El ser humano ha recibido a lo largo de los tiempos diversas caracterizaciones en función de la evolución de sus peculiaridades antropológicas fundamentales: homo habilis, homo rudolfensis, homo ergaster, homo erectus, homo antecessor, homo heidelbergensis, homo neanderthalensis, homo rodhesiensis, homo sapiens, homo oeconomicus, homo ludens, homo digitalis y otras. En la actual era electrónica ha sido calificado como homo videns porque su mente está severamente condicionada por la televisión y los otros medios de comunicación audiovisuales producidos por la cibernética. Esta calificación se debió al politólogo italiano Giovanni Sartori (1924-2017), profesor de las universidades de Florencia y Columbia, quien en su libro “Homo Videns” (1998) sostiene que el homo sapiens de la cultura escrita ha sido destronado por el homo videns de la cultura audiovisual.
El homo videns —”el hombre que ve”, “el hombre vidente”— se caracteriza por privilegiar el sentido de la vista como medio de formación e información. Su principal instrumento de aprendizaje es la televisión. El mundo que cuenta para él es el que muestra la pantalla o aparece en el ciberespacio, es decir, en el espacio virtual creado por la cibernética. Construye su identidad y diseña su comportamiento con arreglo a los estereotipos forjados por los medios audiovisuales en la era digital, en la que, como dijo el filósofo alemán Hans Georg Gadamer (1900-2002), en materia de formación cultural, hemos pasado de “lectores” a “espectadores” del mundo (“from ‘readers’ we have become spectators of the world”).
La interferencia de la televisión en el proceso educativo de la niñez y de la juventud es la que produce el homo videns. El televisor se ha convertido en la baby sitter moderna. Los niños empiezan a ver programas televisuales desde su más temprana edad. La televisión es para ellos su primera escuela. Las estadísticas demuestran que los niños ven televisión varias horas al día. La media en Estados Unidos es de tres horas diarias para los niños que todavía no van a la escuela y de cinco para los de 6 a 12 años. Son los video-niños, de que habla Sartori, que sólo responden a los estímulos audiovisuales y que desdeñan la lectura y el saber transmitido por la cultura escrita.
Según aquellas cifras, un adolescente medio en Estados Unidos —"candidato" a homo videns—, al terminar su educación secundaria, ha pasado alrededor de 25.000 horas frente a la pantalla de televisión, o sea mucho más tiempo que en las aulas de la escuela y el colegio. Esto sin contar con las horas dedicadas a los vídeos, video clips, videojuegos y demás entretenimientos y diversiones informáticos.
La TV les genera adicción. Los niños y los adolescentes prenden el televisor compulsivamente. Y cuando no pueden hacerlo caen en el aburrimiento y en el tedio insoportables porque la TV ha reducido o anulado su imaginación para crear nuevos juegos y entretenimientos. A lo largo de su infancia y adolescencia han visto en la TV una carga de imágenes que por su fugacidad no han podido analizar, discernir ni conceptuar. Han sufrido, además, la descarga de estímulos demasiado fuertes para su edad. Algunos de ellos traumatizantes. Un altísimo porcentaje de los adolescentes, según demuestran las estadísticas, profesa una gran credibilidad por lo que ve en la televisión y un porcentaje aun más alto quiere parecerse a alguno de los personajes —buenos o malos— que aparecen en la pantalla.
Esto para no hablar de la posibilidad, siempre presente, de que durante un descuido de sus padres los niños o los adolescentes puedan tener acceso a la telebasura que ofrecen algunos canales —en función del rating, o sea del índice de sintonía, que es la nueva divinidad a la que ellos adoran— y puedan ver los degradados y degradantes talk shows y reality shows, que trasladan a la pantalla los más sórdidos dramas y truculencias pasionales.
Esta es la trayectoria vital de un homo videns.
Por tanto, el homo videns es el producto de los modernos medios audiovisuales de comunicación que la revolución digital ha entregado a las elites sociales. Y es, en último término, un producto comercial, ya que el orden de prioridad de la información que recibe —y, por tanto, de sus conocimientos— lo establece el rating, que es la pagadera obsesión de los dueños de los mass media contemporáneos.
Con la presencia de la imagen, la televisión interfirió el simbolismo de la palabra y con ello modificó la naturaleza de las comunicaciones masivas. Este proceso fue seguido después por la informática. Ellas han suplantado los conceptos por figuras, han contribuido a anular buena parte de la capacidad de abstracción del hombre y a mermar su sentido crítico, han alterado sus procesos mentales y su forma de pensar y han disminuido sus aptitudes de reflexión e introspección. El lenguaje conceptual y abstracto ha sido reemplazado por imágenes concretas que no dejan espacio para la imaginación. Sartori considera que ellas degradan la capacidad cognitiva porque “el acto de ver empobrece el entendimiento”. Los verdaderos estudiosos seguirán leyendo libros —dice— y se servirán de la <internet sólo para completar datos y para obtener las informaciones breves que antes encontraban en los diccionarios.
La UNESCO hace notar que la vertiginosa sucesión de informaciones en los medios de comunicación audiovisuales y el frecuente —y a veces hasta maníaco— cambio de canal en el televisor atentan contra la permanencia y la profundización de la información captada y disminuyen las facultades de concentración mental de las personas.
Que los medios de comunicación contribuyen a forjar una cultura no es cosa nueva. Siempre lo hicieron, a partir del manejo de la información. La invención de la imprenta dejó atrás la cultura oral y forjó la cultura escrita. Después, con el auge de la radio, vino la cultura “auditiva”. Hoy la televisión ha subsumido las virtudes y los defectos de ambas formas de comunicación y ha modelado una cultura audiovisual. Y con ella ha modificado las instituciones basadas en la imprenta: la política, la economía, la literatura, la educación, el periodismo, la publicidad y otras. La pantalla electrónica ha reemplazado al papel escrito. Las “bibliotecas” del futuro no serán colecciones de libros sino bancos de datos conectados a terminales de computación.
En los modernos medios de comunicación la información se difunde a través de bits y no de los átomos del papel impreso. El bit —acrónimo de la expresión inglesa binary digit— es el elemento básico de la transmisión electrónica de la información. No tiene color, tamaño ni peso y puede viajar a la velocidad de la luz, o sea 1.080 millones de kilómetros por hora. Como otras energías puras, no tiene masa ni ocupa un lugar en el espacio.
Es menester hacer la diferencia entre átomo y bit. El átomo es la partícula más pequeña de un cuerpo simple. En cambio, el bit no tiene solidez, no es tangible: es una energía. Es un “estado”, una “forma de ser”. El bit, a diferencia del átomo, no se mueve por transiciones: pasa de un estado a otro automáticamente y sin escalas intermedias.
La mayor parte de la información que hoy nos llega en forma de átomos, esto es, mediante periódicos, libros, revistas y demás materiales impresos, la recibiremos en la era digital por medio de bits que la transportarán de su lugar de origen hasta las pantallas electrónicas a la velocidad de la luz.
Pero, al margen de sus progresos técnicos sorprendentes, la sociedad digital tiene anomalías muy graves porque moldea un tipo de hombre cada vez menos apto para comprender las abstracciones. Sostiene Sartori que el hombre “videoformado” está aquejado de graves debilidades para interpretar el universo simbólico que le rodea —formado por las lenguas, la literatura, los mitos, el arte, la religión y las demás categorías que entretejen su trama semiológica— ya que su mente está influida y controlada por la televisión y por el nuevo medio de comunicación, de escala planetaria, que es internet. La lectura ha pasado a un plano secundario. Ella requiere soledad, concentración, razonamiento, reflexión, imaginación, que tan poca cabida tienen en el mundo contemporáneo.
Incluso el empleo que el homo videns hace de internet es de una conmovedora pobreza: malgasta su tiempo en ver y promover futilidades. Se entretiene en intrascendentes y vulgares hobbies, en los que no adquiere conocimientos ni información.
Además el homo videns tiene una incoercible tendencia a la imitación. Carece de originalidad. Quiere hacer lo que ve en la pantalla de la televisión: desde los cantos y consignas de los estadios de fútbol —en donde se suelen imitar las expresiones de la torcida brasileña o las extrañas indumentarias y las caras pintarrajeadas de los aficionados nórdico-europeos— hasta la forma de vestir, el estilo de vida y las preferencias del consumo de las sociedades opulentas.
En el ámbito político, sostiene Sartori que la TV no sólo condiciona los procesos electorales —el homo videns es un elector teledirigido— sino también la toma de decisiones gubernativas, con lo cual deforma o distorsiona los regímenes democráticos. Afirma que el hecho de que la información y la educación política estén en manos de la televisión representa serios problemas para la democracia, ya que el demos está dirigido por los medios audiovisuales de comunicación. La gente adopta sumisamente la opinión que recibe explícita o subliminalmente de los medios. La TV —con su información reducida— resume, simplifica y achica la realidad para que quepa en los menguados espacios de la información, mientras que al otro lado de la pantalla la comunidad de homo communicans piensa y actúa, en el mundo de la subcultura de las imágenes, de acuerdo con las informaciones que recibe.
Las comunicaciones satelitales, internet, el grid software, la telemática, el ciber-espacio, la tecnología fotónica, la televisión digital, el DVD, el HD DVD, el Blu Ray, el flash memory y los demás prodigios de informática que operan en la sociedad del conocimiento han producido serias deformaciones en la vida política de las sociedades. Han suplantado las palabras por la imagen, el contenido de los mensajes por el continente, la verdad por la verosimilitud y la sustancia por la apariencia. Esto implica una degradación social. Fatuos e intelectualmente reducidos, la mayor aspiración de los “videopolíticos” es ser iluminados por los reflectores de las cámaras televisuales y salir en la pantalla. En este contexto, antes que preparación y cultura, los políticos actuales debe ser buenos actores televisivos. En consecuencia, no van al gobierno los más capaces sino los más telegénicos.
Con los modernos medios audovisuales, de escala planetaria, los países poderosos han aumentado su influencia en el mundo porque dominan el cerebro del homo videns más allá de las fronteras nacionales. El profesor español de teoría de la comunicación audiovisual Ignacio Ramonet (“Un Mundo sin Rumbo”, 1997) sostiene que “sería ilusorio imaginar una cultura potente, firme, viva, sin una industria audiovisual potente, seria y seductora”. Y va más allá: cuestiona entonces “si una nación que no domina la producción de sus imágenes puede ser hoy aun una nación soberana”. La cultura mundial de nuestros días es en gran medida un reflejo de la cultura norteamericana, en la amplia significación de la palabra. Incluso en los países dominantes las cifras demuestran que, en la “subconfrontación” cultural entre Estados Unidos y Europa, hay un saldo neto en favor de los norteamericanos. La comunicación audiovisual de escala global está bajo su control. Sus cadenas informativas de televisión cubren el planeta y dejan muy poco espacio para sus competidores. Sus productos audiovisuales y cinematográficos se han convertido en el mayor componente de sus exportaciones y en su fuente principal de divisas, por encima de la industria aeroespacial.
Ramonet, al analizar la que él denomina “guerra del multimedia”, es decir, la competencia informática global —con inclusión del cine y la televisión—, anota que hay una clara derrota de Europa frente a Estados Unidos. Informa que este país importa menos del 2% de su consumo audiovisual mientras que, en cambio, en la Unión Europea han penetrado abrumadoramente los medios audiovisuales norteamericanos. Dice que la situación del cine no es diferente: el número de boletos vendidos en las salas de cine europeas para películas estadounidenses pasó de 400 millones a 520 millones entre 1985 y 1994, que representaban el 76 por ciento del mercado europeo. Esa tendencia se ha mantenido en el siglo XXI. Y en cuanto al cine televisual —dice Ramonet— las cosas son parecidas: las películas norteamericanas proyectadas por TV representaron el 53% de la programación en contraste con el 20% de las películas nacionales de los respectivos países europeos. Eso explica por qué el homo videns del planeta se ha volcado hacia la american way of life, con todos sus valores y desvalores.