Expresión latina con la que se designa al ser humano en cuanto elemento del proceso de la producción y el intercambio de bienes económicos.
El concepto y la expresión fueron creados por la escuela clásica de economía política. Se refieren al ser humano codicioso, racional, en permanente búsqueda de lucro y de riqueza, que subordina todos sus valores a la acumulación de bienes económicos y que, para Adam Smith y los clásicos ingleses, es la pieza clave en el desarrollo de la economía de un país.
El homo oeconomicus se mueve por el interés personal, calcula y pondera sus decisiones con entera racionalidad para alcanzar el mayor beneficio, trabaja dentro de un medio implacablemente competitivo y subordina todos sus sentimientos, valores e ideas al afán de lucro personal. La suma de estos esfuerzos individuales —piensan los economistas clásicos— produce el progreso colectivo.
Los pensadores de la escuela clásica afirman que este tipo de hombre es universal e intemporal, esto es, que se da independientemente de las circunstancias de espacio y de tiempo. Se dio ayer, se da hoy y se dará mañana, en cualquier parte del planeta y bajo cualquier sistema político. Movido por su <egoísmo, el hombre económico busca su personal prosperidad y la suma de los intereses individuales coincide exacta y mecánicamente con el interés social. Por tanto, la prosperidad de los individuos es igual a la prosperidad de la sociedad.
Este es el pensamiento de los clásicos.
Sin embargo, la ”racionalidad” del hombre económico es variable. No todos los individuos actúan con la misma sagacidad en el escabroso mundo de la economía. Unos poseen profundos conocimientos del proceso económico de la sociedad y manejan sabia y conscientemente sus mecanismos para obtener el mayor provecho posible, mientras que otros se mueven por pura intuición, espoleados por primarios apetitos de lucro. Pronto el poder económico de los primeros —con sus >monopolios, sus >trusts, sus <holdings y sus <carteles— subyuga totalmente a los otros. Establece un darwinismo económico en la sociedad, en el que sobreviven los más aptos. Y los más aptos son los que tienen los medios de producción en sus manos. A este orden de cosas conduce la codicia ilimitada del homo oeconomicus en las sociedades abiertas y desguarnecidas.
El economista norteamericano Paul Krugman afirma que “durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del homo oeconomicus. El hipotético hombre económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles”.
Pero el economista norteamericano, discrepando de la teoría del homo oeconomicus, comenta: “Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al hombre económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera”.
Con frecuencia —afirma Krugman, evocando al economista británico John Maynard Keynes (1883-1946)— “las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente”.