Este vocablo, derivado de la palabra inglesa leader —de la cual es su correspondencia fonética—, ha sido aceptado por la Real Academia Española de la lengua y tiene una significación parecida a la de <caudillo, aunque sin las connotaciones negativas de este último término. El líder es el jefe o conductor de un grupo social. Más concretamente: quien encabeza, guía, acaudilla o motiva un gobierno, un partido, un movimiento o una operación política.
El liderazgo no siempre está ligado al desempeño de una función pública o partidista. Es muchas veces un atributo intrínseco de la persona, un ascendiente social. Aunque carezca de autoridad formal, es decir, de un cargo directivo dentro del Estado, del partido o de una organización social, al líder se le reconoce una situación de superioridad que obliga moralmente la voluntad del grupo y que alcanza la obediencia a sus mandatos, decisiones u opiniones.
Liderazgo o liderato es la condición de líder o el ejercicio de sus funciones. Al líder político suelen acompañarle atributos humanos poco comunes: capacidad de trabajo y don de mando extraordinarios. “Donde llega pone orden, síntoma supremo del gran político”, decía Ortega y Gasset con respecto a Mirabeau, y agregaba: “orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas”. Es decir, orden entendido no como imposición exterior de la fuerza sino como un equilibrio que se suscita en el interior del grupo bajo la inspiración de su conductor.
Son factores y elementos del liderazgo político: la inteligencia, los conocimientos, la honestidad, la imaginación, la intuición, la simpatía personal, la capacidad conductora, la credibilidad, la confiabilidad, la autoridad moral reconocida, el don de mando, el sentido de la historia, la visión de futuro, la capacidad de catalización de los procesos sociales, la vitalidad, el dinamismo, la fuerza de trabajo, la perseverancia, la disciplina, la valentía, el eficiente aprovechamiento del tiempo, la aptitud comunicadora de ideas y emociones.
Intrépido para afrontar riesgos y peligros, el líder asume con serenidad los grandes honores y las grandes angustias de la vida pública. Mientras más graves son los problemas que debe afrontar mayores son su serenidad y su firmeza. Los pequeños problemas le molestan más que los grandes. Como dice el historiador italiano César Cantú (1807-1895), "sufre las heridas de la flecha y las picaduras del alfiler, todavía más molestas". Es un hombre de acción. No soporta la quietud. Siente la necesidad de crear, de hacer cosas, impulsiva y compulsivamente. Pero al propio tiempo es hombre de pensamiento. No puede haber líder político sin esa siombiosis de acción y pensamiento.
Normalmente son incompatibles la inclinación por el poder, propia del líder político, y la inclinación por el sosiego, que caracteriza al intelectual. De ordinario ellas son vocaciones no sólo diferentes sino contrarias entre sí. Pero la personalidad del líder rompe la tipología bipolar de los seres humanos —hombres de acción u hombres de pensamiento— y funde en sí ambas naturalezas: la del intelectual, dueño de ideas trascendentales, con gran sentido de la historia pero sin la actitud contemplativa de los intelectuales puros, y la del hombre de acción comprometido con los hechos bajo el vigor de su magnífica fisiología.
Los dos temperamentos contrapuestos, que generalmente son excluyentes: el de la fuerza vital y el de la intelección, se juntan en la personalidad del líder político. Él es, al propio tiempo, un hombre teórico y práctico, un idealista y un pragmático, un racionalista y un romántico. Por eso —comenta Ortega y Gasset— “es el tipo de hombre menos frecuente, más difícil de lograr, precisamente por tener que unir entre sí los caracteres más antagónicos: fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza.”
El líder político actúa sobre realidades concretas, que están allí aunque no las quiera. Que son como son y no como quisiera que fueran. En la política hay muy poca cabida para el subjetivismo. Esto lo digo por experiencia. El intelectual, en cambio, tiende a ver el mundo como quiere que sea y no como realmente es. La utopía, por tanto, está más ligada al intelectual que al político. La utopía engrandece la imaginación del pensador y del poeta pero pierde al político.
Este diferente enfoque ha distanciado, a lo largo del tiempo, a políticos e intelectuales. Es dilatada la lista de querellas mutuas. Ortega y Gasset, con su fina percepción de las cosas, señalaba que el político y el intelectual obedecen a dos tipos humanos no sólo distintos sino antagónicos. Al primero llamaba “ocupado”, porque en él lo inmediato es la acción; y al segundo, “preocupado” porque con sus interminables cavilaciones se ocupa antes de ocuparse, es decir, se “pre-ocupa”.
Eso hace del líder político un ser impulsivo y, del intelectual, un ser que divaga mucho antes de actuar y que con frecuencia cae en lo que el filósofo español denominaba “apraxia”, es decir, la dificultad y acaso la imposibilidad de actuar.
El líder político es ante todo un gran comunicador de ideas y de emociones. Su oratoria sopla sobre las multitudes como el viento sobre las aguas del mar: promoviendo tormentas o imponiendo calmas. El líder político es siempre un elocuente orador de masas, con perfecto dominio del escenario y de los secretos de la >oratoria de multitudes, pero debe manejar también la oratoria académica y la oratoria parlamentaria y debe saber desenvolverse en la sala de conferencias y en el foro.
El líder proyecta una imagen de seguridad en sí mismo, de arrogancia, de suficiencia, de fuerza, conocimiento y firmeza. La masa necesita psicológicamente un liderazgo y una conducción así. El líder le brinda la seguridad que ella anhela. Por eso la masa suele entregar sus destinos al líder y se somete a sus determinaciones.
El líder político no es un ser gregario ni convencional. No está para la imitación sino para la creación y la originalidad. En la dicotomía que planteó el sociólogo y criminólogo francés Gabriel Tarde (1843-1904) al hablar del establecimiento, extensión y consolidación de los valores de una sociedad a partir del proceso de “imitación” —en que los individuos “copian” ciertas conductas de sus conductores y las convierten en hábitos generales—, los líderes pertenecen al campo de los iniciadores y no de los imitadores.
En la actualidad, con la irrupción de la televisión en la vida política de los pueblos, las relaciones del líder con la masa han cambiado sustancialmente y la audiencia de sus discursos ya no siempre es la muchedumbre unida por el magnetismo aglutinante de la emoción sino el televidente frío, individualizado, sentado en la sala o la alcoba de su casa, con muchas mayores facultades de reflexión y de crítica que el exaltado integrante de una multitud en la plaza. Esto demanda nuevas técnicas de comunicación. Los efectos de la >psicología de multitudes están ausentes de la televisión. Los derroches emotivos también. Los miles o acaso millones de televidentes no forman una multitud. Son seres individuales y aislados. Están al margen del contagio emocional de la masa. Su aptitud reflexiva es mucho mayor puesto que no han sufrido la nivelación que impone la multitud. El líder ya no puede manipular los sentimientos de los telespectadores como podría hacerlo con los de una muchedumbre delirante. Más que a la emoción de los televidentes debe acudir a su reflexión. La técnica de comunicación a través de la televisión es diferente y requiere otros atributos: claridad y rapidez en la exposición de las ideas, precisión en el lenguaje, capacidad de síntesis, exhaustivo conocimiento del tema, cuidado en la forma de vestir y en la presentación física, una gran dosis de simpatía personal y de buen humor.
La oratoria sigue siendo la gran arma del líder político, particularmente en los regímenes democráticos, que son regímenes de opinión. Pero las nuevas circunstancias le obligan a manejar con versatilidad los distintos géneros retóricos, aparentemente incompatibles entre sí, como son la arrebatada oratoria de masas, la sofisticada oratoria parlamentaria y el estilo coloquial de la oratoria televisiva.
Sin embargo, detrás de la elocuencia hay otros factores determinantes. La seducción de la masa es algo muy complicado. Con frecuencia ocurre que hombres bien dotados, inteligentes, cultos, incluso buenos oradores, no alcanzan el liderazgo político que se proponen, mientras que otros, de muy bajos quilates, logran éxitos inusitados. No siempre las prendas intelectuales y culturales son garantía de éxito político. Existe un hilo conductor invisible entre el líder y su pueblo, cuyo origen y naturaleza no son fáciles de identificar. Hay mucho de misterioso en todo esto. A lo largo de mi vida política me he planteado reiteradamente la cuestión y he tratado de encontrar respuestas. ¿Por qué el pueblo cree a un líder y no a otro? ¿Por qué confía en él y no en otro, a pesar de que ambos le ofrecen lo mismo? No es fácil contestar estas preguntas. Con frecuencia, ante el fracaso de un político, me he preguntado: ¿qué le falta para triunfar? Tiene talento, ilustración y habilidad. ¿Qué es lo que no tiene? He pensado que en el fondo de todo hay un elemento intangible y etéreo: la sinceridad. Esa sustancia arcana que transpira por sus poros el líder político auténtico. Equivocado o no en sus ideas, el pueblo percibe sinceridad en sus actitudes y palabras. Pero la sinceridad es algo indefinible. Es una actitud. Pertenece al campo de la intuición más que al de la racionalidad. No es un atributo aprendido, aunque puede ser simulado, lo mismo que el afecto y la calidez. Es una mezcla de afecto hacia la masa, de solidaridad con sus quebrantos, de vocación de ayudarla y de renunciamiento a su comodidad personal. Ella es la fuente de la credibilidad. Si el líder no es capaz de comunicar afecto y sinceridad social no será creído. Y sin credibilidad no hay comunicación posible, por hábiles que sean los artilugios que emplee para manipular los sentimientos de la gente.
Lo primero es que el pueblo crea al líder, que éste tenga credibilidad. Pero para ello es menester que vea en él a una persona sincera. Si no hay sinceridad desaparece ese misterioso hilo afectivo que vincula al pueblo con su conductor. Este es uno de los secretos de la vida política. Si el líder no puede comunicar sinceridad no tiene posibilidades de credibilidad. Ni siquiera de comunicación. Sólo después, sobre la base de la credibilidad, vienen la elocuencia y sus técnicas —la simplificación de las ideas, la emoción, la persuasión, el buen manejo de los medios— que ayudan a la comunicación pero que no reemplazan al nexo misterioso entre el líder y la comunidad.
El pueblo, por su lado, ama al líder, le comprende, confía en él, le sigue, pasa por alto sus errores, no da oídos a los ataques de sus adversarios. Hay algo en el líder que infunde estos sentimientos.
Cuando llega al poder, el líder no se deja atrapar por la rutina. Con imaginación y perspectiva histórica señala las metas nacionales e induce, motiva y estimula al pueblo para alcanzarlas. Entiende muy bien que gobernar y administrar son cosas distintas. Si lo requiere, contrata un buen administrador para que se encargue de los asuntos rutinarios de cada día, pero él se reserva la responsabilidad de señalar la ruta. El expresidente norteamericano Richard M. Nixon (1913-1994)), en su libro "Líderes", puntualiza bastante bien esta cuestión al impugnar la creencia, bien extendida en Estados Unidos de América, de que lo que el país realmente necesita es un gran hombre de negocios para conducirlo. Dice al respecto que el administrador piensa en hoy y mañana mientras que el líder ha de pensar en pasado mañana. Añade que el administrador representa un proceso; el líder, una dirección de la historia. Cita el pensamiento del profesor norteamericano Warren G. Bennis (1925-2014), de la Universidad de California del Sur, quien afirma al respecto que los administradores tienen como objetivo hacer las cosas de la forma adecuada, pero que los líderes políticos tienen como objetivo hacer las cosas adecuadas.
Los líderes políticos nacen y no se hacen. Vienen al mundo con determinados atributos y potencialidades que pueden desarrollarse por el estudio, la investigación, la experiencia y ciertas destrezas adquiridas, pero éstos por sí solos no hacen líderes a quienes no tienen los talentos y las predisposiciones necesarios. Los administradores públicos y privados pueden formarse. Para eso son las escuelas de administración. Pero los líderes no. No hay escuelas para líderes ni libros de liderazgo. Esos manuales de liderato empresarial con que suelen atiborrar los yuppies sus estanterías para nada sirven. Ni los cursos de liderazgo de la escuela de gobierno Kennedy en la Universidad de Harvard pueden convertir en líder político a cualquier hijo de vecino. Quod natura non dat, Salamanca non praestat… Por supuesto que la profundización en el conocimiento de las disciplinas científicas y técnicas y el rigor metodológico en los estudios de las ciencias sociales contribuyen a desarrollar las potencialidades naturales de los líderes. Pero esas potencialidades deben preexistir.
Un caso extraordinario de liderazgo —se esté de acuerdo o no con sus ideas— fue el de Fidel Castro en Cuba. Inspirador y conductor de la >revolución cubana y gobernante a lo largo de casi medio siglo, ejerció un indisputado liderazgo en la isla y fuera de la isla. Sus decisiones fueron ley para los cubanos. Su pueblo le profesó un profundo respeto y admiración y le guardó un entrañable afecto, hasta el punto de que, como solían decir los cubanos de su tiempo, mitad en serio mitad en broma: Fidel está en el futuro y, cuando surge algún problema grave, lo llamamos para que regrese al presente y lo resuelva…
Según observa el escritor español Ignacio Ramonet, en su libro “Cien horas con Fidel” (2006), gracias a su liderazgo “su pequeño país (poco más de 100.000 kilómetros cuadrados y de 11 millones de habitantes) ha podido conducir una política de gran potencia a escala mundial, llegando incluso a echarle un pulso a Estados Unidos, cuyos dirigentes no han conseguido derribarlo, ni eliminarlo, ni tan siquiera modificar el rumbo de la Revolución Cubana”.
Sin embargo, fue notable el hecho de que en Cuba —según lo observó tan agudamente el periodista y escritor español en su mencionado libro—, mientras vivió el inspirador y líder de la Revolución fue “inexistente el culto oficial a la personalidad. Aunque la imagen de Fidel estaba muy presente en la prensa, en la televisión y en las calles, no existía retrato oficial suyo, ni estatua, ni moneda, ni avenida, ni edificio, ni monumento dedicado a Fidel Castro ni a ninguno de los líderes vivos de la Revolución”.