Adolfo Hitler —ciudadano alemán de origen austriaco, cuyo verdadero apellido se supone que fue Schicklgruber— nació en Braunau am Inn, Austria, el 20 de abril de 1889, hijo de un modesto funcionario de aduanas y de una campesina. Estudiante mediocre que no llegó a terminar la enseñanza secundaria, solicitó su ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena pero no fue admitido por falta de talento, aunque más tarde comenzó a obtener algunos ingresos de los cuadros que pintaba.
Al comenzar la Primera Guerra Mundial se alistó como voluntario en el ejército bávaro. Fue un soldado valiente pero no alcanzó más que el grado de cabo de infantería. Terminada la conflagración mundial en 1918 y tras la derrota de Alemania, regresó a Munich y permaneció en el ejército hasta 1920, encargado de la tarea de “vacunar” a los soldados a su cargo contra las ideas pacifistas y democráticas que provenían de los triunfadores de la guerra.
En 1920 fundó el Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (Nationalsozialistiche Deutsche Arbeiter-Partei) —que nada tenía de socialista—, del que fue su jefe —Führer— con poderes omnímodos. Y organizó sus bandas paramilitares —las sturm abteilung, conocidas también como las SA— para aterrorizar a sus adversarios políticos: los judíos, los liberales, los socialistas, los comunistas, los sindicalistas.
En sus desmedidas ambiciones de poder fue auspiciado económicamente por empresarios acaudalados asustados por la agitación comunista, entre ellos por Fritz Thyssen, presidente del grupo empresarial del acero.
El Tratado de Versalles, celebrado al final de la Segunda Guerra Mundial con el triunfo de las potencias aliadas —Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Canadá, Unión Soviética— sobre las denominadas potencias del eje —Alemania, Italia, Japón—, cometió el grave error de endosar las culpas del imperialismo prusiano a la naciente democracia parlamentaria alemana —la llamada República de Weimar— y de exacerbar con eso el sentimiento nacional del pueblo germánico, perdedor de la contienda mundial, que se tornó muy sensible a las prédicas nacionalistas de Adolfo Hitler —el Führer—, quien con el ofrecimiento de denunciar el Tratado de Versalles, reintegrar a Alemania los territorios y colonias que perdió en la guerra, conquistar el lebensraum —espacio vital— para su pueblo, suprimir el pago de las deudas internacionales, restaurar la plena soberanía nacional y luchar contra la agitación comunista que arreciaba en el país, exacerbó los sentimientos patrióticos y patrioteros del pueblo germano y formó los primeros cuadros de su Partido Obrero Nacional Socialista Alemán.
En 1920 el partido contaba con veinte mil afiliados. Su primera asamblea celebrada aquel año aprobó el programa de 25 puntos elaborado por Hitler, que fue una suerte de <fundamentalismo de su época, compuesto de los siguientes elementos:
- Reunión de todos los alemanes en un solo Estado.
- Abolición de los tratados de Versalles y de Saint Germain.
- Recuperación de las colonias.
- Creación de una comunidad nacional de la que sólo podrá ser miembro quien tenga sangre alemana.
- Negación de los derechos políticos a los judíos, que serán tratados como extranjeros y expulsados de Alemania los que hayan llegado después de 1914.
- Formación de una clase media sana con igualdad de derechos y deberes.
- Garantía de trabajo y subsistencia a todo ciudadano.
- Emancipación de la “esclavitud” de los intereses.
- Abolición de rentas no provenientes del trabajo.
- Confiscación de los beneficios de guerra.
- Nacionalización de las grandes empresas.
- Municipalización de los grandes almacenes en provecho de los pequeños comerciantes.
- Apoyo a las pequeñas industrias.
- Reforma agraria, con expropiación del suelo en beneficio del interés general.
- Sustitución del Derecho romano, individualista y materialista, por el Derecho germánico.
- Reforma de la educación.
- Difusión del deporte.
- Seguro de vejez, maternidad, trabajo y enfermedad.
- Eliminación de la literatura y el arte disolventes.
- Creación de una prensa alemana, con exclusión de los judíos.
- Libertad de todas las comunidades cristianas mientras no lesionaren los derechos del Estado y las costumbres germánicas.
- Formación de un fuerte poder central del Reich.
- Subordinación del individuo a los intereses de la comunidad.
- Lucha contra el parlamentarismo.
- Creación de una Cámara de Estamentos.
En 1921 el nazismo adoptó como emblema una bandera roja en cuyo centro había un círculo blanco con una esvástica negra. La esvástica es un signo gráfico formado por una cruz gamada cuyos cuatro brazos iguales tienen la forma acodada de una gama, o sea de la tercera letra del alfabeto griego.
Hitler dio muy grande importancia a la simbología de su partido. En su libro autobiográfico “Mein Kampf” (Mi Lucha), publicado en 1925, explicó que al comienzo de su acción política y organización de su partido adoptó el color rojo como signo épico y la cruz gamada —la esvástica dextrógira— como “símbolo” de la lucha por la victoria de la raza aria.
Escribió: “Después de innumerables intentos, establecí la forma final: una bandera de fondo rojo, un disco blanco y una esvástica negra en el centro. Después de prolongadas pruebas, también hallé la proporción definitiva entre el tamaño de la bandera y el tamaño del disco blanco, así como la forma y grosor de la esvástica”.
Tras el frustrado golpe de Munich el 9 de noviembre de 1923 Hitler y otros dirigentes del nazismo fueron encarcelados en la fortaleza de Landsberg. Su reclusión le sirvió para escribir su libro, que contiene lo que podría llamarse la “ideología” del nazismo. Lo hizo con la ayuda del militar y político alemán Rudolf Hess (1894-1987), quien era un magnífico escritor y un hombre de cultura.
A partir de su liberación, ocurrida un año después, el partido nazi creció caudalosamente y se convirtió en una organización de masas, movida por la electrizante elocuencia de Hitler. Sus proclamas, que con frecuencia incurrían en el histerismo, alcanzaron gran popularidad porque coincidieron con el espíritu de reivindicación nacional que a la sazón conmovía al pueblo alemán ante las abusivas condiciones impuestas a su país por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Hitler alimentaba esas reivindicaciones. Y para hacerlo invocaba lo más sensible de las tradiciones y del orgullo alemanes.
El nacionalismo germánico pronto se convirtió en uno de los mitos del totalitarismo nazi. Ingresaron al partido Rosenberg, Eckart, Esser, Goebbels, Goering, Röhm y otros dirigentes que dejaron huellas en el régimen nazi. En medio de la profunda crisis recesiva que sacudía a Alemania como parte de la depresión mundial de los años 30 —miles de funcionarios públicos despedidos, comerciantes y pequeños empresarios arruinados, agricultores empobrecidos, trabajadores desocupados, industrias paradas, quiebra en el comercio exterior, derrumbamiento de los precios agrícolas— los nazis canalizaron en su favor la adhesión popular y el voto-protesta con la oferta demagógica de reconstruir una Alemania fuerte, crear puestos de trabajo y restaurar las glorias nacionales. La juventud alemana fue organizada militarmente y se formaron brigadas de choque para la lucha callejera. La elite juvenil integró las fuerzas de asalto —las llamadas S.S.— para misiones especiales. En las elecciones de 1928 el partido nazi tuvo alrededor de 800 mil votos y alcanzó una importante representación parlamentaria. Dos años más tarde obtuvo 6 millones y medio de votos y consiguió 107 diputados. Sin embargo, en las elecciones de 1932, como candidato a la Presidencia de la República, Hitler fue derrotado por el militar de carrera Generalfeldmarschall Paul von Hindenburg (1847-1934). Pero como el líder nazi obtuvo 230 diputados, el anciano y enfermo Presidente tuvo que nombrarlo jefe del gobierno —Canciller— el 30 de enero de 1933, de acuerdo con las normas de la democracia parlamentaria que regían en Alemania.
Se produjo entonces un suceso que puso de manifiesto la personalidad de Hitler: reprimió a sangre y fuego una escisión interna de su partido. Fueron fusilados 77 de sus dirigentes, incluidos Röhm que era su ministro y amigo, el excanciller Schleicher y su esposa, Ernst que era el jefe de las fuerzas de asalto de Berlín y otros dirigentes de importancia.
Hitler justificó su conducta bajo la acusación de complot contra el nazismo. Y a la muerte de Hindenburg, ocurrida el 2 de agosto de 1934, asumió la totalidad del poder en el Tercer Reich. Empezó la aciaga era del Führer. Y desde ese instante y hasta 1945 la historia de Alemania fue la historia del nazismo. O sea la historia de un hombre y de un pueblo que se volvieron locos.
Los ingredientes peculiares del nazismo fueron el >racismo, el <antisemitismo, el desconocimiento del Tratado de Versalles, la recuperación de las colonias, el lebensraum (espacio vital), el revanchismo bélico para lavar el honor nacional mancillado en la guerra mundial de 1914-18 y, por supuesto, el pelotón de fusilamiento, el tiro en la nuca, los hornos crematorios, los campos de concentración, los centros de exterminio, los guetos y la implacable GESTAPO —Geheime Staatspolizei—, que era la policía secreta del Estado fundada en 1933 para suprimir la oposición al régimen nazi, que vigilaba los más recónditos actos de la vida pública y privada de las personas y que sólo respondía de sus actos ante su jefe, Heinrich Himmler, y ante el Führer.
Fueron los judíos las víctimas propiciatorias del nazismo. En 1933, cuando Hitler subió al poder, había más de nueve millones de judíos en Europa, la mayoría de los cuales vivía en Alemania y en los países que Alemania ocupó y dominó durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando ésta terminó, dos de cada tres judíos europeos habían sido ejecutados como parte de la llamada “limpieza étnica” de los nazis. Y es que, aparte de los campos de concentración, ellos mantuvieron centros de exterminio para aniquilar a los judíos y guetos para hacinarlos en espera de la hora de la “solución final”.
A diferencia de los campos de concentración, que eran fundamentalmente lugares de detención y trabajo forzado, los centros de exterminio eran instalaciones de asesinato en masa, en las que murieron más de tres millones de judíos por medio de las cámaras de gas o el fusilamiento.
Para justificar la persecución a sus adversarios políticos, Hitler mandó incendiar a fines de febrero de 1933 el grande y hermoso edificio del Reichstag en Berlín —donde funcionaba el parlamento— y culpó del crimen a los miembros del Partido Comunista (Kommunistische Partei, KP) y del Partido Socialdemócrata de Alemania (Sozialdemokratische Partei Deutschlands, SPD), que fueron entonces perseguidos con brutal violencia. Todas las agrupaciones políticas quedaron proscritas y se implantó el régimen de partido único, al más puro estilo fascista.
En marzo de ese mismo año, mediante un decreto de Hitler, las facultades legislativas del Reichstag fueron transferidas al gabinete. Este decreto otorgó a Hitler poderes dictatoriales por un período de cuatro años y marcó el final de la República Democrática de Weimar.
Desde ese momento el partido nazi se convirtió en el principal instrumento del control totalitario del Estado, pero a su vez las guardias de choque nazis —las schutz-staffel o SS— y el servicio de seguridad —el sicherheitsdienst— asumieron el control del partido, que en su momento de mayor esplendor contó con siete millones de afiliados.
Elemento importante del partido eran las juventudes hitlerianas —Hitler jugend— de jóvenes entre los 14 y los 17 años de edad, a quienes se lavaba el cerebro y preparaba para ingresar a las filas elitistas de las SA o de las SS. Bajo ese régimen de terror fueron disueltos los sindicatos y las cooperativas, confiscados sus patrimonios, suprimidas las negociaciones colectivas y erigido el Frente Alemán del Trabajo —el Deutsche Arbeitsfront—, controlado por el Estado, al que todos los obreros debieron pertenecer obligatoriamente.
Hitler fue un profundo conocedor del espíritu de su pueblo. Entendió perfectamente la frustración y humillación que sentía por la derrota militar en la Primera Guerra Mundial y por sus consecuencias territoriales. Suponía que necesitaba instintivamente un conductor enérgico capaz de vengar la derrota y alentar nuevas esperanzas de gloria nacional. Insistió hasta el cansancio en las calidades autoritarias del líder. “La psiquis de la masa popular —escribió en su libro “Mi Lucha”— no es sensible a nada que tenga sabor a debilidad ni reacciona ante paños tibios”. Y agregó: “El pueblo prefiere el gobernante al suplicante y siente mayor satisfacción íntima por las doctrinas que no toleran rivales, que por el liberalismo, del que apenas sabe hacer uso y del que pronto acaba por renegar”. Abominaba la democracia y “cualquier teoría basada en el sufragio de las mayorías que implique el hecho de que el jefe se vea rebajado al no tener otra misión que la de poner en práctica las órdenes y opiniones ajenas”. En lugar del mando democrático, sometido al control popular, el líder nazi sostenía “el principio de la autoridad incuestionable del jefe, combinada con la más absoluta responsabilidad”.
El partido nazi adoptó como emblema la cruz gamada —la <esvástica— dibujada sobre un círculo blanco en la bandera roja.
El nazismo se fundó principalmente sobre dos mitos: el <nacionalismo y el >racismo. El mito nacionalista, nacido de la exaltación del sentimiento nacional —y también de su resentimiento— condujo a los nazis a la megalomanía colectiva y al sacrificio de los derechos personales ante el altar del Estado. Y el mito racista se fundó en el culto a la raza aria, derivado de las teorías de Arthur de Gobineau (1816-1882) y de Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), que preconizaron la creencia en una raza superior predestinada a gobernar el mundo.
Basado en esas ideas Hitler proclamó, en su mencionado libro “Mein Kampf”, que “en un porvenir no lejano, la humanidad deberá afrontar problemas cuya solución exigirá que una raza excelsa en grado superlativo, apoyada por las fuerzas de todo el planeta, asuma la dirección del mundo”. El líder nazi sostenía que “el Estado nacional debe conceder a la raza el principal papel en la vida general de la nación y velar por que ella se conserve pura”, para lo cual abogaba por la regulación gubernativa del matrimonio, a fin de que “no continúe siendo un azote perpetuo para la raza”, y por la aplicación de los principios de la eugenesia en las sociedades santurronas “que toleran que cualquier corrompido o degenerado se reproduzca a sí mismo, gravando con el peso de indecibles padecimientos a sus contemporáneos y a su propia descendencia”.
Sobre estos mitos se levantó el Estado totalitario de los nazis, escoltado por las SS, la GESTAPO, los hornos crematorios y los campos de concentración.
Y, aunque parezca contradictorio, la izquierda marxista favoreció inconscientemente el advenimiento del nazismo. La insurgencia fascista, en Alemania como en otros lugares, cobró impulso por el temor de las capas medias al <comunismo. Por entonces ya se decía que nada hay más parecido a un fascista que un liberal asustado. Todos los movimientos fascistas europeos —el italiano, el portugués, el alemán y el español— aprovecharon en su favor la reacción de las clases medias y de los sectores capitalistas contra la agitación marxista orquestada desde Moscú.
El Papa Karol Jósef Wojtyla —Juan Pablo II— en su libro “Memoria e Identidad” (2005), después de señalar que hay dos “ideologías del mal”, que son el nazismo y el comunismo, escribió: “Dios concedió al hitlerismo doce años de existencia y, cumplido este plazo, el sistema sucumbió. Por lo visto, éste fue el límite que la Divina Providencia impuso a semejante locura”. Resulta muy difícil interpretar estas palabras. Su dios no debió dar ni cinco minutos de “plazo” a un criminal sanguinario como Hitler. El haberle dado doce años significó para la humanidad seis millones de judíos asesinados en los centros de exterminio y en los <campos de concentración, sometidos a lo que los nazis llamaban cínicamente “endlosung” —la “solución final”—, o sea la muerte, en la mayor operación de <genocidio que contempla la historia; y más de ochenta millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial, causada por la locura moral del líder nazi y por su obsesión de dominio universal.
Sin embargo, muchos altos prelados de la Iglesia Católica, especialmente en Alemania y Austria, rindieron pública y escandalosa pleitesía al líder nazi durante su ejercicio del poder. Entre ellos estuvieron los cardenales alemanes Wendel, von Galen, Schulte, Faulhaber y Bertram, los arzobispos Jäger, Gröber y Kolb y los obispos Rarkowski, Werthmann, Berning, Buchberger, Ehrenfried, Kaller, Machens, Kumpfmüller, Wienkens, Preysing, Frings, Hudal, todos quienes se deshicieron en elogios al Führer, ofrecieron misas por su larga vida, mandaron rezar por él y dispusieron repiques de campanas para celebrar sus éxitos.
El cardenal Innitzer, el arzobispo Waitz y los obispos Hefter, Gföllner, Memelauer y Pawlikowski, miembros del episcopado austriaco, llegaron al extremo de firmar una proclama de adhesión a Hitler cuando éste anexó Austria al Tercer Reich y exhortaron a los fieles católicos a apoyar al régimen nazi. En 1933 el cardenal Faulhaber de Munich dijo del papa Pío XI que era el mejor amigo de los nazis. Fue verdaderamente vergonzosa la literatura que los prelados alemanes exhibieron en adulación a Hitler: “nuestro Führer, custodio y acrecentador del Reich”, decía el obispo castrense Rarkowski; “el Führer y el gobierno han hecho todo cuanto es compatible con la justicia, el derecho y el honor de nuestro pueblo”, proclamaba el obispo Buchberger de Regensburg; el obispo Berning de Osnabruck —a quien Goering designó miembro del Consejo de Estado de Prusia—, al enviar a Hitler un ejemplar de su libro “Iglesia Católica y etnia nacional alemana”, le decía que es “como signo de mi veneración”; el obispo Ehrenfried de Wirzburgo declaraba que “los soldados cumplen con su deber para con el Führer y la patria con el máximo espíritu de sacrificio, entregando por completo sus personas según mandan las Sagradas Escrituras”; en una carta pastoral el obispo Kaller de Ermland pedía a sus feligreses que, “con la ayuda de Dios, pondréis vuestro máximo empeño por el Führer y el pueblo y cumpliréis hasta el final con vuestro deber en defensa de nuestra querida patria”; en parecidos términos exhortaba el obispo Machens de Hildesheim: “cumplid con vuestro deber frente al Führer, el pueblo y la patria”; el obispo Kumpfmüller de Ausgsburg proclamaba que “el cristiano permanece fiel a la bandera que ha jurado obedecer pase lo que pase”; el obispo Hudal, al dedicar a Hitler su libro “Nacionalsocialismo e Iglesia”, llamaba al caudillo nazi “el Sigfrido de la esperanza y la grandeza alemanas”; el cardenal von Galen de Münster calificaba a la wehrmacht —que fue la invasión de las tropas nazis a Letonia, Lituania y parte de Estonia y el avance a sangre y fuego hacia Moscú— como “protectora y símbolo del honor y el derecho alemanes”; en plena guerra mundial el cardenal Schulte de Colonia se preguntaba en una carta pastoral: “¿No debemos acaso ayudar a todos nuestros valientes en el campo de batalla con nuestra fiel oración cotidiana?”; el arzobispo Kolb de Bamberg predicaba, con referencia a las fuerzas militares hitlerianas, que “cuando combaten ejércitos de soldados debe haber un ejército de sacerdotes que los secunden rezando en la retaguardia” y el obispo Frings, Presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania, conminaba a los fieles a ofrendar hasta la última gota de sangre por el Führer.
Con el paso del tiempo el nazismo encontró un defensor muy elocuente: el Presidente Mahmud Ahmadinejad de Irán, quien a comienzos del siglo XXI negó reiteradamente la existencia del holocausto y, con ello, exculpó a Hitler del mayor de sus crímenes. Aquel oscuro fundamentalista islámico negó la ocurrencia del más execrable genocidio que conoce la historia, cometido por los nazis contra los judíos durante el Tercer Reich. Seis millones de judíos murieron en los campos de concentración —los konzentrationslager—, sometidos a lo que los nazis llamaban cínicamente “endlosung” —la “solución final”—, o sea la muerte. Ahmadinejad —miembro de la “secta” de los negadores del holocausto nazi— expresó el 26 de octubre del 2005 ante una multitud de estudiantes, tras invocar el recuerdo del ayatolá Ruhollah Jomeini, que “Israel debe ser borrado del mapa” y que este “no es el único objetivo de Irán, sino simplemente el primero”. Lo cual provocó una serie de protestas en el mundo occidental, empezando con las Naciones Unidas y la Unión Europea y terminando con Fidel Castro, que en una entrevista concedida a la revista norteamericana “The Atlantic” a mediados de agosto del 2010 criticó con dureza a Ahmadinejad por su antisemitismo y por negar el holocausto. Y comentó: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos, diría que mucho más que los musulmanes”.