Es la política encaminada a favorecer los intercambios comerciales abiertos tanto en el ámbito nacional como en el internacional. En lo interno significa exonerar a los productos y servicios de todo control de precios o restricción, de modo que ellos quedan sometidos al efecto de la oferta y la demanda en el mercado libre. En lo internacional es la apertura de la economía en su conjunto, tanto para los fines de la inversión extranjera como del comercio exterior.
El concepto fue introducido en 1949 por la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) y hoy forma parte de la perspectiva neoliberal del comercio internacional y es impulsada, en defensa de sus intereses, por los países grandes que tienen abundantes excedentes que vender y precios comparativamente menores para sus mercancías en razón de la economía de escala de su producción industrial, agrícola y de servicios.
La liberalización económica entraña la libre circulación de personas, bienes, servicios, capitales, mano de obra, tecnología, información y demás factores de la producción entre los países, como parte esencial de una zona de libre intercambio.
Todo el moderno proceso de <integración económica lleva esa dirección. Los grandes bloques comerciales que se han formado en los últimos años tienen como propósito fundamental el abatimiento de las restricciones cuantitativas al comercio exterior y la implacable conquista de mercados a escala planetaria. En esta operación, naturalmente, tienen enormes ventajas los países fuertes. Por eso han levantado un verdadero culto a la “libertad de comercio” y pintan como “dinosaurios” y “retardatarios” a los que se oponen a ella.
Ese es el sentido con que se han formado la Unión Europea que aglutina a 28 países; el MERCOSUR entre Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela; el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Estados Unidos, México, Canadá y Chile; el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) que une a las economías más prósperas del sudeste asiático; el Área de Libre Comercio de las Américas cuya creación se aprobó en una reciente cumbre de Miami, aunque aún no se ha concretado. Todos ellos son inmensos bloques comerciales, mentalizados y conducidos por los países industriales, para lograr la eliminación de los aranceles y poder llegar con sus productos “libremente” a los mercados del mundo.
En materia económica, por desgracia, nada hay inocente ni romántico. La “libertad” de intercambio favorece a alguien en concreto: favorece a quien puede hacer uso efectivo de ella. Esto siempre fue así. La “libertad de los mares” a principios de siglo o la “libertad del espacio interplanetario” que hoy se postula tuvieron y tienen sus beneficiarios con nombre y apellido. Igual cosa ocurre con la “libertad de comercio”. Por eso los países poderosos, con enorme capacidad de exportación, la impulsan con tanta devoción. Sin embargo, tal como están las cosas, no veo otra posibilidad alternativa. En las actuales circunstancias el aislamiento económico sería aun peor para los países pequeños. La integración se presenta con la fuerza de una fatalidad.
La liberalización económica es parte del fenómeno de la <globalización de la economía mundial impulsado por los países industrializados de Occidente a partir del colapso de la Unión Soviética y su bloque y de la emergencia de un mundo unipolar liderado por la potencia triunfadora de la <guerra fría. Pero el hecho de que este fenómeno sea inevitable, puesto que está promovido por los Estados más poderosos de la Tierra, no significa que sea conveniente para los países pequeños que se ven invadidos por productos extranjeros y convertidos, como en el pasado, en exportadores de primeras materias o reducidos a ser enclaves industriales extranjeros.
La apertura de mercados pone en dificultades a las empresas de los países pequeños, que por razones de escala tienen costes de producción más elevados. Con frecuencia, ellas se ven forzadas a despedir trabajadores y reajustar salarios para poder sobrevivir. Esta es la línea de menor resistencia puesto que los reajustes por el lado de las materias primas, los insumos, la tecnología, los costes financieros o las tarifas de servicios públicos son muy difíciles si no imposibles. Entonces no les queda más que acudir al flanco laboral. Para bajar sus costes y poder competir recortan lo que les es más fácil: el empleo y los salarios. Y al final son los trabajadores los que pagan el precio de la apertura de la economía. Este es el sino trágico de la globalización. Como siempre, la cuerda se rompe por la parte más delgada. Si hay que hacer ajustes, los ajustes se hacen por el lado de los salarios, de las garantías y de las seguridades de los trabajadores.
De otro lado, al amparo de la liberalización económica las transacciones financieras internacionales crecieron espectacularmente en los años 90 del siglo XX. Pero simultáneamente las autoridades monetarias de los Estados fueron perdiendo todo control sobre sus mercados financieros, que empezaron a marchar a la deriva y que causaron <crisis económicas muy serias como la asiática desde mediados de 1997, en pleno “siglo de oro” del capitalismo. El capital especulativo de corto plazo hizo de las suyas. Grandes masas de recursos financieros, generalmente en manos de especuladores, se desplazaron de un lado a otro en búsqueda de seguridad y de mejores rentabilidades a corto plazo. Aprovecharon para eso las formidables innovaciones tecnológicas en el campo de las telecomunicaciones y de la <informática. Sin embargo, el capital financiero de corto plazo —capital especulativo—, que busca rentabilidades escandalosamente altas, no fue ni puede ser capaz de resolver el problema del financiamiento del desarrollo que demanda políticas de largo plazo.
Joseph E. Stiglitz —Premio Nobel de Economía en el año 2001, profesor de la Universidad de Columbia y exjefe del grupo de asesores económicos del expresidente Bill Clinton de Estados Unidos—, en su libro “El Malestar en la Globalización” (2002), acusó al <Fondo Monetario Internacional de haber abordado los problemas de la economía “con una perspectiva estrechamente ideológica” que lo llevó, entre otras cosas, a sostener que “la privatización debía ser concretada rápidamente” y, en el caso de los países de Europa del este que habían emprendido la transición del comunismo al sistema de mercado, que “los que privatizaban más deprisa obtenían las mejores calificaciones”, razón por la cual, según afirmó el profesor de la Universidad de Columbia, “la privatización muchas veces no logró los beneficios augurados”.
Stiglitz, sin exculpar a los países subgobernados y subadministrados del tercer mundo, sostenía que el Fondo Monetario Internacional en acuerdo con el Departamento del Tesoro norteamericano —que es su mayor accionista y ejerce de facto la potestad de veto sobre sus decisiones— tenía una gran responsabilidad en todas las crisis económicas internacionales por haber impulsado ciegamente la liberalización financiera y de los mercados de capitales, subestimando los riesgos que sus estrategias aperturistas conllevaban y desatendiendo el alto costo social y político de ellas, que terminaron por devastar a las capas medias y enriquecer más a pequeños grupos opulentos.