afirmó Marx en una carta dirigida al socialista norteamericano Georg Weydemeyer en Nueva York, fechada el 5 de marzo de 1852, no es él quien tiene “el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases”.
Sin embargo, no se puede disputar a Marx y a Engels el mérito de haber desarrollado esta tesis con una gran consistencia científica.
Ella significa el enfrentamiento —sordo unas veces, violento otras, pero evidente siempre— entre las clases con intereses económicos y sociales antagónicos dentro de la organización social: la clase dominante, dueña de los instrumentos de producción, de un lado, y las clases dominadas que no poseen otra cosa que su <fuerza de trabajo, de otro.
La lucha de clases es un dato de la realidad social. No es una suposición marxista, como algunos piensan. Está presente en todas partes: en los hechos importantes y también en los irrelevantes de la vida colectiva. Se la ve en todas sus manifestaciones. No es que alguien la inventa deliberadamente: ella surge de la propia naturaleza de la organización social. El antagonismo entre ricos y pobres, entre dominantes y dominados, entre propietarios y desafortunados resulta inevitable y es parte de la propia dinámica de la sociedad.
A pesar de que se ha empeñado en negar su existencia, atribuyéndola a la imaginación de Marx, la burguesía sabe mejor que todos que la lucha de clases existe y que ella no es un invento de la mente calenturienta del ideólogo socialista. Lo sabe porque durante mucho tiempo ha ganado en esa lucha.
El marxismo no ha hecho otra cosa que desentrañar un hecho de la realidad. Al aplicar los conceptos del >materialismo dialéctico al estudio de la sociedad y de la historia, descubrió la permanente movilidad de los fenómenos sociales, que son y dejan de ser, que se modifican constantemente. Esta dinámica universal —que se da igual en el orden de la naturaleza que en el de la sociedad— obedece también al principio dialéctico de la unidad y lucha de los contrarios. Sólo que los elementos contendientes, en el caso de la sociedad humana, son las clases sociales. Ellas protagonizan el conflicto. Ellas mantienen la contradicción. La clase dominante es la tesis, la clase dominada es la antítesis y la lucha de clases es la expresión de la contradicción interna del cuerpo social.
En el afán de mantener su posición hegemónica y de privilegio, la una, y en el de cambiar las cosas, la otra, ellas entablan una lucha permanente que, aunque no se manifieste siempre en hechos dramáticos, se libra todos los días y todas las horas.
En el >Manifiesto Comunista afirman Marx y Engels que “la historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros artesanos y compañeros, en una palabra opresores y oprimidos, en lucha constante, mantuvieron una guerra ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada; una guerra que terminó siempre, bien por una transformación revolucionaria de la sociedad, bien por la destrucción de las dos clases antagónicas”.
Para el marxismo las dos clases contendientes son la burguesía, dueña de los instrumentos de producción y acaparadora de lo que éstos producen, y el proletariado, dueño sólo de su fuerza de trabajo. Estas dos clases constituyen una unidad dentro del sistema capitalista —unidad de los contrarios— pero al mismo tiempo son dos fuerzas antagónicas, en contienda permanente —lucha de los contrarios—, puesto que representan intereses económicos y sociales en conflicto.
Esta contradicción que lleva en su seno la sociedad capitalista debe resolverse, según la predicción marxista, en un enfrentamiento violento —la >revolución— que terminará por desalojar del poder a la clase burguesa para sustituirla por la clase obrera, que lo ejercerá mediante la llamada <dictadura del proletariado para establecer represivamente las condiciones infraestructurales que permitan el advenimiento de la sociedad socialista sin clases.
Para la concepción materialista de la historia, el Estado no existió siempre ni puede aspirar a la vida eterna. Es sólo una categoría histórica, esto es, pertenece a una etapa determinada de la historia humana: a aquella en la que el grado de desarrollo económico y la forma de producción imperante escindieron a la sociedad en clases antagónicas y permitieron que una de ellas se apropiara de los medios de producción y de sus excedentes. Entonces nació el Estado como instrumento de dominación política y de explotación económica al servicio de la clase hegemónica.
La estrategia marxista, en consecuencia, está planteada en términos de que la clase trabajadora tome el poder del Estado por la vía revolucionaria, lo ejerza dictatorialmente por un tiempo —a través de la dictadura del proletariado— a fin de socializar la propiedad de los medios de producción y preparar las condiciones para el advenimiento de la sociedad sin clases. Hecho esto, suprimirá gradualmente el Estado, que para entonces habrá perdido su razón de ser, puesto que ya no existirá la clase social para la defensa de cuyos intereses nació.
Fiel a su hipótesis de que los fenómenos políticos son meros efectos de causas económicas, el marxismo asigna al gobierno de la clase proletaria la tarea de socializar los medios de producción y de intercambio, esto es, transferirlos de las manos particulares a las de la sociedad. La eliminación de las clases sociales vendrá luego como lógico resultado de esta transferencia, puesto que ellas existen como consecuencia de la apropiación privada de los instrumentos de creación de riqueza. Y, como es lógico, la desaparición de las clases sociales volverá innecesario al Estado, dado que, habiendo surgido en el momento en que la sociedad se escindió en clases antagónicas, sólo sirve para resguardar los intereses económicos de la clase dominante y para mantener sojuzgadas a las demás clases.
Este es el punto de vista marxista.
Por consiguiente, cuando por el cambio del modo de producción se eliminen las clases sociales y se las reemplace por una asociación libre y voluntaria de productores, el Estado llegará a ser innecesario e irá a parar al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y al hacha de bronce, según dijo Engels
A pesar de todas sus postulaciones teóricas y de los esfuerzos prácticos de casi tres cuartos de siglo, los regímenes marxistas no pudieron eliminar la soterrada lucha de clases que se libraba en el seno de sus sociedades. Sólo cambiaron los protagonistas. No les fue posible alcanzar la meta de forjar una sociedad sin clases, no obstantes los empeños para conseguirlo. Más pudo el egoísmo humano. Y la primera gran denuncia del fracaso de esta empresa la hizo en 1955 Milovan Djilas en su libro “La Nueva Clase”. El político y escritor marxista yugoeslavo sostuvo que en las sociedades comunistas había surgido una nueva “clase explotadora”. Esa clase fue la burocracia, incrustada en el <aparato del Partido Comunista y del Estado. Ella es —afirmó Djilas— “la que usa, administra y controla oficialmente tanto la propiedad nacionalizada y socializada como la vida entera de la sociedad. El papel de la burocracia en la sociedad, es decir la administración monopolista y el control de la renta y los bienes nacionales, le da una posición especial privilegiada”. Y añadió: “La propiedad no es sino el derecho al beneficio y la dirección. Si se definen los beneficios de clase por ese derecho, los Estados comunistas, en último análisis, han visto el origen de una nueva forma de propiedad, o de una nueva clase gobernante y explotadora”.
Esa “nueva clase” en los países marxistas tuvo como núcleo central a los “apparatchik”, es decir, a los miembros del “apparat” del Estado y del Partido Comunista. Encumbrados burócratas estatales, militares de alto rango, jerarcas del partido y tecnócratas importantes formaron parte de la “nueva clase” dominante, mientras que los ciudadanos comunes, los trabajadores y los campesinos se mantuvieron como clase dominada.
Pese a sus esfuerzos, el >marxismo no pudo terminar con la escisión de la sociedad en clases. Suprimió las clases tradicionales de la sociedad capitalista pero en su lugar advinieron otras. Las confrontaciones sociales perduraron. La “dominación del hombre por el hombre” siguió su marcha. Y continuó siendo verdadera la afirmación del >Manifiesto Comunista de que “la historia de toda sociedad humana, hasta nuestros días, es la historia de las luchas de clases”.
Sin embargo, resumiendo la posición del catolicismo, el papa León XIII en su encíclica Rerum Novarum (1891) rechazó como contraria a la razón y a la realidad social la tesis de la lucha de clases. Este documento resume la posición católica frente al planteamiento de Marx. Afirma el pontífice que no es razonable “suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo (…) Esto es tan ajeno a la razón y a la verdad que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan en sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podría llamarse armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas”.