Proveniente del latín holocaustum, y este del griego holokaustos (formado por las voces holo, que significa “todo”; y kaustos, “quemado”), el holocausto fue entre los antiguos hebreos un rito religioso que consistía en el sacrificio de incinerar a una persona como ofrenda a los dioses. Después esta palabra significó, por extensión, la matanza de seres humanos. Pero el holocausto por antonomasia fue la exterminación física violenta de seis millones de judíos en las cámaras de gas y en los hornos crematorios de los centros de exterminio nazis durante el régimen del Tercer Reich alemán, en el intento deliberado, planificado y sistemático de acabar con una raza.
La persecución contra los judíos empezó en 1933 cuando Adolfo Hitler fue nombrado jefe del gobierno —canciller— por el presidente Paul von Hindenburg, de acuerdo con las normas de la democracia parlamentaria que regía en Alemania. Allí el antisemitismo llegó a su clímax. Pero antes el líder nazi había ya enunciado sus primeras ideas racistas y antisemitas y había exteriorizado sus convicciones sobre la “inferioridad” de la raza judía, que según su criterio era la “destructora de la cultura” y que vivía como “parásito en el cuerpo de otras naciones”.
Hitler culpó a los judíos de todos los males de la sociedad germánica, incluso de haber “asesinado por la espalda” al ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial. Y sus ideas tuvieron un trágico desenlace en el holocausto, es decir, en la tortura y muerte de millones de judíos en los centros de exterminación del >nazismo.
En su libro "Mi Lucha", escrito en 1924, el caudillo nazi estableció el culto a la raza aria tomado de las teorías del filósofo y diplomático francés Arthur de Gobineau (1816-1882) y del intelectual británico nacionalizado alemán Houston Stewart Chamberlain (1855-1927) —que preconizaron la creencia en una raza superior predestinada a gobernar el mundo— y escribió que “nadie, fuera de aquellos por cuyas venas circula la sangre alemana, sea cual fuere su credo religioso, podrá ser miembro de la Nación” y que “en un porvenir no lejano, la humanidad deberá afrontar problemas cuya solución exigirá que una raza excelsa en grado superlativo, apoyada por las fuerzas de todo el planeta, asuma la dirección del mundo”.
Hitler sostuvo que “el Estado nacional debe conceder a la raza el principal papel en la vida general de la nación y velar por que ella se conserve pura”, para lo cual abogó por la regulación del matrimonio, a fin de que “no continúe siendo un azote perpetuo para la raza”, y por la aplicación de los principios de la eugenesia en las sociedades santurronas “que toleran que cualquier corrompido o degenerado se reproduzca a sí mismo, gravando con el peso de indecibles padecimientos a sus contemporáneos y a su propia descendencia”.
Más tarde, en el primer programa redactado por él y aprobado en 1920 por el naciente Partido Obrero Nacional Socialista Alemán que él fundó, planteó la “creación de una comunidad nacional de la que sólo podrá ser miembro quien tenga sangre alemana” (punto 4º) y la “negación de los derechos políticos a los judíos, que serán tratados como extranjeros y expulsados de Alemania los que hayan llegado después de 1914” (punto 5º).
Desde ese momento el >racismo y el <antisemitismo, junto con el lebensraum (espacio vital) y el revanchismo bélico para lavar el honor nacional mancillado en la guerra mundial de 1914-1918 fueron los ingredientes fundamentales de la teoría política hitleriana.
El holocausto fue la persecución y el asesinato a gran escala, burocráticamente organizado, de seis millones de judíos por el gobierno nazi y sus colaboradores. Los nazis estaban convencidos, por las prédicas de Hitler, que los alemanes eran una “raza superior” y que los judíos —y también los gitanos, algunos grupos eslavos y otras comunidades étnicas—, considerados “inferiores”, no merecían vivir.
En 1933, cuando Hitler subió al poder, había más de nueve millones de judíos en Europa, la mayoría de los cuales vivía en Alemania y en los países que Alemania ocupó y dominó durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando ésta términó, dos de cada tres judíos europeos habían sido ejecutados como parte de la llamada “limpieza étnica” de los nazis.
Con base en los experimentos médicos efectuados por ellos para establecer la supuesta superioridad biológica de la raza aria sobre las no arias, las leyes de Nüremberg, codificadas en 1935, definieron lo que era biológicamente un judío, un incapacitado, un homosexual, un enfermo mental, una persona mal formada o contrahecha o que sufriera cualquier otra anormalidad para someterlos a la eutanasia.
Aparte de los campos de concentración, los nazis mantuvieron centros de exterminio para aniquilar a los judíos y guetos para hacinarlos en espera de la hora de la “solución final”. A diferencia de los <campos de concentración, que eran fundamentalmente lugares de detención y trabajo forzado, los centros de exterminio eran instalaciones de asesinato en masa, en las que murieron más de tres millones de judíos por medio de las cámaras de gas o el fusilamiento.
En diciembre de 1941 se abrió el primer centro de exterminio, que fue Chelmno en Warthegau, sobre territorio polaco anexado a Alemania. Luego se establecieron Belzec, Sobibor, Treblinka, Majdanek y otros para exterminar a los judíos polacos. El mayor fue el de Auschwitz-Birkenau en Polonia, con capacidad de matar hasta ocho mil judíos por día en sus cuatro cámaras de gas.
Los guetos fueron distritos urbanos, generalmente cercados con muros o alambre de púas, en donde se hacinó a los judíos bajo condiciones de vida miserables para luego enviarlos hacia los <campos de concentración o los centros de exterminio, en espera de la “solución final”.
Durante el nazismo hubo más de 400 guetos. El mayor de ellos fue el de Varsovia, donde fueron reducidos alrededor de 450.000 hombres, mujeres y niños judíos. Otros guetos tristemente célebres fueron los de Lodz, Cracovia, Bialystok, Lvov, Lublin, Vilna, Kovno, Czestochowa y Minsk.
La primera etapa de la persecución contra los judíos fue de naturaleza económica. El partido nazi, los organismos estatales, los bancos y los establecimientos de comercio despojaron a los judíos de sus funciones administrativas —ningún judío podía desempeñar un cargo público— y los marginaron de la vida económica alemana. Las empresas judías fueron disueltas o confiscadas, las cuentas bancarias incautadas, ocupados los inmuebles. Mediante este proceso de persecución económica, que se denominó “arianización”, se condenó a los judíos a las peores penurias. Hubo un episodio tristemente célebre en noviembre de 1938: en la denominada “noche de los cristales rotos” (kristallnacht), a raíz del asesinato de un diplomático alemán en París por un joven judío, bandas nazis incendiaron las sinagogas de Alemania y destruyeron los escaparates de los almacenes judíos. Este suceso fue la señal para que la población hebrea emigrara rápidamente de Alemania y de Austria —en una nueva diáspora— para buscar refugio en otros países.
En la segunda etapa la persecución fue eminentemente política. Los judíos que no pudieron emigrar debido a sus limitaciones económicas fueron recluidos en los <campos de concentración, en los centros de exterminio o en los guetos, y sufrieron las peores y más crueles consecuencias del holocausto. Con la ocupación de Polonia por las tropas alemanas en 1939 —que fue el detonante de la II Guerra Mundial—, dos millones de judíos polacos sufrieron consecuencias aun más duras que los judíos alemanes y fueron reducidos a guetos rodeados de muros y alambradas. Durante la invasión de las fuerzas alemanas a la Unión Soviética en junio de 1941 los comandos móviles nazis —los llamados einsatzgruppen— cumplieron fanáticamente la consigna de asesinar a todos los judíos soviéticos que encontraran en su camino. Estos equipos móviles de la muerte cometieron toda clase de asesinatos masivos de judíos, gitanos, miembros de las fuerzas armadas soviéticas, militantes del partido comunista y ciudadanos soviéticos. Más de un millón de hombres, mujeres y niños judíos fueron asesinados por estos grupos.
Todo se hizo en nombre del <antisemitismo, es decir, del odio a los judíos, aunque éste es insuficiente para explicar los horrendos crímenes de la vesania hitleriana, porque como dijo por aquellos años la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt (1906-1975), el antisemitismo puede explicar talvez la selección de las víctimas pero no la naturaleza satánica de los crímenes. El holocausto escapa a todo intento de entendimiento racional. No se puede concebir que a mitad del siglo XX, en pleno triunfo de las ideas racionalistas y en el centro de la civilización europea, hayan podido consumarse crímenes y atrocidades tan grandes y tan meticulosamente planificados.
Al lado de la cuestión racial estuvo la ideológica. Los nazis postularon que el marxismo, el socialismo, el pacifismo, el internacionalismo y otras convicciones ideológicas estaban inspiradas por un “intelectualismo judío peligroso” de origen étnico y que, por tanto, debían ser extirpadas de raíz. En consecuencia, quienes las profesaban fueron sometidos a una implacable represión, que generalmente terminaba en la “solución final”.
La actuación del Vaticano durante este ominoso período ha sido muy cuestionada, especialmente por la conducta del papa Pío XII, a quien se acusa de no haber hecho ni dicho algo en defensa de los judíos. Largamente el Vaticano mantuvo en secreto los archivos que contienen los registros del cardenal Eugenio Pacelli, primero como embajador del Vaticano en Berlín de 1922 a 1929 y después como pontífice romano de 1939 a 1958, y, cuando los «abrió» a partir del 15 de febrero del 2003, el propio Vaticano admitió que las carpetas correspondientes a este lapso fueron «completamente destruidas o dispersadas» durante el bombardeo de Berlín en la Segunda Guerra Mundial, de modo que los estudiosos nada han podido sacar en claro sobre este oscuro período de la vida pontificia.
No obstante, el Vaticano se ha defendido de las acusaciones alegando que Pío XII guardó silencio «por miedo a empeorar las cosas en los territorios ocupados por los nazis» durante la guerra.
Sin ocultar su indignación por las imputaciones, en marzo del 2000 el papa Juan Pablo II pidió perdón por los errores cometidos por la Iglesia en este trágico período de la historia. Y Benedicto XVI, durante la homilía que pronunció en una misa celebrada en San Pedro el 9 de octubre del 2008, expresó su deseo de beatificar a Pío XII, el llamado "Papa de Hitler", adulador y bendecidor de Francisco Franco.
Hubo una constelación de altos prelados alemanes que rindieron pública y escandalosa pleitesía al líder nazi. Entre ellos estuvieron los cardenales Wendel, von Galen, Schulte, Faulhaber y Bertram, los arzobispos Jäger, Gröber y Kolb y los obispos Rarkowski, Werthmann, Berning, Buchberger, Ehrenfried, Kaller, Machens, Kumpfmüller, Wienkens, Preysing, Frings, Hudal, todos quienes se deshicieron en elogios al Führer, mandaron rezar por él, dispusieron repique de campanas y ofrecieron misas. El cardenal Innitzer, el arzobispo Waitz y los obispos Hefter, Gföllner, Memelauer y Pawlikowski, miembros del episcopado austriaco, llegaron al extremo de firmar una proclama de adhesión a Hitler cuando éste anexó Austria al Tercer Reich y exhortaron a los fieles católicos a apoyar el régimen nazi.
En mayo del 2006 se abrieron por primera vez los gigantescos archivos de Bad Arolsen que guardan varios millones de documentos referentes a las atrocidades nazis durante el Tercer Reich. Los once Estados que los custodiaban —Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, Grecia, Estados Unidos, Polonia, Israel, Holanda, Bélgica y Luxemburgo— decidieron poner a disposición de los investigadores de la <historia esos documentos, archivados en 27 kilómetros de estanterías y anaqueles, que habían permanecido guardados por más de sesenta años en una vieja barraca nazi de la pequeña ciudad de Alemania. Con cerca de cincuenta millones de páginas, estos archivos son completos porque los nazis solían registrar escrupulosamente todos los detalles de la vida, acciones y destino de sus víctimas: desde las órdenes de arresto de la GESTAPO o la lista de ejecuciones en los centros de exterminio hasta los vestidos que ellas llevaban o el conteo de piojos en un campo de concentración de Silesia.
El 26 de noviembre del 2012 la policía de Noruega, por órgano de su jefe Odd Reidar Humlegaard, ofreció disculpas y pidió excusas al pueblo hebreo por su participación en la detención y deportación de 772 judíos noruegos hacia los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial, bajo la ocupación alemana de Noruega. La declaración coincidió con el 70 aniversario de la deportación el 26 de noviembre de 1942 de 772 judíos refugiados en Noruega, de los cuales 532 fueron embarcados en el carguero alemán SS Donau. Solamente 34 de ellos pudieron sobrevivir en los campos de concentración. La colaboración de la policía noruega con las fuerzas de ocupación nazis en aquella madrugada del año 42 fue siempre considerada por los ciudadanos del país nórdico como una “vergüenza nacional”.