Lo lúdico es lo que pertenece o se relaciona al juego. De allí viene la expresión homo ludens, que es el “hombre que juega” —o compite— en los campos de la cultura, la organización social, el gobierno, la política, la economía, los negocios, la educación, las ciencias, las comunicaciones, el deporte, el cine, la farándula, los entretenimientos y otras actividades humanas.
El “Homo Ludens” (1938), escrito por el historiador holandés Johan Huizinga, fue probablemente el primer libro que abordó el fenómeno lúdico desde una perspectiva antropológica, es decir, en el plano científico y académico.
Tras recorrer la prehistoria y adentrarse en la historia, el autor sostiene que la cultura, en sus diversas etapas y manifestaciones, surgió en forma de juego o, para ser más preciso, “en las formas y con el ánimo de un juego”. Con esto quiso decir Huizinga que ella se desarrolló “en el juego” y “como juego”, de manera que lo lúdico subyace en los fenómenos culturales.
El teórico de la cultura holandés va más allá: sostiene que “las formas superiores de juego” son las sociales, dentro de las cuales identifica una amplia gama de actividades de la cultura que van desde la poesía a las reglas de la guerra, el Derecho, el arte y la política. Todas ellas sometidas a la competición lúdica, en la que los impulsos competitivos y los afanes de triunfo del hombre se ponen de manifiesto.
Pero la competición lúdica no sólo es individual sino también colectiva, o sea entre grupos, pueblos y naciones.
Esto no lleva a buscar y a comprender el valor y la significación del juego como parte de la vida social: con su lenguaje, sus actitudes, sus desafíos, sus gestos ceremoniosos, sus enlaces y sus desenlaces, que tienen lugar en los campos de competencia marcados y demarcados previamente, bajo reglas aceptadas, donde la desbordante carga emotiva arrebata y electriza, subyuga y hechiza, oprime y libera.
El ser humano es el único animal que busca prestigio y que afronta peligros, emprende tareas y asume riesgos para alcanzarlo. La lucha por el prestigio —y cada cultura tiene su propia noción del prestigio— siempre condujo al hombre a acometer acciones románticas, aventuras riesgosas y cruentos combates, muchas veces irracionales.
Es el thymos el que mueve al ser humano a perseguir la fama, el honor, el buen nombre, la gloria, la virtud, la nobleza, el brillo, el señorío, la dominación y el poder y a no satisfacerse simplemente con la tenencia de bienes materiales. Le lleva a luchar por valores intangibles como la dignidad, la libertad y la justicia.
Lo lúdico tiene sus encantos. Está lleno de movimiento, ritmo y armonía pero también de lucha, tensión, incertidumbre y azar. Una de sus mayores expresiones es el <deporte, que es el más grande espectáculo de masas de nuestros días y tiene una enorme importancia política. Los encuentros deportivos han sustituido a las guerras en la medición de fuerzas y de prestigios entre los países. Los héroes modernos ya no son los victoriosos guerreros sino las figuras estelares del deporte. Ellas tienen a su cargo la promoción de la imagen, el prestigio y los valores de sus países. La popularidad y el reconocimiento de Pelé, Michael Jordan, Pete Sampras, André Agassi, Roger Federer, Cassius Clay o Michael Schumacher envidiarían los más notables políticos de cualquier tiempo.
En la actualidad el deporte, como expresión del homo ludens, se ha convertido en un suceso de importancia sociológica y política. Con su enorme poder convocatorio, reúne multitudes inmensas en sus escenarios. La presencia de la masa es una de las características del hecho deportivo. Los estadios, situados muchas veces en las zonas centrales de las ciudades, levantan murallas físicas y psicológicas para aislarse del mundo cotidiano y encerrar una atmósfera diferente, que sustrae a los espectadores de sus preocupaciones diarias, en una suerte de evasión de la realidad. La gente no acude solamente por la fruición de la belleza deportiva ni por el placer estético, sino también para desfogar los malos humores represados. Con frecuencia las masas, perdedoras en la vida real, se identifican compensatoriamente con los vencedores en el campo deportivo.
En nuestros días, por la presencia de la televisión satelital, la masificación deportiva es un fenómeno mundial. Impecablemente montado por expertos en imágenes y comunicación, el espectáculo deportivo tiene un alcance planetario. Los Juegos Olímpicos, la disputa de la corona mundial de los pesos pesados del boxeo, la copa del mundo de fútbol, los encuentros de baloncesto de la NBA, las competencias de fórmula 1, los partidos de la copa Davis o de un grand slam del tenis mundial, el Tour de Francia, el Giro de Italia o la Vuelta Ciclística a España atraen la atención de millones de espectadores alrededor del planeta y paralizan ciudades y Estados.
Ningún deporte enciende más intensas pasiones que el fútbol. Le rodean grandes alegrías, entusiasmos y eventualmente violencias. En su torno hay una eclosión de banderas, música y comparsas en los estadios y en las calles. Los hinchas daneses introdujeron la moda de pintarse la cara con los colores de su equipo y ella se ha extendido por el mundo. Son pintorescas las danzas de los aficionados brasileños al son de los tambores en el “fútbol zamba” y la “ola” mexicana que avanza en los graderíos de los estadios ha sido imitada en muchos lugares. Negocios limpios y sucios se han montado en su torno. Todo lo cual es parte de la creciente “futbolización” del planeta y de la subcultura del fútbol en el mundo del homo ludens.